¿La Palabra de
Dios, que se comunica a través de sus siervos los profetas, es bien recibida? Escuchemos
a Jeremías contarnos su propia experiencia. Es un testimonio sensible ya que da
cuentas de lo que le sucede en su propia tierra.
“Yahveh me lo hizo saber, y me enteré de ello.
Entonces me descubriste, Yahveh, sus maquinaciones. Y yo que estaba como
cordero manso llevado al matadero, sin saber que contra mí tramaban
maquinaciones: «Destruyamos el árbol en su vigor; borrémoslo de la tierra de
los vivos, y su nombre no vuelva a mentarse.» ¡Oh Yahveh Sebaot, juez de lo
justo, que escrutas los riñones y el corazón!, vea yo tu venganza contra ellos,
porque a ti he manifestado mi causa.” (Jer 11,18-20)
Notemos
algunos aspectos interesantes. Ya hemos avisado que Jeremías y su sufrimiento
personal en el ejercicio del ministerio profético, será releído por las
primeras generaciones cristianas como un signo o anticipo del sufrimiento
redentor de Cristo. Así, él mismo se presenta cual “cordero manso llevado al
matadero”.
Lo destacado
del pasaje surge de la contraposición entre dos palabras. Una palabra pública y
abierta a todos, una palabra quizás áspera pero con intención de salvación, una
palabra de advertencia y corrección porque el Dios que ama a su Pueblo a través
de Jeremías quiere decirles la verdad para sacarlos del pecado y hacerlos
retornar a la Alianza. Y otra palabra que se esconde en las “maquinaciones”, en
los rumores ocultos y maliciosos, una palabra “en los pasillos y por la
espalda”, una palabra de confabulación y acechanza que busca urdir la ocasión
para la trampa. La palabra del profeta tiene por fuente la Palabra Santa de
Dios y es proferida en la luz, pero la palabra de los adversarios tiene por
fuente el pecado y un corazón resentido y no puede sino ser dicha en las
tinieblas.
Frente a tal
situación el profeta clama al Señor por protección, le ruega que quede a la
vista lo que es verdadero, que cada quien reciba la consecuencia de su forma de
obrar.
“Y en efecto, así dice Yahveh tocante a los de
Anatot, que buscan mi muerte diciendo: «No profetices en nombre de Yahveh, y no
morirás a nuestras manos». Por eso así dice Yahveh Sebaot: He aquí que yo les
voy a visitar. Sus mancebos morirán por la espada, sus hijos e hijas morirán de
hambre, y no quedará de ellos ni reliquia cuando yo traiga la desgracia a los
de Anatot, el año en que sean visitados.” (Jer 11,21-23)
La pericopa
cierra con una intervención divina por la cual se declara solemnemente que Dios
está de parte del profeta. No pasará por alto que su Palabra Santa ha sido
rechazada y su mensajero sometido a violencia y tratado injustamente. El Señor
responderá a las maquinaciones perversas de los que quieren acallar la Verdad
de su Palabra, entregándolos a la muerte e infecundidad que ellos mismos han
elegido al optar por permanecer en su pecado.
Las maquinaciones contra el hombre santo
¿La palabra
profética es bien recibida? Ya sabemos lo que ha sucedido. Sin embargo tendemos
a suponer como interlocutor a un pueblo piadoso y bueno que escucha candoroso
la Palabra que Dios le dirige. Quizás porque también estamos atravesados por la
ideología de que “el pueblo siempre es bueno solo por ser el pueblo”. Sin
embargo la realidad es más compleja, es más misterioso y rico de matices lo que
sucede en cada corazón humano y en el fenómeno comunitario.
Para que lo
comprendamos mejor haré la analogía con los santos. También creemos que eran
amados y apreciados por todos pero históricamente no fue así. Los santos, auténticos
profetas de nuestros días, fueron no pocas veces incomprendidos y mal juzgados,
atravesaron duros obstáculos y pruebas, a menudo urdidas por enemigos y
adversarios dentro de la propia Iglesia de su tiempo. Nosotros en la lejanía
contamos afablemente sus proezas de vida virtuosa, pero la verdad es que
convivir con un santo no resulta nada fácil ni cómodo para sus contemporáneos.
Los santos no se callan la Verdad de Dios que tantas veces quisiéramos
disimular o recortar a nuestra conveniencia. Y si no dicen nada, igual su vida
grita como una forma de ser en el mundo tan distinta de la nuestra, tan a
contra corriente del estilo de las mayorías. Un santo aún en soledad y silencio
nos parece un acusador que habla contra nosotros y nuestra opción por la
mediocridad. Un santo es tremendamente revulsivo y peligroso.
Y lo mismo con
la palabra profética, que no solo desvela la verdad de los corazones y expone a
la luz la infidelidad del Pueblo, sino que de parte de Dios se pone del lado de
los débiles y excluidos, de los inocentes y los que sufren injusticia. Dos clásicos
adversarios tiene el profeta de Dios: los falsos profetas y los poderosos. No
quisiera sugerir una lectura maniquea, sino establecer que quienes desean
conservar el status quo suelen inclinarse a ser refractarios de la palabra
profética que pide cambio y conversión.
Yo mismo como
sacerdote he comprobado lo subrepticiamente clasistas y elitistas que pueden
ser nuestras comunidades cristianas. No se trata solo de miembros adinerados o con
abolengo, sino de prestigio, de protagonismo, de posicionamiento y apropiación.
Y nos sucede a todos: laicos y consagrados, ricos y pobres, con grado académico
o analfabetos. Lamentablemente, ese nunca confesado anhelo de poder que sigue
vivo y oculto en nosotros si no nos hemos convertido de corazón y en
profundidad, queda al descubierto por la palabra profética y santa de Dios a
través de sus enviados. Entonces comienza el drama si nos cerramos y resentimos.
Si no estamos dispuestos a hacer penitencia terminamos llevando corderos inocentes
al matadero y sacrificándolos para mantener todo como estaba antes que la
palabra profética interviniera. Es verdad pues, nosotros de algún modo seguimos
crucificando a Cristo. Somos culpables y nuestras manos están manchadas.
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