Jeremías: el profeta de la interioridad, atravesado por el sufrimiento (10)

 




Al cerrar nuestro rápido paso por esta sección del libro de Jeremías, nuevamente nos sumergimos en un texto testimonial contenido en las llamadas “Confesiones”. Otra vez el profeta da cuenta de su crisis vocacional en términos simplemente impresionantes.

 

“Me has seducido, Yahveh, y me dejé seducir; me has agarrado y me has podido. He sido la irrisión cotidiana: todos me remedaban. Pues cada vez que hablo es para clamar: «¡Atropello!», y para gritar: «¡Expolio!». La palabra de Yahveh ha sido para mí oprobio y befa cotidiana.”  (Jer 20,7-8)

 

Lejos toda presunción que quiera comprender esta “seducción” como un inocente jugueteo amoroso, sino que conservando su rasgo de atracción o captación, se la muestra también en su carácter de fascinación engañosa. Si interpretáramos “me has engañado y me he dejado engañar, me has embaucado y me he dejado embaucar”, ciertamente acertaríamos al sentido. Por tanto estamos frente a un reclamo del profeta a Dios porque lo ha conducido, cautivándolo, pero los resultados han sido desfavorables. Claro que Jeremías se hace cargo también: “yo me he dejado seducir”. Y luego escala la afirmación a un contexto de lucha y forcejeo: “me has agarrado y me has podido”. Aquí entonces insinúa que aun habiéndose resistido e intentado zafarse, sin embargo ha sido vencido y reducido. Toda una descripción que denota su vocación tanto como una fascinación que se le impone como una contienda en la que es superado. Casi parece que ha ingresado a su ministerio engañado y al darse cuenta no ha podido desentenderse, quedando sujetado.

Evidentemente ha llegado a esta amarga conclusión dadas las consecuencias de su fidelidad a lo que Dios le manda predicar y realizar: la violencia cae sobre él (atropello y expolio), además de que todos se ríen y burlan de él en lo cotidiano. La Palabra que Dios le ha dirigido y que Jeremías transmite, le paga como salario el ser ridiculizado, resistido y rechazado.

Ya habíamos contemplado este proceso de crisis vocacional en Jer 15,10-21. Se repite pues la misma dinámica solo que expuesta hasta sus extremos.

 

“Yo decía: «No volveré a recordarlo, ni hablaré más en su Nombre.» Pero había en mi corazón algo así como fuego ardiente, prendido en mis huesos, y aunque yo trabajaba por ahogarlo, no podía.” (Jer 20,9)

 

Creo que toda auténtica experiencia religiosa, sobre todo la vocacional, nunca está exenta de este furor divino y del tironeo interior en que se debate quien es llamado. Dios quema y arde y su llama no puede ser sofocada. Y a pesar de querer resistirse es tan potente el designio divino sobre esa vida que no puede impedirse que se cumpla. Por supuesto que hay libertad en el profeta, de hecho intenta ahogar el llamado. Pero el amor –no seamos pueriles- puede ser delicado como también intenso, una pasión incontrastable.

 

“Escuchaba las calumnias de la turba: «¡Terror por doquier!, ¡denunciadle!, ¡denunciémosle!» Todos aquellos con quienes me saludaba estaban acechando un traspiés mío: «¡A ver si se distrae, y le podremos, y tomaremos venganza de él!»

Pero Yahveh está conmigo, cual campeón poderoso. Y así mis perseguidores tropezarán impotentes; se avergonzarán mucho de su imprudencia: confusión eterna, inolvidable. ¡Oh Yahveh Sebaot, juez de lo justo, que escrutas los riñones y el corazón!, vea yo tu venganza contra ellos, porque a ti he encomendado mi causa. Cantad a Yahveh, alabad a Yahveh, porque ha salvado la vida de un pobrecillo de manos de malhechores.” (Jer 20,10-13)

 

Jeremías vive en su ministerio profético una realidad un tanto paradójica: por un lado, la continua persecución de sus enemigos que le tiene siempre como sitiado y bajo asechanza; por otro, la presencia fuerte y victoriosa de Dios, que como su campeón y defensor le rescata y le permite seguir adelante con su misión en medio de tales adversidades. Aunque le buscan para hacerle el mal, no le pueden, porque el Señor está por su causa. Se cumple así la promesa vocacional de hacerlo como plaza fuerte y bastión inexpugnable. Tal fidelidad de Dios con el pequeño que ha elegido y llamado, le mueve claro a la alabanza.

Sin embargo su ejercicio profético le resulta tan desconcertante y la recurrente crisis tan hiriente que la perícopa cierra insistiendo sobre su desgracia en durísimos términos.

 

“¡Maldito el día en que nací! ¡el día que me dio a luz mi madre no sea bendito! ¡Maldito aquel que felicitó a mi padre diciendo: «Te ha nacido un hijo varón», y le llenó de alegría! Sea el hombre aquel semejante a las ciudades que destruyó Yahveh sin que le pesara, y escuche alaridos de mañana y gritos de ataque al mediodía. ¡Oh, que no me haya hecho morir desde el vientre, y hubiese sido mi madre mi sepultura, con seno preñado eternamente! ¿Para qué haber salido del seno, a ver pena y aflicción, y a consumirse en la vergüenza mis días?” (Jer 20,14-18)

 

Como vemos, está totalmente justificada nuestra presentación de Jeremías como un profeta “atravesado por el sufrimiento”. Nos queda descubrir por qué le hemos llamado también: “el profeta de la interioridad”.

 

El seguimiento de Dios no es para cualquiera

 

Evidentemente Dios nos llama a todos a seguirlo y a gozar de su compañía. Pero no siempre nos damos cuenta, sino ya comenzando a transitar el camino, que nos supondrá una tremenda transformación. Su benevolente invitación en nada nos ahorrará la lucha, la contradicción, las dificultades crecientes y una dolorosa purificación.

De alguna forma hay que hacerse fuerte para vivir en fidelidad. Por eso es oportuno volver a oír la ya clásica sentencia:

 

“Hijo, si te llegas a servir al Señor, prepara tu alma para la prueba. Endereza tu corazón, manténte firme, y no te aceleres en la hora de la adversidad. Adhiérete a él, no te separes, para que seas exaltado en tus postrimerías. Todo lo que te sobrevenga, acéptalo, y en los reveses de tu humillación sé paciente. Porque en el fuego se purifica el oro, y los aceptos a Dios en el horno de la humillación. Confíate a él, y él, a su vez, te cuidará, endereza tus caminos y espera en él. Los que teméis al Señor, aguardad su misericordia, y no os desviéis, para no caer. Los que teméis al Señor, confiaos a él, y no os faltará la recompensa. Los que teméis al Señor, esperad bienes, contento eterno y misericordia. Mirad a las generaciones de antaño y ved: ¿Quién se confió al Señor y quedó confundido? ¿Quién perseveró en su temor y quedó abandonado? ¿Quién le invocó y fue desatendido? (Eclo 2,1-10)

 

El Evangelio de Marcos nos traerá un detalle que Mateo y Lucas han omitido. Los discípulos verán recompensada su fidelidad en el seguimiento pero esa recompensa aquí en la historia será colindante con las persecuciones.

 

“Pedro se puso a decirle: «Ya lo ves, nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido.» Jesús dijo: «Yo os aseguro: nadie que haya dejado casa, hermanos, hermanas, madre, padre, hijos o hacienda por mí y por el Evangelio, quedará sin recibir el ciento por uno: ahora al presente, casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y hacienda, CON PERSECUCIONES; y en el mundo venidero, vida eterna.»” (Mc 10,28-30)

 

De nuevo en este sentido afirmamos que el seguimiento de Jesucristo no es para cualquiera. Todo discípulo que quiera acercarse a Dios pero que rechace la Cruz vive en un espejismo que pronto se esfumará, dando paso a la realidad de la crisis y a la necesidad de reafirmarse en su opción. Una cosa es comenzar el seguimiento y otra mantenerse en el seguimiento, y no con desgano sino con un amor crecido. Iniciar es más fácil que perseverar.

 


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