La escucha propia del amor. Relato





"De amor, de noche y de luz. Ficción contemplativa." (2016)

Cuarto relato en el cual Fray Juan enseña al novicio la escucha atenta y sutil propia del amor para reconocer la visita de Dios; se trata del nuevo sentido interior.

 

 

            El sol comenzaba a decaer sobre el horizonte y en su retirada llamaba a la luna. También llamaba el avecilla a su pareja y arreglaba el nido. La tierra llamaba sedienta al rocío. Llamaba la caliente roca al  frío. Todo un universo de llamadas merodeaban los oídos extáticos de Fray Juan.

            Y a su lado pasó el novicio envuelto en sus quehaceres. Lo tomó, casi como siempre, desprevenido.

            -Espera, ven acá. Escucha.

            Y después de un rato sin lograr percibir nada comenzó a descubrir la misma maravilla.

            -Parece que a ciertas horas logramos oír mejor esta sinfonía de invocaciones y convocatorias que sin embargo resuenan todo el día. Y las que estallan de noche nos provocan miedo. Será que en la oscuridad ya no vemos. Será que nuestro miedo más profundo es a la ceguera. Será que en la visión permanecemos seguros y dominadores porque tenemos al otro bien delimitado delante nuestro, lo tenemos controlado, lo poseemos. Será que el oído en la noche nos deja desnudos y expuestos sólo pudiendo confiar en el otro que viene y que llama. Será que el oído educado sabe reconocer al otro y abolido el temor de la ceguera lo deja simplemente ser-el-otro. Entonces... ¡bienaventurada es la noche que nos deja sin ojos! Mas... ¿cómo llega el oído al reconocimiento?  

            -Veo que hoy se te despertó la veta filosófica -comentó sarcásticamente el novicio.

            -No tanto. Hoy anduve entre recuerdos alrededor de un Cantar. Tal vez sería conveniente que te lo lleves en el corazón para masticarlo.

            Y sorpresivamente el maestro tomó la Biblia que tenía junto a la silla, recostada sobre el piso, y le leyó: “Yo duermo, pero mi corazón vela: oigo a mi amado que golpea” (Ct 5,2).

            Como otras veces le sonrió cálidamente y se quedó en silencio. ¡Otra lección en puerta!

            Hasta la hora del descanso nocturno anduvo meditando este pasaje y sus alrededores. Lo cautivó la amada que de tan deseosa y enamorada se quedó dormida con su corazón despierto y vigilante. Y entre cavilaciones incendiadas se dirigió también él a la tierra de los sueños.

            Fray Juan se levantó a la madrugada y se acercó a su puerta. Permaneció parado un largo instante frente a ella. Finalmente lo llamó por su nombre con voz suave. No respondió. Repitió la convocatoria por dos veces más y se marchó. Dejó una esquela entre la rendija del marco y de la puerta: ¡Ay de ti que duermes y no velas!.

            El novicio la encontró al día siguiente. Dejó pasar la oración comunitaria y el desayuno y a la primera oportunidad de estar a solas con Fray Juan le preguntó sobre el recado.

            -Te llame tres veces y no respondiste.

            -¿Cuándo?

            -Al alba.

            -Pues tu llamado debió ser muy débil pues no logró romper mi sueño.

            -Te estaba llamando a ti y no a los otros hermanos. Esperaba que tú estuvieras en vela y no ellos.

            -Si no disfrutara de tus juegos y aprendiera tanto de ellos diría que son ridículos.

            -Lo son. Tienen una lógica distinta de la lógica de la sensatez.

            -Bueno, me supongo que seguirás con este ejercicio hasta que comprenda aquello de “Yo duermo pero mi corazón vela”.

            Fray Juan se sonrió y le respondió afirmativamente con un lento cabeceo.

            Durante las tres noches siguientes intentó dormir con el oído atento. La primera durmió tenso y se despertó agotado sin que nada le reclamara el maestro. La segunda, pensó, sería la escogida por Fray Juan aprovechando que estaba cansado y de seguro se iba a dormir profundamente; pero aunque descansó intensamente nada le fue reclamado. La tercera programó la alarma del reloj y permaneció en vela entre las dos y las cuatro sin advertir ningún movimiento y tampoco nada le fue reclamado.

            Al otro día se acercó a Fray Juan y le preguntó:

            -Han pasado ya tres noches y nada. No entiendo. ¿Cuándo piensas continuar con el juego? Esta espera ya es desgastante.

            -Pero si ya te llame otras tres veces y tampoco respondiste.

            -¿Cuándo?

            -El primer día me paré debajo de tu ventana a media mañana y te nombré con voz suave, el segundo mientras trabajabas en la quinta estuve a tu espalda unos veinte metros y te llamé con voz suave, y el tercero pasé por tu cuarto a la hora de la siesta y te convoqué con voz suave.

            -Pero... pensé que sería en la noche.

            -Todo momento es oportuno si se está vigilante.

            -¿Y nada me reclamaste?

            -No hay reclamos porque no hay correcciones, sólo avisos que incentivan la espera.

            El novicio lo miró desconcertado y en ese gesto le suplicó le impartiera la lección que debía aprender. Fray Juan se compadeció de su confusión que no buscaba y abrazándolo lo arrastró hacia el bosque. En uno de esos caprichosos refugios que tejían las enramadas se sentaron mientras una humedad verdosa impregnaba el ambiente.

            -El contemplativo es un hombre herido de amor. Como la amada del Cantar ha sido visitado y en ese acercamiento el Amado le ha excitado con su toque el deseo de encontrarse con Él cara a cara y lo ha sobredimensionado grandemente, y escabulléndosele luego lo ha puesto en fuga enamorada tras de sus huellas escondidas y claras. Y así este andar en anochecida contemplación -por oscura iluminada- es un estar vigilante el corazón por la herida de amor que lleva en su centro aunque el resto del ser se duerma. Esa herida de amor como vestigio siempre nuevo del paso de la Llama de Amor que es el Amado mantiene lo más profundo del alma en vela apasionada. Y el alma escucha como desde más allá de ella adviene hacia lo más íntimo de ella la presencia de su Señor y Dueño que la tiene cautivada. Escucha con el oído finísimo de la herida de amor que le han abierto los pasos silenciosos del Esperado y advierte sus toques y unciones imperceptibles que en el fondo de sí, sorpresivos, le regala. Llamados delicados, convocatorias suaves y secretas a un encuentro al que sólo puede acudir el alma aquietada y a oscuras con el sólo oído de la herida de amor por guía y con todas las demás potencias enceguecidas y acalladas.

            El joven novicio seguía sin entender demasiado.

            -No te preocupes, ya comprenderás. Sólo recuerda que el encuentro con el Señor crece cuanto menos tú te empeñas en hacer por ti mismo y cuanto más dejas que Él haga y tú le sigues. Porque contemplar es experimentar que Él tiene siempre la iniciativa, que su oferta de amor es constante, que su salida hacia ti nunca decae. ¡Ay, si aprendiéramos a quedarnos desnudos y en silencio, enceguecidos y quietos, en simple adoración del que nunca está ausente! Pero esta sabiduría viene del amor. Pon toda tu energía en desear encontrarte con el Señor por encontrarte con Él y nada más. Clama día y noche suplicándole que haga de ti su amador y que no encuentres reposo fuera de Él. ¿Qué más decirte? La contemplación es un don y el Buen Dios la da a quien quiere y cuando quiere. Sólo sé que hay que estar uno muy aniquilado para recibir este regalo, hay que estar muy convencido de que nada puede uno ya hacer por sí mismo sin Él para crecer en el amor, hay que tocar a fondo la raíz de nuestra pobreza y aceptar alegremente la dependencia de Aquel de quien todo depende secreta y ocultamente. No es el contemplativo alguien rico en recursos sino un pobre mendigo sin más tesoro que el de querer abrazarse al Amado y ser uno con Él, a quien reconoce como fuente de todos sus tesoros. Es un ser rescatado, un creyente que vivencia con frecuencia creciente la Salvación que da Dios. Sólo superando la tentación del voluntarismo y sin caer en un quietismo pueril y vago, podrá el contemplador adiestrarse en esa quietud y silencio que serán espera vigilante del llamado y ardiente respuesta al amor que lo convoca…

            Y dándole una cariñosa palmadita sobre la espalda se levantó Fray Juan, dejando al novicio ensombrecido e inflamado.

            Esa noche se durmió serenamente mas se despertó de pronto como si desde dentro de sí una voz lo convocara. Creyó oír el movimiento casi imperceptible de una puerta abriéndose. Se levantó y se paró tras de la suya.  Los pasos de Fray Juan, sigilosos y diestros, se acercaban por el corredor. Al llegar hasta su habitación se detuvo. El novicio esperó que tocara. El maestro se dio cuenta que lo estaba aguardando. En la oscuridad una sonrisa amplia se le dibujó en el rostro. Se retiró tan silenciosamente como había llegado y penetró en su celda. El novicio también se dio cuenta de que el maestro había adivinado su presencia vigilante. Volvió a la cama e intentó retomar el sueño. No pudo. Seguía escuchando sin escuchar esa voz lejana que le llegaba desde dentro de sí, o mejor aún, que desde más allá de sí retumbaba en lo más profundo de sí. Sintió un impulso irrefrenable a convocarla, un deseo fogoso de abrazarla. En medio de la noche se sintió atravesado por un rayo oscuro de inusitada luz y quedó unos instantes embelesado, amorosamente cautivado y secretamente transformado. Tomó luego un bolígrafo y un papel y escribió de un solo golpe enamorado un poema de intimidades que acaso las palabras nunca podrán traducir con exactitud.

 

Suave y transparente

tu voz me llega

desde lo más íntimo

de mi corazón.

Delicada y profunda

tu voz me acaricia

repleta de silencios

y de ruiseñores.

 

Tu voz relámpago y trueno,

tu voz como un pausado atardecer,

tu voz de refrescante aguacero,

tu voz como mariposa del alba.

 

Tu voz que me despierta en la noche,

me seduce y me llama.

 

Tu voz que despeja las sombras

con su luz dada a bocanadas.

 

Tu voz descalza y pobre,

tu voz desnuda y simple,

tu voz inesperada y tierna,

tu voz encendida y clara.

 

Tu voz

que en amores grita:

                                Ven.

 

Y deja

resonando un eco:

                             Voy.

 

Tu voz

          y mi noche:

                           Los dos.

 

            El caminar contemplativo se había abierto tímida e irrefrenablemente.

 

 

 

 


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