Abba Montaña 2

 



"Apotegmas contemplativos" (2021)


Se quejó el discípulo amargamente

y casi a punto del sollozo:

-Todo tú eres áspero, duro y cortante.

Me lastimo y sangro en este ascenso.

Ver tu cima y estar aún distante

no deja de romper mi corazón.

Abba Montaña lo miró desafiante.

-¿Acaso pensaste en ascender sin sacrificio?

Agradece la roca filosa, quien te recuerda

que sino te aferras te espera la caída.

Agradece la distancia que separa

y a la vez excita el deseo.

No harás cumbre sin ser atravesado

por la agonía propia del amor.

 

 

            La subida al monte de la perfección no encuentra más que un camino para hacer cumbre: el camino escondido de la Cruz.

            He visto tristemente, cuántos discípulos se extravían o se caen, buscando otros senderos. ¡Qué reacios somos todos al lenguaje de la purificación! ¡Cuánta resistencia y rebeldía experimenta el alma que aún camina sin entregarse; el alma que aún evita encontrarse con la única y sólida realidad del Sacrificio Redentor!

            La resistencia a la Cruz en nosotros, se apoya en el pecado que aún nos tiene sujetos. Porque la Cruz como proyecto y realidad de la comunión entre Dios y los hombres; la Cruz digo es hermosa y llena de luz. Nuestra naturaleza aún lastimada por el pecado no puede ver la Cruz en su esplendor y quedamos cegados o a medio ver a tientas. Porque la Cruz manifiesta plenamente al Dios que es Amor y hace enteramente Don de Sí. Y el llamado del Maestro a sus discípulos a renunciar a sí mismos, a cargar la propia cruz y seguirlo, no es más que una invitación maravillosa a la plenitud de vida en Él.

            ¿Sufrimiento? Sí, lo habrá. Pero el sufrimiento es solo una consecuencia de una coyuntura, diría de una circunstancia de la historia introducida por la libertad humana, aunque una circunstancia gravísima: el pecado. El pecado de los hombres es sufrimiento para Cristo, como el pecado personal y colectivo es sufrimiento para nosotros. “Lo hizo pecado por nosotros”. En el contexto del pecado –introducido por Adán-, el Amor de Comunión debe asumir por parte del Hijo el sufrimiento para sanarnos y rescatarnos. El Cordero de Dios debe llevar sobre sí nuestros males y liberarnos mediante su propia inmolación. “Por sus llagas hemos sido curados”.  Pero también de parte nuestra será inevitable el sufrimiento de la purificación. Necesitaremos de renuncia, de entrega y de abandono para poder ser arrancados del pecado, para ser sacados de la oscuridad a la Luz admirable, para morirnos hacia una vida nueva. Habrá que transitar este parto pascual para ser alcanzados y permanecer en la Alianza.

Me gusta personalmente hablar de la agonía propia del amor. La agonía del parto pascual por el cual también se podrá decir: vivo yo, ya no yo, es Cristo quien vive en mí. Ahora es cuando lo que sacramentalmente acaeció en el bautismo, esa semilla sembrada, alcanza madurez y florece: es la agonía de ser sumergidos en la muerte del Señor para renacer gloriosos junto con Él.

El camino del calvario, la pasión en cruz, la muerte, el sepulcro y el descenso. He allí el camino hacia la cumbre de la unión con Dios. Y el alma requiere ser introducida en esta realidad áspera, dura y cortante. Solo allí el Santo Santo Santo, entendido como “separado y totalmente Otro”, podrá “consagrarnos para ser de su propiedad”. Insisto que se trata de la más exquisita muestra de su Amor y solo porque aún el pecado nubla nuestra mirada no podemos estallar en alabanza por su maravillosa obra en nosotros.

Herida, sí, pero herida de amor. La purificación que ha sido propuesta bajo la simbología del flechazo que atraviesa o transverbera, o el hierro incandescente que cauteriza y sella,  es también agonía por la disparidad y el contraste.

 Así la teología espiritual de forma clásica, para alcanzar la cumbre del monte de la perfección, ha elaborado el paradigma de las tres vías: purgativa, iluminativa e unitiva. Evidentemente las tres vías tienen una sola finalidad que es el pleno encuentro con Dios, tanto como se pueda en esta vida, ya en primicias de Gloria. Muchos las han presentado como si de tal siguiera cual, correlativamente digamos. Algunos han visto un orden más simultáneo o incluso aleatorio. Pero siempre, sean cual sean los acentos y matices de la antropología cristiana subyacente, la purgación es insoslayable.  Se haga de modo más activo a través de la penitencia y vida ascética, o sea el alma agraciada por las purificaciones infusas propias de la experiencia mística, la extirpación de todo lo que no es de Dios y no puede sino obstaculizar o limitar el encuentro, deberá hacerse. Pero para no entenderlo de modo solamente privativo o negativo, digamos que lo desemejante no puede entrar en comunión, por tanto estas purificaciones al final son expresión del Amor Misericordioso de Dios que es Santo y santifica, un llamado a vivir según nuestra vocación creatural, a imagen y semejanza Suya.

Por tanto en la vía purgativa el amoroso sufrimiento purificador es consecuencia de ser quitado todo gusto, disfrute y apetencia por algo, por cualquiera realidad que se guste, disfrute y apetezca sin Dios. No puede quedar en la memoria ni seguir ejerciendo atracción lo que distrae postergando y seduce confundiendo el rumbo. Ni el deleite religioso debe ser apetecido pues nos remitiría al autogoce y no a la obra del Señor. Pero el sufrimiento del desarraigo da paso a una sana apatía pacificadora, una serena indolencia por las cosas del mundo cuya escena simplemente pasa. La hesychía debe ganar el alma. La esperanza debe esperar enteramente en el Señor. Una esperanza desnuda y ampliamente disponible para el Adviniente. Todo en Dios y nada sin Él.

Y en la vía iluminativa debe ser purgada toda concepción del mundo y del propio proyecto de vida que pretenda fundarse con autonomía rupturista respecto al Creador. No hay sentido verdadero, tanto cuanto significado cuanto orientación, sin la fuente y el horizonte en Dios. La fe debe ser introducida en el Misterio para ser rectamente fe, de lo contrario permanecerá fetiche y magia. El amoroso sufrimiento purificador es conexo a ser arrancado todo de nuestro pretendido dominio controlador y ser arrojados nosotros mismos a una santa incertidumbre y a un creciente abandono en Dios. El amoroso sufrimiento purificador debe extirpar toda humana presunción de sabiduría omnipotente y debe acrecentar la escucha obediencial. La humildad permite hacer cumbre en la experiencia de fe, solo entonces se escucha a quien se revela por Amor y se presta una filial receptividad. Una fe enteramente dispuesta a descubrir y configurarse a la Voluntad Santa sin resquicio alguno de rebelión. Todo en Dios y nada sin Él.

Finalmente por la vía unitiva la voluntad se encamina a abrazarse solamente a Él y abrazarlo todo en Él. Un largo camino de renuncias jalona el ascenso. Nada puede ser abrazado si no se abraza con Él y para Él. El amoroso sufrimiento purificador instala una soledad radical y transformante. El hombre frente a Dios y nada más. Crece el deseo óntico por Aquel que puede saciar la sed del alma y se gime por la insuficiente dicha que ha dejado todo aquello en lo que se ha perdido tiempo. Se llora el retraso y se enfervoriza el andar. El alma se halla en fuga hacia el desierto y la noche. Solo allí, de cara a Dios y a nada más, todo podrá ser reconectado en un proyecto de comunión santificadora. Exorcizados los demonios y destruidos los ídolos, en el desierto anochecido se produce el desposorio y se funda la Alianza siempre nueva y definitiva. Allí brota la fecundidad verdadera del amor. Todo en Dios y nada sin Él.

¡Pero se debe atravesar la agonía propia del amor!

 

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