Jeremías: el profeta de la interioridad, atravesado por el sufrimiento (7)

 


¿La Palabra de Dios, que se comunica a través de sus siervos los profetas, es bien recibida? Escuchemos a Jeremías contarnos su propia experiencia. Es un testimonio sensible ya que da cuentas de lo que le sucede en su propia tierra.

 

“Yahveh me lo hizo saber, y me enteré de ello. Entonces me descubriste, Yahveh, sus maquinaciones. Y yo que estaba como cordero manso llevado al matadero, sin saber que contra mí tramaban maquinaciones: «Destruyamos el árbol en su vigor; borrémoslo de la tierra de los vivos, y su nombre no vuelva a mentarse.» ¡Oh Yahveh Sebaot, juez de lo justo, que escrutas los riñones y el corazón!, vea yo tu venganza contra ellos, porque a ti he manifestado mi causa.” (Jer 11,18-20)

 

Notemos algunos aspectos interesantes. Ya hemos avisado que Jeremías y su sufrimiento personal en el ejercicio del ministerio profético, será releído por las primeras generaciones cristianas como un signo o anticipo del sufrimiento redentor de Cristo. Así, él mismo se presenta cual “cordero manso llevado al matadero”.

Lo destacado del pasaje surge de la contraposición entre dos palabras. Una palabra pública y abierta a todos, una palabra quizás áspera pero con intención de salvación, una palabra de advertencia y corrección porque el Dios que ama a su Pueblo a través de Jeremías quiere decirles la verdad para sacarlos del pecado y hacerlos retornar a la Alianza. Y otra palabra que se esconde en las “maquinaciones”, en los rumores ocultos y maliciosos, una palabra “en los pasillos y por la espalda”, una palabra de confabulación y acechanza que busca urdir la ocasión para la trampa. La palabra del profeta tiene por fuente la Palabra Santa de Dios y es proferida en la luz, pero la palabra de los adversarios tiene por fuente el pecado y un corazón resentido y no puede sino ser dicha en las tinieblas.

Frente a tal situación el profeta clama al Señor por protección, le ruega que quede a la vista lo que es verdadero, que cada quien reciba la consecuencia de su forma de obrar.

 

“Y en efecto, así dice Yahveh tocante a los de Anatot, que buscan mi muerte diciendo: «No profetices en nombre de Yahveh, y no morirás a nuestras manos». Por eso así dice Yahveh Sebaot: He aquí que yo les voy a visitar. Sus mancebos morirán por la espada, sus hijos e hijas morirán de hambre, y no quedará de ellos ni reliquia cuando yo traiga la desgracia a los de Anatot, el año en que sean visitados.” (Jer 11,21-23)

 

La pericopa cierra con una intervención divina por la cual se declara solemnemente que Dios está de parte del profeta. No pasará por alto que su Palabra Santa ha sido rechazada y su mensajero sometido a violencia y tratado injustamente. El Señor responderá a las maquinaciones perversas de los que quieren acallar la Verdad de su Palabra, entregándolos a la muerte e infecundidad que ellos mismos han elegido al optar por permanecer en su pecado.

 

Las maquinaciones contra el hombre santo

 

¿La palabra profética es bien recibida? Ya sabemos lo que ha sucedido. Sin embargo tendemos a suponer como interlocutor a un pueblo piadoso y bueno que escucha candoroso la Palabra que Dios le dirige. Quizás porque también estamos atravesados por la ideología de que “el pueblo siempre es bueno solo por ser el pueblo”. Sin embargo la realidad es más compleja, es más misterioso y rico de matices lo que sucede en cada corazón humano y en el fenómeno comunitario.

Para que lo comprendamos mejor haré la analogía con los santos. También creemos que eran amados y apreciados por todos pero históricamente no fue así. Los santos, auténticos profetas de nuestros días, fueron no pocas veces incomprendidos y mal juzgados, atravesaron duros obstáculos y pruebas, a menudo urdidas por enemigos y adversarios dentro de la propia Iglesia de su tiempo. Nosotros en la lejanía contamos afablemente sus proezas de vida virtuosa, pero la verdad es que convivir con un santo no resulta nada fácil ni cómodo para sus contemporáneos. Los santos no se callan la Verdad de Dios que tantas veces quisiéramos disimular o recortar a nuestra conveniencia. Y si no dicen nada, igual su vida grita como una forma de ser en el mundo tan distinta de la nuestra, tan a contra corriente del estilo de las mayorías. Un santo aún en soledad y silencio nos parece un acusador que habla contra nosotros y nuestra opción por la mediocridad. Un santo es tremendamente revulsivo y peligroso.

Y lo mismo con la palabra profética, que no solo desvela la verdad de los corazones y expone a la luz la infidelidad del Pueblo, sino que de parte de Dios se pone del lado de los débiles y excluidos, de los inocentes y los que sufren injusticia. Dos clásicos adversarios tiene el profeta de Dios: los falsos profetas y los poderosos. No quisiera sugerir una lectura maniquea, sino establecer que quienes desean conservar el status quo suelen inclinarse a ser refractarios de la palabra profética que pide cambio y conversión.

Yo mismo como sacerdote he comprobado lo subrepticiamente clasistas y elitistas que pueden ser nuestras comunidades cristianas. No se trata solo de miembros adinerados o con abolengo, sino de prestigio, de protagonismo, de posicionamiento y apropiación. Y nos sucede a todos: laicos y consagrados, ricos y pobres, con grado académico o analfabetos. Lamentablemente, ese nunca confesado anhelo de poder que sigue vivo y oculto en nosotros si no nos hemos convertido de corazón y en profundidad, queda al descubierto por la palabra profética y santa de Dios a través de sus enviados. Entonces comienza el drama si nos cerramos y resentimos. Si no estamos dispuestos a hacer penitencia terminamos llevando corderos inocentes al matadero y sacrificándolos para mantener todo como estaba antes que la palabra profética interviniera. Es verdad pues, nosotros de algún modo seguimos crucificando a Cristo. Somos culpables y nuestras manos están manchadas.

 

 


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