DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 10

 



VIVIR UNA VIDA NUEVA

ROMPER CON EL PECADO

(I)

 

“¿Qué diremos, pues? ¿Que debemos permanecer en el pecado para que la gracia se multiplique? ¡De ningún modo!”  Rom 6,1

 

Estimadísimo San Pablo, con tu gran inteligencia te adelantas. No sea que de aquella expresión tuya, “donde abundó el pecado, sobreabundó la Gracia”, alguien infiera esta conclusión errónea: “pequemos para que haya más Gracia”. ¡De ningún modo!

 

“Los que hemos muerto al pecado ¿cómo seguir viviendo en él?” Rom 6,2  

 

Porque la Gracia vence al pecado y lo deja atrás en el pasado. Vivir en Gracia es romper con el pecado. Habría que perseverar en un estado de vida en santidad una vez que hemos sido rescatados del pecado. Claro que esta es una realidad dinámica, y mientras vivimos aquí en la historia permanecemos viadores penitentes, en continua tensión de conversión. Pero debemos considerarnos muertos al pecado. Dilo a ti mismo frente a las tentaciones que te acechen y dilo tras caer de nuevo en el pecado e intentar levantarte arrepentido: “Los que hemos muerto al pecado ¿cómo seguir viviendo en él?” Y tras recibir la absolución, por el sacramento de la Reconciliación, retoma la vida con alegría y esperanza, sabiéndote tan amado y di a ti mismo: “Los que hemos muerto al pecado ¿cómo seguir viviendo en él?”.

 

“¿O es que ignoráis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva.” Rom 6,3-4

 

Esta muerte al pecado ocurre en nuestro bautismo. Hoy en día se nos hace más evidente en el bautismo de un adulto, por el cual no solo se le confiere ser librado del pecado original, sino que se le perdonan todos los pecados personales cometidos con anterioridad a este renacimiento desde Dios. Es muy fuerte esta imagen de ser sepultados con Cristo. Participamos de su Muerte y de su Resurrección. Con su Muerte mató la muerte. En su Muerte venció su Amor entregado y fueron perdonados nuestros pecados. Por el bautismo fuimos sumergidos en las profundidades de la Muerte de Cristo para resurgir victoriosos con Él. ¿Qué debemos hacer pues de ahora en más? ¡Vivir una Vida Nueva!

Por eso la Iglesia enseña que la vida cristiana no es mas que el desarrollo de la vocación bautismal. Vivir adheridos a la Gracia, eligiendo fielmente la voluntad del Señor, superando tentaciones y rompiendo con todo pecado. Es nuestra vocación a la santidad la que se inicia en el bautismo. “Ser hijos en el Hijo”, reza la consabida formula teológica. Por Cristo, con Él y en Él dar culto de adoración con nuestra vida al Padre, animados por el Espíritu Santo. Vivir constantemente unidos al influjo de la Mente y el Corazón de Jesucristo.

Esto se expresa claramente en los ritos de ilustración: la unción con el Santo Crisma, rogando que el Espíritu derramado en nosotros nos mantenga unidos a Cristo que es Sacerdote, Profeta y Rey, y en Él tengamos Vida Eterna; la imposición de la vestidura blanca que es signo de nuestra vocación a la santidad y la entrega del cirio encendido, para permanecer iluminados y ser portadores de la Luz de Cristo; el effetá con el cual somos abiertos para permanecer receptivos a la Palabra de Dios, oyéndola y proclamándola con fe.

Te invito pues a dos acciones prácticas en tu vida cristiana. Recuerda y celebra el día de tu bautismo, es el día de tu nacimiento a la Gracia, a la Eternidad, a la participación en la Vida Divina. Quizás haya que retomar la costumbre de priorizar este día al del cumpleaños. Porque uno marca el inicio de nuestra vida terrena que tendrá fin con nuestra muerte. Pero el otro marca nuestra vocación de Cielo. ¿Cuál te parece más importante? Festejar el cumpleaños y omitir el aniversario bautismal parece más una conducta pagana de quien se ha mundanizado y olvidado su fe.

También te propongo realizar alguna peregrinación a la pila bautismal donde has renacido a la Vida de Dios. Allí puedes rezar por tus padres y padrinos como por el ministro ordenado, quienes colaboraron para que fueses sumergido en la Pascua del Señor. Simplemente podrías orar allí desde lo profundo de tu alma: “Aquí fui con Él sepultado por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también yo viva una vida nueva.”

 

“Porque si nos hemos hecho una misma cosa con él por una muerte semejante a la suya, también lo seremos por una resurrección semejante; sabiendo que nuestro hombre viejo fue crucificado con él, a fin de que fuera destruido este cuerpo de pecado y cesáramos de ser esclavos del pecado.” Rom 6,5-6

 

¿Y sabemos que nuestro hombre viejo fue crucificado con Él? Esta sabiduría debemos adquirir: muertos al pecado para vivir Vida de Dios. Por el Bautismo, nuestra Pascua, fue crucificado en nosotros el hombre viejo Adán y hemos resurgido según el Hombre Nuevo Cristo. “En Gracia hemos sido salvados”, nos dirá el Apóstol en otra ocasión. Pero ¿así vivimos? ¿Permanece crucificado y muerto en nosotros el hombre viejo o de tanto en tanto reaparece trayendo turbación y división a nuestro corazón? ¿Aún hay lucha en nuestro interior: vida vieja versus Vida Nueva? ¡Claro que permanecemos viadores penitentes, combatiendo duramente a diario para no volver atrás, intentando asegurar la santidad de nuestra vida en Él! El hombre viejo ha sido crucificado y tiene que seguir siendo crucificado todos nuestros días en esta tierra. La Gracia del Bautismo se va reconfirmando en un camino ascendente de fidelidad hacia la Gloria. ¡Por eso predico tanto la Cruz! Debemos permanecer crucificados con Cristo y muertos al pecado, para ya no ser sus esclavos sino libres para la Gracia, para vivir una Vida Nueva. ¡Amén!


 

PROVERBIOS DE ERMITAÑO 159


 

DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 9

 




DONDE ABUNDO EL PECADO

SOBREABUNDÓ LA GRACIA

 

Una mirada sapiencial sobre la historia de la humanidad, urge y se nos impone, y tú queridísimo San Pablo nos la proporcionas.

 

“Por tanto, como por un solo hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte y así la muerte alcanzó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron; -porque, hasta la ley, había pecado en el mundo, pero el pecado no se imputa no habiendo ley-;  con todo, reinó la muerte desde Adán hasta Moisés aun sobre aquellos que no pecaron con una transgresión semejante a la de Adán, el cual es figura del que había de venir...  Pero con el don no sucede como con el delito. Si por el delito de uno solo murieron todos ¡cuánto más la gracia de Dios y el don otorgado por la gracia de un solo hombre Jesucristo, se han desbordado sobre todos!  Y no sucede con el don como con las consecuencias del pecado de uno solo; porque la sentencia, partiendo de uno solo, lleva a la condenación, mas la obra de la gracia, partiendo de muchos delitos, se resuelve en justificación.” Rom 5,12-16

 

Nos encontramos en el centro de lo que será la doctrina y el dogma del pecado original. El pecado entró por el hombre en el mundo. El pecado es obra nuestra. San Francisco de Asís enseñaba que lo único que verdaderamente nos pertenece son nuestros vicios y pecados. Lo demás, todo lo bueno, hay que referirlo a Dios, que gratuitamente lo da y a quien en gratuidad hay que restituirlo. Pero sin duda la única propiedad que poseemos y que no viene de Dios es nuestro pecado. Nuestro es el pecado, no de Dios. Porque creemos el testimonio de la Sagrada Escritura: todo ha salido bueno de las manos creadoras.

Así Adán representa al hombre que por desobedecer el mandato de Dios introduce el pecado. Y del pecado sobrevino la muerte y se propagó a toda la humanidad. No puedo entrar aquí en cuestiones exegéticas ni en consideraciones teológicas acerca de la formación e interpretación de la doctrina del pecado original. Bástenos comprender que una lectura católica de este pasaje de la Escritura percibe el misterio de la propagación del pecado y de la muerte sobre el género humano. Pues en Adán la humanidad es solidaria en el pecado que conduce a la muerte. Adán ha caído, es ahora un pecador. La humanidad caída es una humanidad que conoce y produce el pecado.

“Por un solo hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte y así la muerte alcanzó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron.” Ustedes comprenderán que este texto paulino es de difícil interpretación. De él ha surgido bajo la mirada de San Agustín la doctrina del pecado original, no exenta del contexto de la disputa pelagiana. También de él ha surgido la reinterpretación de Lutero, obviamente en el contexto del movimiento de la Reforma. Hubo en la historia y los hay modernamente, teólogos que niegan la existencia del pecado original. El Concilio de Trento, afirmando solemnemente esta verdad revelada, y recogiendo toda la tradición católica atestiguada en el magisterio precedente, ha fijado dogmáticamente la lectura de este texto citándolo como fundamento según el canon de la fe: “Si alguno afirma que la prevaricación de Adán le dañó a él solo y no a su descendencia; que la santidad y justicia recibida de Dios, que él perdió, la perdió para sí solo y no también para nosotros; o que, manchado él por el pecado de desobediencia, sólo transmitió a todo el género humano la muerte y las penas del cuerpo, pero no el pecado que es muerte del alma:  sea anatema, pues contradice al Apóstol que dice:  Por un solo hombre entró el Pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, y así a todos los hombres pasó la muerte, por cuanto todos habían pecado (Rom. 5, 12).” PAULO III, 1534-1549 CONCILIO DE TRENTO, 1545-1563 XIX ecuménico (contra los innovadores del siglo XVI) SESIÓN V (17 de junio de 1546) Decreto sobre el pecado original.

El Apóstol continúa su argumentación introduciendo una idea cultivada en los ambientes rabínicos: la división de la historia en dos tiempos, sin y con Ley. Desde Adán hasta Moisés reinó la muerte pues todos pecaron –aunque no hayan transgredido de forma semejante al primer hombre-. Ese tiempo es una era de pecado y de muerte. Sutilmente el Apóstol marca la diferencia con la siguiente etapa de la historia sobre la temática de la imputación del pecado.  Pecado había, pero solo cuando la Ley se promulga, cuando Dios explicita sus mandamientos, queda imputado. El pecado se recorta nítidamente sobre el marco de la Ley y la imputación es tanto la acusación de Dios al hombre como su caída en la cuenta del mal que ha elegido. Ya escucharemos a San Pablo referirse a que la letra de la Ley mata pues en todo caso funciona como sentencia de una realidad ya acaecida pero aún no ha aplicada a un responsable. Con la Ley, Dios imputa al hombre todo su pecado con sus consecuencias. Por tanto la propagación de la Ley mediante el Pueblo de la Alianza también es propagación de la imputación a todas las naciones.

Pero debemos prestar atención a esa breve alusión a Adán como figura del que había de venir. También ya contemplaremos al Apóstol contraponiendo al Adán celeste –Jesucristo- con el Adán terreno. Aquí su comentario sirve para introducir esta idea central: “Si por el delito de uno solo murieron todos ¡cuánto más la gracia de Dios y el don otorgado por la gracia de un solo hombre Jesucristo, se han desbordado sobre todos!” Tras lo cual formulará su convicción de que son incomparables la dinámica del pecado y de la Gracia. La realidad desordenada por el pecado, una suerte de anti-creación, será desbordada ampliamente por la Gracia en un estado incluso superior al original, una nueva creación. La antítesis se describe en lenguaje cuantitativo: por un solo hombre –Adán-, el pecado llegó a todos los hombres con su sentencia condenatoria; sin embargo ahora no hay un solo hombre sino multitud de hombres con innumerables delitos, pues cuánta más poderosa debe ser la Gracia de uno solo, Jesucristo que resuelve en justificación los incontables pecados de la humanidad entera.

Tiempo atrás un reconocido teólogo de mi tierra, que participaba como miembro de la Comisión Teológica Internacional, tras volver de una sesión de estudio que luego publicó un documento sobre un tema específico, comentó socarronamente en clase a sus alumnos: “Todavía estamos discutiendo quién es más fuerte, Adán o Cristo, el pecado o la Gracia”.

Justamente San Pablo, con esta comparación entre Cristo y Adán, entre la dinámica del pecado y de la Gracia, quiere marcar la superioridad del poder y de la obra de Dios sobre todas las obras de los hombres. Dios vence al pecado con su Gracia, rescata y redime. El concepto de Justificación no se trata de una envoltura exterior con la cual se recubre al hombre pecador que permanece con su naturaleza gravemente dañada pero oculta bajo aquel manto, un recubrimiento con la Justicia de Cristo que se le imputa en lugar del pecado, como enseñaba el naciente cisma protestante. La justificación es una re-creación, la Gracia sana la naturaleza y la eleva a la participación en la Vida Nueva de la Pascua del Señor Jesús.

 

“En efecto, si por el delito de uno solo reinó la muerte por un solo hombre ¡con cuánta más razón los que reciben en abundancia la gracia y el don de la justicia, reinarán en la vida por uno solo, por Jesucristo! Así pues, como el delito de uno solo atrajo sobre todos los hombres la condenación, así también la obra de justicia de uno solo procura toda la justificación que da la vida. En efecto, así como por la desobediencia de un solo hombre, todos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno solo todos serán constituidos justos. La ley, en verdad, intervino para que abundara el delito; pero donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia; así, la mismo que el pecado reinó en la muerte, así también reinaría la gracia en virtud de la justicia para vida eterna por Jesucristo nuestro Señor.” Rom 5,17-21

 

Creo que ahora, con cuanto hemos intentado explicar, este otro párrafo resuena con toda su belleza y contundencia.

“Donde abundó el pecado, sobreabundó la Gracia.” Ahora entonces, podemos salirnos de un lenguaje teológico y catequístico necesario para comprender un texto paulino tan denso, y realizar una aplicación espiritual. Con simpleza te diría que te alegres y que alabes a Dios con todas las fuerzas de tu corazón. Contempla el inmenso poder de Cristo para rescatarte, para vencer el pecado y para realizar en ti la obra de la redención y restauración. Porque con el Amor manifestado en su Pascua por su entrega a la muerte en la Cruz y por su gloriosa Resurrección, te recrea. Convéncete: ya eres una nueva creatura, ya no estás bajo el signo y la dinámica del Adán caído, sino bajo el influjo victorioso del Adán Celeste.

Alcanzar y perseverar en esta convicción de fe, permaneciendo serenamente alegre en la esperanza, será tan crucial en el camino. Porque te advierto que el Adversario intentará que mires solamente tu pecado, ya sea el del pasado que aún cargas, el del presente que te hiere o el del futuro que se te presenta en la seducción de las diversas tentaciones. El objetivo del Diablo será desmoralizarte, descorazonarte. No dejará de recordarte tus caídas, no para que te conviertas, sino para que pienses que ya no hay salida, que no tienes oportunidad alguna, que ya no podrás levantarte, que has sido vencido y estás inexorablemente condenado a la perdición. Pero tú levanta la mirada hacia Jesucristo, tu Señor y Salvador. Cree en el poder victorioso de su Gracia. Recuérdate que ya no eres Adán sino una nueva creatura. Y Quien te ha recreado también ha derrotado a tu Enemigo. Cuando el pecado te abrume y dejes de tener expectativas por tu posible santificación, cuando estés a punto de abandonar el camino de la conversión, afirma con fuerza invocando el auxilio del Espíritu Santo: “Donde abundó el pecado, sobreabundó la Gracia.” San Pablo interceda por todos nosotros.



PROVERBIOS DE ERMITAÑO 158


 

DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 8

 



LA PRUEBA DE QUE DIOS NOS AMA ES QUE CRISTO,

SIENDO NOSOTROS TODAVÍA PECADORES,

MURIÓ POR NOSOTROS

 

La sola mención de esta expresión tuya, querido San Pablo, nos impele a quedarnos en silencio y contemplar el misterio del Amor de Dios por nosotros. Pero te escuchamos en toda tu amplitud para que resuene fuerte y vibrante la Palabra de Vida.

 

“En efecto, cuando todavía estábamos sin fuerzas, en el tiempo señalado, Cristo murió por los impíos; - en verdad, apenas habrá quien muera por un justo; por un hombre de bien tal vez se atrevería uno a morir -; mas la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros. ¡Con cuánta más razón, pues, justificados ahora por su sangre, seremos por él salvos de la cólera! Si cuando éramos enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, ¡con cuánta más razón, estando ya reconciliados, seremos salvos por su vida! Y no solamente eso, sino que también nos gloriamos en Dios, por nuestro Señor Jesucristo, por quien hemos obtenido ahora la reconciliación.” Rom 5,6-11

 

¿Y cuándo ha ocurrido? “Cuando todavía estábamos sin fuerzas, en el tiempo señalado, Cristo murió por los impíos.” Porque si estábamos sin fuerzas, debilitados, no se ha realizado por operación nuestra sino que es gracia de Dios. Cuando no podíamos hacer nada para levantarnos del abismo en el que habíamos caído, Dios lleno de Misericordia extendió su brazo y nos rescató poniéndonos en pie. Nada de voluntarismo, redención gratuita. Y acaeció en el tiempo señalado por el Señor, quien en su Providencia paternal conduce la historia, hace madurar los días del hombre para su Salvación. Por si fuera poco, quieres resaltar apóstol Pablo, que nuestra condición era la impiedad, la ausencia de religioso obsequio a Dios, la entrega al desenfreno de una vida sin virtud, la permanencia en el pecado. En esta condición –de la que ya hemos dicho que pedía la cólera de Dios-, inexplicablemente sobrevino la restauración del género humano.

“Cristo murió por los impíos; - en verdad, apenas habrá quien muera por un justo; por un hombre de bien tal vez se atrevería uno a morir -; mas la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros.” Es aquí pues que se nos corta el aliento y nos sobrecogemos. Perdón que lo exprese así: ¡el Amor de Dios es una locura! ¡Bendita sea la locura maravillosa del Amor de Dios! Porque no tiene lógica, al menos no la lógica humana. Y es entendible porque Dios no es como nosotros, Él es Santo. No nos paga como le pagamos, ni mide con la vara con la que nos medimos. Está claramente sobre nosotros, iluminando nuestra identidad con su corazón de Padre fiel y compasivo. Y esta es la prueba de su Amor: ¡Cristo murió por nosotros! Ofreciéndose por nosotros cuando aún éramos pecadores. Solo queda el silencio extasiado… ¿verdad?

“¡Con cuánta más razón, pues, justificados ahora por su sangre, seremos por él salvos de la cólera!” ¡Sí, justificados por su Sangre! ¡Alabanza y gloria a la Sangre derramada del Cordero inmaculado que nos ha lavado, sumergiéndonos en la efusión de su Amor, inmolándose en la Cruz! ¡Cuán poderosa es la Sangre de Cristo! ¡Victoriosa la Sangre que mana del costado abierto del Señor Crucificado! La devoción a la Sangre de Cristo seguramente debería ser recuperada en la Iglesia. Yo acostumbro invocarla como fuente de sanación y liberación. Porque a la espiritual aspersión de su Sangre –mediante la oración y el Sacrificio eucarístico- son curadas las heridas y remitidos los males, los demonios doy fe que huyen despavoridos.

Pero también es bueno recordarnos que hemos sido comprados al precio de su Sangre derramada. Recordar cuánto le ha costado a Cristo nuestro rescate para perseverar en santidad de vida y no despreciar su entrega con nuestra infidelidad. También para vivir en paz con nuestros hermanos –cercanos o distantes- por quienes el Señor se entregó a la muerte.

“Si cuando éramos enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, ¡con cuánta más razón, estando ya reconciliados, seremos salvos por su vida!” Ya volveremos una y otra vez sobre este tema nuclear: la reconciliación. Siendo enemigos, adversarios y opositores hemos sido elegidos porque en verdad nos había elegido desde la eternidad y Dios no se retracta. Nos ha pues llegado la paz. Hemos sido perdonados. El Padre ha enviado a su Hijo para la obra de la reconciliación. Y ahora si aceptamos este perdón podemos ser llenos de la Vida de Jesús, el Señor. ¡Salvos por su Vida! ¡Salvos por su Muerte! ¡Salvos por la Cruz! ¡Oh gloriosa Pascua de Cristo que reconcilió a los hombres con su Dios! No volvamos pues a recaer en la enemistad, no rompamos con esta oferta de Vida, de Gracia y Eternidad. Cuidemos este puente que Dios ha establecido por la generosidad de su Amor. Perseveremos en una vida reconciliada con la voluntad del Padre. Entonces seremos salvos por la Vida de Jesús.

“Y no solamente eso, sino que también nos gloriamos en Dios, por nuestro Señor Jesucristo, por quien hemos obtenido ahora la reconciliación.” Respiremos hondo con toda el alma y llenémonos de esta certeza: la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo todavía nosotros pecadores, murió por nosotros.

 

PROVERBIOS DE ERMITAÑO 157


 

DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 7

 

 




NOS GLORIAMOS HASTA EN LAS TRIBULACIONES

PORQUE EL AMOR DE DIOS HA SIDO DERRAMADO

EN NUESTROS CORAZONES

POR EL ESPÍRITU SANTO QUE NOS HA SIDO DADO

 

“Habiendo, pues, recibido de la fe nuestra justificación, estamos en paz con Dios, por nuestro Señor Jesucristo, por quien hemos obtenido también, mediante la fe, el acceso a esta gracia en la cual nos hallamos, y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios. Más aún; nos gloriamos hasta en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación engendra la paciencia; la paciencia, virtud probada; la virtud probada, esperanza,  y la esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado.” Rom 5,1-5

 

¡Que bellísimo y luminoso testimonio de fe santamente vivida nos ofreces Apóstol San Pablo! “Habiendo, pues, recibido de la fe nuestra justificación, estamos en paz con Dios, por nuestro Señor Jesucristo.”  ¡Paz, paz con Dios!  Expresión fuerte si las hay. ¿Quién pudiese decir con recta conciencia que se halla en paz con su Señor? Supongo que quien con fe se adhiere a la Salvación ofrecida en Jesucristo, quien está pues dispuesto a vivir según la voluntad del Padre, quien se encuentra disponible a la acción del Espíritu Santo. La paz con Dios –en términos bíblicos-, no puede ser sino la consecuencia de la conversión y de la celebración de la Alianza. Paz y comunión se reclaman. Quien se halla en comunión con Dios recibe su paz.

 “Nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios.” Así pues este estado de gracia al que se ha accedido por la fe, engendra la esperanza de la Gloria. Pero yo no sabría verdaderamente exponer qué significa “estar en gracia” para los fieles cristianos. Mi experiencia pastoral me dice que las concepciones son bien diversas: hay quienes piensan en portarse bien y no haber hecho nada malo, otros que piensan en estar mínimamente en regla y con el papeleo en orden para ser presentado ante la autoridad competente, quienes harán quizás una contabilidad de las gracias recibidas para ver si tienen mucho o poco entre sus manos, otros que identifican la gracia con los tiempos de consuelo donde se camina fácilmente y sin tormentas en el horizonte. No sé si habrá muchos que puedan identificar qué significa el “estado de gracia” en cuanto a conservar en uno “la gracia santificante” y unir a ello el asombro por “la inhabitación Trinitaria”. Además la relación entre gracia y práctica penitencial –la necesaria dinámica de un estilo de vida orientado a la conversión permanente-, me suena como un costado escasamente conocido y valorado. Y al fin y al cabo, eso de la “Gloria”: ¿qué es? Porque excepto en la Misa, cuando se nos dice que vamos a rezar o cantar el himno aludido como “Gloria”, el tema de la “Gloria de Dios” me parece se halla absolutamente desaparecido del lenguaje eclesial contemporáneo.

Supongo que la “esperanza de Gloria” podrá plausiblemente ser comprendida como “esperanza de Salvación”. ¡Otro tema intentar describir lo qué conceptualizamos como “salvación” y las diversas expectativas que sostenemos sobre ella! Sin duda esta expresión paulina tan hermosa y rebosante -“Nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios.”-, me parece oscura para la gran mayoría y que requiere toda una catequesis para ser recibida. Sin esta formación ni glorificaremos a Dios ni nos gloriaremos en la gracia recibida.

Porque en el fondo lastimosamente caminamos aún, en la Iglesia peregrina, más enfocados en las glorias humanas de este mundo provisorio que en la Gloria celestial y eterna de Dios. Percibo que ignoramos la tensión escatológica del tiempo presente. No sé si interpretamos la historia como nuestro sendero abierto hacia la Gloria y justamente abierto pues creemos que en su condescendencia la Gloria ha advenido, poniendo su carpa entre nosotros.  Por el misterio de la Encarnación del Verbo, el tiempo de los hombres ha sido preñado de eternidad. Aquello del “tiempo y la eternidad, el cielo y la tierra” –binomios siempre presentes en la Liturgia-, tan propios de la lex orandi navideña o del rito de signación del cirio pascual, han quedado ocultos y desconocidos tras una “soteriología inmanente”, apenas mundana y sin trascendencia. Quizás por eso se encuentre tan debilitada la esperanza, por el olvido de la Gloria. Habrá que trabajar intensamente en ello.

Por lo pronto intentemos contemplar que la Gloria de Dios se ha manifestado en Jesucristo y que por la fe tenemos acceso a ella. Esa Gloria que por un lado expresa el fulgor brillante de la santidad de su Rostro –desvelado kenóticamente en la Encarnación del Hijo-, y que por otro nos anuncia y promete un estado definitivo de comunión eterna con el Señor –cuando extasiados le gozaremos como cara a Cara, justamente por el don del Lumen Gloriae, en la bienaventuranza celestial-. Pues entonces debemos gloriarnos con alegría salutífera por este estado de gracia en que nos encontramos a causa de nuestra fe en Cristo.

“Más aún; nos gloriamos hasta en las tribulaciones.” Ahora el Apóstol nos invita a sopesar la densidad y profundidad de esta Gloria que penetra “hasta” las tribulaciones. Ni en los oprobios o en las contradicciones, ni en las pruebas o las dificultades, la escasez o la fatiga, en nada se halla ausente la Gloria de Dios. Como telón de fondo sin duda se insinúa y supone la Pascua, cuando la Gloria divina refulge con su mayor esplendor terreno, justamente al introducirse hasta lo profundo del mundo por la perforación y enterramiento del leño de la Cruz. “Sabiendo que la tribulación engendra la paciencia; la paciencia, virtud probada; la virtud probada, esperanza.” Pues la esperanza –según clásica definición de Santo Tomás-, se refiere al bien absoluto y futuro que es posible pero también arduo y difícil de obtener. Por eso providencialmente se ejercita la esperanza en las tribulaciones que robustecen la paciencia, “en el mucho padecer por amor a Cristo” en el lenguaje de tantísimos santos que todo lo esperaban en Dios. Así la esperanza se torna virtud probada, forjada en la fragua del combate espiritual mientras se atraviesan desiertos y se roza lindante el sepulcro. Porque el lenguaje de la esperanza es el lenguaje de la Cruz.  “Y la esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado.” Ya que en Jesucristo se ha manifestado y hecho accesible la Gloria de Dios por el acontecimiento angular de su Pascua. Allí desde la Cruz ha irrumpido portentosa la efusión del Espíritu Santo, quien se ha derramado en los que creen, llenando sus corazones con el Amor divino. Y esta esperanza no falla porque no ha fallado Cristo. El Espíritu de Dios, brotado del costado abierto del Crucificado, nos conduce siempre hacia la victoria de la Cruz. Como reza el adagio: “Salve Cruz, esperanza nuestra”. El Espíritu Santo nos pastorea, es báculo de los pobres, no deja de hacer presente y fecundo el báculo de la Cruz.

Yerran pues gravemente quienes se arrojan vorazmente hacia las glorias mundanas efímeras y provisorias. Como yerran los cristianos que ponen su esperanza en aquellas falsas consolaciones, que rechazan pasar por la fragua de las probaciones, ya que la Cruz fortaleciendo la fidelidad alienta la esperanza. ¿En qué nos gloriaremos pues? ¿Cómo no gloriarnos en la Gloria del Señor? Poderosa es la Gloria que se nos ha manifestado. Excedente es la Gloria que aguardamos. Misericordiosa es la Gloria que nos transfigura. Porque la Gloria del Señor no falla.


 

PROVERBIOS DE ERMITAÑO 156



 

DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 6

 



¿QUÉ DIREMOS, PUES, DE ABRAHAM NUESTRO PADRE?

 

“¿Qué diremos, pues, de Abraham, nuestro padre según la carne? Si Abraham obtuvo la justicia por las obras, tiene de qué gloriarse, mas no delante de Dios. En efecto, ¿qué dice la Escritura? Creyó Abraham en Dios y le fue reputado como justicia.” Rom 4,1-3

 

Estimadísimo San Pablo, continúas con tu argumento y te propones mostrar la importancia de la fe. Contemplamos entonces contigo y bajo tu guía a ese “campeón de la fe” que es Abraham, de quien nos dices no fue justificado por las obras –en el sentido de un cumplimiento voluntarista de la Ley-, con lo cual no le debería nada a Dios ni a su Gracia. Por lo contrario afirmas que la Escritura enseña que fue justificado por la fe. Así insinúas que habría una interpretación carnal de Abraham y otra interpetación de su figura según la Palabra de Dios en el Espíritu.

 

“Decimos, en efecto, que la fe de Abraham le fue reputada como justicia. Y ¿cómo le fue reputada?, ¿siendo él circunciso o antes de serlo? No siendo circunciso sino antes; y recibió la señal de la circuncisión como sello de la justicia de la fe que poseía siendo incircunciso. Así se convertía en padre de todos los creyentes incircuncisos, a fin de que la justicia les fuera igualmente imputada; y en padre también de los circuncisos que no se contentan con la circuncisión, sino que siguen además las huellas de la fe que tuvo nuestro padre Abraham antes de la circuncisión.” Rom 4,9-12

 

Con gran maestría Apóstol de los gentiles, para abrir a los paganos la Salvación de Dios, postulas a Abraham como “padre de todos los creyentes”. Así la circuncisión ritual de los judíos no antecede a la fe, sino por lo contrario es un signo de la Alianza contraída por la fe precedente. Una circuncisión que pierde su valor sino se legitima y valida como una vigente permanencia en las huellas de la fe. Resuena aquí como telón de fondo la temática de la verdadera circuncisión o “circuncisión del corazón” expresada por los Profetas. Pero además estableces que todos los incircuncisos –los gentiles-, se encuentran en aquel estado inicial de Abraham: la fe. No se es hijo de Abraham y heredero de las promesas de Dios por la circuncisión sino por la fe.

 

“En efecto, no por la ley, sino por la justicia de la fe fue hecha a Abraham y su posteridad la promesa de ser heredero del mundo. Por eso depende de la fe, para ser favor gratuito, a fin de que la Promesa quede asegurada para toda la posteridad, no tan sólo para los de la ley, sino también para los de la fe de Abraham, padre de todos nosotros, como dice la Escritura: Te he constituido padre de muchas naciones: padre nuestro delante de Aquel a quien creyó, de Dios que da la vida a los muertos y llama a las cosas que no son para que sean.” Rom 4,13.16-17

 

Así el don de Dios, su promesa salutífera, es recibido por la fe de los creyentes –y profesamos que la misma fe es un don infundido-. Esta fe celebra la Alianza que justifica y así en todo resplandece su Gracia. Porque gratuitamente Dios “da la vida a los muertos y llama a las cosas que no son para que sean”. Pero, ¿qué diremos de Abraham nuestro padre?

 

“El cual, esperando contra toda esperanza, creyó y fue hecho padre de muchas naciones según le había sido dicho: Así será tu posteridad. No vaciló en su fe al considerar su cuerpo ya sin vigor - tenía unos cien años - y el seno de Sara, igualmente estéril. Por el contrario, ante la promesa divina, no cedió a la duda con incredulidad; más bien, fortalecido en su fe, dio gloria a Dios, con el pleno convencimiento de que poderoso es Dios para cumplir lo prometido. Por eso le fue reputado como justicia. Y la Escritura no dice solamente por él que le fue reputado, sino también por nosotros, a quienes ha de ser imputada la fe, a nosotros que creemos en Aquel que resucitó de entre los muertos a Jesús Señor nuestro, quien fue entregado por nuestros pecados, y fue resucitado para nuestra justificación.” Rom 4,18-25

 

Diremos con San Pablo, en un hermoso elogio de la fe de Abraham -padre de los creyentes-, que “esperaba contra toda esperanza”. Pues vistas las condiciones humanas de su ancianidad y la esterilidad de su esposa, solo se podía desesperar. Pero no dudó, venció la incredulidad por la fortaleza de su fe. Confiado en las promesas de Dios y en la veracidad de Quien promete, perseveró esperando contra toda esperanza. Y no permaneció en la fe de cualquier forma sino glorificando a Dios, convencido de su poder.

¡Qué desafío para nosotros alcanzar esa madurez de fe! ¡Qué pronto nos desanimamos frente a las adversidades! ¡Cuán rápido perdemos la confianza si se retrasa el cumplimiento de las promesas! ¡Con qué facilidad nos invaden las dudas y la tristeza si debemos atravesar tempestades y combatir batallas! En definitiva: ¡cuán débil y poca parece nuestra fe!

Sin embargo la fe se cultiva, crece y madura. Solemos decir que es “don y tarea”. Primero debemos aprender a cuidar la fe justamente no descuidando la fuente de la cual brota. La fe se fortalece en el encuentro permanente con Dios. Es como una sed que debe ahondarse para más saciarse. La fe que busca a Dios y que le encuentra porque se deja encontrar, porque sale a nuestro encuentro. La fe que bebe de la fuente en la oración asidua, en la escucha de la Palabra y en la vida de los sacramentos –sobre todo en la Eucaristía-.

Pero en segundo término la fe se entrena. Debemos alcanzar cierta musculación de la fe. Y esto no es posible sin lo más propio de la fe: la fidelidad. La fe pues se ejercita y vuelve sólida en las pruebas, atravesando tentaciones y en el combate espiritual. Aquí está sin embargo la clave de la debilidad de nuestra fe en el tiempo presente de la historia: la masiva incapacidad para el sacrificio, la ideología engañosa de un bienestar cómodo y rápido sin precio alguno, la aniñada expectativa de quien quiere recibirlo todo sin dar nada, la escasa educación en el valor de la ofrenda.

Sin donación y entrega de la vida: ¿cómo afirmar que tenemos fe, si justamente tener fe es entregarse a Otro, ponerse enteramente entre sus manos? Sin el lenguaje del desierto jamás quedará purificada nuestra fe. Sin el lenguaje de la Cruz nunca será fuerte. Por eso la Iglesia peregrina debe retomar con urgencia una amplia y profunda educación de los fieles en la vida de penitencia, en la dimensión ascética que requiere el seguimiento de Jesucristo. Y claro recuperar el tesoro de la herencia mística que hemos recibido, encaminar a sus hijos hacia la contemplación y por ella hacia la Unión con Dios por el amor. Pero mientras sigamos favoreciendo una espiritualidad “light y de bajas calorías” no podremos habilitar la posibilidad de una fe madura que espere contra toda esperanza y permanezca dando gloria a Dios en cualquier circunstancia.

Claro que el Apóstol Pablo cierra su contemplación de Abraham como padre de la fe anunciando el cumplimiento de las promesas en Jesucristo, el Señor. Pues cuanto se prometió a Abraham miraba hacia la economía definitiva de la Encarnación del Logos y de la redención realizada por su Pascua, dando acceso a todos los creyentes a la Alianza Eterna. No quisiera pues cerrar este momento sin una nota sobre el diálogo interreligioso. Pues un auténtico diálogo con quienes también se consideran herederos de Abraham, tanto judíos como musulmanes, nunca puede realizarse a expensas de silenciar el nombre de Jesús, el Cristo de Dios. No se puede hablar de un Padre común igual a todos sino se confiesa que es el Padre de un Hijo Único, nuestro Salvador y el de todo el género humano. No se puede fraternizar plenamente con nadie sino de modo aún imperfecto sin que Jesús esté en medio nuestro y queriendo contar solo con nuestra común pertenencia a la naturaleza humana y una difusa fe con parentesco lejano. La caridad de Dios le exige a la Iglesia que conduzca a todos los hijos de Abraham –tanto judíos como musulmanes- hacia la plena posesión de las promesas en Jesucristo, el Señor.

 

PROVERBIOS DE ERMITAÑO 155


 

PROVERBIOS DE ERMITAÑO 154


 

DIÁLOGO CON SAN PABLO 5





EN EL TIEMPO DE LA PACIENCIA

LA JUSTICIA DE DIOS SE HA MANIFESTADO

POR LA FE EN JESUCRISTO

 

“Pues ya demostramos que tanto judíos como griegos están bajo el pecado, como dice la Escritura: No hay quien sea justo, ni siquiera uno solo.” Rom 3,10

 

Estimado San Pablo, por gracia de Dios su Apóstol, ya establecido que la humanidad entera se hallaba sumergida bajo el pecado al romper con la Ley escrita en los corazones y grabada sobre las conciencias, también manifestada en la Revelación veterotestamentaria, nos consuelas con feliz noticia.

 

“Pero ahora, independientemente de la ley, la justicia de Dios se ha manifestado, atestiguada por la ley y los profetas, justicia de Dios por la fe en Jesucristo, para todos los que creen - pues no hay diferencia alguna;  todos pecaron y están privados de la gloria de Dios -  y son justificados por el don de su gracia, en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús, a quien exhibió Dios como instrumento de propiciación por su propia sangre, mediante la fe, para mostrar su justicia, habiendo pasado por alto los pecados cometidos anteriormente, en el tiempo de la paciencia de Dios; en orden a mostrar su justicia en el tiempo presente, para ser él justo y justificador del que cree en Jesús.” Rom 3,21-26

 

¡Cante jubilosa la Iglesia entera y junto a ella toda la creación de Dios! De hecho lo hace, al menos en el solemne anuncio de la Resurrección, cuando el pregón pascual enuncia: “Feliz la culpa que nos ha merecido un tan gran Redentor”.

“La justicia de Dios se ha manifestado”, nos dices. Ya te oiremos tantísimas veces proclamar que el Misterio escondido se ha desvelado. Ya latente palpitaba en la Ley y los Profetas. Ya por entonces se pregonaba un tiempo de plenitud que se debía aguardar con vigilante amor.

Jesucristo, el Señor, es “la justicia de Dios” alumbrada en el tiempo de su paciencia paterna. Y en la madurez pues de todos los tiempos, este presente henchido de escatología adviniente, podemos acceder a esta Justicia divina por la fe, “en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús, a quien exhibió Dios como instrumento de propiciación por su propia sangre”. Por ende al levantar la mirada hacia el Crucificado, y rociados en la aspersión de su Sangre purificadora, creyendo en Él somos justificados.

Porque el Padre Eterno en su Hijo Eterno había dispuesto misericordiosamente la redención de todo el género humano, “para mostrar su justicia, habiendo pasado por alto los pecados cometidos anteriormente”. ¿Quiénes podrán ser beneficiados por tan desmesurada generosidad? “Todos los que creen - pues no hay diferencia alguna;  todos pecaron y están privados de la gloria de Dios -  y son justificados por el don de su gracia.”

Aquí entonces ya aparece tu famoso binomio: fe y gracia. La Gracia de Dios inmerecida y sorprendente –inefable mostración de su Amor-, fecunda la receptividad de una fe que acepta el rescate y se abre a la salvación. Todo hombre ya puede contemplar por el don de la fe al Padre “justo y justificador del que cree en Jesús”.

Sin embargo, el tiempo de la paciencia de Dios puede no coincidir con el tiempo de la fe de los hombres sino con el de su pertinaz necedad. Cuestiones propias de nuestra libertad. El encumbramiento del sujeto tan propio de la Modernidad se ha realizado a expensas de la muerte de Dios. Así en nuestros días, observadores perplejos nos hemos vuelto los creyentes de un creciente y vertiginoso proceso de descristianización global. No es ocasión de analizar este fenómeno. Pero sí es necesario anoticiarnos de que por lo menos la Iglesia parece una “espectadora inerte” cuando menos. Porque increíblemente siempre hay hermanos desentonados que aplauden y festejan su propia ruina mundanizándose con algarabía adolescente. La Moderna presunción tan burdamente adánica ha infectado también a las huestes eclesiales con su propaganda panfletaria. ¿Cómo puede un creyente celebrar el ascenso del super-hombre deicida sino con ignorante ingenuidad o por pérdida de fe?  ¿Y sin Dios como tendrá Vida el hombre? ¿Qué tipo de vida es la de Adán sin Dios?

Mas justamente aquí se halla el punto crucial: sin pecado no hay salvación. Por eso San Pablo argumenta que todos estábamos sumergidos en el pecado y necesitados de la Justicia de Dios que nos rescate. Eliminado Dios se elimina el pecado y el hombre puede ser libre de modo desenfrenado sin referencia a ningún horizonte ético sino solo a su propia voluntad de poder. Ya no hay bien ni hay mal sino el hombre con su antojadizo arbitrio. Es la hora del relativismo falsamente igualitarista pues sigue permaneciendo sobre la tierra ese voraz y traicionero deseo de imponerse por la fuerza. Es un mundo de retorcidos y maliciosos corazones entregados a sus pasiones desordenadas el que surge. A veces me pregunto cómo se nos hace incomprensible la noción del Infierno frente a tamaño anticipo que nos damos.

Creo que la Iglesia contemporánea, en el ejemplo apostólico de San Pablo, deberá encontrar el modo de volver a mostrar el pecado en toda su envergadura y extensión, con todo su daño y consecuencias a los hombres de hoy. Solo entonces podrá hablar de rescate, fe y gracia. Pero si persiste como quisieran algunos engañados hermanos en la convalidación del pecado, en la normalización de lo que se encuentra desordenado al plan de Dios y en la arbitraria o ideológica interpretación de su Voluntad revelada, la Iglesia peregrina faltará a la caridad con todos los hombres que le han sido encomendados. Pretendiendo salvar al hombre lo condenará, presentándole una falsa fe, el placebo ilusorio de paraísos terrenales efímeros tras los cuales se esconden los poderosos de este mundo y el Príncipe oscuro, quien odia resentido y lleno de furia  a Dios, al hombre y a toda la creación y que no para de buscar su perdición. Tras una publicitada misericordia que separa Amor de Verdad, debilitando toda aspiración de santidad, se esconde la astucia demoníaca. Es brillante de su parte intentar convencernos que no hace falta convertirnos y que el pecado no existe o es irrelevante. Ofreciéndonos una salvación fácil y automática elimina a Dios por otros carriles, lo suplanta disfrazándose de ángel de luz, o sea de anti-Cristo. Si ya no creen en el Infierno ofréceles una salvación cómoda y marcharán cantando al matadero. No es tan difícil hacer que el hombre se olvide de un Dios que le señala el camino angosto y la puerta estrecha, que lo quiere rescatar por la Sangre de la Cruz.

La Redención que la paciencia de Dios Padre nos ofrece en Jesucristo, erigiéndolo como Justo Justificador, requiere que la Iglesia se despierte y vuelva proféticamente a advertirle a la humanidad entera que se encamina a sumergirse irremediablemente hasta ahogarse en el pecado y la muerte eterna sino levanta de nuevo la mirada y cree en la Sangre propiciatoria que puede purificarla y rescatarla en gracia por la fe. ¡Ven Espíritu Santo y reenciende el ánimo de los creyentes para que recuperemos la pasión apostólica y colaboremos en la salvación de tantos que el mal tiene apresados entre sus mortíferas garras seductoras! ¡Que tu Iglesia, Padre, retome con renovado vigor el anuncio de la única  Justicia de Dios en Cristo Señor y así demuestre un amor verdadero por todo hombre que pisa este mundo!


 

PROVERBIOS DE ERMITAÑO 153


 

DIALOGO VIVO CON SAN PABLO 4




 NO TIENES EXCUSAS QUIENQUIERA QUE SEAS

DESPRECIAS SU BONDAD, PACIENCIA Y LONGANIMIDAD

SIN RECONOCER QUE ESA BONDAD DE DIOS

TE IMPULSA A LA CONVERSIÓN

 

Queridísimo Pablo, santo Apóstol de los gentiles, comprendemos que estás atravesado por una tensión interior que te conmueve. Por un lado amas a tu pueblo y has sido educado apasionadamente en sus tradiciones, pero por otro has sido enviado a los paganos y viendo la Gracia de Dios actuando en ellos has redefinido todo tu pensar. Tu óptica ha cambiado desde la revelación del Evangelio de Cristo. Ahora en tu carta, tras mirar ese mundo sumido en el pecado no admites excusas, a nadie le faltaba la Ley de Dios y el Juicio pesa sobre todos.

 

“Por eso, no tienes excusa quienquiera que seas, tú que juzgas, pues juzgando a otros, a ti mismo te condenas, ya que obras esas mismas cosas tú que juzgas, y sabemos que el juicio de Dios es según verdad contra los que obran semejantes cosas. Y ¿te figuras, tú que juzgas a los que cometen tales cosas y las cometes tú mismo, que escaparás al juicio de Dios? O ¿desprecias, tal vez, sus riquezas de bondad, de paciencia y de longanimidad, sin reconocer que esa bondad de Dios te impulsa a la conversión? Por la dureza y la impenitencia de tu corazón vas atesorando contra ti cólera para el día de la cólera y de la revelación del justo juicio de Dios, el cual dará a cada cual según sus obras: a los que, por la perseverancia en el bien busquen gloria, honor e inmortalidad: vida eterna; mas a los rebeldes, indóciles a la verdad y dóciles a la injusticia: cólera e indignación.

Tribulación y angustia sobre toda alma humana que obre el mal: del judío primeramente y también del griego;  en cambio, gloria, honor y paz a todo el que obre el bien; al judío primeramente y también al griego;  que no hay acepción de personas en Dios.

Pues cuantos sin ley pecaron, sin ley también perecerán; y cuantos pecaron bajo la ley, por la ley serán juzgados;  que no son justos delante de Dios los que oyen la ley, sino los que la cumplen: ésos serán justificados. En efecto, cuando los gentiles, que no tienen ley, cumplen naturalmente las prescripciones de la ley, sin tener ley, para sí mismos son ley; como quienes muestran tener la realidad de esa ley escrita en su corazón, atestiguándolo su conciencia, y los juicios contrapuestos de condenación o alabanza...  en el día en que Dios juzgará las acciones secretas de los hombres, según mi Evangelio, por Cristo Jesús.” Rom 2,1-16

 

Aunque siempre a los hombres de todos los tiempos les ha causado resistencia y rechazo esta verdad, la verdad de que hay Juicio de Dios es una de esas verdades tan arraigadas en la Revelación que parece imposible remover. Hasta el mismo sentido común de la razón humana parece pedirlo: ¿acaso da lo mismo vivir de cualquier modo?, ¿no hay diferencia alguna entre los que obran el bien o el mal? Si el resultado es el mismo para todos: ¿por qué hacer distinción entre bien y mal?, ¿por qué elegir un camino difícil de donación de sí mismo si se puede transitar sin peligro el sendero fácil de una egoísta y permanente autocomplacencia? Si el resultado es el mismo y no hay Juicio o ese Juicio es para todos absolutorio sin necesidad alguna de enmienda: ¿qué sentido tiene aspirar a superarnos de algún modo?, ¿acaso la aspiración a la santidad no es un absurdo?

Así San Pablo vas entretejiendo el diálogo entre la realidad de los judíos y de los paganos. Unos tienen la Ley de Dios y orgullosos por ese don recibido creen estar en condición de superioridad para juzgar a los demás; sin embargo deben darse cuenta que ese juicio se vuelve contra ellos mismos sino son coherentes en su estilo de vida. Pues no tienen excusa quienes conocen la Ley divina y la transgreden. “No son justos delante de Dios los que oyen la ley, sino los que la cumplen: ésos serán justificados.”

Pero tampoco tienen excusa los otros, que no conocen la Ley escrita sobre tablas, pues la Ley de Dios está escrita en los corazones de los hombres y rige sobre su conciencia. “Los gentiles, que no tienen ley, cumplen naturalmente las prescripciones de la ley… muestran tener la realidad de esa ley escrita en su corazón, atestiguándolo su conciencia.”

Por lo tanto sobre unos y otros se levanta el horizonte del Juicio de Dios cuya voluntad se encuentra expresada y puede ser conocida por el orden natural de la Creación y el sobrenatural de la Ley revelada antes de la manifestación de Cristo Jesús. Nadie tiene en la humanidad de todos los tiempos excusa alguna: “Dará a cada cual según sus obras: a los que, por la perseverancia en el bien busquen gloria, honor e inmortalidad: vida eterna; mas a los rebeldes, indóciles a la verdad y dóciles a la injusticia: cólera e indignación.”

Tras lo cual me pregunto entonces temblando: ¿y para los cristianos qué? No solo poseemos con toda la humanidad esa ley del orden de la Creación naturalmente escrita en los corazones y grabada en las conciencias sino que somos herederos de la tradición de la primera Alianza dada a nuestros padres. Tenemos todo lo que los que aún no han llegado a la fe en Cristo tienen y que por ello serán juzgados, pero además tenemos la plenitud de la Revelación por la fe en Jesucristo Señor nuestro. ¿Qué será de nosotros “en el día en que Dios juzgará las acciones secretas de los hombres, según mi Evangelio, por Cristo Jesús”?

Lo cual nos trae a todos –a quienes dependen solo de su conciencia, a quienes son asistidos por la Ley mosaica y los profetas, o mucho más a quienes hemos sido plenamente iluminados por el Evangelio de la Salvación-, tener a mano esta advertencia y ponderarla con urgencia: “¿desprecias, tal vez, sus riquezas de bondad, de paciencia y de longanimidad, sin reconocer que esa bondad de Dios te impulsa a la conversión? Por la dureza y la impenitencia de tu corazón vas atesorando contra ti cólera para el día de la cólera y de la revelación del justo juicio de Dios.”

¡Convirtámonos a Dios pues con premura! Seamos agradecidos y valoremos este tiempo de Misericordia que se nos ofrece. Sería bueno que consideremos esta vida histórica –desde nuestro nacimiento hasta nuestra muerte-, como el período de la generosa paciencia de Dios que nos llama al encuentro definitivo y nos regala un tiempo de peregrinación para purificarnos. Claro que no ha sido así desde los comienzos pero el pecado del hombre ha transformado esta vida terrena también en un arduo camino de retorno, en una escalera empinada. Y ya que nadie conoce ni el día ni la hora de rendir cuentas no desaprovechemos la oportunidad. Esta advertencia acerca del Juicio que tanto nos cuesta escuchar no es sino una delicada manifestación de su Amor por nosotros. Dios, que no hace acepción de personas, es tan imparcial para ofrecer Salvación a todos como para reconocer y distinguir a quienes han aceptado la Alianza o la han rechazado. El Dios que es Amor Salvador y el Justo Juez se identifican, son el mismo Dios. No olvidemos como Cristo inició su ministerio entre nosotros, predicando: “El Reino de Dios está cerca, conviértanse y crean en el Evangelio”. No seamos por tanto impenitentes. Esta vida es aquella Cuaresma que nos prepara para la Pascua eterna.


EVANGELIO DE FUEGO 4 de Octubre de 2024