Perfil del profeta
Según Jer 1,1-3 es un sacerdote de Anatot, de la tribu de
Benjamín. Se trata de la ciudad donde fue desterrado por Salomón el sacerdote
Abiatar (cf. 1 Re 2,26-27). Jeremías
se entronca entonces con el sacerdocio de Aarón, de tronco levítico, y no
pertenece a la familia del Sumo Pontífice de aquel tiempo (Sadoq) cuyos
descendientes siguen ejerciendo en Jerusalén.
“Palabras de Jeremías, hijo de Jilquías, de los
sacerdotes de Anatot, en la tierra de Benjamín, a quien fue dirigida la palabra
de Yahveh en tiempo de Josías, hijo de Amón, rey de Judá, en el año trece de su
reinado, y después en tiempo de Yoyaquim, hijo de Josías, rey de Judá, hasta
cumplirse el año undécimo de Sedecías, hijo de Josías, rey de Judá, o sea,
hasta la deportación de Jerusalén en el mes quinto.” (Jer 1,1-3)
Es pues un
sacerdote yavista con raíces en el reino del Norte, proveniente de una familia
que habría tenido a su cargo el sostén de algún santuario y que experimentó el
destierro tras la caída de Samaría. Jeremías probablemente habría nacido en
Jerusalén. Aunque sería esperable lo contrario, sin embargo se muestra
totalmente identificado con el Sur y como un Deuteronomista a ultranza.
Ya
entenderemos cuán importante rol juega su personalidad, propia de un solitario.
Se le nota afectivamente muy sensible, introvertido, sentimental, retraído y
tímido. Será entonces su temperamento la causa de un constante sufrimiento en
la misión de anunciar al pueblo el castigo del exilio si persiste en la
idolatría. Su ministerio es dramático y casi una violencia contra sí mismo. Jeremías
se ve en la obligación de anunciar lo que no desea: ¡él, que quisiera
profetizar palabras de salvación y consuelo, es enviado por Dios a proclamar el
castigo y la destrucción de Jerusalén!
Además de esta
tensión interna que nunca lo abandona, Yahvéh le manda introducirse en el
palacio real como consejero y le inspira hacer gestos para llamar la atención
sobre su mensaje profético. El resultado es terrible: varias veces lo apalean
con dureza, viven persiguiéndolo e intentando matarlo. De allí que se le haya
presentado por los primitivos cristianos como un precursor del sufrimiento de Cristo.
Su ministerio será
extenso: unos 30 años, desde el 626 (13 de Josías) al 587 (muerte de Sedecías)
y quizás algo más desterrado en Egipto.
En 16,1-2 habla de su celibato:
“La palabra de Yahveh me fue dirigida en estos
términos: No tomes mujer ni tengas hijos ni hijas en este lugar.” (Jer 16,1-2)
O estaba casado
y tras enviudar Dios le pidió no volver a casarse, o estaba casado y por
comprender la profecía como sacerdocio se le pide continencia (vivir como si
estuviera siempre en el servicio del Templo). La segunda opción sería un signo
del dolor que está por sobrevenir al pueblo.
Soportará
profundas crisis espirituales que exteriorizará al estilo de unas “confesiones”.
La más profunda le lleva a maldecir el día de su nacimiento.
Llamado a hacer penitencia y a sufrir por el Pueblo
Al
introducirnos en la profecía de Jeremías quisimos adelantar este rasgo tan
propio de su servicio: Dios le pondrá en medio del conflicto, en el sitio más álgido
de la batalla contra el mal. Allí tendrá que permanecer fiel y fuerte,
sostenido solo por el Señor y experimentando a la vez toda su fragilidad. Su
propia persona será pues el mayor signo profético.
“Varón de dolores”
se podría afirmar de él. Profeta forjado en la penitencia y en el ofrecimiento
de su continuo sufrimiento personal por la salvación de su Pueblo. Vive una
santidad que es rechazada y perseguida, pero que no deja de interpelar al
pecado del Pueblo a costa de sufrir una lacerante persecución. Su misión profética
coincidirá plenamente con la entrega de su propia vida.
Y nosotros los
cristianos a menudo olvidamos que no es posible salvar ni rescatar sin poner el
propio cuerpo. Jeremías, anticipo de Jesucristo el Cordero inmolado por Dios,
nos lo recordará con su inquietante testimonio.
Quisiera
recordar una plegaria personal elevada en los tiempos duros de la crisis por la
pandemia que rezaba simple y contundente: “Te suplico, Señor, un alba nueva por
una Iglesia que viva hacia tu Gloria con discípulos crucificados en tu Amor.” Porque
no será posible anunciar el Reino, señalarlo y visibilizar su presencia en la
historia, sin ser crucificados.
Se me antoja
que Jeremías nos ayudará a tender un puente también hacia San Pablo y a los
primitivos tiempos apostólicos. Nos anunciará que debemos también hoy nosotros “llevar
las cicatrices de Jesús” y completar en los días de los hombres cuanto falta a
los padecimientos de la Pascua del Señor. Pues el Día del Señor no amanecerá sin
sufrimiento personal por amor, sin penitencia y entrega de la propia vida, sin
identificarnos con el camino de Jesús, el Cristo.
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