Se quejó el discípulo
amargamente
y casi a punto del sollozo:
-Todo tú eres áspero, duro y
cortante.
Me lastimo y sangro en este
ascenso.
Ver tu cima y estar aún
distante
no deja de romper mi corazón.
Abba Montaña lo miró desafiante.
-¿Acaso pensaste en ascender
sin sacrificio?
Agradece la roca filosa, quien
te recuerda
que sino te aferras te espera la
caída.
Agradece la distancia que
separa
y a la vez excita el deseo.
No harás cumbre sin ser atravesado
por la agonía propia del amor.
La subida al monte de la perfección no encuentra más que
un camino para hacer cumbre: el camino escondido de la Cruz.
He visto tristemente, cuántos discípulos se extravían o
se caen, buscando otros senderos. ¡Qué reacios somos todos al lenguaje de la
purificación! ¡Cuánta resistencia y rebeldía experimenta el alma que aún camina
sin entregarse; el alma que aún evita encontrarse con la única y sólida realidad
del Sacrificio Redentor!
La resistencia a la Cruz en nosotros, se apoya en el
pecado que aún nos tiene sujetos. Porque la Cruz como proyecto y realidad de la
comunión entre Dios y los hombres; la Cruz digo es hermosa y llena de luz.
Nuestra naturaleza aún lastimada por el pecado no puede ver la Cruz en su
esplendor y quedamos cegados o a medio ver a tientas. Porque la Cruz manifiesta
plenamente al Dios que es Amor y hace enteramente Don de Sí. Y el llamado del
Maestro a sus discípulos a renunciar a sí mismos, a cargar la propia cruz y
seguirlo, no es más que una invitación maravillosa a la plenitud de vida en Él.
¿Sufrimiento? Sí, lo habrá. Pero el sufrimiento es solo
una consecuencia de una coyuntura, diría de una circunstancia de la historia
introducida por la libertad humana, aunque una circunstancia gravísima: el
pecado. El pecado de los hombres es sufrimiento para Cristo, como el pecado
personal y colectivo es sufrimiento para nosotros. “Lo hizo pecado por nosotros”. En el contexto del pecado –introducido
por Adán-, el Amor de Comunión debe asumir por parte del Hijo el sufrimiento
para sanarnos y rescatarnos. El Cordero de Dios debe llevar sobre sí nuestros
males y liberarnos mediante su propia inmolación. “Por sus llagas hemos sido curados”. Pero también de parte nuestra será inevitable
el sufrimiento de la purificación. Necesitaremos de renuncia, de entrega y de
abandono para poder ser arrancados del pecado, para ser sacados de la oscuridad
a la Luz admirable, para morirnos hacia una vida nueva. Habrá que transitar
este parto pascual para ser alcanzados y permanecer en la Alianza.
Me gusta
personalmente hablar de la agonía propia
del amor. La agonía del parto pascual por el cual también se podrá decir: vivo yo, ya no yo, es Cristo quien vive en
mí. Ahora es cuando lo que sacramentalmente acaeció en el bautismo, esa
semilla sembrada, alcanza madurez y florece: es la agonía de ser sumergidos en la muerte del Señor para
renacer gloriosos junto con Él.
El camino del
calvario, la pasión en cruz, la muerte, el sepulcro y el descenso. He allí el
camino hacia la cumbre de la unión con Dios. Y el alma requiere ser introducida
en esta realidad áspera, dura y cortante. Solo allí el Santo Santo Santo,
entendido como “separado y totalmente Otro”, podrá “consagrarnos para ser de su
propiedad”. Insisto que se trata de la más exquisita muestra de su Amor y solo
porque aún el pecado nubla nuestra mirada no podemos estallar en alabanza por
su maravillosa obra en nosotros.
Herida, sí,
pero herida de amor. La purificación que ha sido propuesta bajo la simbología
del flechazo que atraviesa o transverbera, o el hierro incandescente que
cauteriza y sella, es también agonía por
la disparidad y el contraste.
Así la teología espiritual de forma clásica,
para alcanzar la cumbre del monte de la perfección, ha elaborado el paradigma
de las tres vías: purgativa, iluminativa e unitiva. Evidentemente las tres vías
tienen una sola finalidad que es el pleno encuentro con Dios, tanto como se
pueda en esta vida, ya en primicias de Gloria. Muchos las han presentado como
si de tal siguiera cual, correlativamente digamos. Algunos han visto un orden
más simultáneo o incluso aleatorio. Pero siempre, sean cual sean los acentos y
matices de la antropología cristiana subyacente, la purgación es
insoslayable. Se haga de modo más activo
a través de la penitencia y vida ascética, o sea el alma agraciada por las
purificaciones infusas propias de la experiencia mística, la extirpación de todo
lo que no es de Dios y no puede sino obstaculizar o limitar el encuentro,
deberá hacerse. Pero para no entenderlo de modo solamente privativo o negativo,
digamos que lo desemejante no puede entrar en comunión, por tanto estas
purificaciones al final son expresión del Amor Misericordioso de Dios que es
Santo y santifica, un llamado a vivir según nuestra vocación creatural, a
imagen y semejanza Suya.
Por tanto en
la vía purgativa el amoroso sufrimiento purificador es consecuencia de ser
quitado todo gusto, disfrute y apetencia por algo, por cualquiera realidad que
se guste, disfrute y apetezca sin Dios. No puede quedar en la memoria ni seguir
ejerciendo atracción lo que distrae postergando y seduce confundiendo el rumbo.
Ni el deleite religioso debe ser apetecido pues nos remitiría al autogoce y no
a la obra del Señor. Pero el sufrimiento del desarraigo da paso a una sana
apatía pacificadora, una serena indolencia por las cosas del mundo cuya escena simplemente
pasa. La hesychía debe ganar el alma. La esperanza debe esperar enteramente en
el Señor. Una esperanza desnuda y ampliamente disponible para el Adviniente.
Todo en Dios y nada sin Él.
Y en la vía
iluminativa debe ser purgada toda concepción del mundo y del propio proyecto de
vida que pretenda fundarse con autonomía rupturista respecto al Creador. No hay
sentido verdadero, tanto cuanto significado cuanto orientación, sin la fuente y
el horizonte en Dios. La fe debe ser introducida en el Misterio para ser
rectamente fe, de lo contrario permanecerá fetiche y magia. El amoroso sufrimiento
purificador es conexo a ser arrancado todo de nuestro pretendido dominio
controlador y ser arrojados nosotros mismos a una santa incertidumbre y a un creciente
abandono en Dios. El amoroso sufrimiento purificador debe extirpar toda humana
presunción de sabiduría omnipotente y debe acrecentar la escucha obediencial.
La humildad permite hacer cumbre en la experiencia de fe, solo entonces se escucha
a quien se revela por Amor y se presta una filial receptividad. Una fe
enteramente dispuesta a descubrir y configurarse a la Voluntad Santa sin
resquicio alguno de rebelión. Todo en Dios y nada sin Él.
Finalmente por
la vía unitiva la voluntad se encamina a abrazarse solamente a Él y abrazarlo
todo en Él. Un largo camino de renuncias jalona el ascenso. Nada puede ser abrazado
si no se abraza con Él y para Él. El amoroso sufrimiento purificador instala
una soledad radical y transformante. El hombre frente a Dios y nada más. Crece
el deseo óntico por Aquel que puede saciar la sed del alma y se gime por la
insuficiente dicha que ha dejado todo aquello en lo que se ha perdido tiempo. Se
llora el retraso y se enfervoriza el andar. El alma se halla en fuga hacia el
desierto y la noche. Solo allí, de cara a Dios y a nada más, todo podrá ser
reconectado en un proyecto de comunión santificadora. Exorcizados los demonios
y destruidos los ídolos, en el desierto anochecido se produce el desposorio y
se funda la Alianza siempre nueva y definitiva. Allí brota la fecundidad
verdadera del amor. Todo en Dios y nada sin Él.
¡Pero se debe
atravesar la agonía propia del amor!
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