¿BABEL O PENTECOSTÉS? LA IGLESIA DEL ESPÍRITU







Dos relatos para releer en espejo

 

Cierta tradición exegética ha visto en el relato de Pentecostés la contracara de Babel. Si aquel antiguo proyecto desagradó a Dios y culminó en la confusión de las lenguas y la dispersión, la venida del Espíritu Santo parecería reintegrar la unidad de muchos pueblos en el Nuevo Pueblo de Dios. ¿Es exactamente así? ¿Es lícito mirar estos dos relatos en espejo y en qué sentido?

Obviamente son dos textos de una gran complejidad para ser analizados. No pretendo ahora tal tarea sino solamente resaltar algunos rasgos que nos permitan una mirada espiritual dirigida a Pentecostés y a la Iglesia configurada bajo el signo y la conducción del Espíritu.

 

 

1.      Babel

 

Leemos: “…y dijo Yahveh: «He aquí que todos son un solo pueblo con un mismo lenguaje, y este es el comienzo de su obra. Ahora nada de cuanto se propongan les será imposible. Ea, pues, bajemos, y una vez allí confundamos su lenguaje, de modo que no entienda cada cual el de su prójimo.» Y desde aquel punto los desperdigó Yahveh por toda la haz de la tierra, y dejaron de edificar la ciudad. Por eso se la llamó Babel; porque allí embrolló Yahveh el lenguaje de todo el mundo, y desde allí los desperdigó Yahveh por toda la haz de la tierra.” (Gn 11,6-9)

¿De qué obra se trata y Dios no aprueba? “«Ea, vamos a edificarnos una ciudad y una torre con la cúspide en los cielos, y hagámonos famosos, por si nos desperdigamos por toda la haz de la tierra.»” (Gn 11,4)

Sabemos que la primera parte del libro del Génesis -con su acento etiológico-  quiere dar cuenta de una escalada exponencial del mal en el mundo tal como se lo experimenta en el presente del escritor sagrado. Por un lado esta ciudad pues parece una decisión pos-diluviana tanto en el sentido del endiosamiento del hombre -en continuidad con el pecado de Adán- que quiere arrebatar para sí el trono del cielo; como en el sentido de la prevención y búsqueda de acceso a la seguridad de las alturas, donde el castigo divino ya no podrá alcanzarlo. Por otro lado, es totalmente verosímil que se trate de una descripción del proyecto de hegemonía imperial desarrollado por Babilonia. Israel se encuentra en el exilio a la hora de la redacción final el Pentateuco y se nota aquí una alusión a los templos verticales de aquella civilización.

Tendríamos además que preguntarnos si todos hablaban un solo lenguaje originario como se plantea: “Todo el mundo era de un mismo lenguaje e idénticas palabras.” (Gn 11,1) Se trataría de una humanidad que desplazándose hacia el oriente funda el proyecto de Babel (cf. Gn 11,2). Pero este dato contrasta vivamente con el capítulo 10 que le antecede, donde se describe una multitud de pueblos ocupando regiones diversas todos desde la descendencia de Noé por sus tres hijos. Allí el mundo pos-diluviano se presenta ya como pluri-étnico y pluri-cultural con diversidad de lenguas. Claramente esta contradicción en la narrativa nos muestra la sutura de tradiciones distintas.

Algunos detalles son sutilmente irónicos: los hombres quieren alcanzar el cielo con su torre pero no lo logran ya que Dios tiene que descender para observar la ciudad que construyen; ellos quieren ser famosos y no dispersarse pero finalmente terminan dispersos al ya no poder comprenderse. Dios actúa para que cese esa obra digamos, construida a sus espaldas y contra Él, tal vez una insinuación del designio del Señor en contra del proyecto hegemónico imperialista que desea imponerse sobre todo el mundo.

Finalmente es de notar que el relato no afirma que se produjeron multiplicidad de lenguas sino que los que hablaban un mismo lenguaje entraron en confusión y ya no podían entenderse.

 

 

2.      Pentecostés

 

Imposible ahora adentrarme con detalle en un relato tan venerado y potente en la vida de la Iglesia. Solo diré que se notan dos tradiciones diversas en la misma perícopa. Seguramente habría que apuntar a un texto más amplio que incluyese el discurso de Pedro, pero en el clásico recorte de Hch 2,1-11 por un lado se afirma una experiencia intensamente carismática, una acción poderosa del Espíritu que se manifiesta en viento y fuego y que les permite expresarse en diversas lenguas: “Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en un mismo lugar. De repente vino del cielo un ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso, que llenó toda la casa en la que se encontraban. Se les aparecieron unas lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos; quedaron todos llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse.”  (Hch 2,1-4)

La otra tradición nos dice qué le sucede a la multitud bajo la acción del mismo Espíritu: “Al producirse aquel ruido la gente se congregó y se llenó de estupor al oírles hablar cada uno en su propia lengua. Estupefactos y admirados decían: «¿Es que no son galileos todos estos que están hablando? Pues ¿cómo cada uno de nosotros les oímos en nuestra propia lengua nativa? …todos les oímos hablar en nuestra lengua las maravillas de Dios.» (Hch 2,6-8.11)  Aquí se presume que los Apóstoles se expresaban en su lengua y cada quien en la multitud los escuchaba en la suya propia. Se da pues un fenómeno de comprensión por un lenguaje superior y unificador, un lenguaje por así decirlo que habla todas las lenguas: el lenguaje del Espíritu.

Ni entremos en el tema de la glosolalia o don de lenguas, es absolutamente superfluo y sobrevaluado. Me pregunto: ¿qué hacían en la casa los discípulos reunidos? En la narración de la Ascensión, San Lucas atestigua que el Señor Resucitado les pide no alejarse de Jerusalén y esperar lo prometido: el Espíritu Santo (cf. Hch 1,4-5). Pero luego se afirma: “Los que estaban reunidos le preguntaron: «Señor, ¿es en este momento cuando vas a restablecer el Reino de Israel?»” (Hch 1,6) El Señor responderá: «A vosotros no os toca conocer el tiempo y el momento que ha fijado el Padre con su autoridad, sino que recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra.»” (Hch 1,7-8) ¿Que está sucediendo aquí? ¿Ellos tienen una óptica digamos “restauracionista” y el Resucitado un ángulo “misionero y profético”?

¿Quiénes estaban en la casa? “Entonces se volvieron a Jerusalén desde el monte llamado de los Olivos, que dista poco de Jerusalén, el espacio de un camino sabático. Y cuando llegaron subieron a la estancia superior, donde vivían, Pedro, Juan, Santiago y Andrés; Felipe y Tomás; Bartolomé y Mateo; Santiago de Alfeo, Simón el Zelotes y Judas de Santiago. Todos ellos perseveraban en la oración, con un mismo espíritu en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos. Uno de aquellos días Pedro se puso en pie en medio de los hermanos -el número de los reunidos era de unos ciento veinte-…” (Hch 1,12-15). Que su mirada se dirigía al pasado y que podría catalogarse como “restauracionista” lo indica la palabra posterior de Pedro que pide completar el número de los Doce, lo cual se concreta con la elección de Matías (cf. Hch 1,16-26). La mirada de Pedro vuelve sobre los orígenes históricos del movimiento de seguimiento a Jesús y busca asegurar el aspecto institucional de las doce tribus representadas en los doce apóstoles como símbolo del Nuevo Israel.

Me animaría a decir que San Lucas –que ya escribe con la amplia experiencia de décadas misioneras-, conociendo el recorrido que realmente se dio, insinúa que el Espíritu viene a abrir la óptica y mirar hacia adelante. De hecho creo que toda esa descripción casi violenta del viento huracanado y el fuego sobre y dentro de la casa son la indicación de que el Espíritu debió con su poder transformarles profunda y radicalmente. No solo se trató de cortar con el temor y abrir las puertas para el anuncio, sino que aún más se trató de ponerlos en horizontes nuevos, que no fue un rompimiento absoluto con la continuidad del pasado, sino una reorientación y un cambio de nivel hacia el futuro. Quizás sí en este calibre el fenómeno del don de lenguas o glosolalia signifique una experiencia mística de libertad, de aquella libertad que da el Espíritu a la comunidad de los creyentes para transitar los caminos insospechados de su Señor. La perspectiva eclesial no debía fundarse en la restauración cargada de institucionalidad sino en la conducción carismática del Espíritu que los lanzaba hacia la misión y el profetismo. Se cumplía así la palabra del Resucitado en la Ascensión.

 

 

3.      La Iglesia del Espíritu

 

Como si atara algunos cabos sueltos, percibo que es factible realizar esta mirada en espejo entre Babel y Pentecostés. Mi presunción es que esta dicotomía didáctica palpita y se actúa de continuo en la Iglesia que peregrina. ¿Por qué lo afirmo?

Pienso que siempre existirá entre los creyentes la tentación de Babel por la fama propagada y el poder hegemónico. No se expresará tal vez necesariamente así, sino como protagonismo y búsqueda de centralidad. Aparecerán en primer plano las distinciones y separaciones en niveles jerarquizados, ya sea por poder, por influencia y honor, por mayor antigüedad o la institucionalidad por la institucionalidad misma –es decir la preservación del status quo-. En fin todo una gama de apropiaciones indebidas.

De caer en ello la Iglesia mirará hacia el pasado de un modo insano, perpetuándose y queriendo sobrevivir en la repetición de vetustas seguridades humanas, encerrándose en su pequeña casa y obturando los horizontes novedosos del futuro de Dios. El Espíritu Santo deberá venir a romper las cadenas y abrir las puertas.

Como también estoy firmemente convencido que Pentecostés es como un permanente presente. El Don de lo Alto no deja de advenir sobre su Iglesia generando en los creyentes libertad para dejarse conducir y animar. Vence resistencias, provoca generosidad en la entrega de la vida y siembra la alegría de la Salvación.

La Iglesia del Espíritu –como erróneamente a veces se ha propuesto-, no es enteramente carismática y sin institucionalidad alguna. La Iglesia del Espíritu es una construcción de Dios que la organiza justamente con dones pastorales-autoritativos más ligados al servicio institucional de asegurar la conducción y animación común (unidad), y con dones carismáticos-místicos más lligados a la libertad creativa y enriquecedora de la Gracia (diversidad). Solo Dios y solo Él puede llevarnos a la unidad sembrando diversidad y venciendo nuestras tendencias a la uniformidad o a la anarquía. Y claro que un mismo miembro del Cuerpo puede recibir de ambas vertientes y armonizarlas el Señor con peculiares acentos. Permítanme, la Iglesia es un milagro del Pastoreo del Espíritu.

La Iglesia del Espíritu es exactamente eso, una experiencia fraterna de escucha del Pastoreo de Dios, una comunidad que percibe con certeza de fe, esperanza y caridad, el lenguaje divino y su sentido. Necesita claramente de discípulos desapropiados y abandonados a la acción del Señor por su Espíritu. Necesita de esa decisión personal y comunitaria por lanzarse en la dirección del Señor Resucitado: “No te preocupes por ti misma Iglesia, tu futuro está en las manos del Padre. No te detengas allí. No te ocupes en preservarte. Tu camino es la misión y la profecía a todo el mundo. Abre tus puertas y que sople el Viento que te conducirá.”

¿Ven? Babel y Pentecostés palpitan dentro de cada discípulo y de cada comunidad. Y tenemos una decisión por tomar que reaparecerá como disyuntiva hasta el final de nuestros días: “Dícele Nicodemo: «¿Cómo puede uno nacer siendo ya viejo?»  Respondió Jesús: «El viento sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo el que nace del Espíritu.»”  (Jn 3,4.8)

 


 

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