DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 26

 




 QUE CADA UNO TRATE

DE AGRADAR A SU PRÓJIMO PARA EL BIEN,

BUSCANDO SU EDIFICACIÓN (II)

 

Continuemos, ilustre San Pablo, tu enseñanza sobre la Caridad fraterna.

 

“Así pues, cada uno de ustedes dará cuenta de sí mismo a Dios. Dejemos, por tanto, de juzgarnos los unos a los otros: juzguen más bien que no se debe poner tropiezo o escándalo al hermano. - sé, y estoy persuadido de ello en el Señor Jesús, que nada hay de suyo impuro; a no ser para el que juzga que algo es impuro, para ése si lo hay -. Ahora bien, si por un alimento tu hermano se entristece, tú no procedes ya según la caridad. ¡Que por tu comida no destruyas a aquel por quien murió Cristo! Por tanto, no expongan a la maledicencia su privilegio. Que el Reino de Dios no es comida ni bebida, sino justicia y paz y gozo en el Espíritu Santo.” Rom 14,12-17

 

“Juzguen más bien que no se debe poner tropiezo o escándalo al hermano.” Prosiguiendo la lógica del argumento, quien se reconoce del Señor y se devuelve a Él, al mismo tiempo que reconoce que el hermano también le pertenece, puede alumbrar criterios de sano cuidado y solicitud fraterna. Por lo tanto se abstendrá de complicar el proceso de maduración de los demás y estará especialmente atento a discernir en qué situación le halla y cómo ha de acompañar mejor su crecimiento. Ya hemos establecido que no se trata de cuestiones de fondo –como el pecado- sino de usos y costumbres opinables y de estadios diferentes en el itinerario discipular. No tiene pues caridad quien queriendo hacer valer su criterio superior termina humillando, escandalizando o entristeciendo a quien aún no está preparado para dar un paso más.

“¡No destruyas a aquel por quien murió Cristo!” El hermano es sagrado y tocarlo es tocar a Cristo que derramó su Sangre por él. Esta tremenda conciencia del valor de los demás, surgido de la Pascua redentora, haría estremecer nuestra persona entera si le captásemos en toda su magnitud.

“Que el Reino de Dios no es comida ni bebida, sino justicia y paz y gozo en el Espíritu Santo.” He aquí una máxima que ilumina toda la vida fraterna y el discernimiento de la realidad de nuestros vínculos. ¿Es nuestra comunidad cristiana una manifestación del Reino? Para que pueda serlo nuestro trato fraterno debe estar empeñado en que seamos todos llenos de justicia, paz y gozo según el Espíritu de Dios. Fuera pues los pareceres personales que no busquen el imperio de la Caridad sino demostrar que el propio criterio es superior y fuera toda competencia por tener la razón que deje a su paso heridos y maltrechos. Insisto que no se trata de dar lugar al relativismo y al subjetivismo que nos llevarían por fin al individualismo y a la fragmentación. Se trata de “dar por las cosas lo que las cosas valen y no más”. Se trata de respetar al Señor en todos, de cuidar los procesos de maduración de cada uno y de no inmiscuirse atrevidamente en lo que no nos corresponde; porque en definitiva es el mismo Dios quien nos guía y hace crecer a todos según la inestimable Sabiduría de su Caridad.

 

“Toda vez que quien así sirve a Cristo, se hace grato a Dios y aprobado por los hombres. Procuremos, por tanto, lo que fomente la paz y la mutua edificación. No vayas a destruir la obra de Dios por un alimento. Todo es puro, ciertamente, pero es malo comer dando escándalo. Lo bueno es no comer carne, ni beber vino, ni hacer cosa que sea para tu hermano ocasión de caída, tropiezo o debilidad. La fe que tú tienes, guárdala para ti delante de Dios. ¡Dichoso aquel que no se juzga culpable a sí mismo al decidirse! Pero el que come dudando, se condena, porque no obra conforme a la fe; pues todo lo que no procede de la buena fe es pecado.” Rom 14,18-23

 

“La fe que tú tienes, guárdala para ti delante de Dios.” Es decir, comprende y vive en fidelidad a tu propio estado de maduración interior. Actúa según una recta conciencia con libertad delante del Señor y de ti mismo. Vive a la altura de lo que te ha sido dado. “Pero el que come dudando, se condena, porque no obra conforme a la fe; pues todo lo que no procede de la buena fe es pecado.” Pues entonces sé prudente y en la Caridad sé delicado –y en cuanto a todo lo que no sea verdaderamente crucial-, cuida la conciencia de tu hermano y no intentes extrapolar tu propio proceso al suyo. Aunque te parezca que tu modo de proceder es superior y más acertado no le transmitas dudas que no pueda resolver ni le pidas avances que aún no tiene fuerzas para sostener. Si en verdad delante del Señor crees estar más crecido conviértete en una ayuda oportuna para tu hermano: ni le apresures cuando aún no es tiempo ni le permitas retrasarse cuando puede madurar. Amar a tu hermano es ayudarlo a crecer. Y quererlo bien es desear que algún día te supere.

 

“Nosotros, los fuertes, debemos sobrellevar las flaquezas de los débiles y no buscar nuestro propio agrado.  Que cada uno de nosotros trate de agradar a su prójimo para el bien, buscando su edificación; pues tampoco Cristo buscó su propio agrado, antes bien, como dice la Escritura: Los ultrajes de los que te ultrajaron cayeron sobre mí. En efecto todo cuanto fue escrito en el pasado, se escribió para enseñanza nuestra, para que con la paciencia y el consuelo que dan las Escrituras mantengamos la esperanza.” Rom 15,1-4

 

Finalmente al cierre no hay mucho más que comentar. Queda resonando, claro, que la Caridad pide a cada uno que ame a sus hermanos despojándose de los propios intereses y buscando para ellos todo bien y toda edificación en Cristo. Y justamente contemplando al Señor que en la Cruz nos dejó todo su legado y nos marcó el rumbo del camino. También este pasaje de la Escritura Santa sea para nosotros y nuestras comunidades fuente inagotable de paciencia fraterna y de aquel consuelo que da la Caridad engendrando la Esperanza en toda la Iglesia de Dios.

 

“Y el Dios de la paciencia y del consuelo les conceda tener los unos para con los otros los mismos sentimientos, según Cristo Jesús, para que unánimes, a una voz, glorifiquen al Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo. Por tanto, acójanse mutuamente como los acogió Cristo para gloria de Dios.”  Rom 15,5-7


DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 25

 



QUE CADA UNO TRATE

DE AGRADAR A SU PRÓJIMO PARA EL BIEN,

BUSCANDO SU EDIFICACIÓN (I)

 

“Acojan bien al que es débil en la fe, sin discutir opiniones. Uno cree poder comer de todo, mientras el débil no come más que verduras. El que come, no desprecie al que no come; y el que no come, tampoco juzgue al que come, pues Dios le ha acogido. ¿Quién eres tú para juzgar al criado ajeno? Que se mantenga en pie o caiga sólo interesa a su amo; pero quedará en pie, pues poderoso es el Señor para sostenerlo. Este da preferencia a un día sobre todo; aquél los considera todos iguales. ¡Aténgase cada cual a su conciencia! El que se preocupa por los días, lo hace por el Señor; el que come, lo hace por el Señor, pues da gracias a Dios: y el que no come, lo hace por el Señor, y da gracias a Dios.” Rom 14,1-6

 

Continuamos contigo, querido San Pablo, ocupados en un buen y delicado ejercicio de la caridad en la comunidad cristiana. Evidentemente has tenido que ayudar a distender disputas surgidas entre los hermanos en torno al consumo de alimentos que algunos creían permitidos y otros no. Veamos algunos criterios muy iluminadores que nos brindas.

“Acojan bien al que es débil en la fe”. Supongo que casi todos hemos presenciado o protagonizado discusiones al interno de la vida fraterna por cuestiones nimias: meras costumbres humanas, criterios subjetivos, acentos de personalidad, sensibilidades anímicas diversas y más de este estilo. Otras veces pudieron ser aspectos algo más profundos como prácticas piadosas y devocionales, carismas o inclinaciones hacia algún modo de espiritualidad, tal vez comprensiones teológicas divergentes en diferentes campos. ¿Pero en verdad era tan importante sostener una discusión al respecto y pretender ganarla?

Por supuesto que hay asertos fundamentales y objetivos que nos obligan a todos a adherirnos en una misma Fe en clave de comunión eclesial. Lo que afecta a nivel dogmático, lo que es un  dato de Fe que aporta la Revelación y lo que ha sido solemnemente definido por el Magisterio, se encuentran en la cumbre de la jerarquía de verdades recibidas por la Iglesia. Sin embargo hay niveles diversos que piden asentimientos diversos y siempre todo proceso debe ser animado por la Caridad.

 En la práctica, en la actualidad es tan deficitaria la formación en el conocimiento de nuestra Fe común, tal el grado de confusión doctrinal y la decadencia de la vida virtuosa, que inevitablemente nos enroscamos en disputas que frecuentemente nos llevan a rompimientos y roturas intra-eclesiales. En verdad sostenemos tantas controversias a veces vividas con vehemencia que en cambio habilitarían por su carácter un sano disenso y libertad en la caridad. Por debajo de las ofuscaciones y peleas, ¿no habrá el intento de imponernos o una dificultad a admitir al que piensa y siente diferente en cuestiones opinables? Nunca hay que descartar la incidencia de la tentación y del pecado en el trasfondo.

Además el Apóstol apunta a un detalle crucial: ¿quién es el hermano con quien discutes?, ¿en qué momento de su crecimiento en la fe se encuentra?, ¿con este intercambio le ayudas o le dificultas su camino? Porque al niño de jardín de infantes no intento enseñarle análisis matemático, no renuncio a hacerlo pero entiendo que debo esperar el tiempo oportuno. También en la vida fraterna hay que saber acompañar con solicitud el proceso de nuestro prójimo. ¡Claro que esto no puede ser nunca una excusa para convalidar el pecado! Pero siempre debemos tener presente que ni nosotros mismos hemos llegado a nuestro actual estado sin un camino recorrido. ¿O a un recién converso le impondremos la disciplina propia de un monje? ¿O le exigiremos al laico que sostenga una vida de oración según las obligaciones de estado de un clérigo o consagrado?

“Dios le ha acogido. ¿Quién eres tú para juzgar al criado ajeno? Que se mantenga en pie o caiga sólo interesa a su amo; pero quedará en pie, pues poderoso es el Señor para sostenerlo.” Obviamente en la Iglesia hay autoridades legítimas, constituidas por el Señor, que disciernen y juzgan en su Nombre. Su servicio pastoral justamente es la animación y conducción, la enseñanza y santificación del Pueblo de Dios. Sin embargo, tanto en el ejercicio de la jerarquía como en la horizontalidad fraterna de los bautizados, rige este principio fundamental: “no son nuestros, son del Señor”, los hermanos son de Quien los eligió y llamó a su compañía. Por tanto todo juicio de discernimiento sobre el prójimo debe hacerse en el Señor, receptando y favoreciendo el proceso de Gracia que Él va llevando adelante. Amar a Dios es también amarlo en los hermanos, amar su Señorío sobre nuestros prójimos, amar su forma de obrar en ellos moldeándolos, ponernos siempre del lado de la Sabiduría del Espíritu Santo renunciando a criterios propios que a veces carecen de sentido sobrenatural.

“¡Aténgase cada cual a su conciencia! (Si) lo hace por el Señor…” No se trata de un subjetivismo sino de lo que llamamos “recta conciencia”. Insisto que se trata de cuestiones opinables –en este caso prácticas piadosas en cuanto a la ingesta de alimentos- donde no existe la obligación de atenerse a una norma única objetivada para todos, o la única norma rectora y fundamental sigue siendo guardar la caridad. “No matarás” o “santificarás las fiestas” son por ejemplo preceptos claros cuya interpretación al aplicarlos a diversas circunstancias puede admitir matices que disminuyan o incluso excluyan la responsabilidad personal al no cumplirlos; pero nunca será lícito contradecir la veracidad del mandato o relativizarlo como un imperativo moral.  En cambio: ¿Qué es mejor rezar el Rosario o la Coronilla, hacer ayuno a pan y agua o limitarse a comer verduras, hacer la Adoración Eucarística pública en silencio o animada por cantos o con reflexiones, recibir la Sagrada Comunión en la boca o en la mano, parado o de rodillas? ¿Si no hago el retiro espiritual que propone tal Movimiento no conozco en verdad a Cristo y no he alcanzado una real conversión? ¿Si no rezo según los usos de tal corriente espiritual no actúa en mí el Espíritu?

Sin duda necesitamos invertir más energía y tiempo en la formación de una “recta conciencia” en los discípulos de Jesucristo para que su discernimiento moral sea más maduro y más eficazmente fecundado por la Caridad de Dios.

 

“Porque ninguno de nosotros vive para sí mismo; como tampoco muere nadie para sí mismo. Si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así que, ya vivamos ya muramos, del Señor somos. Porque Cristo murió y volvió a la vida para eso, para ser Señor de muertos y vivos. Pero tú ¿por qué juzgas a tu hermano? Y tú ¿por qué desprecias a tu hermano? En efecto, todos hemos de comparecer ante el tribunal de Dios,  pues dice la Escritura: ¡Por mi vida!, dice el Señor, que toda rodilla se doblará ante mí, y toda lengua bendecirá a Dios.” Rom 14,7-11

 

Y de pronto, estimado Apóstol, de lo cotidiano y a veces pedestre, te elevas de nuevo a la contemplación del Misterio y con su Luz nos muestras tanto el fundamento sólido como el camino abierto. ¡Cómo se extraña a veces en la Iglesia peregrina impactada por la Modernidad esta capacidad de remontarse al Misterio! Nuestras predicaciones, reflexiones teológicas y discernimientos pastorales a menudo carecen de profundidad y elevación sobrenatural.

 

“Porque ninguno de nosotros vive para sí mismo; como tampoco muere nadie para sí mismo.”

Pues en verdad solo me quedaría repitiendo una y otra vez estas expresiones. Quizás las traduciría también así: “No me pertenezco”. “Soy de Otro”. “No puedo ni debo vivir solo a mis anchas”. “Mi vida no es mía es de Quien me la ha dado”. Sin esta convicción, ¿en serio pensamos que podremos alcanzar una “recta conciencia” y un auténtico ejercicio de la Caridad según Dios?

 

“Si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos.”

 

Obviamente, solo en la concretes de una personal Alianza de Amor, esta verdad resuena y se amplifica con todo su alcance. Por tanto la cuestión de la vida espiritual no es un lujo para gente ociosa que debería ponerse a trabajar más pastoralmente y contemplar menos. La contemplación es justamente el punto crucial donde el Amor de Dios acogido en la profundidad del corazón hace madurar a las personas en la unión con Jesucristo.

 

 “Así que, ya vivamos ya muramos, del Señor somos. Porque Cristo murió y volvió a la vida para eso, para ser Señor de muertos y vivos.”

 

Y solo quien ha llegado a este punto del itinerario: “yo, tú y todos somos de Dios”, podrá con recta conciencia encarnar la Caridad. Solo aquí, en esta conversión radical a la Gracia y en este devolvernos al Señor sin reservas, la Pascua redentora derrama toda su Luz vivificante y transformadora de la realidad y de nuestros vínculos.


DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 24

 



ES YA HORA DE LEVANTARSE DEL SUEÑO

 

“Y esto, teniendo en cuenta el momento en que vivimos. Porque es ya hora de levantarse del sueño; que la salvación está más cerca de nosotros que cuando abrazamos la fe. La noche está avanzada. El día se avecina. Despojémonos, pues, de las obras de las tinieblas y revistámonos de las armas de la luz. Como en pleno día, procedamos con decoro: nada de comilonas y borracheras; nada de lujurias y desenfrenos; nada de rivalidades y envidias. Revístanse más bien del Señor Jesucristo y no se preocupen de la carne para satisfacer sus concupiscencias.” Rom 13,11-14

 

Tras invitarnos a una caridad sin fingimiento, una caridad que es cumplimiento y plenitud de la entera Ley de Dios, ahora San Pablo nos exhortas a darnos cuenta de la hora en que vivimos. Esta hora, sin duda es la hora de Jesucristo y de su Pascua.

“Es ya hora de despertarse del sueño.” No puede el cristiano permanecer adormilado sino despabilarse, ponerse en alerta. El Apóstol en sus escritos citará la fracción de un cántico o himno precedente –tal vez una antífona- que se entonaba probablemente en las primitivas liturgias de la comunidad: “Despierta tú que duermes, y levántate de entre los muertos, y te iluminará Cristo.” (Ef 5,14) Porque tenían conciencia en aquella generación inicial del significado del acontecimiento Jesucristo, de su Encarnación y Resurrección de entre los muertos, que sin duda lo cambiaba todo. Verdaderamente se sabían ubicados en la plenitud de los tiempos, en el momento de la consumación de la obra de Dios, en la inminencia del Día de la Salvación. Y en verdad nosotros deberíamos tener la misma percepción. No importa los días, centurias y milenios que transcurran, el momento sigue siendo el mismo, ya hemos sido introducidos en “aquel Domingo que no conoce ocaso”.

“La salvación está más cerca de nosotros que cuando abrazamos la fe.” Aquí el pensamiento paulino se levanta hacia el horizonte escatológico, que si bien ha sido inaugurado por la Encarnación del Verbo y manifestado en su Pascua, aún espera la plena consumación por la segunda venida en Gloria o Parusía. Pero la imagen habla también de un dinamismo en el proceso de la fe vivida: se ha caminado, se ha crecido y madurado, no se está en el punto inicial del proceso de fe sino más cercanos a su conclusión histórica.

No puedo evitar una lectura espiritual en clave personal. ¿La Salvación de Dios está más cerca de mí hoy que cuando comencé la aventura del seguimiento de Jesucristo? ¿En verdad he caminado, crecido y madurado rumbo a la Alianza definitiva con mi Señor? ¿Mi vida se orienta claramente hacia Cristo y atraída corre a su encuentro?

“La noche está avanzada. El día se avecina.” El gran San Juan de la Cruz hablará en estos términos acerca de la Unión transformante o Matrimonio espiritual o Bodas místicas con el Esposo. Se trata de ese momento clave en el cual en medio de la noche comienza a irrumpir la luz de la alborada. Aquí en San Pablo refiere a la vecindad de la Gloria Eterna –toda Luz- que va poniendo fin a la noche de la historia. Ya se acerca para quienes despiertan del sueño el Día de la Resurrección, la participación eterna en el triunfo de Cristo.

Y entonces el Apóstol magistralmente describe los movimientos propios del que despierta con dos verbos: despojarse y revestirse.

“Despojémonos, pues, de las obras de las tinieblas y revistámonos de las armas de la luz.” No puede sino aparecer con toda su fuerza el tema de una renovada conversión de vida. Despojarse del pecado, es decir, salir de las tinieblas donde se duerme el sueño de la muerte. Revestirse para el Día inminente que se avecina, ya está por despuntar el alba. Pero en esta hora clave no falta el combate: hay que tomar las armas de la Luz, de la Vida Nueva en Cristo, colocarse la armadura de la Gracia. A veces desperezarse lleva un tiempo y todavía tiene fuerza la tentación de volver al sueño. La oscuridad es pegajosa y nos retiene. Habrá que romper definitivamente con las tinieblas y dejarlas atrás. Como en pleno día, procedamos con decoro: nada de comilonas y borracheras; nada de lujurias y desenfrenos; nada de rivalidades y envidias.” Obviamente San Pablo conoce muy bien los vicios, impurezas y limitaciones de los discípulos y de las comunidades. Nuestra propia lista seguro contendrá estos ejemplos y muchos más.

Finalmente con total contundencia nos exhorta a identificar nos con el Señor Jesús. Revístanse más bien del Señor Jesucristo y no se preocupen de la carne para satisfacer sus concupiscencias.” Habrá que dejar de vivir de un modo meramente carnal, mundano diríamos, y llevar una Vida Nueva en Cristo.

¡La hora sigue estando cerca y el clarear del Día inminente! ¿Qué esperas? ¡Despierta!

 

 

DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 23




LA CARIDAD ES LA PLENITUD DE LA LEY

 

 “Con nadie tengan otra deuda que la del mutuo amor. Pues el que ama al prójimo, ha cumplido la ley. En efecto, lo de: No adulterarás, no matarás, no robarás, no codiciarás y todos los demás preceptos, se resumen en esta fórmula: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. La caridad no hace mal al prójimo. La caridad es, por tanto, la ley en su plenitud.”  Rom 13,8-10

 

Amadísimo San Pablo, otra vez nos encontramos con tus consejos de oro que debieran ser grabados a fuego en nuestros corazones. Seguimos meditando sobre la caridad cristiana.

“Con nadie tengan otra deuda que la del mutuo amor.” Cabría preguntarse de dónde nos ha salido esta deuda, cuándo y cómo la hemos contraído. Diría que de dos maneras.

Lo más inmediato por nuestra vocación de discípulos del Señor Jesús. ¿Has sido llamado y has comenzado a seguirle por el camino? Pues bien, recuerda la ley central del seguimiento de Cristo, “el carozo del Evangelio” como se afirma: “Ámense unos a otros como Yo los he amado. En esto conocerán que son mis discípulos.” Porque el Amor es nuestra vocación, porque Dios es Amor y entonces nos debemos al Amor y debemos el Amor con que Él nos ha amado.

En el fondo de la cuestión porque Cristo murió por todos para salvarnos. Por Amor se entregó a Si mismo a la muerte para rescatarnos y pagó el precio de nuestra redención. Hemos sido comprados a precio de su Sangre derramada en la Cruz. Y como consecuencia ya no hay otra posibilidad que amar al prójimo. ¿Cómo aborrecer o dañar a aquel por quien Cristo se inmoló? ¡Cuando no amamos a los hermanos nos ponemos en contra del Señor que está a favor de Él mediante su Pascua! ¡Esta conciencia de que no amar es contradecir la obra de Cristo es una tremenda conmoción, que lamentablemente nos falta y tenemos poco presente!

Todos hemos contraído una deuda de Amor al reconocer que nos ha amado primero y se ha entregado por nosotros, por nuestra salvación. Como todos tenemos abierta una nota de crédito inmensa: debemos ser amados porque Cristo nos amó.

“Pues el que ama al prójimo, ha cumplido la ley.”  Ya que al fin, la Ley Viva no es sino el mismo Jesucristo. Nuestra ley es permanecer en comunión con la mente y el corazón del Señor. En Cristo, el Amor de Dios se ha revelado y manifestado en plenitud. Él “pasó haciendo el bien”.

Amar al prójimo por Amor y con Amor de Cristo es la ley. Por tanto amamos a los hermanos cuando los amamos en Cristo y hacia Cristo. Amar es invitar a participar y permanecer en el Amor que Dios nos ofrece. No hay mayor amor que ayudar al hermano a encontrarse con el Señor y hacer Alianza con Él.

Los mandamientos del Decálogo en los cuales se trata sobre la convivencia entre los hombres se pueden resumir en uno: “ámalos como te amas a ti”. ¡Claro, si es saludable el amor que tienes por ti! Pues hay quienes se aman de menos o de más. Ni los soberbios ni los acomplejados pueden acceder a un amor sano sino curan sus heridas. Excedidos en el amor propio o con falta de él, solo podrán entablar relaciones asimétricas de dominio o sumisión. Se bloquea así el intercambio y la reciprocidad tan propios del amor.

Porque “ámalos como a ti mismo” no solo supone no hacerles el mal que no quisieras que te hagan, sino aún más generosamente, hacerles el bien que tu esperas recibir.

¿Y acaso es posible un sano y virtuoso amor por uno mismo? ¿Cómo? Sin duda dejándonos amar por Dios. Partiendo de su Amor, aprender a amarnos como Él nos ama. Él nos mira con verdad, contemplando tanto la realidad que encuentra como la potencialidad que somos y la plenitud hacia la cual nos creó. Su Amor nos ayuda a aceptarnos y a esperar en sus promesas, confiando llevará a buen término –con su Gracia y nuestra fidelidad-, la obra que ha comenzado. Su Amor hace posible que podamos mirarnos como Él nos mira. Más aún, en esa escuela de reconciliación que engendra alegría y esperanza, también nos auxiliará a mirar a los hermanos con sus ojos. Y bajo la Luz del Amor divino se curan las heridas, se exorciza el mal y crece el bien en plenitud. Bajo la Luz del Amor divino florecen la humildad serena y el cálido agradecimiento.

“La caridad es, por tanto, la ley en su plenitud.” Dado que quien vive en caridad está unido a Cristo y Cristo es la ley suprema y viviente que por su donación nos da acceso a la Gloria de la Alianza Eterna. Podríamos concluir, el Amor da Salvación.


 

DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 22





 UNA CARIDAD SIN FINGIMIENTO

 

Con exquisita delicadeza, admiradísimo San Pablo, nos describes el ejercicio de la Caridad cristiana en plan de alcanzar una madura santidad.

 

“La caridad de ustedes sea sin fingimiento; detestando el mal, adhiriéndose al bien; amándose cordialmente los unos a los otros; estimando en más cada uno a los otros; con un celo sin negligencia; con espíritu fervoroso; sirviendo al Señor…”  Rom 12,9-11

 

“La caridad de ustedes sea sin fingimiento”. Porque verdaderamente es tan bello y luminoso un ambiente cristiano donde los hermanos se aman de verdad, con simplicidad y transparencia. Lamentablemente no siempre experimentamos así el clima de nuestras comunidades. Aún  no liberados totalmente del pecado y con nuestra naturaleza inmadura y lastimada, solemos dar lugar a los acomplejamientos y sospechas, engendrando desconfianza y competitividad, un juego retorcido de impostaciones y máscaras, recelos y temores y quien sabe qué más; la enumeración es tediosa de elencar. La comunidad cristiana requiere pues siempre de una gran dosis de purificación de aspectos personales y revisión de prácticas y dinamismos que se nos instalan. La corrección fraterna se torna tan necesaria como esquivada, justamente cuando la caridad tiene sesgos de fingimiento y la libertad para la interrelación se encuentra condicionada, tensa y enredada.

“Detestando el mal, adhiriéndose al bien”. Principio clásico de la vida moral y regla de oro de su discernimiento –enseñado por la Escritura- y ahora aplicado a la vida común. Amarse sin fingimiento y, por tanto sin renuncias acomodaticias, o sea sin concesiones impropias a una mentalidad empecatada y dominada por los falsos respetos humanos de este mundo, será simplemente ayudarnos mutuamente a salir del mal y perseverar en el bien. La Caridad sin fingimientos, la Caridad de Dios reinando entre los cristianos, significa amarnos para la santidad, buscando que el hermano sea santo, ayudándonos mutuamente a permanecer en santidad.

“Amándose cordialmente los unos a los otros; estimando en más cada uno a los otros”. Este amor cordial, que involucra el corazón como ese centro espiritual profundo donde Dios se manifiesta y transforma a la persona desde dentro, se verifica en la inclinación a poner a los demás por encima de nosotros mismos. Es la Caridad de Cristo que “no vino a ser servido sino a servir y dar su vida en rescate por muchos”. Caridad de Cristo revelada en plenitud en la Cruz y anticipada de tantas formas como en la parábola del buen samaritano y en los gestos de la última cena, el lavatorio de los pies y claro en la institución de la Eucaristía. Así el mismo Apóstol lo indica en Filipenses 2,5 introduciendo famoso himno: “Tengan los mismos sentimientos de Cristo Jesús”.

“Con un celo sin negligencia; con espíritu fervoroso; sirviendo al Señor.” Apasionados en el amor fraterno, sirviendo al Señor Jesucristo en los hermanos para que su persona crezca más y más en ellos, cuidándolos con solicitud para que permaneciendo en la Caridad de Dios vivan santamente. Así podríamos quizás traducirlo. ¡Qué paraíso una comunidad cristiana que alcance semejante estatura en Gracia!

 

“Con la alegría de la esperanza; constantes en la tribulación; perseverantes en la oración;  compartiendo las necesidades de los santos; practicando la hospitalidad.” Rom 12,12-13

 

¡Cuán magistralmente presentas los frutos de esta comunidad cristiana –auténticamente fraterna- que practica una Caridad sin fingimientos según Dios! En medio del mundo de los hombres resplandece tan serenamente madura y libre. Persevera alegre y llena de esperanza porque sabe de Quien le viene la Vida, de Quien la recibe y Quien se la asegura. Fundada y cimentada en Cristo persevera en las tribulaciones con el buen temple de esa fe informada por el amor que engendra la esperanza. Pero este buen ánimo lo ejercita en la oración constante, en el permanente ofrecerse a sí misma y todo cuanto es y transita, abandonándose entre las manos del buen Dios y Padre. Así florece compartiendo las vicisitudes de los santos y siendo regazo hospitalario para cuantos lo requieran.

 

“Bendigan a quienes los persiguen, no maldigan.  Alégrense con los que se alegran; lloren con los que lloran.  Tengan un mismo sentir los unos para con los otros; sin complacerse en la altivez; atraídos más bien por lo humilde; no se complazcan en su propia sabiduría.” Rom 12,14-16

 

De este modo la comunidad cristiana, desde el Señor y bajo su impronta, es fuente de bendición para todos, incluso para quienes traman daños en su contra. Claramente presumimos aquí la identificación con su Maestro que la guía por los senderos que conducen a la Cruz y que desde el comienzo de su ministerio público les ha exhortado: “Bienaventurados ustedes cuando los persigan e injurien a causa de mi Nombre”.

Esta fraternidad verdaderamente caritativa sintoniza con sus interlocutores y su situación vital: llora con los que lloran y se alegra con los que ríen, canta con los que festejan y hace duelo con los sufridos, anhela con los que buscan y alaba a Dios con quienes encuentran. La caridad de Cristo reina en el temple comunitario y le inspira en el trato con sus contemporáneos. Se cumple pues la vocación de la Iglesia como mediación de la presencia fiel del Señor Jesús, continuidad de su mirada compasiva y de sus manos sanadoras en medio del mundo de los hombres.

“Atraídos por lo humilde”. Esta clave fundamental no solo ad intra es humos de comunión y de sinergia, sino que ad extra garantiza la rectitud de un servicio y misión sellados por la gratuidad. Porque si podemos afirmar de la virtud de la humildad que cuida la puerta como fiel guardiana de la casa del alma y que un sano crecimiento en la vida espiritual no puede realizarse sino de su mano, ¡cuánto más debemos desear y cuidar que en las puertas de la Iglesia de Dios la humildad reine y custodie la casa!

 

“Sin devolver a nadie mal por mal; procurando el bien ante todos los hombres: en lo posible, y en cuanto de ustedes dependa, en paz con todos los hombres; no tomando la justicia por cuenta suya, queridos míos, dejen lugar a la Cólera, pues dice la Escritura: Mía es la venganza: yo daré el pago merecido, dice el Señor. Antes al contrario: si tu enemigo tiene hambre, dale de comer; y si tiene sed, dale de beber; haciéndolo así, amontonarás ascuas sobre su cabeza. No te dejes vencer por el mal; antes bien, vence al mal con el bien.” Rom 12,17-21

 

“No te dejes vencer por el mal; antes bien, vence al mal con el bien.” Una comunidad cristiana pacífica –que no ingenua o débil-, sino robusta en la Caridad. Pues la Iglesia es llamada a un adulto realismo: hará el bien a todos en cuanto de ella dependa, sabiendo que ese bien puede ser ignorado o rechazado, o que pueden devolverle injusticia a cambio de su amor. No se desanimará ni se degradará rebajándose a pagar con la misma moneda. Dios es Justo y el juicio está en su mano y allí debe quedarse, en el ámbito de su Voluntad y Sabiduría. El Dios Santo y Misericordioso es el mismo Dios del Juicio y la Retribución. Por tanto a tus enemigos hazles el bien a cambio del mal y en todo caso tu Caridad dará testimonio frente a Dios del desvío de sus corazones. No te amargues ni que su agresión confunda tu mente y descarrile tu corazón. Por la Caridad ejercida en la animosidad contra ti invítalos al arrepentimiento y la penitencia y si se convierten al Señor habrás ganado hermanos. Sino al menos no te habrás perdido a ti misma y quedarás en paz dejando todo Juicio a tu Dios.

“Una caridad sin fingimiento”. Ha sido el latiguillo constante que nos ha animado durante esta meditación. Roguemos al Espíritu Santo que derrame abundantemente la Caridad de Dios en su Iglesia. Que nuestras comunidades cristianas vivan en constante conversión al Amor de Dios, para vivirlo y testimoniarlo con alegría y paz, en todos los caminos del mundo y sobre todo en las alturas de la Cruz.


DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 21

 




UN SOLO CUERPO EN CRISTO

 

“Pues, así como nuestro cuerpo, en su unidad, posee muchos miembros, y no desempeñan todos los miembros la misma función, así también nosotros, siendo muchos, no formamos más que un solo cuerpo en Cristo, siendo cada uno por su parte los unos miembros de los otros. Pero teniendo dones diferentes, según la gracia que nos ha sido dada, si es el don de profecía, ejerzámoslo en la medida de nuestra fe; si es el ministerio, en el ministerio; la enseñanza, enseñando; la exhortación, exhortando. El que da, con sencillez; el que preside, con solicitud; el que ejerce la misericordia, con jovialidad.” Rom 12,4-8

 

¿Qué hemos hecho nosotros hoy, estimado San Pablo, con la Iglesia que ustedes los Apóstoles nos han legado?

Porque tú –que no solo aquí utilizas la analogía del cuerpo- y los demás varones apostólicos, tenían claro el principio fundamental de la eclesiología: la Iglesia es de Cristo, se funda en Cristo y sin Cristo no hay Iglesia. ¡En Cristo! Un axioma tan simple, evidente y de sentido común. Así la Iglesia en los orígenes, bajo esta sólida y apasionada convicción –“somos la Iglesia de Cristo”- crecía y se expandía y también podía hallar cohesión y unidad.

En este pasaje nos lo enseñas y además nos exhortas. El cuerpo es uno, somos como Iglesia un cuerpo en Cristo. Y cada uno de nosotros somos miembros de Cristo por su cuerpo la Iglesia. Esto supone una conciencia doctrinal y vital: ya no nos pertenecemos a nosotros mismos pues somos de Cristo, “un pueblo de su propiedad” como canta la Liturgia con toda su resonancia bíblica. He aquí el status básico de todo cristiano, su vocación y su dignidad: somos de Cristo que nos ha llamado, elegido y reunido en su Iglesia.

Pues entonces esta pertenencia de todos a Cristo nos hace a unos miembros de los otros en un solo cuerpo. No solo es el Señor el cimiento sobre el cual se funda sino también el vínculo de ligazón –ya lo expresarás con aquella imagen de Cristo como piedra angular que traba toda la edificación-. La identificación eclesial con Cristo posibilitaba que la originalidad propia de cada hermano pudiese confluir en la convivencia comunitaria. El Señor había asignado a cada quien su función en el cuerpo y le había dotado de carismas y dones para ejercitarla en ese  mismo cuerpo. Quien profetizaba era llamado a hacerlo en Cristo –y según Cristo- para sus hermanos los otros miembros en favor de un mismo cuerpo: tal era la medida de la fe propuesta y esperada. Por tanto, “si es el ministerio, en el ministerio; la enseñanza, enseñando; la exhortación, exhortando”, es decir cada quien en el lugar asignado por Dios y fiel al don concedido, responsable de su ejercicio frente al Señor y a los hermanos. Pero además, “el que da, con sencillez; el que preside, con solicitud; el que ejerce la misericordia, con jovialidad”. La adjetivación acerca del modo de ejercitarse como miembro del cuerpo se indica como prevención de conflicto o disgregación, apuntando a sostener la cohesión eclesial en la unidad que da la Caridad que es Dios.

Así la verdad acerca de la identidad de la Iglesia se proclamaba con paz y gozo pues básicamente se trataba de una experiencia de Amor. La Iglesia era y quería ser el Pueblo nacido del Amor de Cristo manifestado en su Pascua y era el ambiente fraterno donde se podía caminar juntos, permaneciendo y creciendo en la Vida Nueva hacia la Gloria, cuando la esposa se reencontrara plena y definitivamente con su Esposo.

Hoy no dudo que estas afirmaciones sean teóricamente sostenidas pero prácticamente se han tornado arduas. ¿Qué nos ha pasado? No estoy apuntando al pecado personal con sus diversas variantes que siempre lastiman al cuerpo eclesial; sino a una situación cultural muy extendida. Pues desde hace tiempo viene llegando hasta nuestros días la Modernidad. No pretendo abordarla en tan pocas líneas pero sin duda este movimiento  sostiene la elevación del sujeto como uno de sus estandartes centrales. La primacía del individuo y sus derechos ha introducido un serio interrogante en la interacción entre la persona y la comunidad. Esta relación se ha tornado crispada y conflictiva. ¿Quién prima, instrumentaliza y limita a quién? ¿La comunidad al individuo o viceversa? Porque los sistemas de pensamiento han partido de cierta sospecha al parecer: en el naturalismo el individuo bueno es corrompido por el contacto con la sociedad y debe apartarse o mantenerla bajo vigilante distancia, en el idealismo el individuo alcanza su cumbre paradójicamente en la des-individuación y auto-conciencia en el espíritu absoluto y en el racionalismo se erige como pensamiento fundante y abarcativo de la realidad. Obviamente hago una síntesis simplista. Pero las consecuencias se leen por sus huellas en la historia.

Frente a los individuos rebeldes y remisos a ser reducidos a lo común la comunidad elabora estrategias uniformantes y totalitarias. Los individuos para resistir en su originalidad derivan en el relativismo y la anarquía. La fragmentación y el permanente conflicto de intereses parciales son propios de una cultura que no encuentra su fundamento aglutinante, ese dinamismo que haga converger a todos hacia sí y armonice la convivencia. Los procesos modernos han terminado –se los considere posmodernos o no- en un biocentrismo ecologista extremo que ve en el hombre todo el mal que sufre el mundo o en un falso endiosamiento de la subjetividad que no resiste la existencia de Dios y de un horizonte objetivo precedente. Un intento de suplantación ha surgido: el Estado en lugar de Dios y la política en vez de la Caridad. Me temo que muerto Dios, muerto el hombre. El horizontalismo revolucionario, negando el eje vertical y trascendente, nos ha sumido a todos en la ley de la selva –el hombre lobo del hombre y la supremacía del más fuerte- o en la sumisión a transitar anestesiados en un proyecto globalizado de consentida esclavitud conformista.

¿Los vientos de las doctrinas modernas han impactado de lleno en la Iglesia peregrina? Algo de ello habrá en ese tufillo cotidiano que huele a que la Iglesia es nuestra, demasiado nuestra. En ese obsesivo interés de inclinarlo todo reverencial, funcional y servilmente hacia el hombre, incluso a Dios y su Revelación. De hecho el espíritu de la época y la adaptación a la cultura vigente van erigiéndose como ley y medida para la valoración de lo auténticamente eclesial. ¿Y de dónde sino esta acentuación ideológica en la que se enciende el debate interno entre derechas e izquierdas, conservadores y progresistas? ¿De dónde este afán de democratización que tiene que ser empujado o por una autoridad absolutista –nepotista y poco colegial- o por una relativización doctrinal de los principios contenidos en el mismísimo Depósito de la Fe? También el cuerpo eclesial últimamente se manifiesta como disgregado y roto. Asombrosamente se vuelve habitual la retirada de sus miembros hacia una fe privatizada y rediseñada a medida del beneficiario. Como las estrategias de comunicación que instrumentalizando la participación de todos terminan asegurando que toda la vida eclesial quede en las manos de cada vez más pocos encumbrados. ¿Quizás también hayamos sido tentados por un fraternalismo horizontal y relativista?

Espero no haber sido inoportuno con mi digresión. Pero al dialogar con San Pablo y su analogía de la Iglesia como Cuerpo de Cristo no he podido sino querer religar a los suyos con su único Señor. ¿No debemos convertirnos y volver a Cristo? Sólo en Él podremos reconocernos verdaderamente hermanos y la originalidad de nuestras personas –con sus múltiples dones y carismas- converger en la unidad de un solo cuerpo. No hay cohesión gozosa posible que no surja de la Pascua y de Pentecostés. Al debilitar el teocentrismo eclesial, suplantándolo por un antropocentrismo moderno, lo que dejamos fuera de la Iglesia es nada más y nada menos que el Amor. ¿Con más hombre y cultura epocal a costa de menos Jesucristo y Revelación habrá más Caridad? Me temo que una Iglesia así se volvería inhospitalaria y caminaría como envuelta entre tristes sombras y angustiosas tensiones. Para mantenerse unida no le quedaría sino el recurso a una expectativa pueril y paternalista colocada sobre uno o más “iluminados fratres” y en su habilidad para hacer política. Sería la involución y el descenso de la Iglesia a una organización meramente mundanal.

 

 

DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 20

 





OFRÉZCANSE USTEDES MISMOS

COMO VÍCTIMAS VIVAS, SANTAS

Y AGRADABLES A DIOS

 

¡Qué privilegio Apóstol San Pablo, columna de la Iglesia, comentar estas expresiones tuyas tan inspiradas e inspiradoras! Con letras indelebles han quedado grabadas en la espiritualidad de la fe cristiana y esperan siempre ser marcadas a fuego en todos los corazones de los discípulos del Señor Jesús.

 

“Les exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, que ofrezcan sus cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios: tal será su culto espiritual. Y no se acomoden al mundo presente, antes bien transfórmense mediante la renovación de su mente, de forma que puedan distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto.  En virtud de la gracia que me fue dada, les digo a todos y a cada uno de ustedes: No se estimen en más de lo que conviene; tengan más bien una sobria estima según la medida de la fe que otorgó Dios a cada cual.” Rom 12,1-3

 

¡Tres consejos de oro y titanio, tan actuales por demás!

 

“Ofrezcan sus cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios: tal será su culto espiritual.” Porque el verdadero culto que agrada a Dios es el de la ofrenda de sí mismo por amor. ¿O qué otro lenguaje esperábamos que hablase Dios, el Padre, que no dudó en enviar a su propio Hijo a la muerte para rescatarnos? ¡Ese Padre que junto al Hijo nos envió también al Espíritu Santo Paráclito para que nos introdujera en la plenitud del Misterio de Cristo revelado gloriosamente en su Pascua! ¿En serio alguien espera aún que el Señor dialogue con nosotros sin referenciarnos siempre al lenguaje maduro del amor puro y santo que es el lenguaje del Sacrificio y de la Cruz?

El culto cristiano es esencialmente ofrenda a Dios y ofrenda al prójimo. El amor cristiano es centralmente seguimiento de Jesucristo y entrega voluntaria de la propia vida por amor. El “don de sí”, la sagrada inmolación para liberar del pecado, rescatar de la muerte y comunicar vida, es la acción cultual por excelencia en nuestra fe.

Podríamos afirmar que se trata de un culto “extático”. Pues un “éxtasis” propiamente es un vivir enteramente en el Amado, un estar volcado sin reserva, dado enteramente por amor. Y así el culto cristiano parte nada más ni nada menos que del misterio Trinitario de la “perijóresis” o circulación. El culto que nos religa, que expresa la Alianza con el Señor y da acceso a la Gloria, halla su origen en la inmanencia de la vida intra-trinitaria donde las divinas personas están enteramente una en la otra por una donación amorosa sin reservas. Enteramente se ofrecen y enteramente se reciben y no hay espacio alguno para volverse sobre sí sino que eternamente están una en la otra, son ellas mismas esa eterna relación subsistente en la unidad de la única naturaleza divina que es Amor.

Y estoy realizando esta consideración –que pareciera excesiva- para manifestar que el amor como “don de sí” es gozo y plenitud. Solo en la economía, en la creación tras ser trastornada por el pecado del hombre, junto a la alegría bellísima, en el “don de si” aparece el rasgo del sufrimiento y la lucha contra el mal que se opone. Así el amor que se entrega sin reservas, no solo expresa el rostro eterno del gozo y la gloria, sino que históricamente asume la faz del sacrificio en Cruz. Empero alcanza también allí su mayor epifanía al revelarse en tan gratuita y libérrima inmolación para rescatar a su creatura, el hombre. Quien no merece es salvado por los méritos de Cristo, uno de la Trinidad, enviado a manifestar y hacer totalmente transitable el camino del Amor.

En el Misterio del Hijo enviado, por su Encarnación y Pascua, la procesión económica hace presente en la historia la procesión eterna y nos llama a participar de la Filiación del Verbo. Condescendencia divina siempre actualizada en la efusión pentecostal del Paráclito. También su procesión económica hace posible que injertados en la Vid del Hijo, “estando en Cristo” diría San Pablo, podamos ser reconducidos por ascendente sendero hacia la Gloria, donde contemplaremos eternamente extáticos y jubilosos, bienaventurados en su beatificante Luz, al Amor eterno que no es sino gozo y plenitud en la ofrenda de Si sin reserva.

El culto pues cristiano animado por el Espíritu Santo no puede ser sino la comunión con Jesucristo, nuestra Pascua y nuestra vuelta al Padre. Descubrir al Amor en la ofrenda sacrificial de la Cruz, aceptar tanta excedencia y hacer del Amor nuestra vocación es en definitiva nuestro culto. Dar culto a Dios el Padre en el Espíritu Santo no es sino ser “hijos en el Hijo”, haciendo de nuestra persona y de toda nuestra vida “una víctima viva, santa y agradable”. Quien así viva como discípulo del Señor Jesús, liberado del pecado y vencedor de la muerte, atravesando las tinieblas del sufrimiento en el “valle de lágrimas” -resultado de la caída en la desobediencia-, contemplará para siempre al Amor tal como es, ofrenda santa y pura, sin reserva alguna, perfecto don de sí, tan lleno de luz, de gozo y de gloria.

Así el culto cristiano, cuya cumbre litúrgica es la Eucaristía, cierra la Santa Misa enviándonos a vivir según lo celebrado para poder acceder a la Liturgia Celeste en la Jerusalén gloriosa. Y el Apóstol conecta su primer aserto con el siguiente: “Y no se acomoden al mundo presente, antes bien transfórmense mediante la renovación de su mente, de forma que puedan distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto.”

Evidentemente hay un camino por andar, una peregrinación existencial por recorrer. No podrá hacerlo quien no palpite fuerte y ardientemente su vocación a la Gloria. Solo así no se quedará pegoteado e instalado en lo que siendo valioso no deja de ser provisorio: la historia. El “homo viator”, el hombre en camino no puede acomodarse al mundo presente que pasa sino que busca sintonizar con el Mundo Futuro que viene. Transita plenamente consciente del tiempo pero con la mirada anhelante y fija en lo Eterno. Los pies en la tierra pero el corazón en el Cielo.

El culto pues en nuestra fe cristiana tendrá aquí en la economía siempre un cariz penitencial. Dar culto a Dios es convertirse para hacer su Voluntad. Una continua renovación y transformación de nuestra mentalidad y nuestro querer para vivir según Dios y para vivir hacia Dios. Lo expresa bien la doxología acompañada por el gesto de elevación de los Dones Eucarísticos de su Cuerpo y Sangre: “Por Cristo, con Él y en Él, a ti Dios Padre omnipotente en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos. Amén.”

Aún no he logrado aceptar –lo confieso- que la Iglesia peregrina en los últimos tiempos haya perdido tan de vista el horizonte escatológico. Comprendo claro los procesos históricos y el devenir de las ideas y movimientos culturales que le han nublado su rumbo. Pero no puedo digerir el hecho de que nos haya sucedido semejante desconcierto. ¿Hacia dónde camina una Iglesia totalmente volcada a la vida en el mundo, buscando obsesivamente ajustarse al presente y al encuentro con el hombre caído al margen de la Gracia para quedarse también postrada allí con él? ¿Acaso no se da cuenta que se trata de un camino inconcluso, interrumpido y sin arribo a destino alguno? La exhortación apostólica es tan clarividente: el cristiano que se acomoda al mundo presente se olvida de quién es y hacia dónde va. Sin el horizonte trascendente del Cielo Eterno la tierra efímera de los hombres no es más que un infierno. Quien toma este atajo engañoso –ajustarse a la mentalidad mundana- puede ponerse en peligro y deslizarse definitivamente hacia los abismos oscuros de la perenne soledad del hombre sin Dios. Una comunidad de fe en este equívoco mortal no solo se auto-condenaría sino que por sobre todo se acusaría y sentenciaría a sí misma por no rescatar y dejar caída a esa humanidad a la que ha sido enviada en su Nombre. Mayor falta de Amor no es posible concebir.

Finalmente pues la amonestación paternal invita a la humildad: No se estimen en más de lo que conviene; tengan más bien una sobria estima según la medida de la fe que otorgó Dios a cada cual.” Roguemos entonces a Dios que nos conceda a todos los miembros de la Iglesia peregrina aquella fe que vive para hacer su Voluntad y que le da un culto verdadero en el Espíritu configurándonos en Cristo como víctimas ofrecidas, vivas, santas y agradables. Entonces celebraremos la Pascua del Amor y la Iglesia será sacramento de salvación, un puente que une a los hombres con Dios y los conduce a su Gloria.

 

EVANGELIO DE FUEGO 20 de Noviembre de 2024