"De amor, de noche y de luz. Ficción contemplativa." (2016)
Quinto relato en el cual Fray Juan muestra el camino de la Encarnación, el anonadamiento, como clave del andar contemplativo.
El
novicio se encontraba intrigado por la actitud de Fray Juan. En los últimos
días lo había visto absorto en el trabajo manual. Lo sorprendió varias veces
seleccionando maderas en el taller que luego tallaba y mas tarde dibujaba y
pintaba. Supuso que su maestro estaba preparando alguna obra artística ya que
era muy dado a la plástica. Sin embargo lo había desconcertado verlo salir con
sus producciones envueltas en un trapo tricolor una mañana luminosa y perderse
por los caminos en una actitud zigzagueante parecida a una búsqueda. Más
curiosidad le causó verlo regresar al ocaso con las manos vacías. ¿Estaría
preparando otra lección? Y la pregunta le fue contestada a la tarde siguiente
cuando, después de la siesta, Fray Juan lo llamó con ese tono misterioso que
preludiaba toda su didáctica.
-Ya
te habrás imaginado que estuve preparando otro acontecimiento lúdico. Bien,
quiero invitarte hoy a jugar a la búsqueda del tesoro.
El
novicio, ya del todo reconciliado con esa manera peculiarísima de enseñarle de
su maestro, se dispuso a escuchar las reglas, sumamente interesado y hasta
impaciente por dar inicio al juego. Fray Juan sacó de su bolsillo un papel
prolijamente doblado y lo extendió sobre el pasto.
-Este
es un mapa que te servirá para hallar tres maravillas que he escondido. A la
usanza de los piratas fílmicos he marcado los lugares con una cruz. Sigue las
instrucciones con precisión y te conducirán sin error. Hay algunas marcas que
son descripciones del terreno y que irás comprendiendo en el camino. ¡Buena
suerte en la búsqueda!
El
improvisado cazador de tesoros se sintió de pronto tocado por una emoción
intensa de agradecimiento y de ternura que se tradujo en un abrupto abrazo a su
maestro. Fray Juan acusó la inesperada reacción quedándose desorbitado unos
instantes e interiormente conmovido. Con su mano derecha acarició sus cabellos
revolviéndoselos como a un chiquillo.
-Anda,
hermano, anda. Sólo devuelvo gratuitamente lo que gratuitamente me ha sido
regalado.
Y
el novicio se puso en camino con paso vigoroso y alegre mientras su maestro ilusionado
lo miraba alejarse para acercarse a Aquel que los iba uniendo día a día en un
afecto profundo.
Al
principio leer el mapa le resultó fácil. Tomó el sendero que conducía al cerro
en sentido contrario. El primer trecho del trayecto lo hizo atravesar la
solitaria pradera con un telón de cerros cercenados en el lejanísimo horizonte.
Mas el mapa le indicó que debía apartarse del sendero justo allí donde una gran
roca y tres ombúes añosos desafiaban la intemperie sólidamente inertes a su
izquierda. No habían pasado más de veinte minutos de caminata. Siguiendo las
instrucciones anduvo cortando campo en línea recta. Tras saltar un par de
alambradas y toparse con algunos caballos y vacas pastando halló, tal como se
lo describía, un bosquecillo alargado y flaco de altísimos habitantes que
danzaban en el viento. Se dirigió hacia él y lo partió al medio con su paso
decidido y vivaz. Vio entonces una casa sencilla indicada también en su
itinerario. A sus espaldas una formación rítmica de siete colinas le anunciaba
que estaba cerca del primer tesoro.
Y
el sol le prodigaba su brillante y potente luz.
Una bandada de avecillas lo saludó mientras cruzaba el firmamento. Al
llegar a la vivienda saludó a los vecinos que estaban tomando mate en la puerta
bajo la sombra del alero. Era una pareja de simpáticos ancianos que después de
una breve presentación lo invitaron a quedarse. Sin embargo les explicó
delicadamente que debía continuar camino y les pidió permiso para seguir
atravesando su terreno en dirección a las colinas. Le comentaron entonces que
ayer había pasado Fray Juan por allí y les había anticipado que vendría un
joven al día siguiente. Escuchó atentamente los elogios que aquellas personas
hicieron de su maestro y no pudo resistirse a tomar con ellos unos refrescantes
amargos. Se marchó luego pero no sin antes prometer que volvería algún día a
visitarlos con más tiempo.
Ya
había transcurrido una hora desde el comienzo de la búsqueda. Retomó la marcha
alegremente y deseoso de descubrir la primera sorpresa que le había preparado
su maestro. Ascendió la primera colina y desde ella accedió a la segunda.
Descendiendo por ésta bordeó la base de la siguiente. Tal como lo mostraba su
hoja de ruta entre la tercera y la cuarta se deslizaba apacible una cristalina
acequia. Siguiéndola hasta su nacimiento alcanzó la última colina donde divisó
el pequeño ojo de agua desde donde la corriente afluía subterránea. Ascendió
algunos metros hasta una cavidad en forma de arco rodeada de arbustos. En el
mapa el sitio correspondía a la primera cruz. Al acercarse comprendió que se
trataba de algún tipo de excavación hecha por las manos del hombre pero cuya
finalidad no imaginaba. A la entrada encontró una antorcha y una caja de
fósforos que sin duda le había dejado Fray Juan. La encendió y comenzó a
divisar una galería. Anduvo algunos metros y el túnel rocoso viró a la derecha
haciéndose más bajo y estrecho. De pronto el techo se le hizo más cercano hasta
obligarlo a andar de cuclillas. Experimentó algo de temor. A los pocos metros
ascendía serpenteando. Lo transitó gateando como si fuera un bebé. Bajo la
mortecina luz de la antorcha descubrió al final de la excavación con gran sorpresa una llave de madera de unos cuarenta
centímetros de alto por unos veinte de ancho entre las rocas. En la penumbra no
logró percibir con claridad el dibujo que lucía en su centro. La tomó y se
deslizó casi acostado hacia atrás. Al alcanzar la parte ancha de la galería
apagó la antorcha pero decidió conservarla al igual que los fósforos. La tarde
luminosa danzaba afuera.
Al
mirar entonces el tesoro le desencajó la mirada un pesebre pobrecito con un
Niño Jesús desnudo y tierno pintado con delicada adoración. Los bordes de la
llave se encontraban invadidos por llamas de fuego refulgente y nuevo.
Se
quedó en silencio y recordando los avatares a los que fue sometido por el túnel
pensó: “Hay que hacerse pequeño para
encontrarse con el Dios Altísimo que se hizo tan pequeño por nosotros”. Y
desempolvándose continuó camino llevando el tesoro bajo su brazo muy cerca de
su corazón. Ya había pasado una hora y media de búsqueda y las colinas lo
despidieron jubilosas. Pero aún lo aguardaba la segunda cruz retornando por el
medio del campo en dirección hacia la
casa. Los pájaros lo acompañaron en silencio revoloteando a su alrededor de
tanto en tanto. Aún estaba embebido de ese amor grande que se hizo pequeño
cuando divisó otra acequia cruzando el prado. Como antes la siguió obediente y
la abandonó cuando lo puso frente a un sendero que según el mapa debía
transitar. Era sereno y delgado y tenía la lentitud cansada de la media tarde.
La hoja de ruta le indicaba que el
trayecto sería sencillo. Al rato de andar el camino le dejó observar una
depresión del terreno habitada por un conjunto de una veintena de rocas grandes
de entre unos tres y cinco metros de altura de color grisáceo y formas rudas.
Era un espectáculo poco atrayente, sin gracia, acaso sólo un poco peculiar ya
que parecían formar un laberinto. El tesoro se hallaba en el centro del grupo.
Apartándose
del sendero descendió hacia el pedregal e intentó hallar el trayecto que lo
llevara hasta su meta. Penetró la formación por las aberturas entre una y otra
roca pero tras algunos intentos fallidos decidió subirse a una de ellas. Desde
su altura no divisó el tesoro pero sí pudo descubrir el curso correcto. Al
bajar alcanzó la meta rápidamente. Apenas era un espacio reducido y casi
circular en el conjunto. Depositada en el piso se encontraba una gran caja
cerrada. Al abrirla se topó con otra caja cerrada y al abrir ésta con otra y
así unas cinco veces. La última contenía otra llave del mismo tamaño de la
anterior pero en su centro, bordeado por llamas de fuego, Fray Juan había
pintado un cáliz y sobre él una hostia.
Se
quedó en sorprendido silencio un largo tiempo. Luego meditó: “Aquí, en un lugar poco extraordinario al
que accedí por un sendero cotidiano, hallé escondido un tesoro. Yo estoy
escondido también ahora de la vista de cualquiera que pase. Contemplar es
entonces dejarse esconder en el Escondido, en el Dios que todo lo sostiene con
su Presencia secreta y humilde entre nosotros”.
Tras
quedarse en oración enamorada unos instantes reanudó la marcha. Ya habían
transcurrido dos horas y media desde el inicio de la aventura.
La
tercera cruz lo llevaría, según el mapa, a la espalda del cerro cercano a la
casa al que había ascendido en varias oportunidades. Pero su hoja de ruta lo
colocó frente a un campo de espinillos y arbustos agresivos. Anduvo lentamente,
calculando los movimientos y haciéndose camino intentando esquivar las ramas
cargadas de espinas y los agudos abrojos que se adherían a sus piernas sobre el
pantalón. Su lento transitar de equilibrista lo llevó hasta el río. Para
cruzarlo tuvo que seguir con sus malabares sobre un tronco que servía de puente
hasta la mitad del cauce y luego saltar sobre unas resbaladizas rocas. Al
alcanzar la otra orilla volvió a vérselas con otra legión de arbustos
espinosos.
La
cruz indicaba solamente un arbusto entre ese mar de espinas. El tesoro se
hallaba entre sus ramas. Después de varias oportunidades y ya con las manos
algo heridas dio con el correcto. Al mirar en su interior vislumbró otra llave
del mismo tamaño de las anteriores. Ésta tenía pintado en el centro de las
llamas de fuego un Jesús Crucificado de indecible belleza. La tomó con cuidado
e hincado la contempló largamente mientras una sonrisa amplia y limpia brotaba
en su rostro. Sentenció para sí por última vez: “El Amor de mi Señor tuvo que abrazarse a un grandísimo y punzante
dolor y a una muerta atroz y solitaria para darnos Vida. Desde entonces el Amor
y el dolor, la muerte y la Vida, caminan misteriosamente juntos. Contemplar es
abrazarse a este Dios Crucificado e identificarse con él por amor movido por su
Amor”.
Habían
transcurrido unas tres horas y media desde que salió de la casa y el sol ya
comenzaba a descender. Con los tesoros bajo el brazo y la antorcha en la mano
buscó, como se lo indicaba el mapa, el puente colgante que ya era un entrañable
amigo suyo. Cuando lo alcanzó el ocaso ya estaba en auge. Retornó a la casa por
el acostumbrado sendero adorando enloquecido y excitado desde las profundidades
más inalcanzables de su ser:
Cuando
llegó a la casa ya era de noche. Fray Juan lo aguardaba sentado afuera sobre un
tronco. Se ubicó a su lado. El maestro tomó las tres llaves y las colocó en
hilera sobre el piso formando un tríptico. Detrás de ellas enterró la antorcha
y la encendió. Bajo la luz del fuego que no despejaba totalmente la oscuridad
aparecían más hermosas, más sugerentes, más seductoras.
-He
aquí el tesoro, el misterio de los misterios.
Y
el novicio le contó entusiasmado lo que había meditado tras descubrir cada
llave. Fray Juan lo escuchó hondamente complacido. Ante todo lo alegró verlo
tan profundamente embelesado, tan enamorado y tan grandemente regalado y regado
por un río de gracia.
-Hace
más de veinte años me hallaba en un monasterio Trapense realizando una semana
de retiro. Recuerdo aún con vivos detalles una de las últimas tardes. Me
paseaba sin compañía alguna, absorto,
por la Iglesia majestuosa y sencilla, luminosa y desnuda, vigorosa y pobre. Le
preguntaba al Señor con encendido amor cómo debía andar por el camino de la
contemplación en el que hacía poco me había iniciado su gratuita iniciativa.
Entonces, casi como siempre, un rayo oscuro y fulgurante pareció atravesarme
enteramente y sin aviso. Un rayo, digo, porque fue fugaz pero tan hiriente en
amor desmedido que dejó en mí una marca felizmente imborrable. Un rayo
imponente: Encarnación, Eucaristía y
Cruz.
Y
sin decir más el maestro se retiró y lo dejo a solas con el Amado.
En
la noche contemplaba el novicio las tres llaves de entrada a un mismo tesoro en
tanto el amor le iba quemando las entrañas del alma y secretamente lo iba
transformando a su Amado y Señor.
Encarnación, Eucaristía y Cruz: contemplaba
el Espejo de Fuego.
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