¿QUÉ
DIREMOS, PUES, DE ABRAHAM NUESTRO PADRE?
“¿Qué
diremos, pues, de Abraham, nuestro padre según la carne? Si Abraham obtuvo la
justicia por las obras, tiene de qué gloriarse, mas no delante de Dios. En
efecto, ¿qué dice la Escritura? Creyó Abraham en Dios y le fue reputado como
justicia.” Rom 4,1-3
Estimadísimo
San Pablo, continúas con tu argumento y te propones mostrar la importancia de
la fe. Contemplamos entonces contigo y bajo tu guía a ese “campeón de la fe”
que es Abraham, de quien nos dices no fue justificado por las obras –en el
sentido de un cumplimiento voluntarista de la Ley-, con lo cual no le debería
nada a Dios ni a su Gracia. Por lo contrario afirmas que la Escritura enseña
que fue justificado por la fe. Así insinúas que habría una interpretación
carnal de Abraham y otra interpetación de su figura según la Palabra de Dios en
el Espíritu.
“Decimos,
en efecto, que la fe de Abraham le fue reputada como justicia. Y ¿cómo le fue
reputada?, ¿siendo él circunciso o antes de serlo? No siendo circunciso sino
antes; y recibió la señal de la circuncisión como sello de la justicia de la fe
que poseía siendo incircunciso. Así se convertía en padre de todos los
creyentes incircuncisos, a fin de que la justicia les fuera igualmente
imputada; y en padre también de los circuncisos que no se contentan con la
circuncisión, sino que siguen además las huellas de la fe que tuvo nuestro
padre Abraham antes de la circuncisión.” Rom 4,9-12
Con
gran maestría Apóstol de los gentiles, para abrir a los paganos la Salvación de
Dios, postulas a Abraham como “padre de todos los creyentes”. Así la
circuncisión ritual de los judíos no antecede a la fe, sino por lo contrario es
un signo de la Alianza contraída por la fe precedente. Una circuncisión que
pierde su valor sino se legitima y valida como una vigente permanencia en las
huellas de la fe. Resuena aquí como telón de fondo la temática de la verdadera
circuncisión o “circuncisión del corazón” expresada por los Profetas. Pero
además estableces que todos los incircuncisos –los gentiles-, se encuentran en
aquel estado inicial de Abraham: la fe. No se es hijo de Abraham y heredero de
las promesas de Dios por la circuncisión sino por la fe.
“En
efecto, no por la ley, sino por la justicia de la fe fue hecha a Abraham y su
posteridad la promesa de ser heredero del mundo. Por eso depende de la fe, para
ser favor gratuito, a fin de que la Promesa quede asegurada para toda la
posteridad, no tan sólo para los de la ley, sino también para los de la fe de
Abraham, padre de todos nosotros, como dice la Escritura: Te he constituido
padre de muchas naciones: padre nuestro delante de Aquel a quien creyó, de Dios
que da la vida a los muertos y llama a las cosas que no son para que sean.” Rom
4,13.16-17
Así
el don de Dios, su promesa salutífera, es recibido por la fe de los creyentes
–y profesamos que la misma fe es un don infundido-. Esta fe celebra la Alianza
que justifica y así en todo resplandece su Gracia. Porque gratuitamente Dios “da la
vida a los muertos y llama a las cosas que no son para que sean”. Pero,
¿qué diremos de Abraham nuestro padre?
“El
cual, esperando contra toda esperanza, creyó y fue hecho padre de muchas
naciones según le había sido dicho: Así será tu posteridad. No vaciló en su fe
al considerar su cuerpo ya sin vigor - tenía unos cien años - y el seno de
Sara, igualmente estéril. Por el contrario, ante la promesa divina, no cedió a
la duda con incredulidad; más bien, fortalecido en su fe, dio gloria a Dios, con
el pleno convencimiento de que poderoso es Dios para cumplir lo prometido. Por
eso le fue reputado como justicia. Y la Escritura no dice solamente por él que
le fue reputado, sino también por nosotros, a quienes ha de ser imputada la fe,
a nosotros que creemos en Aquel que resucitó de entre los muertos a Jesús Señor
nuestro, quien fue entregado por nuestros pecados, y fue resucitado para
nuestra justificación.” Rom 4,18-25
Diremos
con San Pablo, en un hermoso elogio de la fe de Abraham -padre de los
creyentes-, que “esperaba contra toda esperanza”. Pues vistas las condiciones
humanas de su ancianidad y la esterilidad de su esposa, solo se podía
desesperar. Pero no dudó, venció la incredulidad por la fortaleza de su fe.
Confiado en las promesas de Dios y en la veracidad de Quien promete, perseveró
esperando contra toda esperanza. Y no permaneció en la fe de cualquier forma
sino glorificando a Dios, convencido de su poder.
¡Qué
desafío para nosotros alcanzar esa madurez de fe! ¡Qué pronto nos desanimamos
frente a las adversidades! ¡Cuán rápido perdemos la confianza si se retrasa el
cumplimiento de las promesas! ¡Con qué facilidad nos invaden las dudas y la
tristeza si debemos atravesar tempestades y combatir batallas! En definitiva:
¡cuán débil y poca parece nuestra fe!
Sin
embargo la fe se cultiva, crece y madura. Solemos decir que es “don y tarea”. Primero
debemos aprender a cuidar la fe justamente no descuidando la fuente de la cual
brota. La fe se fortalece en el encuentro permanente con Dios. Es como una sed
que debe ahondarse para más saciarse. La fe que busca a Dios y que le encuentra
porque se deja encontrar, porque sale a nuestro encuentro. La fe que bebe de la
fuente en la oración asidua, en la escucha de la Palabra y en la vida de los
sacramentos –sobre todo en la Eucaristía-.
Pero
en segundo término la fe se entrena. Debemos alcanzar cierta musculación de la
fe. Y esto no es posible sin lo más propio de la fe: la fidelidad. La fe pues
se ejercita y vuelve sólida en las pruebas, atravesando tentaciones y en el
combate espiritual. Aquí está sin embargo la clave de la debilidad de nuestra
fe en el tiempo presente de la historia: la masiva incapacidad para el
sacrificio, la ideología engañosa de un bienestar cómodo y rápido sin precio
alguno, la aniñada expectativa de quien quiere recibirlo todo sin dar nada, la
escasa educación en el valor de la ofrenda.
Sin
donación y entrega de la vida: ¿cómo afirmar que tenemos fe, si justamente
tener fe es entregarse a Otro, ponerse enteramente entre sus manos? Sin el
lenguaje del desierto jamás quedará purificada nuestra fe. Sin el lenguaje de
la Cruz nunca será fuerte. Por eso la Iglesia peregrina debe retomar con
urgencia una amplia y profunda educación de los fieles en la vida de
penitencia, en la dimensión ascética que requiere el seguimiento de Jesucristo.
Y claro recuperar el tesoro de la herencia mística que hemos recibido,
encaminar a sus hijos hacia la contemplación y por ella hacia la Unión con Dios
por el amor. Pero mientras sigamos favoreciendo una espiritualidad “light y de
bajas calorías” no podremos habilitar la posibilidad de una fe madura que
espere contra toda esperanza y permanezca dando gloria a Dios en cualquier
circunstancia.
Claro
que el Apóstol Pablo cierra su contemplación de Abraham como padre de la fe
anunciando el cumplimiento de las promesas en Jesucristo, el Señor. Pues cuanto
se prometió a Abraham miraba hacia la economía definitiva de la Encarnación del
Logos y de la redención realizada por su Pascua, dando acceso a todos los
creyentes a la Alianza Eterna. No quisiera pues cerrar este momento sin una
nota sobre el diálogo interreligioso. Pues un auténtico diálogo con quienes
también se consideran herederos de Abraham, tanto judíos como musulmanes, nunca
puede realizarse a expensas de silenciar el nombre de Jesús, el Cristo de Dios.
No se puede hablar de un Padre común igual a todos sino se confiesa que es el
Padre de un Hijo Único, nuestro Salvador y el de todo el género humano. No se
puede fraternizar plenamente con nadie sino de modo aún imperfecto sin que
Jesús esté en medio nuestro y queriendo contar solo con nuestra común
pertenencia a la naturaleza humana y una difusa fe con parentesco lejano. La
caridad de Dios le exige a la Iglesia que conduzca a todos los hijos de Abraham
–tanto judíos como musulmanes- hacia la plena posesión de las promesas en
Jesucristo, el Señor.
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