Jeremías, aquel que se declaraba “demasiado
joven” al ser llamado por Dios al ejercicio del ministerio, quien anticipábamos
tenía un temperamento que sería puesto a prueba por las reacciones de sus
compatriotas al arduo mensaje que se le confiaba transmitir, no podía sino
llegar a ser “el profeta de la crisis”. En 15,10-21 nos ha legado un áspero y
brutal testimonio de su sufrimiento personal en el servicio de Dios y de la
hondura que alcanzó en él la crisis vocacional.
“¡Ay de mí, madre
mía, porque me diste a luz varón discutido y debatido por todo el país! Ni les
debo, ni me deben, ¡pero todos me maldicen!” (Jer 15,10)
El comienzo del pasaje no podría ser más
tremendo: es tan grande su dolor que lamenta haber nacido. Se percibe como
alguien discutido y polémico, resistido y no querido, rechazado por todos pero…
¿acaso la causa de esta violencia que cae sobre él no es la fidelidad a la
Palabra que Dios le ha dirigido?
“Di, Yahveh, si no
te he servido bien: intercedí ante ti por mis enemigos en el tiempo de su mal y
de su apuro. Tú lo sabes. Yahveh, acuérdate de mí, visítame y véngame de mis
perseguidores. No dejes que por alargarse tu ira sea yo arrebatado. Sábelo: he
soportado por ti el oprobio.” (Jer 15,11.15)
Su situación le parece desesperada y le
recuerda a Dios que lo ha servido bien, con fidelidad, y que incluso con
magnanimidad ha intercedido y solicitado su gracia incluso por quienes lo
perseguían, no se ha aprovechado de su desgracia sino que ha clamado para que
fuesen rescatados.
Como justo maltratado e inocente condenado
maliciosamente, le recrimina al Señor que lo está entregando en manos de sus
enemigos. Cara a cara se queja porque la Misericordia de Yahvéh sobre su Pueblo
pecador se ejerce a costa del precio del sufrimiento personal de Jeremías. Sin
duda clama al Dios que lo llamó y envió, a quien ha servido, que le haga
justicia, que se ponga de su parte. No puede comprender ni aceptar el profeta
esta penosa circunstancia de su servicio. ¿Le quedará algo por decir y
reclamar?
“Se presentaban
tus palabras, y yo las devoraba; era tu palabra para mí un gozo y alegría de
corazón, porque se me llamaba por tu Nombre Yahveh, Dios Sebaot. No me senté en
peña de gente alegre y me holgué: por obra tuya, solitario me senté, porque de
rabia me llenaste. ¿Por qué ha resultado mi penar perpetuo, y mi herida irremediable,
rebelde a la medicina? ¡Ay! ¿serás tú para mí como un espejismo, aguas no
verdaderas?” (Jer 15,16-18)
Claro que Jeremías tiene más pena que
expresar. Recuerda el inicio de su vocación: la Palabra de Dios era para él
alegría y le llenaba de gozo, quería devorarla como con hambre insaciable. Pero
ahora a esta altura de su ministerio se da cuenta que la fidelidad a esa
Palabra lo ha convertido en un solitario, en alguien que denuncia el pecado y
advierte sobre futuros castigos y por tanto ha terminado siendo odiado. Por
defender la Santidad del Señor y llamar al Pueblo a la conversión ahora sufre
terriblemente y su herida le parece incurable. Entonces le sobrevienen las
preguntas más decisivas en este proceso de crisis: ¿mi vocación será falsa?, ¿me
habré equivocado en mi decisión y desperdiciado mi vida?, ¿comprendí mal el
mensaje que Dios me dirigió?, o peor aún… ¿el Señor me ha engañado y debo
aceptar que no me quiere bien sino que busca mi mal?.
Frente a tamaña desazón, este profeta que
según la tradición cristiana anticipa la pasión de Jesucristo, también parece
tener en su boca la palabra del salmista que Cristo profiere gimiendo en la
Cruz. “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”
¿Cómo se resolverá esta profunda crisis
vocacional? ¿Jeremías se decepcionará de Dios y se echará atrás en su misión,
lo quebrará esta circunstancia y abandonará el seguimiento del Señor? ¿Qué hará
Dios para sostenerlo y alentarlo a seguir adelante?
“Entonces Yahveh
dijo así: Si te vuelves porque yo te haga volver, estarás en mi presencia; y si
sacas lo precioso de lo vil, serás como mi boca. Que ellos se vuelvan a ti, y
no tú a ellos. Yo te pondré para este pueblo por muralla de bronce
inexpugnable. Y pelearán contigo, pero no te podrán, pues contigo estoy yo para
librarte y salvarte - oráculo de Yahveh -. Te salvaré de mano de los malos y te
rescataré del puño de esos rabiosos.” (Jer 15,19-21)
Sorprendentemente en Dios no se produce como
respuesta una Palabra de consuelo y alivio como cualquiera la esperaría. El
Señor insiste en el llamado vocacional que ha sido claro desde el principio:
Jeremías ha sido llamado para purificar al Pueblo, para plantar y arrancar,
para construir y derribar en nombre de Dios. Yahvéh lo quiere como plaza
fuerte, bastión de resistencia, trinchera inexpugnable, límite innegociable al
avance del mal. Por supuesto entonces su ministerio profético será combate y
sufrimiento. Dios estará con él y no le abandonará pero la cosa se pondrá
siempre más difícil. Si ya estuviésemos en la economía neotestamentaria,
afirmaríamos sencillamente que lo envía a vivir la Cruz.
Y éste ha sido todo el proceso, nada más.
Jeremías ha expresado toda su queja y dolor frente al Señor en un cara a cara
de inmensa confianza e intimidad. Dios le ha vuelto a repetir el llamado
vocacional. El profeta se ha levantado reafirmado en su camino. Misterioso y
genial preámbulo del Getsemaní del Señor Jesús: “Padre mío, si es posible que
pase de mi este cáliz, pero que no se haga mi voluntad sino la tuya.”
La fragua de la
fidelidad en la contradicción
Aunque resulte tan poco feliz a nuestra época
y mentalidad, pocas veces he hallado una mejor imagen para la formación de las
personas que la forja de los metales. El herrero en la fragua les pasa por el
fuego hasta dejarlos al rojo vivo, incandescentes, los golpea a martillazos
sobre el yunque y luego los enfría en agua llevando la temperatura al otro
extremo. Esta tarea que parece tan agresiva sin embargo los templa, les da
solidez y ya no se quebrarán. ¿Acaso alcanzarán firmeza de otra forma?
Uno de los grandes males de nuestro tiempo es
sin duda la sobreprotección que vuelve indefensas a las personas. No es
verdadero amor, sino un amor temeroso y posesivo que no les permite a los demás
crecer y madurar, afrontando las inesquivables dificultades que traerá la vida.
Si a tus hijos les crías en una burbuja no los quieres verdaderamente bien, pues
no desarrollarán anticuerpos y al final solo un resfrío les matará. No se trata
de ser sádicos sino de permitir con vigilancia y solicitud que hagan la
experiencia del sufrimiento cuando les toque pasar por él. Para vivir hay que
tener espalda sobre la cual cargar justamente la vida con sus vicisitudes. Los
paternalismos debilitan, un verdadero padre acompaña a crecer y a hacerse cargo
de sí mismo. No se trata de resolver todo por ellos sino de animarlos a
resolver la propia vida con decisiones en las cuales habrá duelo: perder para
ganar, renunciar para obtener.
En términos cristianos se trata del lenguaje
de la Cruz que purifica y madura el amor. En la escuela de la entrega de la
propia vida se aprende a ser discípulo o nunca se llega a serlo. “Quien ama su
vida la perderá, quien la ofrece la ganará.” Nada menos formativo que intentar
evitar las crisis. No se las busca pero vienen, son parte del proceso. Un buen
formador las prevé, las distingue a la distancia y prepara a sus formandos para
encararlas con valentía. Los acompaña a resolverlas pero jamás se las evita. Y
en ello, aunque no parezca, los está amando profundamente. Los está forjando
para bien vivir.
A Dios gracias no me han faltado esos
formadores exigentes en mi vida personal, que para nada ha sido fácil nunca.
Formadores que han intentado hacer de mí “un todo terreno” y se los agradezco.
En cambio me duele la errónea educación que en nuestros días se hace de tantos
hijos de la Iglesia. No sé si es sobreprotección paternalista o
auto-justificación y complicidad en el abandono del ideal de la santidad.
Quizás ambas en este amplio clima de mediocridad que domina todo. ¿Quién amorosamente
dejará pasar de nuevo a los cristianos por la fragua de la fidelidad en la
contradicción? ¿Cómo habrá testigos (mártires) sino se les permite templar su
amor en el sufrimiento y la entrega de la propia vida? ¿Acaso será posible
vivir fecundamente nuestra fe sin Cruz?
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