Manantial de Contemplación Pbro. Silvio Dante Pereira Carro
Escritos espirituales y florecillas de oración personal. Contemplaciones teologales tanto bíblicas como sobre la actualidad eclesial.
DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 44
LA
PURIFICACIÓN INTERNA DE LA IGLESIA (III)
“Y
cuando tienen pleitos de este género ¡toman como jueces a los que la Iglesia
tiene en nada! Para su vergüenza lo digo. ¿No hay entre ustedes algún sabio que
pueda juzgar entre los hermanos? Sino que van a pleitear hermano contra
hermano, ¡y eso, ante infieles!” 1 Cor
6,4-6
A
nuestro tiempo eclesial le viene bien recordar que las disputas entre hermanos
se superan madurando el ejercicio de la caridad; que supone ser menos sensibles
a las ofensas mediante una crecida humildad y capacidad de ofrecimiento en
unión al Crucificado, como también por una concreta agilidad para la
reconciliación, sin quedarnos en el enojo, sabiendo rápidamente perdonar y
pedir perdón.
Pero
en el hoy de la Iglesia peregrina la dificultad es sobre todo acerca del
juicio. Expresiones como “no juzgar” o “el Juicio es de Dios” parecen ser mal
interpretadas lesionando la justicia y la verdad. Si el Juicio es de Dios se
supone que ha comunicado lo que espera de nosotros. Nadie puede ser sentenciado
justamente sino existe una ley explicitada a la cual sabe debe responder. No
somos responsables frente a lo que ignoramos pero claramente lo somos si
conocemos las normas. ¿Recuerdan que todo este tema gira en torno a las “normas
de conducta en Cristo”?
Nuestros
días ven crecer un masivo relativismo y por tanto una fuerte dificultad para
aceptar que existen verdades, principios y normas absolutas y universales. Si
cada quien es y debe ser como se autopercibe, cada quien es la ley para sí
mismo. Es el colmo del individualismo. La pretensión de que la realidad es como
yo la concibo y que nadie tiene derecho a contradecirme supone al fin el
absurdo de la incomunicación y la imposibilidad de establecer vínculos. Estamos
sembrando el terreno de una multitud de monólogos autoreferenciales que impiden
el diálogo y la comunión.
En
cambio el Apóstol a los Corintios les recuerda que hay “normas en Cristo”, es
decir que Dios ha comunicado la Verdad y que hay ley natural, ley evangélica,
enseñanza, mandatos, preceptos… Todo ello viene de Dios y Dios nos va a juzgar
según esos parámetros. Y quisiera San Pablo que la comunidad creciera en caridad
para ayudarse mutuamente a vivir según Dios. Como también anhela que entre
ellos haya hermanos sabios que ayuden a discernir la Justicia de Dios que en el
fondo es Santidad y Misericordia indisolublemente unidas.
Escuchemos
algunas “normas en Cristo” que expone San Pablo, aunque a nuestros oídos
contemporáneos quizás le produzcan cierta irritación:
“¿No
saben acaso que los injustos no heredarán el Reino de Dios? ¡No se engañén! Ni
los impuros, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los
homosexuales, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los
ultrajadores, ni los rapaces heredarán el Reino de Dios. Y tales fueron algunos
de ustedes. Pero han sido lavados, han sido santificados, han sido justificados
en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios.” 1 Cor
6,9-11
Ni
pienso detenerme un instante en las novedosas exégesis engañosas que intentan
ver en estas listas de pecados un sesgo cultural que ya no es lícito dar por
válido contemporáneamente. Podemos discutir matices que hagan más comprensibles
los ejemplos aludidos en la mentalidad del siglo I, del Nuevo testamento y de
San Pablo en particular. Pero es indiscutible que el sentido literal es bastante
claro para todo hombre en todo tiempo. Como es insoslayable el hecho que a la
luz de la fe nos encontramos frente a la Palabra de Dios. Al carácter
divinamente inspirado corresponde pues la humilde y obediente adhesión de la
fe.
Vale
la pena mas bien detenernos en tres rasgos centrales:
a) “No
se engañen”. Con lo cual vemos que ya desde el comienzo la autojustificación y
la tentación de convalidar el pecado están presentes en la comunidad cristiana.
Y lo siguen estando porque es propio de nuestra naturaleza herida inclinarnos y
curvarnos sobre nosotros mismos.
b)
“Tales fueron algunos de ustedes”. San
Pablo no se muestra prejuicioso, escandalizado o inflexible considerando el
pasado pecador de sus hermanos. De hecho el Apóstol y cada uno de nosotros
partimos desde el pecado en nuestra historia personal y en la memoria a veces
siguen pesando sus huellas. Pero lo importante es que el pecado “está en el
pasado”. “Antes fueron así pero ahora ya no lo son”.
c) “Pero
han sido lavados, han sido santificados, han sido justificados en el nombre del
Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios.” Aquí está la clave: ya son
nuevos. No son aquellos del pasado sino éstos del presente, tras su encuentro
con Cristo y la acción del Espíritu que nos regenera. Se han convertido, han
hecho penitencia, han roto con el pecado y se han adherido a las “normas de
vida nueva de Cristo Señor”. Han sido rescatados del pecado, transformados por
la Gracia y todo ha cambiado. Sería terrible volver atrás.
DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 43
LA
PURIFICACIÓN INTERNA DE LA IGLESIA (II)
“Al
escribirles en mi carta que no se relacionaran con los impuros, no me refería a
los impuros de este mundo en general o a los avaros, a ladrones o idólatras. De
ser así, tendrían que salir del mundo.” 1 Cor 5,9-10
¡Qué
sencillo y contundente sentido de la realidad te asiste San Pablo! Los
cristianos ni siquiera podríamos vivir en el mundo si pretendiésemos que todos
fueran santos. Y hemos conocido etapas puristas en las cuales por miedo al
contagio y para preservar la pureza hemos construido muros que nos defendieran
de la realidad del mundo. ¿Pero cómo realizar entonces la misión de anunciar el
Evangelio a todos si nos ponemos a distancia para preservarnos? De hecho no
tendría razón de ser la Iglesia si la humanidad entera se hallase convertida y
perseverase indefectible en Gracia.
No
nos hablas en esta ocasión de romper con la impureza que por el pecado se
establece a diario en la realidad de los hombres –ciertamente habrá que liberar
a la humanidad del oscuro Príncipe de este mundo-, sino de una herida interna
de la vida eclesial. No somos tan puros como pretendemos ni como debiéramos
aspirar a ser.
“¡No!,
les escribí que no se relacionaran con quien, llamándose hermano, es impuro,
avaro, idólatra, ultrajador, borracho o ladrón. Con ésos ¡ni comer! Pues ¿por
que voy a juzgar yo a los de fuera? ¿No es a los de dentro a quienes ustedes
juzgan? A los de fuera Dios los juzgará. ¡Arrojen de entre ustedes al malvado!”
1 Cor 5,11-13
En
este pequeño pasaje comprendemos que el Apóstol, no sin cierta ironía, les hace
ver que no está de acuerdo con el juicio permisivo con el pecado que sostienen
hacia el interior de la vida eclesial. No deben mirar hacia fuera y preocuparse
por el pecado de quienes no son cristianos, sino volverse hacia adentro y
ocuparse en resolver situaciones indebidas que viven miembros de la comunidad
de fe. Obviamente la exhortación corresponde al caso puntual del incestuoso que
ya hemos mencionado. Pero la breve lista que enuncia San Pablo habla también de
otros excesos. Aquí el Apóstol es tajante: “Con esos ¡ni comer”. Y sugiere que
aunque se llamen “hermanos” no actúan conforme a una vida en Gracia. Se deduce
pues que el pecado rompe la fraternidad, la lesiona y obstaculiza. Somos
hermanos en Cristo si objetivamente nos aunamos en un modo de vivir según
aquellas “normas de comportamiento en Cristo” que los Apóstoles han recibido
del Señor y transmitido a toda la Iglesia. En este sentido se pide arrojar
fuera de la comunidad al que quiere permanecer impenitente, o sea, aquel
miembro que habiendo sido advertido y exhortado a conversión no quiere salir del
pecado sino permanecer en él. Esta expulsión o excomunión tiene un doble
carácter medicinal: no permitir que la levadura vieja del pecado se extienda y
contamine la vida de la Iglesia y poner un límite firme al pecador para que
pueda reconsiderar su postura obstinada en el pecado, arrepentirse y hacer
penitencia para poder volver a la comunión eclesial.
Ciertamente
la Iglesia, desde los albores apostólicos a nuestros días, peregrinando en la
historia ha experimentado la necesidad de exponer en textos legislativos la
disciplina que es propia del modo de vida evangélico. Hoy esas regulaciones en
gran medida se hallan contenidas y preservadas en el Código de Derecho Canónico,
que bajo la luz de la Revelación y con la guía del Magisterio, permite
establecer objetivamente el género de vida de los cristianos, garantizando los
derechos de todos a perseverar y madurar según la Gracia, junto a los correctos
procesos de discernimiento y las sanciones o penas correctivas y medicinales
que se deban aplicar.
Ya
sé que hablar de Leyes suena frío a una gran mayoría –me incluyo-. Pero también
reconozco que vivir sin normas, en una pura libertad según el Espíritu, es
engañoso y fuente de grandes males. Nos guste o no la disciplina es necesaria.
La vida en el Espíritu no puede desarrollarse rectamente sin tutores objetivos,
librada a la caprichosa subjetividad. De no mediar en la vida eclesial una
disciplina común la comunidad de los creyentes derivaría hacia una inmadura y
permanente adolescencia en conflicto interminable con la autoridad; una
constante crisis de identidad y con ella la anarquía y la disgregación. Quizás a
quienes el lenguaje de la ley y la disciplina les resulte amargo, coercitivo o
censurador, les recordaría que se trata simplemente de ajustarnos “a las normas
de comportamiento en Cristo”. Tal vez podríamos expresarlo así –lo cual ya San
Pablo ha hecho en otros lugares-: Cristo es el Legislador y la Ley viva y
definitiva. Jesucristo es aquel tutor que el Padre clavó junto al tronco de la
humanidad para que creciera rectamente en Gracia y Comunión. O tal vez lo diría
mejor así: solo injertada en el árbol recto y firme de la Cruz –Cruz que es ley
de Vida y disciplina en el Espíritu-, la humanidad puede celebrar aquella
Alianza que engendra Salvación.
Lo
cual de nuevo me lleva a concluir que necesitamos hoy revisar algunas
actitudes. No es muy fiable una fraternidad universal que se apoye en el hecho de que todos pertenecemos al
género humano y que tenemos asignada una casa común donde cohabitar. Este dato
ha estado permanentemente accesible en la historia –con diversos grados de
conciencia cultural- y sin embargo no se ha derivado de él ni la concordia
planetaria ni la paz globalizada. Sabemos los cristianos que la raíz de todos
los males se hunde en cada corazón y que la medicina es la conversión a Cristo
pues solo en la Cruz de Cristo, en su inmolación como Cordero Pascual, por la
gracia de una Fe animada por la Caridad pueden ser derribados los muros que nos
separan y superadas las fronteras que nos distancian. La adhesión a “las normas
de comportamiento en Cristo” es lo que garantiza una verdadera fraternidad.
También
debemos creo replantearnos el camino de relajar la disciplina moral para
intentar una mayor inclusión de personas en la Iglesia. Este camino es falso:
degrada la calidad de vida discipular convalidando el pecado y no rescata a los
pecadores para vivir en la Gracia de Dios. Además es un sendero imposible para
la Iglesia pues ella no crea la Ley de Salvación sino que la recibe. Cristo es
la Ley Viva que Vivifica y con fe humilde los cristianos hacemos penitencia y
dejamos dócilmente que el Buen Dios y Padre nos purifique, pasándonos por el
crisol de la Cruz para que resurjamos aquilatados y resplandecientes a imagen y
semejanza de su Unigénito.
DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 42
LA
PURIFICACIÓN INTERNA DE LA IGLESIA (I)
“Por
esto mismo les he enviado a Timoteo, hijo mío querido y fiel en el Señor; él les
recordará mis normas de conducta en Cristo, conforme enseño por doquier en
todas las Iglesias.” 1 Cor 4,17
Agradecidos
estamos San Pablo contigo y con todos los Apóstoles que nos enseñaron las
“normas de conducta en Cristo” y que velaron para que sigan siendo
transmitidas. Así el Espíritu Santo, mediante la suceción apostólica, sigue
recordándonos y haciéndonos comprender y creer cuanto el Señor Jesús nos
comunicó para nuestra salvación.
Como
estas páginas son un “diálogo vivo”, un ejercicio de oración personal, no
pretendo tocar íntegramente las cartas paulinas sino algunos pasajes escogidos,
seguramente medulares pero quizás seleccionados un tanto subjetivamente, ciertamente
aquellos con los que queda resonando mi sediento corazón. Y aunque no sea pues
este diálogo espiritual una labor exegética o de comentarista, a veces requiero
poner en contexto a mis lectores, sobre todo cuando dejo fragmentos fuera. Ésta
es una de esas ocasiones.
El
Apóstol anuncia que irá a verlos pero el tono es controversial, hay dificultades
en la comunidad y debe poner orden. Por eso se prepara el camino y les dice: “¿Qué prefieren, que vaya a ustedes con palo
o con amor y espíritu de mansedumbre?” (1 Cor 4,21). Nos enteramos pronto
que ha sucedido entre ellos un hecho grave: “Sólo
se oye hablar de inmoralidad entre ustedes, y una inmoralidad tal, que no se da
ni entre los gentiles” (1 Cor 5,1). Se trata de un caso de incesto, público
y escandaloso (cf. 1 Cor 5. 1-5). San Pablo percibe la inacción de la
comunidad, la tolerancia a ese pecado y claramente da un juicio acerca del tema
y cómo debe procederse expulsando al pecador. Probablemente se trata de una
excomunión medicinal para que se arrepienta, haga penitencia y se convierta.
Pues
bien, abordaremos de aquí en más -en varias entregas- el pensamiento del
Apóstol acerca de una necesaria purificación hacia el interior de la comunidad
cristiana. ¿Pero la Iglesia entonces es pecadora? ¿Cómo la una, santa, católica
y apostólica puede necesitar purificarse? Permítanme entonces introducir un texto del catecismo de la Iglesía Católica que nos recuerda que la Iglesia en
sí misma es santa pero recibe en ella a miembros pecadores.
Catecismo
Nº 827 "Mientras que Cristo, santo,
inocente, sin mancha, no conoció el pecado, sino que vino solamente a expiar
los pecados del pueblo, la Iglesia, abrazando en su seno a los pecadores, es a
la vez santa y siempre necesitada de purificación y busca sin cesar la
conversión y la renovación" (LG 8; UR 3; 6). Todos los miembros de la
Iglesia, incluso sus ministros, deben reconocerse pecadores (1 Jn 1,8-10). En
todos, la cizaña del pecado todavía se encuentra mezclada con la buena semilla
del Evangelio hasta el fin de los tiempos (cf. Mt 13,24-30). La Iglesia, pues,
congrega a pecadores alcanzados ya por la salvación de Cristo, pero aún en vías
de santificación: “La Iglesia es, pues, santa aunque abarque en su seno pecadores;
porque ella no goza de otra vida que de la vida de la gracia; sus
miembros, ciertamente, si se alimentan
de esta vida se santifican; si se apartan de ella, contraen pecados y manchas
del alma, que impiden que la santidad de
ella se difunda radiante. Por lo que se aflige y hace penitencia por aquellos pecados, teniendo
poder de librar de ellos a sus hijos por
la sangre de Cristo y el don del Espíritu Santo” (Pablo VI; SPF 19).
Continuemos
ahora nuestra lectura orante y diálogo vivo con San Pablo.
“¡No
es como para gloriarse! ¿No saben que un poco de levadura fermenta toda la
masa? Purifíquense de la levadura vieja, para ser masa nueva; pues son ázimos.
Porque nuestro cordero pascual, Cristo, ha sido inmolado. Así que, celebremos
la fiesta, no con vieja levadura, ni con levadura de malicia e inmoralidad,
sino con ázimos de pureza y verdad.” 1 Cor 5,6-8
La exhortación pues es bellísima y contundente
en su expresión. No se debe permitir en forma alguna que se propague entre la
comunidad la levadura vieja del pecado y de la inmoralidad. Los que son de
Cristo, Cordero inmolado y nuestra Pascua, deben permanecer como panes ázimos,
ofrecidos en pureza y verdad al Padre en unión a su Hijo. Aquí la levadura
tiene connotaciones negativas: la irrupción y expansión contaminante del mal
dentro de la Iglesia.
Y
ésta me parece una temática tan actual. Ya me he pronunciado - hasta el
hartazgo- acerca de la publicidad dada entre nosotros hoy a una “falsa
misericordia”, que con pretexto de inclusión absoluta, evita considerar
seriamente la necesidad de conversión. Deriva en una pastoral buenista,
populista y demagógica que convalida el mal y difumina la realidad del pecado
como también anestesia o confunde la conciencia moral de los creyentes.
Seguramente San Pablo se opondría tan firmemente en el presente como nos lo muestra
en el pasado. También a nuestra Iglesia peregrina de comienzos del tercer
milenio le advertiría: “Miren que iré
pronto entre ustedes, espero que se pongan en orden según las normas de
conducta en Cristo antes que yo arribe. Se los anticipo para que elijan: ¿voy
con vara para corregir y restablecer la disciplina evangélica? Ojalá no hiciera
falta y enmienden su desvarío con prontitud.”
Por
mi parte ruego a Dios que no nos falten ministros sagrados que con rectitud
apostólica nos exhorten y nos despierten. Comprendo que no será grato para
nadie. Unos se sentirán juzgados, quizás agredidos o no estimados, ofrecerán
tal vez resistencia férrea, aunque la caridad eclesial los invite simplemente a
salir del pecado para unirse plenamente a Cristo. Otros se verán sorprendidos
pues les parecerá excesiva la exigencia de la santidad de vida; la cual es
nuestra vocación pero evidentemente es incómoda, interpela y desafía y no
admite medias tintas o el vago deambular de la mediocridad reinante. Lamentablemente
no faltarán quienes ya infestados por la tentación han dejado que su mente y
corazón se retuerzan; estos tales actuarán como justificadores ideológicos de
una cercanía al mundo y de un espíritu de modernización que traiciona al
Evangelio de la Gracia. Finalmente quienes ejerzan el ministerio apostólico
sufrirán como todos los profetas sufren y padecerán probablemente con más
intensidad los embates desde dentro de la Iglesia que desde fuera de ella. El
interrogante está en el aire: ¿la Iglesia santa que abraza pecadores en camino
de penitencia admitirá en su seno la levadura del mal y del pecado? Como reza
antiguo adagio: “aversión al pecado y misericordia al pecador”. El pecado debe
ser erradicado; el pecador en cambio liberado y rescatado para la santidad de
la Gracia.
DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 41
LOS
MINISTROS DE DIOS (II)
Ilustrísimo
San Pablo, Apóstol del Señor, nos invitas a dar un paso más en la consideración
de aquellos que han recibido el ministerio sagrado de “servidores de Cristo y
administradores de los misterios de Dios”.
“Porque
pienso que a nosotros, los apóstoles, Dios nos ha asignado el último lugar,
como condenados a muerte, puestos a modo de espectáculo para el mundo, los
ángeles y los hombres. Nosotros, necios por seguir a Cristo; ustedes, sabios en
Cristo. Débiles nosotros; mas ustedes, fuertes. Ustedes llenos de gloria; mas
nosotros, despreciados. Hasta el presente, pasamos hambre, sed, desnudez. Somos
abofeteados, y andamos errantes. Nos fatigamos trabajando con nuestras manos.
Si nos insultan, bendecimos. Si nos persiguen, lo soportamos. Si nos difaman,
respondemos con bondad. Hemos venido a ser, hasta ahora, como la basura del
mundo y el desecho de todos.” 1 Cor
4,9-13
Una
contundente expresión, testimonial, de tu propia experiencia. De tanto en tanto
me repito a mí mismo y se lo he comunicado a las nuevas generaciones en cuanto
he encontrado oportunidad: “un sacerdote no conoce otros derechos sino los
derechos de la Cruz”. ¿Cómo ejercer fiel y fecundamente el sacerdocio
ministerial sin hallarse configurado al Crucificado, a su Sacrificio redentor?
¿Cómo celebrar la Eucaristía sin esta conciencia religiosa?
Obviamente
“los derechos de la Cruz” primero se enuncian, luego se aceptan en un proceso
de maduración que supone una inmensa cuota de purificación y se viven cuando en
gracia se alcanza una estable y serena unión con Cristo en su inmolación
amorosa. Un sacerdote debe volverse cordero en el Cordero de Dios que quita el
pecado del mundo.
Una
y otra vez debe negarse a sí mismo y cargar la Cruz. Una y otra vez debe
orientarse a morir él para dar vida. Así lo manifiestas San Pablo en tus
paradojas. Y sería bueno que todos los que ejercemos el ministerio lo grabemos
a fuego en el corazón. “Yo he sido ubicado por Dios en el último lugar como
condenado a muerte, he sido elegido para ser víctima de propiciación.” Entonces
la orientación de nuestro servicio y la administración de los misterios nos
será totalmente clara en su naturaleza sobrenatural. “Yo seré considerado necio
para que ellos sean admirados como sabios. Yo seré debilitado para que ellos
sean fortalecidos. Mis hermanos e hijos llenos de gloria y yo despreciado.” No
es éste el lenguaje de la victimización sino el del Sacrificio; es el lenguaje
del Amor. No de cualquier amor humano sino del Amor Divino. Es el Amor de Dios
manifestado en la Pascua de Cristo Jesús.
¿Hambre,
sed, desnudez, pobreza, andar errantes e itinerantes sin demasiadas seguridades
humanas, ser insultados y abofeteados, hombres cargados de fatigas? ¿Por qué
nos quejamos los ministros cuando esto nos sucede? ¿Por qué aún me asombro?
¿Acaso no hemos sido llamados y hemos respondido a esto por amor de Cristo?
Pero cuando respondimos al llamado iniciamos un camino y ahora el camino nos
hace acelerar el paso de la conversión y de la entrega de la vida. “Ser el
Crucificado” es la vocación del sacerdote, hermosa, viril, desafiante, cruda y
permítanme mortal. Adentrarnos en esa Muerte que da Vida.
No
debiera razonablemente un ministro sagrado esperar de Dios otra cosa que ser
con-crucificado con el Señor Jesús. Todo el camino ministerial apunta a esta
cumbre. Estar y permanecer con Él siendo considerados malditos e insultados
pero devolviendo bendición; perseguidos y difamados pero soportando con bondad.
Con Cristo, el Amado y Esposo, basura y desecho para el mundo y elegidos por
Dios para unirnos a Él en la cima de la Cruz. Pues para ser los ministros “servidores
de Cristo y administradores de los misterios de Dios” debemos adelantarnos al
Pueblo y vivir la Pascua. ¿Cómo podremos celebrar y comunicar lo que aún no somos?
La vocación sacerdotal hace temblar, primero a los llamados, pero configurados
tras la maduración penitencial a Cristo, bien templados, conmueve al mundo.
“No les escribo estas cosas para avergonzarlos, sino más bien para amonestarlos como
a hijos míos queridos. Pues aunque hayan
tenido 10.000 pedagogos en Cristo, no han tenido muchos padres. He sido yo
quien, por el Evangelio, los engendré en Cristo Jesús. Les ruego, pues, que sean mis imitadores.” 1
Cor 4,14-16
Recordemos
nuevamente que las exhortaciones del Apóstol tienen como punto de partida las
divisiones comunitarias, de carácter partidista. “Yo soy de éste, yo de aquel”.
Se encaminan a predicarnos con fuerza que todos somos de Cristo. Y concluye San Pablo que lo que viven los Apóstoles como vocación en Cristo lo debe vivir también
toda la comunidad, cada uno de los discípulos. Finalmente también creo que un
buen y fiel ministro no solo se deja con-crucificar con Cristo sino que invita
a todo el Pueblo de Dios al que sirve, a dejarse con-crucificar también.
Lamentablemente existe hoy la tentación de un falso “buenismo pastoral”, sobreprotector,
que mantiene a los cristianos pueriles y que no habla de conversión,
penitencia, purificación y santidad. ¿Cómo decirlo? Con riesgo de ser demasiado
simplista –en tono didáctico- lo expresaría así: “hemos caído en la telaraña de
aquella modernidad que para levantar los derechos del hombre niega los derechos de Dios”. Los ministros sagrados primero, todo el Pueblo de Dios
animado por nuestro ejemplo, debemos recordar nuestra vocación luminosa y bella
a “los derechos de la Cruz”. Entonces una Iglesia con-crucificada podrá ser
servidora de Cristo y dispensadora de los misterios de Dios.
DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 40
LOS
MINISTROS DE DIOS (I)
Recuperemos
querido San Pablo tu sentencia inicial sobre la cual nos hemos permitido un
excursus:
“Por
tanto, que nos tengan los hombres por servidores de Cristo y administradores de
los misterios de Dios. Ahora bien, lo que en fin de cuentas se exige de los
administradores es que sean fieles.” 1 Cor 4,1-2
Y continuemos:
“Aunque
a mí lo que menos me importa es ser juzgado por ustedes o por un tribunal
humano. ¡Ni siquiera me juzgo a mí mismo! Cierto que mi conciencia nada me
reprocha; mas no por eso quedo justificado. Mi juez es el Señor. Así que, no
juzguen nada antes de tiempo hasta que venga el Señor. El iluminará los
secretos de las tinieblas y pondrá de manifiesto los designios de los
corazones. Entonces recibirá cada cual del Señor la alabanza que le
corresponda.” 1 Cor 4,3-5
¿Cómo
valorar la actuación de un ministro dispensador de los misterios de Dios? Si
bien ya pusiste como clave general que sea fiel en cuanto administrador y que
no se adueñe, ahora insistes en otro rasgo. Que sea humilde y siempre atento al
juicio de Dios. Aunque la propia conciencia no le acuse de falta, no se sienta
por ello exonerado, sino que permanezca siempre en un sano y santo temor de
Dios que verdaderamente lo sabe todo y que escruta los corazones, que nos
conoce a nosotros más que nosotros mismos. Que tampoco dependa demasiado del
juicio de los demás –sea negativo o positivo-. También el juicio de los pares
en el ministerio, del entorno de colaboradores en el ejercicio de su autoridad
y de los fieles que le han sido confiados, no alcanza a dar certeza. Puede ser
una indicación, marcar un humor comunitario acerca de su servicio, actuar como
espejo que refleja la imagen que el servidor no ve de sí mismo, pero al fin y
al cabo si todos lo aplauden o todos lo resisten, el juicio certero sigue
siendo de Dios.
No
se trata pues de desconocer ni la propia conciencia ni de anular el diálogo y
discernimiento eclesial, sino de relativizarlos, es decir, ponerlos en relación
y bajo la mirada de Dios. No pocas veces vemos ministros sagrados que apelando
a su sola conciencia, en lo más alto de la cumbre eclesiástica, se exponen a la
tentación de tornarse desconectados del cuerpo, autosuficientes y por tanto
autocráticos. Como también vemos otros ministros que demasiado pendientes de la
recepción de su ejercicio corren la tentación de la demagogia, de volverse
adaptables y acomodaticios, de someterse al consenso de las mayorías.
El
ministro debe ante todo ser maduro para afirmarse inconmovible en la voluntad
de Dios -conocida por Revelación y contenida en el depositum fidei, transmitida
fielmente por el Magisterio-. Y en todo cuanto sea prudencial y de aplicación,
sostener con recta intención la búsqueda y recepción de esa Voluntad Divina. Y
animar a todos a vivir en este temple. Y someterse humilde y exhortar a todos a
someterse al juicio definitivo de Dios. Viviendo en esta tensión e
incertidumbre la Iglesia permanece abierta a la Verdad que no crea sino que
recibe, descubre y acepta como don de lo alto.
“En
esto, hermanos, me he puesto como ejemplo a mí y a Apolo, en orden a ustedes;
para que aprendan de nosotros aquello de «No propasarse de lo que está escrito»
y para que nadie se engría en favor de uno contra otro. Pues ¿quién es el que
te distingue? ¿Qué tienes que no lo hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿a
qué gloriarte cual si no lo hubieras recibido? ¡Ya están hartos! ¡Ya son ricos!
¡Se han hecho reyes sin nosotros! ¡Y ojalá reinaran, para que también nosotros
reináramos con ustedes!” 1 Cor 4,6-8
Retomando
la temática inicial de las divisiones en la comunidad, donde unos se pensaban
como partidarios de tal ministro y otros como enfrentados y partidarios de
aquel otro, San pablo insiste en que no seguimos ministros sino a Cristo. Que
los ministros son valorables en cuanto administradores fieles que nunca se
adueñan de la Iglesia. Que ningún ministro ni la Iglesia entera se fundan sobre
sí mismos, que lo que somos lo hemos recibido, que debemos fundarnos en la
Gracia. Y sobre todo que debemos guardarnos humildes servidores en las manos y
bajo la mirada de Dios.
DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 39
SERVIDORES DE CRISTO
Y ADMINISTRADORES DE LOS MISTERIOS DE DIOS
Augustísimo
Pablo, santo de Dios y Apóstol de la Iglesia, en continuidad con la temática
que venías tratando, es decir, las divisiones en la Iglesia -causas y
orientaciones correctivas-, ahora introduces consejos acerca del comportamiento
de los ministros sagrados.
“Por
tanto, que nos tengan los hombres por servidores de Cristo y administradores de
los misterios de Dios. Ahora bien, lo que en fin de cuentas se exige de los
administradores es que sean fieles.” 1 Cor 4,1-2
Permítanme
apoyado en esta breve sentencia una meditación sobre la actualidad eclesial. Sin
duda, innumerables veces en nuestra vida cristiana hemos escuchado este
criterio: “no somos dueños sino administradores”; aplicado a diversas
realidades y circunstancias. Y por supuesto que cobra especial relevancia al
tratarse de la Iglesia. No somos dueños de la Iglesia. Aunque lamentablemente
creo solemos manejarnos demasiado frecuentemente como si la Iglesia fuera de
nuestra propiedad.
Así
a menudo se acusa a los ministros sagrados de abusar de su autoridad,
excediendo los límítes de un simple servidor y enharbolando un protagonismo
exagerado que roza lo autoritario y lo autocrático. Sin duda mi propia
experiencia me dice que la tentación es constante y que solo una permanente
vigilancia y revisión de la práctica ministerial –de cara al Señor en el
encuentro personal y en diálogo sincero con la comunidad de fieles y con el
cuerpo ministerial- puede actuar de tutor que evite las desviaciones en el servicio.
¡La humildad y la recta intención pues no nos falten!
Me
sorprende sin embargo que la infidelidad en la sacra administración de los
misterios se adjudique casi exclusivamente al presbiterado. ¿El diaconado
permanente está excento y es inmune? Me consta que no. Pero como creo se tiende
a percibirlos más como laicos o ministros “de segunda” o como ministros “más
normales que los otros” por estar en su mayoría casados y tener familia, se suele
ser más indulgente en el juicio hacia ellos. Por otro lado, que yo sepa cuanto
más encumbrado es el cargo y más poder se concentra, mayor bien se puede hacer
como también aumenta el peligro de un mal uso. Así que los que más daño pueden
hacer en este sentido son los Obispos y el Papa. Y ejemplo hemos tenido en la
historia –algunos muy recientes- de actitudes y tiempos oscuros donde se ha
ejercido el ministerio episcopal y petrino en beneficio propio o de los allegados
y en desmedro del bien de la Iglesia. Pero de esto no se habla pues la
fantasmática que subyace es que algunos sitiales son intocables y además no
tendríamos la madurez necesaria para ver sus imperfecciones si las hubiese. Mas
aunque el ministerio que es de origen divino debe ser respetado y custodiado
entrañablemente, las personas que lo ejercen deben ser evaluadas por su
objetivo desempeño en el servicio. Y estoy seguro que Dios lo hará pues, “a
quién mucho se le dio mucho se le pedirá”. Los ministros sagrados seremos
juzgados con mayor severidad.
Advertencia
oportuna pues. No me sorprende sino que huele a estrategia demoníaca esta
concentración de la atención sobre el presbiterado, pues verdaderamente es el
cuerpo ministerial más cuantiosamente extenso en el orbe, que no solo
estructura operativamente a la Iglesia en el llano de lo cotidiano, sino que es
el cuerpo de ministros del que depende la confección de la Eucaristía –como de
la Reconciliación- y más habitualmente la predicación y enseñanza de la
Revelación Divina.
El
famosísimo “clericalismo” empero –sin negarlo-, no sólo depende de la voracidad
desviada por el poder de algunos ministros sino que -mal que le pese a tantos
ideólogos contemporáneos-, quizás también resulta de la degradación y retirada
del laicado. Aquí hay otro tabú por desmitificar: “el laicado siempre es bueno
porque el pueblo siempre es bueno”. O sea, la culpa siempre es enteramente “de
los ministros malos”. Nos bastaría una sincera revisión de la palabra “pueblo”
en la Sagrada Escritura para notar la ambivalencia del término y la exagerada
inflación teológica del concepto de “Pueblo de Dios” como central y prioritario.
Pienso
derivadamente en dos discursos y praxis eclesiales vigentes y creo se podrían
discernir desde esta perspectiva, “no somos dueños sino administradores”: la
sinodalidad y la ministerialidad.
1. Sin
entrar en detalles sobre la sinodalidad y su naturaleza teológica, la forma en
que se ha planteado parece inclinarse a una suerte de “democratización eclesial”
que diluya el “orden jerárquico” –divinamente instituido- hacia un progresivo
emparejamiento en el sacerdocio común de los fieles, una suerte de perpetuo “conciliarismo
o asambleísmo parlamentario” –error ya condenado magisterialmente- y que
terminaría en la protestantización de la catolicidad. Pero más allá de esto, me
preocupa que el énfasis en que se escuchen “todas las voces” o que “todos se
expresen y voten”, la priorización del consenso del amplio abanico del espectro
eclesial para “caminar todos juntos”, quizás está gritando que “la Iglesia es
nuestra”. Sí, la Iglesia es principalmente nuestra y de nuestras voces. No veo
nada claro el acento puesto prioritariamente en escuchar la Voz del Dueño de la
viña. Más bien me resuena como eco la parábola de los viñadores homicidas. Se
trata de un asalto antropocéntrico –el de la modernidad- al teocentrismo eclesial.
La Voz de Dios que plugo en su bondad hablar a los hombres en lenguaje humano
ahora es puesta en duda. ¿Y si el lenguaje humano no ha sido un vehículo
apropiado? ¿Si el abajamiento kenótico supusiese una necesaria incapacidad de
expresar fielmente el lenguaje divino? Como si Dios mismo interpretara a ese
traductor que traiciona. ¿Y realmente podemos saber qué dijo Dios
verdaderamente o solo nos topamos una y otra vez con nuestro envoltorio humano
epocal como una barrera insoslayable que se extiende por doquier? Casi diría
que es una propuesta kantiana: el “en sí” de la Revelación permanece
incognoscible, solo queda el “para mi”. Más aún, bajo este tópico la fe en la Encarnación
del Verbo cruje pues la eternidad y el tiempo permanecen incomunicados. La
única forma de comunicación sería una emanación degradada, un neo-arrianismo
ahora de anclaje hermeneútico. Detrás de algunos matices de la sinodalidad como
ha sido presentada no se halla solo un relativismo sino una crisis de fe en la
Divinidad del Verbo y por consiguiente sobre la posibilidad efectiva de
comunicación auténtica entre la Gloria Eterna y la facticidad inmanente.
Entonces no quedará sino escuchar nuestras voces, confiando que el progreso
inevitable de la dialéctica hegeliana nos lleve en la historia a al
autoconciencia de nuestra divinidad. Para nada es poco lo que está en juego en
lo profundo de la sinodalidad contemporánea.
2. El
tema de la ministerialidad y el slogan de una “Iglesia toda ministerial”,
adolece de una insuficiente elaboración teológica sobre la Gracia y cierta
confusión y rudimentaria articulación entre don, carisma y ministerio. Aquí
probablemente no hay intencionalidad sino solo un escaso desarrollo de la
pneumatología occidental. Pero el problema evidente es que la “ministerialidad”
suele ser abordada como “empoderamiento” y “reclamo de derechos”. La verdad es
tan evidente: el discurso se aleja de la teología hacia otras ciencias. De
fondo se dirige a un acceso más igualitario al poder eclesial, con lo cual la
propia ministerialidad queda contradicha. Pues un ministro que piensa en sí
mismo ya no es ministro ni enviado ni servidor ni representa. No vale la pena ciertamente ahondar demasiado en este tópico tan anclado en “acceso a derechos”,
“poder”, “participación igualitaria” y “reclamos de justicia”. Aquí no hay más
que amor a sí mismo. Falta ese rasgo tan propio del Amor Divino: la gratuidad.
Son cuestiones de política eclesial, no más. Porque la Iglesia no es nuestra y
quien distribuye, ordena y organiza carismas y dones como regula el ejercicio
ministerial es Dios.
Me
he despachado con cuestiones urticantes y de profundidad quizás ajenas a la mayoría
de mis lectores. Pido disculpas si debo hacerlo. Si he sembrado alguna
inquietud teológica me alegro. Al final todo es tan simple. Volvamos a la
enseñanza del Apóstol: no somos dueños de la Iglesia sino administradores y lo
que se espera de nuestro servicio es la fidelidad a Dios. Esto vale para todos
los ministros que dispensamos los misterios de Dios y para todo miembro de la
Iglesia en todo tiempo y en toda latitud según el puesto que el Señor le ha
asignado en su Cuerpo.
DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 38
LA
IGLESIA ES EDIFICACIÓN DE DIOS (III)
“¿No saben que son santuario de Dios y que el Espíritu de Dios habita en ustedes? Si alguno destruye el santuario de Dios, Dios le destruirá a él; porque el santuario de Dios es sagrado, y ustedes son ese santuario. ¡Nadie se engañe! Si alguno entre ustedes se cree sabio según este mundo, hágase necio, para llegar a ser sabio; pues la sabiduría de este mundo es necedad a los ojos de Dios. En efecto, dice la Escritura: Él que prende a los sabios en su propia astucia. Y también: El Señor conoce cuán vanos son los pensamientos de los sabios. Así que, no se gloríe nadie en los hombres, pues todo es de ustedes: ya sea Pablo, Apolo, Cefas, el mundo, la vida, la muerte, el presente, el futuro, todo es de ustedes; y ustedes, de Cristo y Cristo de Dios.” 1 Cor 3,16-23
Queridísimo
hermano San Pablo, maestro, al ir cerrando esta pequeña unidad de sentido en tu
enseñanza, quizás necesitamos volver al comienzo, cuando nos interrogabas: “¿No es verdad que son carnales y viven a lo
humano?” Así retomas aquella primera consideración: ¿por qué hay divisiones
y discordias entre ustedes? ¿por qué uno dice que es de tal y otro se apunta en
la facción de aquel otro? Así debemos religar esta primera pregunta que ahora
acometemos: “¿No saben que son santuario
de Dios?”
Le
sucedía a aquella comunidad y también puede acontecernos a nosotros, no estar
del todo conscientes de que la Iglesia es santuario de Dios. Es inevitable que
rápidamente venga a mi mente y corazón algunos textos del Concilio Vaticano II
en la Constitución Lumen Gentium. Permítanme citar al menos dos que me parecen
pertinentes.
Expresando
los Padres conciliares la doctrina de la Iglesia como Cuerpo Místico de Cristo,
cuyo punto de partida se halla justamente en los escritos paulinos, afirman:
LG. n°7 “Mas
para que incesantemente nos renovemos en El (cf. Ef.
4,23), nos concedió participar en su Espíritu, que siendo uno mismo en
la Cabeza y en los miembros, de tal forma vivifica, unifica y mueve todo el
cuerpo, que su operación pudo ser comparada por los Santos Padres con el
servicio que realiza el principio de la vida, o el alma, en el cuerpo humano.”
Para
luego realizar una analogía entre el misterio de Cristo y el misterio de la
Iglesia:
LG. n°8 “Cristo,
Mediador único, estableció su Iglesia santa, comunidad de fe, de esperanza y de
caridad en este mundo como una trabazón visible, y la mantiene constantemente,
por la cual comunica a todos la verdad y la gracia. Pero la sociedad dotada de órganos
jerárquicos, y el cuerpo místico de Cristo, reunión visible y comunidad
espiritual, la Iglesia terrestre y la Iglesia dotada de bienes celestiales, no
han de considerarse como dos cosas, porque forman una realidad compleja,
constituida por un elemento humano y otro divino. Por esta profunda analogía se asimila al
Misterio del Verbo encarnado. Pues como
la naturaleza asumida sirve al Verbo divino como órgano de salvación a El
indisolublemente unido, de forma semejante la unión social de la Iglesia sirve
al Espíritu de Cristo, que la vivifica, para el incremento del cuerpo (cf. Ef.
4,16).”
Y
quise refrescar estas citas con ustedes porque nos ayudan a comprender y
ponderar qué significa la Iglesia en cuanto edificación y santuario de Dios.
Pero también porque nos permiten calibrar el argumento del Apóstol que continúa: “¡Nadie se engañe! Si alguno entre ustedes
se cree sabio según este mundo, hágase necio, para llegar a ser sabio; pues la
sabiduría de este mundo es necedad a los ojos de Dios.” Inmediatamente uno se pregunta a qué viene volver a introducir
la temática de la falsa sabiduría del mundo que ya habíamos confrontado con la
locura y el escándalo de la Cruz al comienzo de la epístola. Pues claramente
viene a colación: “Así que, no se gloríe
nadie en los hombres, pues todo es de ustedes: ya sea Pablo, Apolo, Cefas, el
mundo, la vida, la muerte, el presente, el futuro, todo es de ustedes; y ustedes,
de Cristo y Cristo de Dios.”
Por
tanto entendemos que San Pablo, al ver las divisiones y discordias en el cuerpo
eclesial, realiza un doble diagnóstico: no están bien apoyados en el fundamento
y cimiento que es Cristo y tampoco construyen según la directriz de ese
fundamento porque han introducido la mentalidad carnal del mundo y deben volver
a conectar con el Espíritu Santo.
Supongo
que tal problemática eclesial se ha venido sucediendo constantemente en los
avatares de la Iglesia peregrina de todos los tiempos en todo el mundo. ¿Quién
de nosotros puede decir que desconoce en su propia comunidad este flagelo? Ayer
como hoy y mañana la reforma de la Iglesia supone su conversión para volver a
apoyarse en su único fundamento Jesucristo y desde Él crecer y desarrollarse en
la dirección que le incoa. El Espíritu Santo nos ha sido dado, para que dóciles
a su animación, podamos ser edificación en Cristo para gloria de Dios Padre.
Amén.
DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 37
LA
IGLESIA ES EDIFICACIÓN DE DIOS (II)
“Conforme
a la gracia de Dios que me fue dada, yo, como buen arquitecto, puse el
cimiento, y otro construye encima. ¡Mire cada cual cómo construye! Pues nadie
puede poner otro cimiento que el ya puesto, Jesucristo. Y si uno construye
sobre este cimiento con oro, plata, piedras preciosas, madera, heno, paja, la
obra de cada cual quedará al descubierto; la manifestará el Día, que ha de
revelarse por el fuego. Y la calidad de la obra de cada cual, la probará el
fuego. Aquél, cuya obra, construida sobre el cimiento, resista, recibirá la
recompensa. Mas aquél, cuya obra quede abrasada, sufrirá el daño. El, no
obstante, quedará a salvo, pero como quien pasa a través del fuego.” 1 Cor
3,11-15
Estimadísimo
Apóstol, he aquí el principio básico: el cimiento es Cristo. Tú también te
referirás a Él como la “piedra angular”. ¿Acaso no es una verdad obvia de toda
obviedad que la Iglesia se funda en Cristo? Pues si pusiéramos otro fundamento
ya no sería la Iglesia de Jesucristo sino la nuestra. Pero con tu analogía
entras en sutilezas. El cimiento ha sido colocado pero… ¿qué se construye encima?
¡Que
ridícula y peligrosa una edificación que no respeta sus cimientos! Si sobre una
base hexagonal levanto una edificación cuadrangular o sobre un cimiento triangular levanto una casa
heptagonal seguramente habrá problemas. O los cimientos sobran y una parte
queda en desuso o la casa se apoya insuficientemente y amplios sectores quedan
sin sustento. La edificación más sólida será la que respeta y se desarrolla
según los cimientos que le hacen de base.
Esto
vale sin duda a nivel personal como comunitario. Con nuestra incorporación a
Cristo por el Bautismo una Vida Nueva comienza. Y ya hemos experimentado que
toda la vida es penitencia y combate, pues perviven en nosotros inclinaciones
que nos invitan a poner otro fundamento y a guiarnos por otras lógicas y otros
dinamismos. Transitaremos los días adecuándonos al fundamento para construir
según el plan del Padre en Cristo Jesús. Podríamos decir que la estructura
personal que vamos levantando debe permanentemente convertirse hacia su fundamento.
Y
en la vida eclesial otro tanto. Sobre el fundamento de la Revelación y de la
Gracia de la Pascua comunicada por los sacramentos vamos edificando la
comunidad. ¿Qué proyecto tendremos y qué materiales utilizaremos? Porque
inevitablemente la Iglesia en el mundo, en diálogo con su contexto cultural y
epocal, contexto vital desde el cual somos llamados a la Vida Nueva los hijos
de Dios, requerirá discernimiento. ¿Qué elementos deben tener continuidad y ser
aportados, cuáles purificados o rediseñados y cuáles simplemente desechados?
Todo
misionero sabe que en el diálogo propio de la evangelización hay una necesaria
aproximación al lenguaje del otro para poder entendernos y proponer
oportunamente el acercamiento al lenguaje Nuevo y Definitivo de Jesucristo.
Como también reconoce que en todas las traducciones existe el peligro de las
traiciones. Y así también la Iglesia en diálogo con el mundo debe discernir
seriamente qué incorporaciones desde las ciencias humanas y la cultura epocal
son adecuadas para construir sobre el único cimiento, cuáles debe depurar y
cuáles debe rechazar. El diálogo con el mundo que supone su identidad
evangelizadora, le exige a la Iglesia una constante vigilancia para no perder
de vista la lógica y el dinamismo de su único fundamento, Jesucristo.
Y
la edificación levantada sobre el cimiento será probada. ¿Qué suerte correrá?
¿Se mantendrá en pie dada su sólida continuidad con el fundamento o se
derrumbará por la inconsistencia interna al no respetar la directriz de su
cimiento? Ya lo veremos. Por lo pronto querido San Pablo nos da esperanza tu
expresión un tanto mística en cuanto misteriosa. Si la edificación se desbarata
el fundamento es fiel y permanece, pudiendo a pesar de sufrir daño ser salvados
como quien pasa por el fuego.
No
es el momento de adentrarnos en la escatología y en el Purgatorio, pero queda
sugerido a nivel personal. En cuanto a la Iglesia peregrina, cada vez que
emprende una reforma, ¿no está evidenciando que debe readecuarse a su cimiento?
En la historia hemos visto no pocas veces levantarse y derrumbarse la
edificación “visible” eclesial pero el fundamento que es Cristo y sus lógicas
y dinamismos “invisibles” permanecen y la sostienen. Solo se trata de permanecer
vigilantes para que la edificación histórica sea un desarrollo en fidelidad del
fundamento. Lo que construimos hoy permanecerá en pie o se derrumbará en la
hora de la prueba. Ya lo veremos.
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