Vamos a introducirnos en otra época de la
profecía en Israel. Obviamente en esta presentación no podemos tratar la
temática propia de todos los profetas. Nos limitamos a aquellos que por la
envergadura de su mensaje y por su novedad conceptual son más relevantes. Así
en el período precedente no hemos tomado contacto con Miqueas, cuya profecía
podríamos catalogar como una síntesis de sus contemporáneos y una suerte de
relanzamiento de la temática común; aunque ciertamente debemos reconocerle una
singularidad especialmente significativa en su anuncio del Mesías, perfilado
como un rey-pastor oriundo de Belén bajo el signo de David. También hubiese
deseado seguir gozando de la belleza y profundidad de tantos oráculos poéticos
del gran Isaías. Pero debemos seguir haciendo camino.
La profecía hacia
el fin del siglo VII y comienzo del VI a.C.
La situación
histórica
Con el reinado de Ezequías había comenzado la
reforma deuteronomista cuyos dos grandes pilares serían: el Yavismo como religión
única y Jerusalén como ciudad santa donde se ubica el templo único. Con los
posteriores gobiernos de Manasés y Amón la reforma se detiene y se recrudece el
culto a los ídolos paganos.
La reforma religiosa monoteísta se retoma y
profundiza con Josías hacia el 640-609 a.C. En el Templo, probablemente hacia el
622, es hallado el libro de
Notemos que hacia el 625 a.C. se produce un
desplazamiento de poder en la región: comienza a emerger el influjo dominante
de Babilonia, que se libera de Asiria y la comienza a desplazar, sustituyéndola
luego en su hegemonía territorial.
Tras lo cual comenzará un período muy
convulsionado. A Josías le sucede en el trono Joacaz durante apenas 3 meses. Luego
Yoyaquim gobierna entre 609-597, declarándose en rebeldía contra Babilonia
hacia el 600. Tras lo cual Joaquín reina brevemente entre 598-597, año en el
cual Nabucodonosor sitia Jerusalén y lo destrona. Se produce así la primera
deportación: las clases dirigentes constituidas por los nobles con sus cortesanos
y los sacerdotes son exiliados a Babilonia.
En esta deportación emigró Ezequiel, aún no vocado por Dios, cuyo
ministerio profético será relevante en el siguiente tramo histórico, ya durante
el exilio.
Sedecías reina entre 597-587 y retoma la
rebelión. Ezequiel ya desde el exilio
predice la ruina de Jerusalén. En el 587 Nabucodonosor asedia la ciudad capital
y la toma, haciendo prisionero al rey. Godolías es colocado como gobernador pero el
pueblo lo asesina. Entonces Nabucodonosor invade destruyendo Jerusalén y el
Templo, produciendo una segunda deportación de carácter masivo. Jeremías parte
al exilio pero hacia Egipto.
Los profetas de
este tiempo
1. Hacia el 630 ubicamos a Sofonías, que
podríamos bautizar como “el profeta del Resto de Yahvéh”, temática que le
precede pero que expresa con fuerza propia. Si para Isaías I el castigo es
consecuencia de la majestad de Dios y de la infidelidad del pueblo (idolatría),
si para Amós esa infidelidad es la injusticia social, para Sofonías Dios se
revela por los castigos históricos como Señor del universo y de la historia.
Éste profeta sintetizará a los anteriores y profundizará sus intuiciones.
a) Miqueas ya había insinuado que el pecado
no es una transgresión colectiva de la Alianza sino una responsabilidad
personal, Sofonías insiste con fuerza y en ésta dirección continuará Jeremías.
b) Amós se había sensibilizado con los
pobres-explotados, mas Sofonías hace de los anawim no una categoría sociológica
sino teológica: son los pobres de Yahvéh, el resto fiel, los piadosos-sumisos
abandonados a la voluntad de Dios. Por esta calidad moral Yahvéh los constituye
resto escatológico, reserva histórica de fidelidad a la Alianza desde la cual
en el futuro hará brotar al Mesías, anawim también él.
c) Retoma el tema del Día de Yahvéh como
tiempo final y definitivo del Juicio de
Dios sobre el universo y la historia entera a través de su Mesías. El Mesías no
aparece como alguien personal, sólo se lo vincula con el Resto.
2. Hacia el 627 fechamos la llamada vocacional
del gran profeta Jeremías a quien nos dedicaremos en extenso.
3. Hacia el 612 situamos el ministerio de
Nahúm que calificaré como “el profeta del Dios victorioso”. Se trata de un
oráculo concreto contra Nínive, que simboliza para Judá a todos sus enemigos.
Se anuncia pues el castigo del impío. Puede provocar cierto rechazo sin embargo
su lenguaje violento, su imagen de un Dios guerrero, que por fidelidad a sí
mismo, debe erradicar al impío contumaz.
Nahum significa “el que es consolado”. El
consuelo es que: a) Yahvéh triunfa en la historia; b) no se deja vencer por el
mal; c) se puede poner en Él la esperanza.
4. Hacia el 600 Habacuq, que caracterizaré
como “el profeta del desarraigo”. Se presenta como un
desarraigado y un sin-historia que en medio de la desolación canta la fe
radical en Yahvéh. Se trata de un desarraigado arraigado en la problemática de
su tiempo y en la acción de Dios. Lo novedoso en él es su modo de vincularse
con Dios: se le planta delante, pregunta y exige respuestas. La tradición
rabínica habla de la tríada Moisés-Elías-Habacuq como quienes ven a Dios cara a
cara e interceden con su oración. Se pregunta Habacuq: ¿por qué Dios soporta la
iniquidad?, ¿por qué el pueblo sufre?, ¿por qué permite que desde dentro
perviertan al pueblo? El justo-Judá es
oprimido por el impío-Babilonia, usado por Dios como un azote. Pero también reconoce
el profeta que hay justos e impíos dentro y fuera del Pueblo.
Desarrolla pues
una verdadera teología de la historia.
Dios tiene designios pero no anula la libertad del hombre. Babilonia es un
instrumento de Dios pero no un ministro plenipotenciario; ya será juzgada por
el modo de usar su poder, el opresor será oprimido y se restablecerá la
justicia. Pero esta promesa no hace que el oprimido (Judá) cambie de situación:
debe mantener la confianza y esperar en Dios; en medio de un castigo justo
seguir creyendo en Dios, apelando a su Misericordia, seguir haciendo de Yahvéh
la razón de la esperanza y el sentido de la vida. A Dios no se le pueden
preguntar las razones; él es Juez y Señor de la historia.
La profecía como exégesis
de la historia
Quisiera resaltar con simplicidad el valor de
estos profetas, que en tiempos intensos de reforma religiosa y pecado
persistente, de fervor nacional y asedio imperialista, pudieron tener la
claridad necesaria para escuchar a Dios y transmitir su voluntad al Pueblo. En
medio de tanta ebullición aparecieron como exegetas (intérpretes) precisos de
la realidad que el Señor les desvelaba. ¡Cuánta seguridad, consuelo y esperanza
será una tal certidumbre en tiempos confusos! Sin embargo a ellos les ha tocado
el sufrimiento. Sus contemporáneos, faltos de distancia emotiva para juzgar
sobre la situación, ideológica e interesadamente involucrados en los avatares
de la cotidianeidad, parcializados
engañosamente en su mirada, les han rechazado y perseguido. ¡Dios por ellos
habló con paternal sinceridad pero el Pueblo no lo quiso escuchar!
No son estos tiempos de profunda crisis tan
distintos para la Iglesia peregrina. Muchos cristianos se lanzan convencidos
hacia la agenda mundana con cuya vigencia pretenden sintonizar bajo pretexto de
diálogo; un simulado y bien orquestado coloquio confuso, donde terminan
enajenando su identidad en manos de una seductora pero clara estrategia
maléfica que asedia destructiva a la Iglesia. Otros tantos permanecen desorientados
sin poder hacer pie, jalonados por los vientos de la confusión y a punto de
rasgarse sus débiles y resecas raíces; no quieren aún cimentarse en el
sacrificio que da firmeza y vida.
¿Y Dios calla, no ha enviado profetas a éstos
nuestros tiempos? ¡Claro que sí! No voy a nombrarlos. Sólo diré que por ahora
corren la suerte propia de su ministerio: son tratados de locos, retrógrados,
fanáticos e ignorantes. Tenidos como insensibles y no encarnados en las causas
del presente son desestimados. Me temo que en el futuro comprenderemos la
precisa exégesis de la historia que Dios les ha confiado. El Señor pues los
mantenga fieles y les retribuya generosamente su entrega martirial.
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