Es oportuno recordar que estamos transitando la 2da. sección del primer bloque del libro de la profecía de Jeremías, que delimitamos entre 7,1-20,18. Aquí –ya advertimos- encontraríamos básicamente los oráculos durante el reinado de Yoyaquim y las llamadas “Confesiones” del profeta. Insistimos que es un tiempo difícil para el profeta, pues interrumpida la reforma Deuteronomista bajo Josías, Judá ha vuelto a los pecados del pasado.
Nos
adentraremos ahora en uno de esos textos clásicos, que han dado lugar a poemas
y canciones como a diversa simbología religiosa. No creo que todos identifiquen
a Jeremías tras la imagen del alfarero y la vasija, tampoco espero que
anticipen el sentido no tan idílico del pasaje.
Hagamos una
lectura, dividiendo en dos grandes partes, el oráculo contenido en Jer 18,1-12.
“Palabra que fue
dirigida a Jeremías de parte de Yahveh: Levántate y baja a la alfarería, que
allí mismo te haré oír mis palabras. Bajé a la alfarería, y he aquí que el
alfarero estaba haciendo un trabajo al torno. El cacharro que estaba haciendo
se estropeó como barro en manos del alfarero, y éste volvió a empezar,
transformándolo en otro cacharro diferente, como mejor le pareció al alfarero. Entonces
me fue dirigida la palabra de Yahveh en estos términos: ¿No puedo hacer yo con
vosotros, casa de Israel, lo mismo que este alfarero? - oráculo de Yahveh -.
Mirad que como el barro en la mano del alfarero, así sois vosotros en mi mano,
casa de Israel.” (Jer 18,1-6)
El profeta es enviado por Dios a la alfarería
y al contemplar el trabajo de aquel artesano la Palabra del Señor irrumpe,
transformando el hecho en una parábola. Jeremías observa que mientras el
alfarero en el torno modela el cacharro no siempre sale bien, a veces comienza
a formarse imperfecto entre sus manos, y sin poder ya corregirlo,
interrumpe su obra. Entonces los
movimientos del artesano cambian de formar el barro a hacerlo retornar a su
informe y maleable estado inicial. Luego desde cero vuelve a comenzar la hechura
entre sus manos hasta que la vasija alcance la perfección deseada.
Esta primera parte de la pericopa, por la
Palabra que el Señor comunica, establece la comparación Dios-alfarero y
Pueblo-barro. Habría que destacar que al reiniciar el trabajo sobre el futuro
cacharro el texto marca con intencionalidad evidente que no lo hizo igual al
anterior inconcluso, sino que lo hizo diferente; lo transformó el alfarero en
un proyecto nuevo según le pareció mejor.
La pregunta: “¿No puedo hacer lo mismo Yo con
ustedes?", que abre la alocución divina, insinúa que el Pueblo-barro se resiste
y se queja de la obra del Dios-alfarero. Al mismo tiempo afirma que el Pueblo
siempre será una obra entre sus manos de Artesano.
Obviamente la simbología no puede dejar de
remitirnos al relato de la creación de Adam y claramente se percibe en el
alfarero que arma, desarma y rearma la vasija, la acción de la Gracia de Dios
sobre el hombre y el Pueblo elegido, el proceso paciente de cumplimiento del
proyecto de la Alianza con sus bienes salvíficos.
En mi juventud me estremecía la canción que
decía: “Yo quiero ser, Señor, amado como barro en manos del alfarero; rompe mi
vida y hazla de nuevo, yo quiero ser un vaso nuevo.” La entonaba muy
piadosamente, eran tiempos de conversión. Aún resuena así en la Iglesia. ¿Pero
la profecía de Jeremías tiene este final feliz: ponernos libre y dócilmente
entre sus manos de Padre bueno y santo que nos modela con sabiduría y amor?
“De pronto hablo
contra una nación o reino, de arrancar, derrocar y perder; pero se vuelve atrás
de su mal aquella gente contra la que hablé, y yo también desisto del mal que
pensaba hacerle. Y de pronto hablo, tocante a una nación o un reino, de
edificar y plantar; pero hace lo que parece malo desoyendo mi voz, y entonces
yo también desisto del bien que había decidido hacerle. Ahora, pues, di a la
gente de Judá y a los habitantes de Jerusalén: Así dice Yahveh: «Mirad que
estoy ideando contra vosotros cosa mala y pensando algo contra vosotros. Ea,
pues; volveos cada cual de su mal camino y mejorad vuestra conducta y
acciones.» Pero van a decir: «Es inútil; porque iremos en pos de nuestros
pensamientos y cada uno de nosotros hará conforme a la terquedad de su mal
corazón.»” (Jer 18,7-12)
La alocución divina continúa desvelando la
palabra profética que se le encomienda proferir a Jeremías. Pero antes que nada
descubramos que se trata del mismo lenguaje de su llamado vocacional: “Entonces alargó Yahveh
su mano y tocó mi boca. Y me dijo Yahveh: Mira que he puesto mis palabras en tu
boca. Desde hoy mismo te doy autoridad sobre las gentes y sobre los reinos para
extirpar y destruir, para perder y derrocar, para reconstruir y plantar.” (Jer
1,9-10)
Ahora la parábola del alfarero se aplica al
destino de las naciones y de Judá.
En primer lugar el contexto es universalista
y el Señor se dirige a todos los pueblos de la tierra. A unos les amonesta en
sentido de “arrancar, derrocar y perder”
y arrepintiéndose se convierten, con lo cual ya no recae sobre ellos la
purificación divina. A otros su promesa les asegura “edificar y plantar” pero no interesados en la obra de Dios siguen
por su propio camino, entonces el Señor no puede derramar sobre ellos su
Gracia. Dios se muestra como quien se acerca y abre el diálogo de la Salvación
esperando que el hombre en su libertad responda. Obviamente la respuesta de los
hombres los introduce o los aleja de la economía de la Gracia.
Finalmente Dios se dirige a su propio Pueblo,
el que se ha elegido, con una palabra de advertencia y anuncio de castigo
purificador. El Señor les urge a la conversión y a volver a Él pues se han
alejado de sus caminos. Pero la palabra profética conocedora del futuro
adelanta su respuesta: “Pero van a decir:
«Es inútil; porque iremos en pos de nuestros pensamientos y cada uno de
nosotros hará conforme a la terquedad de su mal corazón.»” Así el Pueblo se
mostrará obstinado en el mal camino y pertinaz en su pecado.
Ahora la parábola del alfarero se imposta con
un matiz inquietante. Si el Pueblo se pusiese en sus manos podría recrearlo,
llevar adelante el proyecto de la Alianza salvadora. Pero como eligen sustraerse
de sus manos y quedarse lejos por su cuenta volverán a ser barro informe.
¿Quién se pondrá
entre mis manos?
Con este interrogante, como si Dios mismo nos
interpelara, quisiera comenzar esta breve reflexión. Porque he visto que la
vida en el Espíritu de las personas y de las comunidades se juega importantemente
en resolver los binomios docilidad-resistencia y entrega-reserva. ¿Entregarnos
al Señor? ¿Y cuál es el límite de ese
abandono? ¿Podré reservarme algo para mí? ¿Ya no estará mi vida en mis manos y
bajo mi conducción? ¿Ya no tendré libertad?
Estos interrogantes creo solo son posibles en
un contexto donde aún no se ha descubierto ni el amor ni la humildad. Me explico.
¿Quién puede creer que la propia vida está
enteramente en nuestras manos? Tantos imponderables nos acechan todo el tiempo.
Cuando llega la adversidad inesperada lo admitimos. No es ilimitada nuestra
capacidad de tener la propia vida bajo control. Somos libres y decidimos, nos
auto-determinamos, hasta cierto punto. Otras libertades también entran al
concierto misterioso de la reciprocidad con sus consecuencias. La historia nos tiene
por delante tiempos y parajes insospechados. Caemos en la cuenta de que somos
pobres y necesitados. Comprendemos que nuestra vida requiere ser rescatada,
salvada por Quien solo puede hacerlo. ¿Hemos alcanzado esta humildad?
El proyecto de la Modernidad era otro: el
sujeto autosuficiente que elevado sobre sí mismo se instituía como dios. ¿Acaso
no es posible el proyecto del superhombre? ¿Tan solo somos barro pero barro con
espíritu? Justamente cada vez que sopla el Espíritu también se levantan en nosotros
secretas resistencias: el orgullo, la vergüenza, el miedo a entregarnos.
Seguramente porque aún no conocemos el Amor. Porque
es propio del amor bajar las defensas y deponer las sospechas, crecer en
confianza y por tanto en alegre abandono. Ponernos en manos de Quien eterna y
perfectamente nos ama es tan gozoso y liberador. Es un acto libre, quizás el
acto más libre del ser humano, entregarle la vida a Dios, devolvérsela porque
de Él proviene, y solo Él la cuida, sostiene y rescata. Reconocer agradecidos
que solo su proyecto, que benévolamente nos revela, dará sentido, plenitud y
trascendencia a nuestra persona y a nuestra comunidad-pueblo, la Iglesia.
Aunque el oráculo profético no tiene por
decisión del pueblo, el final deseable, el canto piadoso lo recrea según la
expectativa del Dios que nos ama bien: “Yo quiero ser, Señor, amado como barro
en manos del alfarero; rompe mi vida y hazla de nuevo, yo quiero ser un vaso
nuevo.”
Y mientras estamos en proceso de descubrir su
Amor y alcanzar una verdadera humildad, el Apóstol San Pablo nos exhorta: “¡Oh hombre! Pero ¿quién eres tú para pedir
cuentas a Dios? ¿Acaso la pieza de barro dirá a quien la modeló: "por qué
me hiciste así"?” (Rom 9,20)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario