Tocata y fuga, capullo y transformación. Relato

 

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"De amor, de noche y de luz. Ficción contemplativa." (2016)


Sexto relato en el cual Fray Juan abre entero su corazón y su experiencia al novicio que ya ha crecido en el amor.

 



            Las ramas de los árboles se mecían en el viento con tanta liviandad y cadencia que hacían brotar ante los ojos delicados de Fray Juan un espectáculo exquisito de ballet. Así las avecillas con corto vuelo, casi como saltando, itineraban de verde en verde, sorpresivamente, con sus trajes amarillos, pardos y grises. Y en el firmamento una formación despareja de nubes blancas pintaban sobre un celeste límpido y abierto una coreografía sugerente para la imaginación de este hombre que aún conservaba en sí algo del niño que fue. No estaban ausentes las flores con sus tonalidades pasteles y su ternura desnuda como un canto cromático de esperanza y de fe. Tampoco faltaban los insectos, diminutos y casi imperceptibles, deambulando con una extraña geometría entre las hierbas. ¡Oh, vibrante armonía viviente de lo diverso dado a la unidad en las horas tranquilas, henchidas de luz y de color, vestigio y huella llameante del Dios Creador que desde siempre nos invita a la unión!; alcanzarte definitivamente desea Fray Juan detrás de la noche y de la muerte.

            Y, mientras admirado contemplaba y deseaba, se le acercó el novicio con paso ya sigiloso. Habían acordado encontrarse y salir a caminar. En realidad Fray Juan veía que ya era tiempo, dado el proceso encendido y avanzado de su andar, de declararle algunas etapas de su itinerario hacia la amorosa unión con el Amado y Señor. Y se lanzaron por el sendero, en sentido opuesto al cerro, el maestro con el mate entre las manos y el novicio con el termo bajo el brazo. (Por estas regiones del sur del globo el mate es un rito ineludible a la hora de compartir, de ir poniendo la vida en común. Hasta se podría decir que se espera que el Tata Dios nos reciba en el cielo con el más delicioso amargo extendido junto con una sonrisa bonachona y transparente como la del paisano).

            Y el maestro sin demora comenzó la confesión. La tarde con todos sus habitantes pareció volcarse curiosa hacia ellos.

            -¿Te acuerdas de la amada del Cantar?

            -¡Cómo no!

            -¡Qué bueno! Yo pasé todo mi noviciado repasando en mi interior algunas escenas, imaginándolas de nuevo, recreando este encuentro en su juego de idas y venidas...

 

Si me parece poder visualizar ahora a la doncella que entretenida en sus labores hogareñas sólo sabe del Amado por comentarios lejanos, acaso por el murmullo alborotado en que se estremece la ciudad a su paso. ¡Cuánta habrá sido su sorpresa cuando aquel golpeó en su puerta la vez primera y se dio a la fuga sin que pudiera verlo! “Por aquí ha pasado pero con él no he estado, algo de él permanece sin embargo en su ausencia”, se habrá dicho. Y desde entonces, desde esa ausencia tan presente, se le fue inflamando el deseo en una suerte de delicada añoranza. Así fue brotando en ella, por gracia de sutiles e insospechados toques del Amado a su puerta que dejaban el umbral de la casa vibrando en su presencia ya ida, la capacidad de la vigilia, por la cual su corazón permanecía cada vez más atento  en la añoranza a su regreso. Detrás de la puerta de la casa la doncella se quedaba  ahora aguardando.

           

            Quiero decir con estos quehaceres domésticos no las actividades y espectáculos en las que nos volcamos fuera de nosotros desatendiéndonos a nosotros y también al Señor, esos son quehaceres farandulescos; sino el fatigoso trabajo de la oración que reclama esfuerzos, cuidados y una esmerada voluntad de darse a ella a diario. Y la oración en su etapa inicial tiene sus fórmulas, sus técnicas, sus modos que apuntan a la disposición, a la exclamación, a la escucha, al diálogo. Mas toda ella está marcada por nuestra iniciativa por hacer un espacio, por darle un lugar al Señor. Le presentamos nuestras necesidades e inquietudes para que las tome y libres de ellas podamos dedicarnos  enteros a Él. Le pedimos el Espíritu para que nos enseñe a orar y nos haga gustar de su amor. Reconocemos y agradecemos inflamados por su Don las maravillas que hace en nuestra vida. También buscamos escuchar su Palabra, meditarla en el corazón para ver claro el camino. Y otra vez pedimos el Espíritu que nos impulse con fuerza a la conversión. Arrepentidos, en otras ocasiones, nos acercamos a Él para implorar su perdón, nos deshacemos en lágrimas y nos retiramos sanados y limpios. En fin, la oración es un trabajo constante que dura toda la vida, que atraviesa desolaciones y consuelos, un trabajo que da sus frutos experimentando como el Señor está vivo en nosotros y nos regala su amor, su paz, su fuerza, su alegría, su sabiduría y todo lo que Él es capaz de dar. Así sabemos de Él y le gustamos por este murmullo alborotado de su gracia que hace temblar nuestra persona entera y sus alrededores. Diría que le conocemos por su acción, por lo que obra. Sin embargo este orante fatigoso, que no podría trabajar empero sin la invisible asistencia del Espíritu, aún podría gritar: “Señor, déjame ver tu Rostro”. Este orante se cansa en el amor haciendo en sí más espacios para el Buen Dios y su Reino para algún día poder estarse con Él cara a cara.  Y así lo va el Señor santificando, hermoseándole la casa para poder entrar y cenar allí con él.

            Pero algunos días, en algún insospechado momento, después de tanto trabajo, se experimenta su Presencia suave, profunda, serena, que simplemente parece llenarlo todo. Es el toque del Amado a la puerta de la casa de la oración. Es la iniciativa de Dios que irrumpe sin dejar lugar a dudas y que deja al orante enmudecido, maravillado, perplejo y amorosamente centrado en Él. Se han cambiado los papeles y Él sale en busca de la doncella de forma desvelada, o mejor, le da nuevos ojos para ver lo que siempre ha hecho. Es la experiencia de la adoración que lleva la oración a su cumbre: el Señor esta allí, no se sabe cómo pero se sabe, y ya no hay que hacer más nada sino quedarse a su lado aún detrás de la puerta de la casa. Ya no son sus regalos sino Él mismo.

            Y a algunos orantes esta experiencia, por pura gracia, se les hace más constante de modo tal que ya comienza a haber poco trabajo. Más exactamente, el trabajo ahora es aquietarse, silenciarse y aguardar al que viene. Detrás del umbral se añora aquella Presencia y se comienza a no querer otra cosa fuera de ella. Detrás de la puerta se le van muriendo a la doncella las viejas sensaciones capaces de percibir el murmullo de los regalos y le va naciendo un nuevo sentido capaz de intuir la cercanía de su Presencia. ¡Menudo regalo éste tan inexplicable y desconcertante! El Señor la está moldeando para que pueda salir de la casa al campo abierto.

            -Entiendo lo que dices, yo también lo he experimentado. ¡Qué difícil explicar este cambio, este salto de nivel, este nuevo verle sin verle, oírle sin oírle, olfatearle sin olfatearle, tantearle sin tantearle, gustarle sin gustarle! En la casa se ha hecho de noche, y en la noche nuestra su Luz es más clara.

            Fray Juan asintió con un cabeceo y una delicada y sabrosa sonrisa. La tarde los rodeaba sosegada y lenta. Su andar se impregnó del canto espumoso de un arroyo pequeño que corría a escasos metros jubiloso. Lo atravesaron haciendo equilibrio sobre un tronco. El sol iluminaba su secreteo amoroso.

            -Pero éste sólo es el comienzo del viaje de aquella enamorada.

 

Mas una noche sintió la doncella sus pasos dirigiéndose a la casa. Como siempre se quedó tensa en la espera amante. Y el Amado tanteó el picaporte de la puerta y empujó suavemente: estaba con llave. Ella se apresuró a abrirle. Él introdujo su mano y ella la tomó entre las suyas. Pero Él se libró dulcemente y se dio a la fuga. Ella le vio alejarse mientras sentía sus manos ungidas de néctar y ternura. La noche reinaba afuera; la doncella no la conocía. Pero fue tan fuerte y apremiante el palpitar de su corazón que, en un impulso de amor, se lanzó atrevidamente fuera de la casa y corrió a su encuentro. El Amado se volteó y entonces ella pudo verle como se ve en lo oscuro. Su belleza le cautivó aún más y la dejó más enamorada. Pero Él huyó raudamente y con su movimiento atrayente la puso en fuga encendida e incendiada. Y corriendo detrás de Él, sorprendida de su habilidad para deambular en la noche, atravesó las murallas de la ciudad persiguiéndolo hasta el campo abierto e ilimitado. Inflamada de amor ardiente, de un fuego interior que le abrasaba, no deseaba más que unirse a su Amado.

           

            Sucede, querido hermano, que a algunos de estos adoradores que les ha sido dado este permanecer detrás de la puerta de la casa de la oración, por pura gratuidad, el Señor los arranca hacia afuera. Es la experiencia de la noche que en su primer momento se caracteriza por este aflorar novedoso del sentido interior y por este jugueteo de llegada y retirada que termina en fuga hacia la hondura.

            La casa de nuestro interior es más amplia y más profunda de lo que solemos experimentar. Tras la puerta de la adoración, aún cuando nos parece estar en lo más nuclear de nuestro yo, es posible llegar al campo abierto que preludia el centro más íntimo de nuestro ser donde Dios mora secretamente. Decirlo no se puede y todo lenguaje caduca: hablaría yo del centro del alma pero quien no lo vive difícilmente entiende.

            Pero volviendo a lo que le acontece al adorador, éste, aquietado, permaneciendo en esa suave añoranza como noticia confusa y lejana pero vibrante y fuerte de su Presencia ausente, ha sentido un toque que le viene no sabe de dónde ni cómo: es el Señor sin duda, es Él, con total certeza. Y se ha dejado libremente arrastrar en ese toque. Y ha salido de sí hacia Él y ha descubierto que hay más de sí aún. Tierras nuevas e inexploradas que recorre sorprendido con la mirada fija en Aquel que se retira y lo lleva suavemente tras de él.

            Mientras corre apresurado en amor descubre sorprendido la habilidad que el nuevo sentido le da para andar en lo oscuro, es decir, saboreando sin hacerlo, o mejor aún, percibiendo al Amado de un modo espiritual difícil de explicar pues dista ya bastante de la sensación, de la emoción y del sentimiento. También advierte como aquel toque fugaz ha abierto en sí, de forma que le parece desproporcionada, una herida quemante, una llaga dulcísima que le incita a buscar enloquecido de amor a su causante. Y corre ciertamente en un deseo sobredimensionado por la gracia, pero no corre sino que es atraído, es decir, es del Señor la iniciativa y el trabajo y suyo la recepción pasivamente activa del don del encuentro.

            Aquel orante esforzado ha nacido de nuevo traspasando el umbral de la adoración hacia el escondido sendero de la contemplación amorosa.

            -He experimentado lo que describes durante algún tiempo. Es ciertamente como tú lo dices, como si de un momento a otro, sorpresivamente, inesperadamente, Él irrumpiera totalmente novedoso y cercanísimo. Y justo cuando uno quiere asirle y retenerle, recuperado de lo que le parece insólito, advierte que ya se ha ido. Pero no se ha alejado tanto, parece esperar y atraernos y desatar en nosotros un deseo loco y enfebrecido (que no producimos por nosotros mismos pues no podríamos) de ir tras de Él. Nos parece que ese toque nos ha dilatado el ser, que lo ha ensanchado inexplicablemente, especialmente el deseo de estar con Él y ser de Él. Ardores incomparables nos recorren enteros y nos dejan totalmente sedientos de Él. Vamos tras de sus huellas y cuanto más se oculta y huye más nos enciende en la búsqueda con sabia pedagogía amorosa. Se asemeja a esos jugueteos de enamorados corriendo entre los árboles, sólo que aquí es de noche y todo se percibe como se percibe en lo oscuro.

            -Es increíble que haya tanto movimiento en tanta quietud, tantos destellos de luz en la noche de unos ojos ciegos.

            -Supongo que seguirás tu relato... así lo espero porque después de esto estoy experimentando como otro estado, no sé decirlo, es como una crisis de identidad con sobreabundante paz, como si lo que constituyó mi mundo ya poco importara o fuera prescindible, como un reubicamiento que escapa de mí, como estar todo envuelto en una apatía dulce y una necesidad de soledad para estar con Él difícil de saciar. Y todo esto sin ningún escándalo o duda o temor sino con certeza interior de que se trata del Buen Dios que trabaja en mí sin saber lo que hace ni cómo lo hace. Y porque está la certeza encendida de que son cosas del Amado que me quiere hacer suyo hay tranquilidad y no hay desesperación, hay paciencia y un sereno deseo de comprender a su tiempo.

            -Pues me alegro entonces de que el Señor te siga haciendo crecer. En verdad es un regalo para ti y para mí que podamos hablar de estas cosas. Yo tuve que caminar solo sin nadie que me acompañara fuera del Amado. Pero Dios da a cada uno según su sabiduría que supera todas nuestras conjeturas.

            Y mientras caminaban Fray Juan se detuvo frente a un árbol pequeño y pobrecito de un verdor tenue pero acariciante. Se quedó en silencio mirando itinerar por una rama a un gusano de seda.

            -Amigo mío y hermano mío, mira ese gusanillo tan feo y desagradable... ¿qué podríamos esperar de él? Sin embargo dentro de poco estará dentro de un capullo oscuro y solitario cambiando, transformándose, y cuando esté preparado emergerá de él como brillante mariposa de belleza sin fin. Míralo tú y comprenderás. Mas para decírtelo de otro modo volveremos a la doncella enamorada.

 

Como enloquecida de amor, que le asaltaba con ardores desmesurados, corrió tanto que dejó la casa muy lejos con apasionada imprudencia. De pronto perdió de vista al Amado como si se hubiera escondido abruptamente entre las sombras sin dejar rastro alguno. No conocía el terreno y todo estaba tan quieto y tan oscuro... Y aunque no podía ver siquiera a unos pocos pasos no desesperó pues no se sentía abandonada, el Amado estaba aún con ella aunque no lo percibiera. Algo en su pecho le decía con fuerza que estaba más cerca que antes. No entendía pero en el amor encendido, ahora en una pujante añoranza elevada silenciosamente como súplica y llamado, no desesperaba. Tranquilamente aguardaba que volviera a ella, que le devolviera con un certero toque la luz de la mañana. Sin deseo alguno de volver atrás se quedó parada dando secretas voces, suaves invocaciones, tiernos reclamos de la Presencia deseada. Y de pronto un rayo cruzó la noche, un rayo oscuro de luz delicada. Era Él, su toque rápido y fugaz. Se sintió enteramente atravesada. Una oleada de amor le incendió el rostro y la dejó suspendida, como raptada. Tras el toque brotó en su pecho una herida dulce y quemante como paso vibrante de un hierro al rojo vivo o de una flecha aguda y punzante. Y en medio de la herida una pequeña llama de amor le animaba y le ponía más en Él todo el anhelo. Una dulce inteligencia nacida del amor le declaraba su Presencia. Y se anduvo como absorta en ese toque incontables instantes, aún embriagada en sus efectos. Y se reconoció ya diferente, más de Él y a su medida por su obrar escondido y afanoso. Después se puso a caminar en la dirección que la llama de amor que habitaba su herida le indicaba, llama que era prenda y presencia del Amado de su alma. Y libremente arrastrada siguió camino aquietada. En su reposo cargado de añoranza y de invocaciones el rayo oscuro de tanto en tanto le llegaba ensanchando la herida, haciendo más viva la llama. El rayo iluminaba cada vez más el paisaje y cuando él se retiraba la llama de su pecho también le iluminaba. Y fue divisando en la lejanía la casa del Amado donde ya estaba preparada la fiesta de esponsales justo a la madrugada.

 

            Quiero decir que el contemplador ha pasado del noviazgo de la fuga venturosa al tiempo del compromiso que prepara el matrimonio y que conlleva una transformación a menudo dolorosa que tiene por objetivo hacerle fiel para la unión. Ahora está más quieto y más en soledad, esperando al que parece haberse retirado. Pero no se ha ido sin embargo sino que está mas cerca y lo tiene más sujeto en el amor. Es tiempo de trabajo del Buen Dios en él que con fugaces y densísimas visitas, a veces fuertes y desgarradoras, a veces suaves y sutiles, lo excava, vaciándolo de todo lo que no le ayuda a la unión, esculpiéndolo a imagen de Cristo Señor. Tiempo de ser sumergido en el sepulcro y de morir a su pecado en la muerte del Amado para ser un hombre nuevo en Él. Y todo esto por obra de Aquel que con sabiduría infinita sabe moldearnos para ver su Rostro.

            Y comenzaba ya el sol a descender para ocultarse en el horizonte. Ya las sombras tímidamente emergían poblando el paisaje de un delicado contraste entre luz y oscuridad. Un contraste semejante al de aquellas metáforas propuestas por el maestro, semejante al tiempo interior que vivía el novicio.

            Fray Juan se detuvo de nuevo en el árbol y observó largamente al gusanillo. Ya sobraban las palabras. Ya el silencio lo inundaba todo con su mensaje escondido. Ya la noche se avecindaba y en ella la nueva luz. Tranquilamente sedientos de amor volvieron a la casa aguardando el tiempo venturoso de la gran transformación en el Amado.

            Sucede que contemplar no es sino pasar por la noche para alcanzar gratuitamente las primicias de un alba definitiva y nueva.

 

 

 

 

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