Surcos y huellas. Sobre el inicio de la contemplación

 




"Cantar de amadores. Sobre el inicio de la contemplación." (2019)

Contemplar es dejar que el Amado abra en su contemplador surcos de amor.


 

Tengo la mirada puesta en Ti

porque tu mirar se ha puesto en mí

y ha roto la delicada tela.

Sé que Tú abrirás surcos de amor

fértiles en tu voz;

sé que Tú abrirás surcos de amor

ardidos en tu querer.

 

Surcos de amor, huellas suaves, incendios,

sabor a Ti en mi corazón.

 

Mi respirar está entrecortado en Ti

porque has soplado tu viento en mí

y ha roto la delicada tela.

Sé que Tú abrirás surcos de amor

florecidos en tu cantar;

sé que Tú abrirás surcos de amor

amanecidos en tu latir.

 

Surcos de amor, huellas suaves, incendios,

sabor a Ti en mi corazón.

 

            Contemplar es dejar que el Amado abra en su contemplador surcos de amor.

            Los dos amadores ya se han encontrado, están frente a frente y se miran. Y en la comunión silenciosa el amor es dicho en la mirada. La mirada del contemplador ya ciega y desencajada mira a tientas colmada de serenidad y dulzura, atraída irresistiblemente hacia el Amado. Y en esta comunión de amor la mirada del Señor puede mirarlo todo causando gozo, alegría, fe y esperanza en el contemplador.  Sucede que el contemplador ya ha puesto toda su confianza en el Amado pues sabe de su amor infinito, y entonces permanecer desnudo ante su mirada no le causa ningún temor, ninguna vergüenza, más bien lo libera y lo sana. Esta mirada misericordiosísima del Señor limpia y purifica al contemplador y parece restituirlo al estado de inocencia original, al menos durante el lapso del encuentro.

            Así por el mirar el Amado rompe la tela delicada que separa a ambos. Con tal ruptura ingresan los amadores, el Señor primero, al aposento del amor, un aposento que irán construyendo por el trato amoroso. Y ya en el aposento la fértil voz del Amado que pronuncia el nombre de su contemplador, el querer ardido que le dona sin medida menor que la de su capacidad de albergar, van removiendo la tierra y haciéndola buena. ¿Y para qué sino para recibir un tan alto e indispensable amor?

            Y se abren surcos. Surcos que son huellas, caricias, miradas y sabor del Señor en el corazón. Surcos que vibran colmados de su Presencia. Surcos que son canales de gracia. Surcos desde donde el amor del Amado riega la tierra. Surcos que a lo largo de la vida de tanto recibir se van ensanchando hasta que quizás un bienaventurado día toda la tierra se haga surco. Surcos donde la historia entera del contemplador es conducida a los brazos del Amado.

            Y al igual que la mirada el respirar ha quedado entrecortado en el encuentro. Ya no es posible respirar sino aliento del Amado. Y el Señor sopla su Espíritu indecible, suave como una brisa, potente como un temporal. Y ese Espíritu Santo inunda el alma con toda la presencia del Señor. Obra por su Espíritu el Buen Dios lo indescriptible, lo inenarrable, lo impresagiable. Tan rica su obra que con el correr del tiempo se sigue desenvolviendo y sigue causando sorpresa y resulta siempre novedosa. Sopla el Señor su Espíritu, toca al contemplador y abre en su tierra surcos, canales y grietas; y en ellos derrama su fuego y su agua. Por ellos corre el cantar del Señor, cantar de los cielos. Desde ellos el alma vibra al unísono con el latir del Señor, ya amanecida para la eternidad.

            Contemplar es pues llevar el contemplador en sí las huellas vivas del trato con su Amado.


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