Manantial de Contemplación Pbro. Silvio Dante Pereira Carro
Escritos espirituales y florecillas de oración personal. Contemplaciones teologales tanto bíblicas como sobre la actualidad eclesial.
DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 26
QUE
CADA UNO TRATE
DE
AGRADAR A SU PRÓJIMO PARA EL BIEN,
BUSCANDO
SU EDIFICACIÓN (II)
Continuemos, ilustre San Pablo, tu
enseñanza sobre la Caridad fraterna.
“Así pues, cada uno de ustedes dará
cuenta de sí mismo a Dios. Dejemos, por tanto, de juzgarnos los unos a los
otros: juzguen más bien que no se debe poner tropiezo o escándalo al hermano. -
sé, y estoy persuadido de ello en el Señor Jesús, que nada hay de suyo impuro;
a no ser para el que juzga que algo es impuro, para ése si lo hay -. Ahora
bien, si por un alimento tu hermano se entristece, tú no procedes ya según la
caridad. ¡Que por tu comida no destruyas a aquel por quien murió Cristo! Por
tanto, no expongan a la maledicencia su privilegio. Que el Reino de Dios no es
comida ni bebida, sino justicia y paz y gozo en el Espíritu Santo.” Rom
14,12-17
“Juzguen más bien que no se debe
poner tropiezo o escándalo al hermano.” Prosiguiendo la
lógica del argumento, quien se reconoce del Señor y se devuelve a Él, al mismo
tiempo que reconoce que el hermano también le pertenece, puede alumbrar criterios
de sano cuidado y solicitud fraterna. Por lo tanto se abstendrá de complicar el
proceso de maduración de los demás y estará especialmente atento a discernir en
qué situación le halla y cómo ha de acompañar mejor su crecimiento. Ya hemos
establecido que no se trata de cuestiones de fondo –como el pecado- sino de usos
y costumbres opinables y de estadios diferentes en el itinerario discipular. No
tiene pues caridad quien queriendo hacer valer su criterio superior termina
humillando, escandalizando o entristeciendo a quien aún no está preparado para dar
un paso más.
“¡No destruyas a aquel por quien
murió Cristo!” El hermano es sagrado y tocarlo es tocar
a Cristo que derramó su Sangre por él. Esta tremenda conciencia del valor de
los demás, surgido de la Pascua redentora, haría estremecer nuestra persona
entera si le captásemos en toda su magnitud.
“Que el Reino de Dios no es comida
ni bebida, sino justicia y paz y gozo en el Espíritu Santo.” He
aquí una máxima que ilumina toda la vida fraterna y el discernimiento de la
realidad de nuestros vínculos. ¿Es nuestra comunidad cristiana una
manifestación del Reino? Para que pueda serlo nuestro trato fraterno debe estar
empeñado en que seamos todos llenos de justicia, paz y gozo según el Espíritu
de Dios. Fuera pues los pareceres personales que no busquen el imperio de la
Caridad sino demostrar que el propio criterio es superior y fuera toda competencia
por tener la razón que deje a su paso heridos y maltrechos. Insisto que no se
trata de dar lugar al relativismo y al subjetivismo que nos llevarían por fin
al individualismo y a la fragmentación. Se trata de “dar por las cosas lo que
las cosas valen y no más”. Se trata de respetar al Señor en todos, de cuidar
los procesos de maduración de cada uno y de no inmiscuirse atrevidamente en lo
que no nos corresponde; porque en definitiva es el mismo Dios quien nos guía y
hace crecer a todos según la inestimable Sabiduría de su Caridad.
“Toda vez que quien así sirve a
Cristo, se hace grato a Dios y aprobado por los hombres. Procuremos, por tanto,
lo que fomente la paz y la mutua edificación. No vayas a destruir la obra de
Dios por un alimento. Todo es puro, ciertamente, pero es malo comer dando
escándalo. Lo bueno es no comer carne, ni beber vino, ni hacer cosa que sea
para tu hermano ocasión de caída, tropiezo o debilidad. La fe que tú tienes,
guárdala para ti delante de Dios. ¡Dichoso aquel que no se juzga culpable a sí
mismo al decidirse! Pero el que come dudando, se condena, porque no obra
conforme a la fe; pues todo lo que no procede de la buena fe es pecado.” Rom
14,18-23
“La fe que tú tienes, guárdala para
ti delante de Dios.” Es decir, comprende y vive en
fidelidad a tu propio estado de maduración interior. Actúa según una recta
conciencia con libertad delante del Señor y de ti mismo. Vive a la altura de lo
que te ha sido dado. “Pero el que come dudando, se condena, porque no obra conforme a la
fe; pues todo lo que no procede de la buena fe es pecado.” Pues
entonces sé prudente y en la Caridad sé delicado –y en cuanto a todo lo que no
sea verdaderamente crucial-, cuida la conciencia de tu hermano y no intentes
extrapolar tu propio proceso al suyo. Aunque te parezca que tu modo de proceder
es superior y más acertado no le transmitas dudas que no pueda resolver ni le
pidas avances que aún no tiene fuerzas para sostener. Si en verdad delante del
Señor crees estar más crecido conviértete en una ayuda oportuna para tu
hermano: ni le apresures cuando aún no es tiempo ni le permitas retrasarse
cuando puede madurar. Amar a tu hermano es ayudarlo a crecer. Y quererlo bien
es desear que algún día te supere.
“Nosotros, los fuertes, debemos
sobrellevar las flaquezas de los débiles y no buscar nuestro propio
agrado. Que cada uno de nosotros trate
de agradar a su prójimo para el bien, buscando su edificación; pues tampoco
Cristo buscó su propio agrado, antes bien, como dice la Escritura: Los ultrajes
de los que te ultrajaron cayeron sobre mí. En efecto todo cuanto fue escrito en
el pasado, se escribió para enseñanza nuestra, para que con la paciencia y el
consuelo que dan las Escrituras mantengamos la esperanza.” Rom 15,1-4
Finalmente al cierre no hay mucho más
que comentar. Queda resonando, claro, que la Caridad pide a cada uno que ame a
sus hermanos despojándose de los propios intereses y buscando para ellos todo
bien y toda edificación en Cristo. Y justamente contemplando al Señor que en la
Cruz nos dejó todo su legado y nos marcó el rumbo del camino. También este
pasaje de la Escritura Santa sea para nosotros y nuestras comunidades fuente
inagotable de paciencia fraterna y de aquel consuelo que da la Caridad
engendrando la Esperanza en toda la Iglesia de Dios.
“Y el Dios de la paciencia y del
consuelo les conceda tener los unos para con los otros los mismos sentimientos,
según Cristo Jesús, para que unánimes, a una voz, glorifiquen al Dios y Padre
de nuestro Señor Jesucristo. Por tanto, acójanse mutuamente como los acogió
Cristo para gloria de Dios.” Rom 15,5-7
DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 25
QUE CADA UNO TRATE
DE
AGRADAR A SU PRÓJIMO PARA EL BIEN,
BUSCANDO
SU EDIFICACIÓN (I)
“Acojan bien al que es débil en la
fe, sin discutir opiniones. Uno cree poder comer de todo, mientras el débil no
come más que verduras. El que come, no desprecie al que no come; y el que no
come, tampoco juzgue al que come, pues Dios le ha acogido. ¿Quién eres tú para
juzgar al criado ajeno? Que se mantenga en pie o caiga sólo interesa a su amo;
pero quedará en pie, pues poderoso es el Señor para sostenerlo. Este da
preferencia a un día sobre todo; aquél los considera todos iguales. ¡Aténgase
cada cual a su conciencia! El que se preocupa por los días, lo hace por el
Señor; el que come, lo hace por el Señor, pues da gracias a Dios: y el que no
come, lo hace por el Señor, y da gracias a Dios.” Rom 14,1-6
Continuamos contigo, querido San Pablo,
ocupados en un buen y delicado ejercicio de la caridad en la comunidad
cristiana. Evidentemente has tenido que ayudar a distender disputas surgidas
entre los hermanos en torno al consumo de alimentos que algunos creían
permitidos y otros no. Veamos algunos criterios muy iluminadores que nos
brindas.
“Acojan bien al que es débil en la
fe”. Supongo que casi todos hemos presenciado o
protagonizado discusiones al interno de la vida fraterna por cuestiones nimias:
meras costumbres humanas, criterios subjetivos, acentos de personalidad,
sensibilidades anímicas diversas y más de este estilo. Otras veces pudieron ser
aspectos algo más profundos como prácticas piadosas y devocionales, carismas o
inclinaciones hacia algún modo de espiritualidad, tal vez comprensiones teológicas
divergentes en diferentes campos. ¿Pero en verdad era tan importante sostener
una discusión al respecto y pretender ganarla?
Por supuesto que hay asertos
fundamentales y objetivos que nos obligan a todos a adherirnos en una misma Fe
en clave de comunión eclesial. Lo que afecta a nivel dogmático, lo que es
un dato de Fe que aporta la Revelación y
lo que ha sido solemnemente definido por el Magisterio, se encuentran en la
cumbre de la jerarquía de verdades recibidas por la Iglesia. Sin embargo hay
niveles diversos que piden asentimientos diversos y siempre todo proceso debe
ser animado por la Caridad.
En
la práctica, en la actualidad es tan deficitaria la formación en el
conocimiento de nuestra Fe común, tal el grado de confusión doctrinal y la
decadencia de la vida virtuosa, que inevitablemente nos enroscamos en disputas
que frecuentemente nos llevan a rompimientos y roturas intra-eclesiales. En
verdad sostenemos tantas controversias a veces vividas con vehemencia que en
cambio habilitarían por su carácter un sano disenso y libertad en la caridad.
Por debajo de las ofuscaciones y peleas, ¿no habrá el intento de imponernos o
una dificultad a admitir al que piensa y siente diferente en cuestiones
opinables? Nunca hay que descartar la incidencia de la tentación y del pecado
en el trasfondo.
Además el Apóstol apunta a un detalle
crucial: ¿quién es el hermano con quien discutes?, ¿en qué momento de su crecimiento
en la fe se encuentra?, ¿con este intercambio le ayudas o le dificultas su
camino? Porque al niño de jardín de infantes no intento enseñarle análisis
matemático, no renuncio a hacerlo pero entiendo que debo esperar el tiempo
oportuno. También en la vida fraterna hay que saber acompañar con solicitud el
proceso de nuestro prójimo. ¡Claro que esto no puede ser nunca una excusa para
convalidar el pecado! Pero siempre debemos tener presente que ni nosotros
mismos hemos llegado a nuestro actual estado sin un camino recorrido. ¿O a un
recién converso le impondremos la disciplina propia de un monje? ¿O le
exigiremos al laico que sostenga una vida de oración según las obligaciones de
estado de un clérigo o consagrado?
“Dios le ha acogido. ¿Quién eres tú
para juzgar al criado ajeno? Que se mantenga en pie o caiga sólo interesa a su
amo; pero quedará en pie, pues poderoso es el Señor para sostenerlo.”
Obviamente en la Iglesia hay autoridades legítimas, constituidas por el Señor,
que disciernen y juzgan en su Nombre. Su servicio pastoral justamente es la
animación y conducción, la enseñanza y santificación del Pueblo de Dios. Sin
embargo, tanto en el ejercicio de la jerarquía como en la horizontalidad
fraterna de los bautizados, rige este principio fundamental: “no son nuestros,
son del Señor”, los hermanos son de Quien los eligió y llamó a su compañía. Por
tanto todo juicio de discernimiento sobre el prójimo debe hacerse en el Señor,
receptando y favoreciendo el proceso de Gracia que Él va llevando adelante. Amar
a Dios es también amarlo en los hermanos, amar su Señorío sobre nuestros
prójimos, amar su forma de obrar en ellos moldeándolos, ponernos siempre del
lado de la Sabiduría del Espíritu Santo renunciando a criterios propios que a
veces carecen de sentido sobrenatural.
“¡Aténgase cada cual a su
conciencia! (Si) lo hace por el Señor…” No se trata de
un subjetivismo sino de lo que llamamos “recta conciencia”. Insisto que se
trata de cuestiones opinables –en este caso prácticas piadosas en cuanto a la
ingesta de alimentos- donde no existe la obligación de atenerse a una norma
única objetivada para todos, o la única norma rectora y fundamental sigue siendo
guardar la caridad. “No matarás” o “santificarás las fiestas” son por ejemplo
preceptos claros cuya interpretación al aplicarlos a diversas circunstancias
puede admitir matices que disminuyan o incluso excluyan la responsabilidad
personal al no cumplirlos; pero nunca será lícito contradecir la veracidad del
mandato o relativizarlo como un imperativo moral. En cambio: ¿Qué es mejor rezar el Rosario o
la Coronilla, hacer ayuno a pan y agua o limitarse a comer verduras, hacer la
Adoración Eucarística pública en silencio o animada por cantos o con
reflexiones, recibir la Sagrada Comunión en la boca o en la mano, parado o de
rodillas? ¿Si no hago el retiro espiritual que propone tal Movimiento no
conozco en verdad a Cristo y no he alcanzado una real conversión? ¿Si no rezo
según los usos de tal corriente espiritual no actúa en mí el Espíritu?
Sin duda necesitamos invertir más
energía y tiempo en la formación de una “recta conciencia” en los discípulos de
Jesucristo para que su discernimiento moral sea más maduro y más eficazmente
fecundado por la Caridad de Dios.
“Porque ninguno de nosotros vive
para sí mismo; como tampoco muere nadie para sí mismo. Si vivimos, para el
Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así que, ya vivamos ya
muramos, del Señor somos. Porque Cristo murió y volvió a la vida para eso, para
ser Señor de muertos y vivos. Pero tú ¿por qué juzgas a tu hermano? Y tú ¿por
qué desprecias a tu hermano? En efecto, todos hemos de comparecer ante el
tribunal de Dios, pues dice la Escritura:
¡Por mi vida!, dice el Señor, que toda rodilla se doblará ante mí, y toda
lengua bendecirá a Dios.” Rom 14,7-11
Y de pronto, estimado Apóstol, de lo
cotidiano y a veces pedestre, te elevas de nuevo a la contemplación del
Misterio y con su Luz nos muestras tanto el fundamento sólido como el camino
abierto. ¡Cómo se extraña a veces en la Iglesia peregrina impactada por la
Modernidad esta capacidad de remontarse al Misterio! Nuestras predicaciones,
reflexiones teológicas y discernimientos pastorales a menudo carecen de
profundidad y elevación sobrenatural.
“Porque
ninguno de nosotros vive para sí mismo; como tampoco muere nadie para sí mismo.”
Pues
en verdad solo me quedaría repitiendo una y otra vez estas expresiones. Quizás
las traduciría también así: “No me pertenezco”. “Soy de Otro”. “No puedo ni
debo vivir solo a mis anchas”. “Mi vida no es mía es de Quien me la ha dado”. Sin
esta convicción, ¿en serio pensamos que podremos alcanzar una “recta conciencia”
y un auténtico ejercicio de la Caridad según Dios?
“Si
vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos.”
Obviamente,
solo en la concretes de una personal Alianza de Amor, esta verdad resuena y se
amplifica con todo su alcance. Por tanto la cuestión de la vida espiritual no
es un lujo para gente ociosa que debería ponerse a trabajar más pastoralmente y
contemplar menos. La contemplación es justamente el punto crucial donde el Amor
de Dios acogido en la profundidad del corazón hace madurar a las personas en la
unión con Jesucristo.
“Así que, ya vivamos ya muramos, del Señor
somos. Porque Cristo murió y volvió a la vida para eso, para ser Señor de
muertos y vivos.”
Y
solo quien ha llegado a este punto del itinerario: “yo, tú y todos somos de
Dios”, podrá con recta conciencia encarnar la Caridad. Solo aquí, en esta
conversión radical a la Gracia y en este devolvernos al Señor sin reservas, la
Pascua redentora derrama toda su Luz vivificante y transformadora de la realidad
y de nuestros vínculos.
DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 24
ES
YA HORA DE LEVANTARSE DEL SUEÑO
“Y esto, teniendo en cuenta el
momento en que vivimos. Porque es ya hora de levantarse del sueño; que la
salvación está más cerca de nosotros que cuando abrazamos la fe. La noche está
avanzada. El día se avecina. Despojémonos, pues, de las obras de las tinieblas
y revistámonos de las armas de la luz. Como en pleno día, procedamos con
decoro: nada de comilonas y borracheras; nada de lujurias y desenfrenos; nada
de rivalidades y envidias. Revístanse más bien del Señor Jesucristo y no se
preocupen de la carne para satisfacer sus concupiscencias.” Rom 13,11-14
Tras invitarnos a una caridad sin fingimiento,
una caridad que es cumplimiento y plenitud de la entera Ley de Dios, ahora San
Pablo nos exhortas a darnos cuenta de la hora en que vivimos. Esta hora, sin
duda es la hora de Jesucristo y de su Pascua.
“Es ya hora de despertarse del
sueño.” No puede el cristiano permanecer
adormilado sino despabilarse, ponerse en alerta. El Apóstol en sus escritos
citará la fracción de un cántico o himno precedente –tal vez una antífona- que
se entonaba probablemente en las primitivas liturgias de la comunidad: “Despierta tú que duermes, y levántate de
entre los muertos, y te iluminará Cristo.” (Ef 5,14) Porque tenían conciencia en aquella generación inicial
del significado del acontecimiento Jesucristo, de su Encarnación y Resurrección
de entre los muertos, que sin duda lo cambiaba todo. Verdaderamente se sabían
ubicados en la plenitud de los tiempos, en el momento de la consumación de la
obra de Dios, en la inminencia del Día de la Salvación. Y en verdad nosotros
deberíamos tener la misma percepción. No importa los días, centurias y milenios
que transcurran, el momento sigue siendo el mismo, ya hemos sido introducidos
en “aquel Domingo que no conoce ocaso”.
“La salvación está más cerca de
nosotros que cuando abrazamos la fe.” Aquí el
pensamiento paulino se levanta hacia el horizonte escatológico, que si bien ha
sido inaugurado por la Encarnación del Verbo y manifestado en su Pascua, aún
espera la plena consumación por la segunda venida en Gloria o Parusía. Pero la imagen
habla también de un dinamismo en el proceso de la fe vivida: se ha caminado, se
ha crecido y madurado, no se está en el punto inicial del proceso de fe sino
más cercanos a su conclusión histórica.
No puedo evitar una lectura espiritual
en clave personal. ¿La Salvación de Dios está más cerca de mí hoy que cuando comencé
la aventura del seguimiento de Jesucristo? ¿En verdad he caminado, crecido y
madurado rumbo a la Alianza definitiva con mi Señor? ¿Mi vida se orienta claramente
hacia Cristo y atraída corre a su encuentro?
“La noche está avanzada. El día se
avecina.” El gran San Juan de la Cruz hablará en
estos términos acerca de la Unión transformante o Matrimonio espiritual o Bodas
místicas con el Esposo. Se trata de ese momento clave en el cual en medio de la
noche comienza a irrumpir la luz de la alborada. Aquí en San Pablo refiere a la
vecindad de la Gloria Eterna –toda Luz- que va poniendo fin a la noche de la
historia. Ya se acerca para quienes despiertan del sueño el Día de la Resurrección,
la participación eterna en el triunfo de Cristo.
Y entonces el Apóstol magistralmente
describe los movimientos propios del que despierta con dos verbos: despojarse y
revestirse.
“Despojémonos, pues, de las obras
de las tinieblas y revistámonos de las armas de la luz.” No
puede sino aparecer con toda su fuerza el tema de una renovada conversión de
vida. Despojarse del pecado, es decir, salir de las tinieblas donde se duerme
el sueño de la muerte. Revestirse para el Día inminente que se avecina, ya está
por despuntar el alba. Pero en esta hora clave no falta el combate: hay que
tomar las armas de la Luz, de la Vida Nueva en Cristo, colocarse la armadura de
la Gracia. A veces desperezarse lleva un tiempo y todavía tiene fuerza la
tentación de volver al sueño. La oscuridad es pegajosa y nos retiene. Habrá que
romper definitivamente con las tinieblas y dejarlas atrás. “Como
en pleno día, procedamos con decoro: nada de comilonas y borracheras; nada de
lujurias y desenfrenos; nada de rivalidades y envidias.” Obviamente San
Pablo conoce muy bien los vicios, impurezas y limitaciones de los discípulos y
de las comunidades. Nuestra propia lista seguro contendrá estos ejemplos y
muchos más.
Finalmente con total contundencia nos exhorta
a identificar nos con el Señor Jesús. “Revístanse más bien del Señor Jesucristo y
no se preocupen de la carne para satisfacer sus concupiscencias.” Habrá
que dejar de vivir de un modo meramente carnal, mundano diríamos, y llevar una
Vida Nueva en Cristo.
¡La hora sigue estando cerca y el clarear
del Día inminente! ¿Qué esperas? ¡Despierta!
DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 23
LA
CARIDAD ES LA PLENITUD DE LA LEY
“Con nadie tengan otra deuda que la del mutuo
amor. Pues el que ama al prójimo, ha cumplido la ley. En efecto, lo de: No
adulterarás, no matarás, no robarás, no codiciarás y todos los demás preceptos,
se resumen en esta fórmula: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. La caridad no
hace mal al prójimo. La caridad es, por tanto, la ley en su plenitud.” Rom 13,8-10
Amadísimo San Pablo, otra vez nos
encontramos con tus consejos de oro que debieran ser grabados a fuego en
nuestros corazones. Seguimos meditando sobre la caridad cristiana.
“Con nadie tengan otra deuda que la
del mutuo amor.” Cabría preguntarse de dónde nos ha
salido esta deuda, cuándo y cómo la hemos contraído. Diría que de dos maneras.
Lo más inmediato por nuestra vocación de
discípulos del Señor Jesús. ¿Has sido llamado y has comenzado a seguirle por el
camino? Pues bien, recuerda la ley central del seguimiento de Cristo, “el
carozo del Evangelio” como se afirma: “Ámense
unos a otros como Yo los he amado. En esto conocerán que son mis discípulos.” Porque
el Amor es nuestra vocación, porque Dios es Amor y entonces nos debemos al Amor
y debemos el Amor con que Él nos ha amado.
En el fondo de la cuestión porque Cristo
murió por todos para salvarnos. Por Amor se entregó a Si mismo a la muerte para
rescatarnos y pagó el precio de nuestra redención. Hemos sido comprados a
precio de su Sangre derramada en la Cruz. Y como consecuencia ya no hay otra
posibilidad que amar al prójimo. ¿Cómo aborrecer o dañar a aquel por quien
Cristo se inmoló? ¡Cuando no amamos a los hermanos nos ponemos en contra del
Señor que está a favor de Él mediante su Pascua! ¡Esta conciencia de que no amar
es contradecir la obra de Cristo es una tremenda conmoción, que lamentablemente
nos falta y tenemos poco presente!
Todos hemos contraído una deuda de Amor
al reconocer que nos ha amado primero y se ha entregado por nosotros, por
nuestra salvación. Como todos tenemos abierta una nota de crédito inmensa:
debemos ser amados porque Cristo nos amó.
“Pues
el que ama al prójimo, ha cumplido la ley.” Ya que al fin, la Ley
Viva no es sino el mismo Jesucristo. Nuestra ley es permanecer en comunión con
la mente y el corazón del Señor. En Cristo, el Amor de Dios se ha revelado y
manifestado en plenitud. Él “pasó haciendo el bien”.
Amar
al prójimo por Amor y con Amor de Cristo es la ley. Por tanto amamos a los
hermanos cuando los amamos en Cristo y hacia Cristo. Amar es invitar a
participar y permanecer en el Amor que Dios nos ofrece. No hay mayor amor que
ayudar al hermano a encontrarse con el Señor y hacer Alianza con Él.
Los
mandamientos del Decálogo en los cuales se trata sobre la convivencia entre los
hombres se pueden resumir en uno: “ámalos como te amas a ti”. ¡Claro, si es
saludable el amor que tienes por ti! Pues hay quienes se aman de menos o de
más. Ni los soberbios ni los acomplejados pueden acceder a un amor sano sino
curan sus heridas. Excedidos en el amor propio o con falta de él, solo podrán
entablar relaciones asimétricas de dominio o sumisión. Se bloquea así el
intercambio y la reciprocidad tan propios del amor.
Porque
“ámalos como a ti mismo” no solo supone no hacerles el mal que no quisieras que
te hagan, sino aún más generosamente, hacerles el bien que tu esperas recibir.
¿Y
acaso es posible un sano y virtuoso amor por uno mismo? ¿Cómo? Sin duda
dejándonos amar por Dios. Partiendo de su Amor, aprender a amarnos como Él nos
ama. Él nos mira con verdad, contemplando tanto la realidad que encuentra como
la potencialidad que somos y la plenitud hacia la cual nos creó. Su Amor nos
ayuda a aceptarnos y a esperar en sus promesas, confiando llevará a buen
término –con su Gracia y nuestra fidelidad-, la obra que ha comenzado. Su Amor
hace posible que podamos mirarnos como Él nos mira. Más aún, en esa escuela de
reconciliación que engendra alegría y esperanza, también nos auxiliará a mirar
a los hermanos con sus ojos. Y bajo la Luz del Amor divino se curan las
heridas, se exorciza el mal y crece el bien en plenitud. Bajo la Luz del Amor
divino florecen la humildad serena y el cálido agradecimiento.
“La
caridad es, por tanto, la ley en su plenitud.” Dado
que quien vive en caridad está unido a Cristo y Cristo es la ley suprema y
viviente que por su donación nos da acceso a la Gloria de la Alianza Eterna.
Podríamos concluir, el Amor da Salvación.
DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 22
UNA
CARIDAD SIN FINGIMIENTO
Con exquisita delicadeza, admiradísimo
San Pablo, nos describes el ejercicio de la Caridad cristiana en plan de
alcanzar una madura santidad.
“La caridad de ustedes sea sin
fingimiento; detestando el mal, adhiriéndose al bien; amándose cordialmente los
unos a los otros; estimando en más cada uno a los otros; con un celo sin
negligencia; con espíritu fervoroso; sirviendo al Señor…” Rom 12,9-11
“La caridad de ustedes sea sin
fingimiento”. Porque verdaderamente es tan bello y
luminoso un ambiente cristiano donde los hermanos se aman de verdad, con
simplicidad y transparencia. Lamentablemente no siempre experimentamos así el
clima de nuestras comunidades. Aún no
liberados totalmente del pecado y con nuestra naturaleza inmadura y lastimada,
solemos dar lugar a los acomplejamientos y sospechas, engendrando desconfianza
y competitividad, un juego retorcido de impostaciones y máscaras, recelos y
temores y quien sabe qué más; la enumeración es tediosa de elencar. La comunidad
cristiana requiere pues siempre de una gran dosis de purificación de aspectos
personales y revisión de prácticas y dinamismos que se nos instalan. La
corrección fraterna se torna tan necesaria como esquivada, justamente cuando la
caridad tiene sesgos de fingimiento y la libertad para la interrelación se encuentra
condicionada, tensa y enredada.
“Detestando el mal, adhiriéndose al
bien”. Principio clásico de la vida moral y
regla de oro de su discernimiento –enseñado por la Escritura- y ahora aplicado
a la vida común. Amarse sin fingimiento y, por tanto sin renuncias
acomodaticias, o sea sin concesiones impropias a una mentalidad empecatada y
dominada por los falsos respetos humanos de este mundo, será simplemente
ayudarnos mutuamente a salir del mal y perseverar en el bien. La Caridad sin
fingimientos, la Caridad de Dios reinando entre los cristianos, significa
amarnos para la santidad, buscando que el hermano sea santo, ayudándonos mutuamente
a permanecer en santidad.
“Amándose cordialmente los unos a
los otros; estimando en más cada uno a los otros”. Este
amor cordial, que involucra el corazón como ese centro espiritual profundo
donde Dios se manifiesta y transforma a la persona desde dentro, se verifica en
la inclinación a poner a los demás por encima de nosotros mismos. Es la Caridad
de Cristo que “no vino a ser servido sino a servir y dar su vida en rescate por
muchos”. Caridad de Cristo revelada en plenitud en la Cruz y anticipada de
tantas formas como en la parábola del buen samaritano y en los gestos de la
última cena, el lavatorio de los pies y claro en la institución de la
Eucaristía. Así el mismo Apóstol lo indica en Filipenses 2,5 introduciendo
famoso himno: “Tengan los mismos sentimientos de Cristo Jesús”.
“Con un celo sin negligencia; con
espíritu fervoroso; sirviendo al Señor.” Apasionados en
el amor fraterno, sirviendo al Señor Jesucristo en los hermanos para que su
persona crezca más y más en ellos, cuidándolos con solicitud para que permaneciendo
en la Caridad de Dios vivan santamente. Así podríamos quizás traducirlo. ¡Qué paraíso
una comunidad cristiana que alcance semejante estatura en Gracia!
“Con la alegría de la esperanza;
constantes en la tribulación; perseverantes en la oración; compartiendo las necesidades de los santos;
practicando la hospitalidad.” Rom 12,12-13
¡Cuán magistralmente presentas los
frutos de esta comunidad cristiana –auténticamente fraterna- que practica una
Caridad sin fingimientos según Dios! En medio del mundo de los hombres
resplandece tan serenamente madura y libre. Persevera alegre y llena de
esperanza porque sabe de Quien le viene la Vida, de Quien la recibe y Quien se
la asegura. Fundada y cimentada en Cristo persevera en las tribulaciones con el
buen temple de esa fe informada por el amor que engendra la esperanza. Pero
este buen ánimo lo ejercita en la oración constante, en el permanente ofrecerse
a sí misma y todo cuanto es y transita, abandonándose entre las manos del buen
Dios y Padre. Así florece compartiendo las vicisitudes de los santos y siendo
regazo hospitalario para cuantos lo requieran.
“Bendigan a quienes los persiguen,
no maldigan. Alégrense con los que se
alegran; lloren con los que lloran. Tengan
un mismo sentir los unos para con los otros; sin complacerse en la altivez;
atraídos más bien por lo humilde; no se complazcan en su propia sabiduría.” Rom
12,14-16
De este modo la comunidad cristiana,
desde el Señor y bajo su impronta, es fuente de bendición para todos, incluso
para quienes traman daños en su contra. Claramente presumimos aquí la
identificación con su Maestro que la guía por los senderos que conducen a la
Cruz y que desde el comienzo de su ministerio público les ha exhortado: “Bienaventurados
ustedes cuando los persigan e injurien a causa de mi Nombre”.
Esta fraternidad verdaderamente
caritativa sintoniza con sus interlocutores y su situación vital: llora con los
que lloran y se alegra con los que ríen, canta con los que festejan y hace
duelo con los sufridos, anhela con los que buscan y alaba a Dios con quienes
encuentran. La caridad de Cristo reina en el temple comunitario y le inspira en
el trato con sus contemporáneos. Se cumple pues la vocación de la Iglesia como
mediación de la presencia fiel del Señor Jesús, continuidad de su mirada compasiva
y de sus manos sanadoras en medio del mundo de los hombres.
“Atraídos por lo humilde”.
Esta clave fundamental no solo ad intra es humos de comunión y de sinergia,
sino que ad extra garantiza la rectitud de un servicio y misión sellados por la
gratuidad. Porque si podemos afirmar de la virtud de la humildad que cuida la
puerta como fiel guardiana de la casa del alma y que un sano crecimiento en la
vida espiritual no puede realizarse sino de su mano, ¡cuánto más debemos desear
y cuidar que en las puertas de la Iglesia de Dios la humildad reine y custodie
la casa!
“Sin devolver a nadie mal por mal;
procurando el bien ante todos los hombres: en lo posible, y en cuanto de ustedes
dependa, en paz con todos los hombres; no tomando la justicia por cuenta suya,
queridos míos, dejen lugar a la Cólera, pues dice la Escritura: Mía es la
venganza: yo daré el pago merecido, dice el Señor. Antes al contrario: si tu
enemigo tiene hambre, dale de comer; y si tiene sed, dale de beber; haciéndolo
así, amontonarás ascuas sobre su cabeza. No te dejes vencer por el mal; antes
bien, vence al mal con el bien.” Rom 12,17-21
“No te dejes vencer por el mal;
antes bien, vence al mal con el bien.” Una comunidad
cristiana pacífica –que no ingenua o débil-, sino robusta en la Caridad. Pues
la Iglesia es llamada a un adulto realismo: hará el bien a todos en cuanto de
ella dependa, sabiendo que ese bien puede ser ignorado o rechazado, o que pueden
devolverle injusticia a cambio de su amor. No se desanimará ni se degradará
rebajándose a pagar con la misma moneda. Dios es Justo y el juicio está en su mano
y allí debe quedarse, en el ámbito de su Voluntad y Sabiduría. El Dios Santo y
Misericordioso es el mismo Dios del Juicio y la Retribución. Por tanto a tus
enemigos hazles el bien a cambio del mal y en todo caso tu Caridad dará
testimonio frente a Dios del desvío de sus corazones. No te amargues ni que su
agresión confunda tu mente y descarrile tu corazón. Por la Caridad ejercida en
la animosidad contra ti invítalos al arrepentimiento y la penitencia y si se
convierten al Señor habrás ganado hermanos. Sino al menos no te habrás perdido
a ti misma y quedarás en paz dejando todo Juicio a tu Dios.
“Una caridad sin fingimiento”.
Ha sido el latiguillo constante que nos ha animado durante esta meditación.
Roguemos al Espíritu Santo que derrame abundantemente la Caridad de Dios en su
Iglesia. Que nuestras comunidades cristianas vivan en constante conversión al
Amor de Dios, para vivirlo y testimoniarlo con alegría y paz, en todos los
caminos del mundo y sobre todo en las alturas de la Cruz.
DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 21
UN SOLO CUERPO EN CRISTO
“Pues, así como nuestro cuerpo, en
su unidad, posee muchos miembros, y no desempeñan todos los miembros la misma
función, así también nosotros, siendo muchos, no formamos más que un solo
cuerpo en Cristo, siendo cada uno por su parte los unos miembros de los otros. Pero
teniendo dones diferentes, según la gracia que nos ha sido dada, si es el don
de profecía, ejerzámoslo en la medida de nuestra fe; si es el ministerio, en el
ministerio; la enseñanza, enseñando; la exhortación, exhortando. El que da, con
sencillez; el que preside, con solicitud; el que ejerce la misericordia, con
jovialidad.” Rom 12,4-8
¿Qué hemos hecho nosotros hoy, estimado
San Pablo, con la Iglesia que ustedes los Apóstoles nos han legado?
Porque tú –que no solo aquí utilizas la
analogía del cuerpo- y los demás varones apostólicos, tenían claro el principio
fundamental de la eclesiología: la Iglesia es de Cristo, se funda en Cristo y
sin Cristo no hay Iglesia. ¡En Cristo! Un axioma tan simple, evidente y de
sentido común. Así la Iglesia en los orígenes, bajo esta sólida y apasionada
convicción –“somos la Iglesia de Cristo”- crecía y se expandía y también podía
hallar cohesión y unidad.
En este pasaje nos lo enseñas y además
nos exhortas. El cuerpo es uno, somos como Iglesia un cuerpo en Cristo. Y cada
uno de nosotros somos miembros de Cristo por su cuerpo la Iglesia. Esto supone
una conciencia doctrinal y vital: ya no nos pertenecemos a nosotros mismos pues
somos de Cristo, “un pueblo de su propiedad” como canta la Liturgia con toda su
resonancia bíblica. He aquí el status básico de todo cristiano, su vocación y
su dignidad: somos de Cristo que nos ha llamado, elegido y reunido en su
Iglesia.
Pues entonces esta pertenencia de todos
a Cristo nos hace a unos miembros de los otros en un solo cuerpo. No solo es el
Señor el cimiento sobre el cual se funda sino también el vínculo de ligazón –ya
lo expresarás con aquella imagen de Cristo como piedra angular que traba toda
la edificación-. La identificación eclesial con Cristo posibilitaba que la
originalidad propia de cada hermano pudiese confluir en la convivencia
comunitaria. El Señor había asignado a cada quien su función en el cuerpo y le
había dotado de carismas y dones para ejercitarla en ese mismo cuerpo. Quien profetizaba era llamado a
hacerlo en Cristo –y según Cristo- para sus hermanos los otros miembros en
favor de un mismo cuerpo: tal era la medida de la fe propuesta y esperada. Por
tanto, “si es el ministerio, en el ministerio;
la enseñanza, enseñando; la exhortación, exhortando”, es decir cada quien en el lugar asignado por Dios y fiel al
don concedido, responsable de su ejercicio frente al Señor y a los hermanos. Pero
además, “el que da, con sencillez; el que
preside, con solicitud; el que ejerce la misericordia, con jovialidad”. La
adjetivación acerca del modo de ejercitarse
como miembro del cuerpo se indica como prevención de conflicto o disgregación, apuntando
a sostener la cohesión eclesial en la unidad que da la Caridad que es Dios.
Así la verdad acerca de la identidad de
la Iglesia se proclamaba con paz y gozo pues básicamente se trataba de una
experiencia de Amor. La Iglesia era y quería ser el Pueblo nacido del Amor de
Cristo manifestado en su Pascua y era el ambiente fraterno donde se podía
caminar juntos, permaneciendo y creciendo en la Vida Nueva hacia la Gloria, cuando
la esposa se reencontrara plena y definitivamente con su Esposo.
Hoy no dudo que estas afirmaciones sean
teóricamente sostenidas pero prácticamente se han tornado arduas. ¿Qué nos ha
pasado? No estoy apuntando al pecado personal con sus diversas variantes que
siempre lastiman al cuerpo eclesial; sino a una situación cultural muy
extendida. Pues desde hace tiempo viene llegando hasta nuestros días la
Modernidad. No pretendo abordarla en tan pocas líneas pero sin duda este
movimiento sostiene la elevación del
sujeto como uno de sus estandartes centrales. La primacía del individuo y sus
derechos ha introducido un serio interrogante en la interacción entre la
persona y la comunidad. Esta relación se ha tornado crispada y conflictiva.
¿Quién prima, instrumentaliza y limita a quién? ¿La comunidad al individuo o
viceversa? Porque los sistemas de pensamiento han partido de cierta sospecha al
parecer: en el naturalismo el individuo bueno es corrompido por el contacto con
la sociedad y debe apartarse o mantenerla bajo vigilante distancia, en el
idealismo el individuo alcanza su cumbre paradójicamente en la des-individuación
y auto-conciencia en el espíritu absoluto y en el racionalismo se erige como
pensamiento fundante y abarcativo de la realidad. Obviamente hago una síntesis
simplista. Pero las consecuencias se leen por sus huellas en la historia.
Frente a los individuos rebeldes y
remisos a ser reducidos a lo común la comunidad elabora estrategias
uniformantes y totalitarias. Los individuos para resistir en su originalidad
derivan en el relativismo y la anarquía. La fragmentación y el permanente
conflicto de intereses parciales son propios de una cultura que no encuentra su
fundamento aglutinante, ese dinamismo que haga converger a todos hacia sí y
armonice la convivencia. Los procesos modernos han terminado –se los considere
posmodernos o no- en un biocentrismo ecologista extremo que ve en el hombre
todo el mal que sufre el mundo o en un falso endiosamiento de la subjetividad
que no resiste la existencia de Dios y de un horizonte objetivo precedente. Un
intento de suplantación ha surgido: el Estado en lugar de Dios y la política en
vez de la Caridad. Me temo que muerto Dios, muerto el hombre. El horizontalismo
revolucionario, negando el eje vertical y trascendente, nos ha sumido a todos
en la ley de la selva –el hombre lobo del hombre y la supremacía del más fuerte-
o en la sumisión a transitar anestesiados en un proyecto globalizado de consentida
esclavitud conformista.
¿Los vientos de las doctrinas modernas
han impactado de lleno en la Iglesia peregrina? Algo de ello habrá en ese
tufillo cotidiano que huele a que la Iglesia es nuestra, demasiado nuestra. En
ese obsesivo interés de inclinarlo todo reverencial, funcional y servilmente hacia
el hombre, incluso a Dios y su Revelación. De hecho el espíritu de la época y
la adaptación a la cultura vigente van erigiéndose como ley y medida para la
valoración de lo auténticamente eclesial. ¿Y de dónde sino esta acentuación
ideológica en la que se enciende el debate interno entre derechas e izquierdas,
conservadores y progresistas? ¿De dónde este afán de democratización que tiene
que ser empujado o por una autoridad absolutista –nepotista y poco colegial- o
por una relativización doctrinal de los principios contenidos en el mismísimo
Depósito de la Fe? También el cuerpo eclesial últimamente se manifiesta como
disgregado y roto. Asombrosamente se vuelve habitual la retirada de sus
miembros hacia una fe privatizada y rediseñada a medida del beneficiario. Como
las estrategias de comunicación que instrumentalizando la participación de
todos terminan asegurando que toda la vida eclesial quede en las manos de cada
vez más pocos encumbrados. ¿Quizás también hayamos sido tentados por un fraternalismo
horizontal y relativista?
Espero no haber sido inoportuno con mi
digresión. Pero al dialogar con San Pablo y su analogía de la Iglesia como Cuerpo
de Cristo no he podido sino querer religar a los suyos con su único Señor. ¿No
debemos convertirnos y volver a Cristo? Sólo en Él podremos reconocernos
verdaderamente hermanos y la originalidad de nuestras personas –con sus múltiples
dones y carismas- converger en la unidad de un solo cuerpo. No hay cohesión
gozosa posible que no surja de la Pascua y de Pentecostés. Al debilitar el
teocentrismo eclesial, suplantándolo por un antropocentrismo moderno, lo que
dejamos fuera de la Iglesia es nada más y nada menos que el Amor. ¿Con más
hombre y cultura epocal a costa de menos Jesucristo y Revelación habrá más
Caridad? Me temo que una Iglesia así se volvería inhospitalaria y caminaría como
envuelta entre tristes sombras y angustiosas tensiones. Para mantenerse unida no
le quedaría sino el recurso a una expectativa pueril y paternalista colocada
sobre uno o más “iluminados fratres” y en su habilidad para hacer política.
Sería la involución y el descenso de la Iglesia a una organización meramente
mundanal.
DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 20
OFRÉZCANSE USTEDES MISMOS
COMO VÍCTIMAS VIVAS, SANTAS
Y AGRADABLES A DIOS
¡Qué
privilegio Apóstol San Pablo, columna de la Iglesia, comentar estas expresiones
tuyas tan inspiradas e inspiradoras! Con letras indelebles han quedado grabadas
en la espiritualidad de la fe cristiana y esperan siempre ser marcadas a fuego
en todos los corazones de los discípulos del Señor Jesús.
“Les
exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, que ofrezcan sus cuerpos
como una víctima viva, santa, agradable a Dios: tal será su culto espiritual. Y
no se acomoden al mundo presente, antes bien transfórmense mediante la
renovación de su mente, de forma que puedan distinguir cuál es la voluntad de
Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto.
En virtud de la gracia que me fue dada, les digo a todos y a cada uno de
ustedes: No se estimen en más de lo que conviene; tengan más bien una sobria
estima según la medida de la fe que otorgó Dios a cada cual.” Rom 12,1-3
¡Tres
consejos de oro y titanio, tan actuales por demás!
“Ofrezcan
sus cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios: tal será su culto
espiritual.” Porque el verdadero culto que agrada a
Dios es el de la ofrenda de sí mismo por amor. ¿O qué otro lenguaje esperábamos
que hablase Dios, el Padre, que no dudó en enviar a su propio Hijo a la muerte
para rescatarnos? ¡Ese Padre que junto al Hijo nos envió también al Espíritu
Santo Paráclito para que nos introdujera en la plenitud del Misterio de Cristo
revelado gloriosamente en su Pascua! ¿En serio alguien espera aún que el Señor
dialogue con nosotros sin referenciarnos siempre al lenguaje maduro del amor
puro y santo que es el lenguaje del Sacrificio y de la Cruz?
El
culto cristiano es esencialmente ofrenda a Dios y ofrenda al prójimo. El amor
cristiano es centralmente seguimiento de Jesucristo y entrega voluntaria de la
propia vida por amor. El “don de sí”, la sagrada inmolación para liberar del
pecado, rescatar de la muerte y comunicar vida, es la acción cultual por
excelencia en nuestra fe.
Podríamos
afirmar que se trata de un culto “extático”. Pues un “éxtasis” propiamente es
un vivir enteramente en el Amado, un estar volcado sin reserva, dado
enteramente por amor. Y así el culto cristiano parte nada más ni nada menos que
del misterio Trinitario de la “perijóresis” o circulación. El culto que nos
religa, que expresa la Alianza con el Señor y da acceso a la Gloria, halla su
origen en la inmanencia de la vida intra-trinitaria donde las divinas personas
están enteramente una en la otra por una donación amorosa sin reservas.
Enteramente se ofrecen y enteramente se reciben y no hay espacio alguno para
volverse sobre sí sino que eternamente están una en la otra, son ellas mismas
esa eterna relación subsistente en la unidad de la única naturaleza divina que
es Amor.
Y
estoy realizando esta consideración –que pareciera excesiva- para manifestar
que el amor como “don de sí” es gozo y plenitud. Solo en la economía, en la
creación tras ser trastornada por el pecado del hombre, junto a la alegría
bellísima, en el “don de si” aparece el rasgo del sufrimiento y la lucha contra
el mal que se opone. Así el amor que se entrega sin reservas, no solo expresa
el rostro eterno del gozo y la gloria, sino que históricamente asume la faz del
sacrificio en Cruz. Empero alcanza también allí su mayor epifanía al revelarse en
tan gratuita y libérrima inmolación para rescatar a su creatura, el hombre. Quien
no merece es salvado por los méritos de Cristo, uno de la Trinidad, enviado a
manifestar y hacer totalmente transitable el camino del Amor.
En
el Misterio del Hijo enviado, por su Encarnación y Pascua, la procesión económica
hace presente en la historia la procesión eterna y nos llama a participar de la
Filiación del Verbo. Condescendencia divina siempre actualizada en la efusión
pentecostal del Paráclito. También su procesión económica hace posible que
injertados en la Vid del Hijo, “estando en Cristo” diría San Pablo, podamos ser
reconducidos por ascendente sendero hacia la Gloria, donde contemplaremos
eternamente extáticos y jubilosos, bienaventurados en su beatificante Luz, al
Amor eterno que no es sino gozo y plenitud en la ofrenda de Si sin reserva.
El
culto pues cristiano animado por el Espíritu Santo no puede ser sino la
comunión con Jesucristo, nuestra Pascua y nuestra vuelta al Padre. Descubrir al
Amor en la ofrenda sacrificial de la Cruz, aceptar tanta excedencia y hacer del
Amor nuestra vocación es en definitiva nuestro culto. Dar culto a Dios el Padre
en el Espíritu Santo no es sino ser “hijos en el Hijo”, haciendo de nuestra
persona y de toda nuestra vida “una víctima viva, santa y agradable”. Quien así
viva como discípulo del Señor Jesús, liberado del pecado y vencedor de la
muerte, atravesando las tinieblas del sufrimiento en el “valle de lágrimas” -resultado
de la caída en la desobediencia-, contemplará para siempre al Amor tal como es,
ofrenda santa y pura, sin reserva alguna, perfecto don de sí, tan lleno de luz,
de gozo y de gloria.
Así el culto cristiano, cuya cumbre litúrgica
es la Eucaristía, cierra la Santa Misa enviándonos a vivir según lo celebrado
para poder acceder a la Liturgia Celeste en la Jerusalén gloriosa. Y el Apóstol
conecta su primer aserto con el siguiente: “Y no se acomoden al mundo presente, antes
bien transfórmense mediante la renovación de su mente, de forma que puedan
distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto.”
Evidentemente
hay un camino por andar, una peregrinación existencial por recorrer. No podrá
hacerlo quien no palpite fuerte y ardientemente su vocación a la Gloria. Solo
así no se quedará pegoteado e instalado en lo que siendo valioso no deja de ser
provisorio: la historia. El “homo viator”, el hombre en camino no puede
acomodarse al mundo presente que pasa sino que busca sintonizar con el Mundo Futuro
que viene. Transita plenamente consciente del tiempo pero con la mirada anhelante
y fija en lo Eterno. Los pies en la tierra pero el corazón en el Cielo.
El
culto pues en nuestra fe cristiana tendrá aquí en la economía siempre un cariz
penitencial. Dar culto a Dios es convertirse para hacer su Voluntad. Una continua
renovación y transformación de nuestra mentalidad y nuestro querer para vivir
según Dios y para vivir hacia Dios. Lo expresa bien la doxología acompañada por
el gesto de elevación de los Dones Eucarísticos de su Cuerpo y Sangre: “Por Cristo, con Él y en Él, a ti Dios
Padre omnipotente en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por
los siglos de los siglos. Amén.”
Aún
no he logrado aceptar –lo confieso- que la Iglesia peregrina en los últimos
tiempos haya perdido tan de vista el horizonte escatológico. Comprendo claro
los procesos históricos y el devenir de las ideas y movimientos culturales que
le han nublado su rumbo. Pero no puedo digerir el hecho de que nos haya
sucedido semejante desconcierto. ¿Hacia dónde camina una Iglesia totalmente
volcada a la vida en el mundo, buscando obsesivamente ajustarse al presente y
al encuentro con el hombre caído al margen de la Gracia para quedarse también postrada
allí con él? ¿Acaso no se da cuenta que se trata de un camino inconcluso,
interrumpido y sin arribo a destino alguno? La exhortación apostólica es tan
clarividente: el cristiano que se acomoda al mundo presente se olvida de quién es
y hacia dónde va. Sin el horizonte trascendente del Cielo Eterno la tierra
efímera de los hombres no es más que un infierno. Quien toma este atajo
engañoso –ajustarse a la mentalidad mundana- puede ponerse en peligro y
deslizarse definitivamente hacia los abismos oscuros de la perenne soledad del
hombre sin Dios. Una comunidad de fe en este equívoco mortal no solo se auto-condenaría
sino que por sobre todo se acusaría y sentenciaría a sí misma por no rescatar y
dejar caída a esa humanidad a la que ha sido enviada en su Nombre. Mayor falta
de Amor no es posible concebir.
Finalmente
pues la amonestación paternal invita a la humildad: “No se estimen en más de lo que
conviene; tengan más bien una sobria estima según la medida de la fe que otorgó
Dios a cada cual.” Roguemos entonces a Dios que nos conceda a todos los
miembros de la Iglesia peregrina aquella fe que vive para hacer su Voluntad y
que le da un culto verdadero en el Espíritu configurándonos en Cristo como
víctimas ofrecidas, vivas, santas y agradables. Entonces celebraremos la Pascua
del Amor y la Iglesia será sacramento de salvación, un puente que une a los
hombres con Dios y los conduce a su Gloria.
-
El Misterio salvífico de la Comunión y la Eucaristía Quisiera contemplar a Jesucristo, como ese Misterio escondido y revelado, [1] e...
-
El Camino de la Salvación encuentra en la Virgen María el modelo más excelente. Ella, como nadie, ha sabido caminar detrás del Señ...