Nos introducimos ahora en la 2da. sección del primer bloque del libro de la profecía de Jeremías, que podríamos delimitar en 7,1-20,18. Aquí encontraremos básicamente los oráculos durante el reinado de Yoyaquim y las llamadas “Confesiones” del profeta.
Son tiempos
difíciles para Jeremías, pues con la muerte de Josías la reforma religiosa se
ha apagado y sus sucesores vuelven a repetir los pecados de los monarcas que la
tradición deuteronomista juzga no agradan al Señor. Se halla el mensajero de Dios
cada vez más controvertido y en soledad.
Contemplemos
un gesto y una palabra que marcarán un antes y un después en su ministerio:
“Palabra que llegó de parte de Yahveh a Jeremías: Párate
en la puerta de la Casa de Yahveh y proclamarás allí esta palabra.” (Jer 7,1-2a)
Dios envía a Jeremías
a pararse en la puerta del Templo de Jerusalén y profetizar allí a los que
entran y salen. No hay lugar más expuesto y visible, un espacio profundamente
sensible. ¿Qué palabra dirá a los peregrinos y qué pensarán los sacerdotes y
dirigentes religiosos de esta actitud? Oigamos como se desarrolla el anuncio
divino:
“Dirás: Oíd la palabra de Yahveh, todo Judá, los que
entráis por estas puertas a postraros ante Yahveh. Así dice Yahveh Sebaot, el
Dios de Israel: Mejorad de conducta y de obras, y yo haré que os quedéis en
este lugar. No fiéis en palabras engañosas diciendo: «¡Templo de Yahveh, Templo
de Yahveh, Templo de Yahveh es éste!»” (Jer 7,2b-4)
El punto de
partida es la crítica de su religiosidad: se trata de pura palabra vacía que no
se corrobora en una conducta de vida agradable al Señor. Valoran el Templo como
si fuese un amuleto, como si ingresar en él y visitarlo o tocar sus paredes les
fuera a dar seguridad de que Dios los bendice. Pero desde el comienzo se los
invita a mejorar su conducta y que su fe se traduzca en obras, de esa forma
podrán permanecer en la tierra que Dios les concedió, sino sobrevendrá el exilio
-el cual también ya se insinúa-. Como vemos es un hito problemático esta profecía.
En el corazón de Israel, en el centro cultual de su religiosidad, el profeta critica
su forma de vivir la fe y les dice que no es agradable a Dios.
Sin embargo no
es una palabra de condena sino de advertencia y un fuerte llamado a la conversión.
Si el Pueblo cambia podrá revertir su suerte.
“Porque si mejoráis realmente vuestra conducta y
obras, si realmente hacéis justicia mutua y no oprimís al forastero, al
huérfano y a la viuda (y no vertéis sangre inocente en este lugar), ni andáis
en pos de otros dioses para vuestro daño, entonces yo me quedaré con vosotros
en este lugar, en la tierra que di a vuestros padres desde siempre hasta
siempre.” (Jer 7,5-7)
Si cambian de
vida el Señor se quedará entre ellos en la tierra prometida. Deben dejar de
pecar contra los pobres, identificados por la clásica tríada viuda-huérfano-forastero
y practicar la justicia; abandonar la violencia y el derramamiento de sangre
inocente y por supuesto extirpar la idolatría. Como vemos se trata de los
arraigados pecados del Pueblo que todos los profetas denuncian en general.
“Pero he aquí que vosotros fiáis en palabras
engañosas que de nada sirven, para robar, matar, adulterar, jurar en falso,
incensar a Baal y seguir a otros dioses que no conocíais. Luego venís y os
paráis ante mí en esta Casa llamada por mi Nombre y decís: «¡Estamos seguros!»,
para seguir haciendo todas esas abominaciones. ¿En cueva de bandoleros se ha
convertido a vuestros ojos esta Casa que se llama por mi Nombre? ¡Que bien
visto lo tengo! - oráculo de Yahveh -. Pues andad ahora a mi lugar de Silo,
donde aposenté mi Nombre antiguamente, y ved lo que hice con él ante la maldad
de mi pueblo Israel.” (Jer 7,8-12)
Pero Dios
constata que ellos no quieren convertirse y que han pervertido el culto y el Templo
con su doble vida. Siguen a los ídolos engañosos que les permiten convalidar y
justificar su conducta pecadora. Acuden a la Casa del Señor como si se tratara de un fetiche mágico, un
amuleto protector. No se dan cuenta que a Dios le desagrada su culto y sus
sacrificios pues conoce la oscuridad de sus corazones. Cada vez que visitan su
Casa terminan profanándola. Entonces les advierte que no se confíen en la falsa
seguridad de su religiosidad puramente formalista, pues también antiguos
santuarios de Israel terminaron arrasados y desiertos. Y finalmente el oráculo escala
hasta la sentencia condenatoria: Dios mismo los echará de su Presencia y el Templo
será destruido.
“Y ahora, por haber hecho vosotros todo esto -
oráculo de Yahveh - por más que os hablé asiduamente, aunque no me oísteis, y
os llamé, mas no respondisteis, yo haré con la Casa que se llama por mi Nombre,
en la que confiáis, y con el lugar que os di a vosotros y a vuestros padres,
como hice con Silo, y os echaré de mi presencia como eché a todos vuestros
hermanos, a toda la descendencia de Efraím.”
(Jer 7,13-15)
Quiero un culto santo y verdadero
No sé si hemos
podido dimensionar el escándalo de este oráculo. Imaginen que a la puerta de
nuestras iglesias alguien se parara a gritar que Dios detesta nuestras
devociones y celebraciones sacramentales. Si nos acusara de nuestros pecados
allí en la puerta de nuestros templos y nos advirtiese que estamos pervirtiendo
el lugar sagrado con nuestra vida pecadora… ¡qué duro pero quizás qué verdadero
sería!
¿Cuántas veces
hemos ingresado y egresado de la Casa del Señor sin cambiar de vida, sin confesar
arrepentidos nuestras faltas y sin convertirnos? ¿Cuántas veces hemos celebrado
el culto sin gozar de su Presencia y sin permitirle transformar nuestro corazón?
¿Acaso no hemos transformado a veces el lugar sagrado en el ámbito del
encuentro meramente social? ¿Quizás dentro de nuestros templos hablamos más
entre nosotros que con Él? ¡Cuánta superficialidad mundana y exigencia de auto-justificación
han traspasado el atrio en lugar de quedarse afuera! ¡Qué poco espíritu
verdaderamente penitente aportamos al culto! ¡Cuánta resistencia tenemos aún a
las predicaciones encendidas y proféticas que nos urgen a la santidad!
¿Comprendemos
que esta Palabra de Dios es válida y vigente entre nosotros? Dios podría
claramente decirnos que nuestra presencia ensucia y pervierte el lugar santo y
que nuestra religiosidad es falsa por la incoherencia de vida, es vacía por
formalista y superficial y es mediocre por no admitir la exigencia de una
conversión a fondo. Tranquilamente el Señor podría decirnos que esta falta de
auténtica disponibilidad para ser transformados por su Gracia le resulta
ofensiva a su Misericordia. ¿Por qué Dios hoy no nos pediría un culto santo y
verdadero?
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