"Apotegmas contemplativos" (2021)
El discípulo parecía
decepcionado y encerrado en sí.
Entonces Abba Agua se le
acercó:
-Dime, ¿qué traes y contra
quién?
-No entiendo para qué he venido
a ti.
¿Acaso no eres demasiado lento y blando?
Pero Abba Agua se sonrió
serenamente.
-Ya nos lo enseñaron nuestros
más antiguos padres.
Un gotear persistente de agua horada al fin la más resistente piedra.
El contemplativo aprende, desde el comienzo, a
perseverar. Toda su fuerza radica en intentar permanecer en Dios, guardar y
cultivar la unión, aquietarse y anclarse en su Presencia.
¡Cuánto mal nos hace la seducción por lo extraordinario y
por la grandiosidad! El mundo se ensalza en la dinámica de lo espectacular. El
exhibicionismo impúdico del propio narcisismo está a la hora del día; la
publicitación masiva del “yo” es la regla común. Y todo con diseños virtuales
coloridos y brillantes, un nuevo mundo de diseño. Los aplaudidos “efectos
especiales” del cine parecen ser un recurso a la mano de todos por la
tecnología digital. El “efectismo”, la “sensación de espectacularidad” es el
valor. Sobre todo la velocidad, el vértigo, la urgencia dan su clima al mundo
de hoy.
La cultura reinante podríamos describirla como
“anti-contemplativa”. Pues la contemplación necesita de lo pequeño, simple y
escondido. Requiere procesos largos y serenos. Y su derrotero es inconcebible
para la mentalidad mundana. El contemplativo aspira a quedarse en Dios,
permanecer unido a Él, sin pegotearse con la escena de este mundo que pasa.
Vivir la vida con el ritmo y el discernimiento sabio del Señor. Vivir hacia la
Gloria, hacia una definitiva y eterna estabilidad en Dios.
Pero el mundo en
que vivimos no nos prepara sino que más bien impide el camino contemplativo. La
espectacularidad no es de ningún modo propia de la dinámica de la Encarnación.
La urgencia y el vértigo no son el modo de operar Dios en la historia de la
salvación. El Agua Viva del Espíritu raramente pasa impetuosa y arrasando todo
a su paso por nuestra vida. Tal vez esa sea nuestra impresión en tiempos de la
conversión, o de los llamados vocacionales y los envíos misioneros. Pero tras
grandes impulsos para dar comienzo a procesos, el Espíritu ordinariamente actúa
suave en lo profundo, casi anónimo y silencioso. Y el contemplativo debe
aprender a conectar con esa delicada Unción que lo convoca a la profundidad
escondida.
Nos damos
cuenta con el tiempo, al cabo de un camino espiritual responsable, que somos
como la roca casi impenetrable. No nos es fácil cambiar. Los cambios
“cosméticos” que dieron una nueva apariencia a nuestra vida ya los hicimos en
nuestra primera conversión. Entonces nos pareció que el Señor había
transformado crucialmente nuestro ser, que había un antes y un después de
encontrarnos con Él. En parte es verdad nuestra impresión. Sin embargo con el
tiempo reconocemos que no hemos cambiado de raíz, que hay que llegar hasta los
cimientos. ¡Qué fatigosa y frustrante a veces nos parece esta vida de
conversión permanente y total! ¡Qué largo el proceso de transformación unitiva
con Él!
El Espíritu
como la pequeña y humilde gota de agua nos toca una y otra vez. No deja de
venir. Contemplar también es esperar que la roca del corazón sea horadada, que
la suave Unción de Dios pueda entrar hasta lo más interior de nosotros y nos
conduzca al aposento nupcial. Saber permanecer, perseverar y esperar en un
proceso donde la Gracia actúa simple y humilde, con la fuerza de la pequeñez
escondida, es sabiduría de verdadera contemplación.
Quien verdaderamente
busca la unión con el Esposo aprenderá a dar paso a paso y a dejarle a Dios
hacer su obra a su modo y en su tiempo. Llegará la hora pero habrá que
transitar un camino perseverante y paciente de purificaciones, uniones
provisorias, inflamaciones y cauterios, elevaciones luminosas y descenso a
noches oscuras. El Espíritu ni es blando ni es lento. El Amor de Dios es fiel. El
Paráclito es paciente y nos hace madurar sabiamente hasta la plenitud de vida y
comunión con el Esposo.
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