DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 6

 



¿QUÉ DIREMOS, PUES, DE ABRAHAM NUESTRO PADRE?

 

“¿Qué diremos, pues, de Abraham, nuestro padre según la carne? Si Abraham obtuvo la justicia por las obras, tiene de qué gloriarse, mas no delante de Dios. En efecto, ¿qué dice la Escritura? Creyó Abraham en Dios y le fue reputado como justicia.” Rom 4,1-3

 

Estimadísimo San Pablo, continúas con tu argumento y te propones mostrar la importancia de la fe. Contemplamos entonces contigo y bajo tu guía a ese “campeón de la fe” que es Abraham, de quien nos dices no fue justificado por las obras –en el sentido de un cumplimiento voluntarista de la Ley-, con lo cual no le debería nada a Dios ni a su Gracia. Por lo contrario afirmas que la Escritura enseña que fue justificado por la fe. Así insinúas que habría una interpretación carnal de Abraham y otra interpetación de su figura según la Palabra de Dios en el Espíritu.

 

“Decimos, en efecto, que la fe de Abraham le fue reputada como justicia. Y ¿cómo le fue reputada?, ¿siendo él circunciso o antes de serlo? No siendo circunciso sino antes; y recibió la señal de la circuncisión como sello de la justicia de la fe que poseía siendo incircunciso. Así se convertía en padre de todos los creyentes incircuncisos, a fin de que la justicia les fuera igualmente imputada; y en padre también de los circuncisos que no se contentan con la circuncisión, sino que siguen además las huellas de la fe que tuvo nuestro padre Abraham antes de la circuncisión.” Rom 4,9-12

 

Con gran maestría Apóstol de los gentiles, para abrir a los paganos la Salvación de Dios, postulas a Abraham como “padre de todos los creyentes”. Así la circuncisión ritual de los judíos no antecede a la fe, sino por lo contrario es un signo de la Alianza contraída por la fe precedente. Una circuncisión que pierde su valor sino se legitima y valida como una vigente permanencia en las huellas de la fe. Resuena aquí como telón de fondo la temática de la verdadera circuncisión o “circuncisión del corazón” expresada por los Profetas. Pero además estableces que todos los incircuncisos –los gentiles-, se encuentran en aquel estado inicial de Abraham: la fe. No se es hijo de Abraham y heredero de las promesas de Dios por la circuncisión sino por la fe.

 

“En efecto, no por la ley, sino por la justicia de la fe fue hecha a Abraham y su posteridad la promesa de ser heredero del mundo. Por eso depende de la fe, para ser favor gratuito, a fin de que la Promesa quede asegurada para toda la posteridad, no tan sólo para los de la ley, sino también para los de la fe de Abraham, padre de todos nosotros, como dice la Escritura: Te he constituido padre de muchas naciones: padre nuestro delante de Aquel a quien creyó, de Dios que da la vida a los muertos y llama a las cosas que no son para que sean.” Rom 4,13.16-17

 

Así el don de Dios, su promesa salutífera, es recibido por la fe de los creyentes –y profesamos que la misma fe es un don infundido-. Esta fe celebra la Alianza que justifica y así en todo resplandece su Gracia. Porque gratuitamente Dios “da la vida a los muertos y llama a las cosas que no son para que sean”. Pero, ¿qué diremos de Abraham nuestro padre?

 

“El cual, esperando contra toda esperanza, creyó y fue hecho padre de muchas naciones según le había sido dicho: Así será tu posteridad. No vaciló en su fe al considerar su cuerpo ya sin vigor - tenía unos cien años - y el seno de Sara, igualmente estéril. Por el contrario, ante la promesa divina, no cedió a la duda con incredulidad; más bien, fortalecido en su fe, dio gloria a Dios, con el pleno convencimiento de que poderoso es Dios para cumplir lo prometido. Por eso le fue reputado como justicia. Y la Escritura no dice solamente por él que le fue reputado, sino también por nosotros, a quienes ha de ser imputada la fe, a nosotros que creemos en Aquel que resucitó de entre los muertos a Jesús Señor nuestro, quien fue entregado por nuestros pecados, y fue resucitado para nuestra justificación.” Rom 4,18-25

 

Diremos con San Pablo, en un hermoso elogio de la fe de Abraham -padre de los creyentes-, que “esperaba contra toda esperanza”. Pues vistas las condiciones humanas de su ancianidad y la esterilidad de su esposa, solo se podía desesperar. Pero no dudó, venció la incredulidad por la fortaleza de su fe. Confiado en las promesas de Dios y en la veracidad de Quien promete, perseveró esperando contra toda esperanza. Y no permaneció en la fe de cualquier forma sino glorificando a Dios, convencido de su poder.

¡Qué desafío para nosotros alcanzar esa madurez de fe! ¡Qué pronto nos desanimamos frente a las adversidades! ¡Cuán rápido perdemos la confianza si se retrasa el cumplimiento de las promesas! ¡Con qué facilidad nos invaden las dudas y la tristeza si debemos atravesar tempestades y combatir batallas! En definitiva: ¡cuán débil y poca parece nuestra fe!

Sin embargo la fe se cultiva, crece y madura. Solemos decir que es “don y tarea”. Primero debemos aprender a cuidar la fe justamente no descuidando la fuente de la cual brota. La fe se fortalece en el encuentro permanente con Dios. Es como una sed que debe ahondarse para más saciarse. La fe que busca a Dios y que le encuentra porque se deja encontrar, porque sale a nuestro encuentro. La fe que bebe de la fuente en la oración asidua, en la escucha de la Palabra y en la vida de los sacramentos –sobre todo en la Eucaristía-.

Pero en segundo término la fe se entrena. Debemos alcanzar cierta musculación de la fe. Y esto no es posible sin lo más propio de la fe: la fidelidad. La fe pues se ejercita y vuelve sólida en las pruebas, atravesando tentaciones y en el combate espiritual. Aquí está sin embargo la clave de la debilidad de nuestra fe en el tiempo presente de la historia: la masiva incapacidad para el sacrificio, la ideología engañosa de un bienestar cómodo y rápido sin precio alguno, la aniñada expectativa de quien quiere recibirlo todo sin dar nada, la escasa educación en el valor de la ofrenda.

Sin donación y entrega de la vida: ¿cómo afirmar que tenemos fe, si justamente tener fe es entregarse a Otro, ponerse enteramente entre sus manos? Sin el lenguaje del desierto jamás quedará purificada nuestra fe. Sin el lenguaje de la Cruz nunca será fuerte. Por eso la Iglesia peregrina debe retomar con urgencia una amplia y profunda educación de los fieles en la vida de penitencia, en la dimensión ascética que requiere el seguimiento de Jesucristo. Y claro recuperar el tesoro de la herencia mística que hemos recibido, encaminar a sus hijos hacia la contemplación y por ella hacia la Unión con Dios por el amor. Pero mientras sigamos favoreciendo una espiritualidad “light y de bajas calorías” no podremos habilitar la posibilidad de una fe madura que espere contra toda esperanza y permanezca dando gloria a Dios en cualquier circunstancia.

Claro que el Apóstol Pablo cierra su contemplación de Abraham como padre de la fe anunciando el cumplimiento de las promesas en Jesucristo, el Señor. Pues cuanto se prometió a Abraham miraba hacia la economía definitiva de la Encarnación del Logos y de la redención realizada por su Pascua, dando acceso a todos los creyentes a la Alianza Eterna. No quisiera pues cerrar este momento sin una nota sobre el diálogo interreligioso. Pues un auténtico diálogo con quienes también se consideran herederos de Abraham, tanto judíos como musulmanes, nunca puede realizarse a expensas de silenciar el nombre de Jesús, el Cristo de Dios. No se puede hablar de un Padre común igual a todos sino se confiesa que es el Padre de un Hijo Único, nuestro Salvador y el de todo el género humano. No se puede fraternizar plenamente con nadie sino de modo aún imperfecto sin que Jesús esté en medio nuestro y queriendo contar solo con nuestra común pertenencia a la naturaleza humana y una difusa fe con parentesco lejano. La caridad de Dios le exige a la Iglesia que conduzca a todos los hijos de Abraham –tanto judíos como musulmanes- hacia la plena posesión de las promesas en Jesucristo, el Señor.

 

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