Jeremías: el profeta de la interioridad, atravesado por el sufrimiento (8)




Jeremías, aquel que se declaraba “demasiado joven” al ser llamado por Dios al ejercicio del ministerio, quien anticipábamos tenía un temperamento que sería puesto a prueba por las reacciones de sus compatriotas al arduo mensaje que se le confiaba transmitir, no podía sino llegar a ser “el profeta de la crisis”. En 15,10-21 nos ha legado un áspero y brutal testimonio de su sufrimiento personal en el servicio de Dios y de la hondura que alcanzó en él la crisis vocacional.

 

“¡Ay de mí, madre mía, porque me diste a luz varón discutido y debatido por todo el país! Ni les debo, ni me deben, ¡pero todos me maldicen!” (Jer 15,10)

 

El comienzo del pasaje no podría ser más tremendo: es tan grande su dolor que lamenta haber nacido. Se percibe como alguien discutido y polémico, resistido y no querido, rechazado por todos pero… ¿acaso la causa de esta violencia que cae sobre él no es la fidelidad a la Palabra que Dios le ha dirigido?

 

“Di, Yahveh, si no te he servido bien: intercedí ante ti por mis enemigos en el tiempo de su mal y de su apuro. Tú lo sabes. Yahveh, acuérdate de mí, visítame y véngame de mis perseguidores. No dejes que por alargarse tu ira sea yo arrebatado. Sábelo: he soportado por ti el oprobio.” (Jer 15,11.15)

 

Su situación le parece desesperada y le recuerda a Dios que lo ha servido bien, con fidelidad, y que incluso con magnanimidad ha intercedido y solicitado su gracia incluso por quienes lo perseguían, no se ha aprovechado de su desgracia sino que ha clamado para que fuesen rescatados.

Como justo maltratado e inocente condenado maliciosamente, le recrimina al Señor que lo está entregando en manos de sus enemigos. Cara a cara se queja porque la Misericordia de Yahvéh sobre su Pueblo pecador se ejerce a costa del precio del sufrimiento personal de Jeremías. Sin duda clama al Dios que lo llamó y envió, a quien ha servido, que le haga justicia, que se ponga de su parte. No puede comprender ni aceptar el profeta esta penosa circunstancia de su servicio. ¿Le quedará algo por decir y reclamar?

 

“Se presentaban tus palabras, y yo las devoraba; era tu palabra para mí un gozo y alegría de corazón, porque se me llamaba por tu Nombre Yahveh, Dios Sebaot. No me senté en peña de gente alegre y me holgué: por obra tuya, solitario me senté, porque de rabia me llenaste. ¿Por qué ha resultado mi penar perpetuo, y mi herida irremediable, rebelde a la medicina? ¡Ay! ¿serás tú para mí como un espejismo, aguas no verdaderas?” (Jer 15,16-18)

 

Claro que Jeremías tiene más pena que expresar. Recuerda el inicio de su vocación: la Palabra de Dios era para él alegría y le llenaba de gozo, quería devorarla como con hambre insaciable. Pero ahora a esta altura de su ministerio se da cuenta que la fidelidad a esa Palabra lo ha convertido en un solitario, en alguien que denuncia el pecado y advierte sobre futuros castigos y por tanto ha terminado siendo odiado. Por defender la Santidad del Señor y llamar al Pueblo a la conversión ahora sufre terriblemente y su herida le parece incurable. Entonces le sobrevienen las preguntas más decisivas en este proceso de crisis: ¿mi vocación será falsa?, ¿me habré equivocado en mi decisión y desperdiciado mi vida?, ¿comprendí mal el mensaje que Dios me dirigió?, o peor aún… ¿el Señor me ha engañado y debo aceptar que no me quiere bien sino que busca mi mal?.

Frente a tamaña desazón, este profeta que según la tradición cristiana anticipa la pasión de Jesucristo, también parece tener en su boca la palabra del salmista que Cristo profiere gimiendo en la Cruz. “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”

¿Cómo se resolverá esta profunda crisis vocacional? ¿Jeremías se decepcionará de Dios y se echará atrás en su misión, lo quebrará esta circunstancia y abandonará el seguimiento del Señor? ¿Qué hará Dios para sostenerlo y alentarlo a seguir adelante?

 

“Entonces Yahveh dijo así: Si te vuelves porque yo te haga volver, estarás en mi presencia; y si sacas lo precioso de lo vil, serás como mi boca. Que ellos se vuelvan a ti, y no tú a ellos. Yo te pondré para este pueblo por muralla de bronce inexpugnable. Y pelearán contigo, pero no te podrán, pues contigo estoy yo para librarte y salvarte - oráculo de Yahveh -. Te salvaré de mano de los malos y te rescataré del puño de esos rabiosos.” (Jer 15,19-21)

 

Sorprendentemente en Dios no se produce como respuesta una Palabra de consuelo y alivio como cualquiera la esperaría. El Señor insiste en el llamado vocacional que ha sido claro desde el principio: Jeremías ha sido llamado para purificar al Pueblo, para plantar y arrancar, para construir y derribar en nombre de Dios. Yahvéh lo quiere como plaza fuerte, bastión de resistencia, trinchera inexpugnable, límite innegociable al avance del mal. Por supuesto entonces su ministerio profético será combate y sufrimiento. Dios estará con él y no le abandonará pero la cosa se pondrá siempre más difícil. Si ya estuviésemos en la economía neotestamentaria, afirmaríamos sencillamente que lo envía a vivir la Cruz.

Y éste ha sido todo el proceso, nada más. Jeremías ha expresado toda su queja y dolor frente al Señor en un cara a cara de inmensa confianza e intimidad. Dios le ha vuelto a repetir el llamado vocacional. El profeta se ha levantado reafirmado en su camino. Misterioso y genial preámbulo del Getsemaní del Señor Jesús: “Padre mío, si es posible que pase de mi este cáliz, pero que no se haga mi voluntad sino la tuya.”

 

La fragua de la fidelidad en la contradicción

 

Aunque resulte tan poco feliz a nuestra época y mentalidad, pocas veces he hallado una mejor imagen para la formación de las personas que la forja de los metales. El herrero en la fragua les pasa por el fuego hasta dejarlos al rojo vivo, incandescentes, los golpea a martillazos sobre el yunque y luego los enfría en agua llevando la temperatura al otro extremo. Esta tarea que parece tan agresiva sin embargo los templa, les da solidez y ya no se quebrarán. ¿Acaso alcanzarán firmeza de otra forma?

Uno de los grandes males de nuestro tiempo es sin duda la sobreprotección que vuelve indefensas a las personas. No es verdadero amor, sino un amor temeroso y posesivo que no les permite a los demás crecer y madurar, afrontando las inesquivables dificultades que traerá la vida. Si a tus hijos les crías en una burbuja no los quieres verdaderamente bien, pues no desarrollarán anticuerpos y al final solo un resfrío les matará. No se trata de ser sádicos sino de permitir con vigilancia y solicitud que hagan la experiencia del sufrimiento cuando les toque pasar por él. Para vivir hay que tener espalda sobre la cual cargar justamente la vida con sus vicisitudes. Los paternalismos debilitan, un verdadero padre acompaña a crecer y a hacerse cargo de sí mismo. No se trata de resolver todo por ellos sino de animarlos a resolver la propia vida con decisiones en las cuales habrá duelo: perder para ganar, renunciar para obtener.

En términos cristianos se trata del lenguaje de la Cruz que purifica y madura el amor. En la escuela de la entrega de la propia vida se aprende a ser discípulo o nunca se llega a serlo. “Quien ama su vida la perderá, quien la ofrece la ganará.” Nada menos formativo que intentar evitar las crisis. No se las busca pero vienen, son parte del proceso. Un buen formador las prevé, las distingue a la distancia y prepara a sus formandos para encararlas con valentía. Los acompaña a resolverlas pero jamás se las evita. Y en ello, aunque no parezca, los está amando profundamente. Los está forjando para bien vivir.

A Dios gracias no me han faltado esos formadores exigentes en mi vida personal, que para nada ha sido fácil nunca. Formadores que han intentado hacer de mí “un todo terreno” y se los agradezco. En cambio me duele la errónea educación que en nuestros días se hace de tantos hijos de la Iglesia. No sé si es sobreprotección paternalista o auto-justificación y complicidad en el abandono del ideal de la santidad. Quizás ambas en este amplio clima de mediocridad que domina todo. ¿Quién amorosamente dejará pasar de nuevo a los cristianos por la fragua de la fidelidad en la contradicción? ¿Cómo habrá testigos (mártires) sino se les permite templar su amor en el sufrimiento y la entrega de la propia vida? ¿Acaso será posible vivir fecundamente nuestra fe sin Cruz?


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