Al cerrar nuestro rápido paso por esta
sección del libro de Jeremías, nuevamente nos sumergimos en un texto
testimonial contenido en las llamadas “Confesiones”. Otra vez el profeta da
cuenta de su crisis vocacional en términos simplemente impresionantes.
“Me has seducido,
Yahveh, y me dejé seducir; me has agarrado y me has podido. He sido la irrisión
cotidiana: todos me remedaban. Pues cada vez que hablo es para clamar:
«¡Atropello!», y para gritar: «¡Expolio!». La palabra de Yahveh ha sido para mí
oprobio y befa cotidiana.” (Jer 20,7-8)
Lejos toda presunción que quiera comprender
esta “seducción” como un inocente jugueteo amoroso, sino que conservando su
rasgo de atracción o captación, se la muestra también en su carácter de
fascinación engañosa. Si interpretáramos “me has engañado y me he dejado
engañar, me has embaucado y me he dejado embaucar”, ciertamente acertaríamos al
sentido. Por tanto estamos frente a un reclamo del profeta a Dios porque lo ha
conducido, cautivándolo, pero los resultados han sido desfavorables. Claro que
Jeremías se hace cargo también: “yo me he dejado seducir”. Y luego escala la
afirmación a un contexto de lucha y forcejeo: “me has agarrado y me has
podido”. Aquí entonces insinúa que aun habiéndose resistido e intentado
zafarse, sin embargo ha sido vencido y reducido. Toda una descripción que
denota su vocación tanto como una fascinación que se le impone como una
contienda en la que es superado. Casi parece que ha ingresado a su ministerio
engañado y al darse cuenta no ha podido desentenderse, quedando sujetado.
Evidentemente ha llegado a esta amarga
conclusión dadas las consecuencias de su fidelidad a lo que Dios le manda
predicar y realizar: la violencia cae sobre él (atropello y expolio), además de
que todos se ríen y burlan de él en lo cotidiano. La Palabra que Dios le ha
dirigido y que Jeremías transmite, le paga como salario el ser ridiculizado,
resistido y rechazado.
Ya habíamos contemplado este proceso de
crisis vocacional en Jer 15,10-21. Se repite pues la misma dinámica solo que
expuesta hasta sus extremos.
“Yo decía: «No
volveré a recordarlo, ni hablaré más en su Nombre.» Pero había en mi corazón
algo así como fuego ardiente, prendido en mis huesos, y aunque yo trabajaba por
ahogarlo, no podía.” (Jer 20,9)
Creo que toda auténtica experiencia
religiosa, sobre todo la vocacional, nunca está exenta de este furor divino y
del tironeo interior en que se debate quien es llamado. Dios quema y arde y su
llama no puede ser sofocada. Y a pesar de querer resistirse es tan potente el
designio divino sobre esa vida que no puede impedirse que se cumpla. Por
supuesto que hay libertad en el profeta, de hecho intenta ahogar el llamado.
Pero el amor –no seamos pueriles- puede ser delicado como también intenso, una
pasión incontrastable.
“Escuchaba las
calumnias de la turba: «¡Terror por doquier!, ¡denunciadle!, ¡denunciémosle!»
Todos aquellos con quienes me saludaba estaban acechando un traspiés mío: «¡A
ver si se distrae, y le podremos, y tomaremos venganza de él!»
Pero Yahveh está
conmigo, cual campeón poderoso. Y así mis perseguidores tropezarán impotentes;
se avergonzarán mucho de su imprudencia: confusión eterna, inolvidable. ¡Oh
Yahveh Sebaot, juez de lo justo, que escrutas los riñones y el corazón!, vea yo
tu venganza contra ellos, porque a ti he encomendado mi causa. Cantad a Yahveh,
alabad a Yahveh, porque ha salvado la vida de un pobrecillo de manos de
malhechores.” (Jer 20,10-13)
Jeremías vive en su ministerio profético una
realidad un tanto paradójica: por un lado, la continua persecución de sus
enemigos que le tiene siempre como sitiado y bajo asechanza; por otro, la
presencia fuerte y victoriosa de Dios, que como su campeón y defensor le
rescata y le permite seguir adelante con su misión en medio de tales
adversidades. Aunque le buscan para hacerle el mal, no le pueden, porque el
Señor está por su causa. Se cumple así la promesa vocacional de hacerlo como
plaza fuerte y bastión inexpugnable. Tal fidelidad de Dios con el pequeño que ha
elegido y llamado, le mueve claro a la alabanza.
Sin embargo su ejercicio profético le resulta
tan desconcertante y la recurrente crisis tan hiriente que la perícopa cierra
insistiendo sobre su desgracia en durísimos términos.
“¡Maldito el día
en que nací! ¡el día que me dio a luz mi madre no sea bendito! ¡Maldito aquel
que felicitó a mi padre diciendo: «Te ha nacido un hijo varón», y le llenó de
alegría! Sea el hombre aquel semejante a las ciudades que destruyó Yahveh sin
que le pesara, y escuche alaridos de mañana y gritos de ataque al mediodía.
¡Oh, que no me haya hecho morir desde el vientre, y hubiese sido mi madre mi
sepultura, con seno preñado eternamente! ¿Para qué haber salido del seno, a ver
pena y aflicción, y a consumirse en la vergüenza mis días?” (Jer 20,14-18)
Como vemos, está totalmente justificada
nuestra presentación de Jeremías como un profeta “atravesado por el
sufrimiento”. Nos queda descubrir por qué le hemos llamado también: “el profeta
de la interioridad”.
El seguimiento de
Dios no es para cualquiera
Evidentemente Dios nos llama a todos a
seguirlo y a gozar de su compañía. Pero no siempre nos damos cuenta, sino ya
comenzando a transitar el camino, que nos supondrá una tremenda transformación.
Su benevolente invitación en nada nos ahorrará la lucha, la contradicción, las
dificultades crecientes y una dolorosa purificación.
De alguna forma hay que hacerse fuerte para
vivir en fidelidad. Por eso es oportuno volver a oír la ya clásica sentencia:
“Hijo, si te
llegas a servir al Señor, prepara tu alma para la prueba. Endereza tu corazón,
manténte firme, y no te aceleres en la hora de la adversidad. Adhiérete a él,
no te separes, para que seas exaltado en tus postrimerías. Todo lo que te
sobrevenga, acéptalo, y en los reveses de tu humillación sé paciente. Porque en
el fuego se purifica el oro, y los aceptos a Dios en el horno de la
humillación. Confíate a él, y él, a su vez, te cuidará, endereza tus caminos y
espera en él. Los que teméis al Señor, aguardad su misericordia, y no os desviéis,
para no caer. Los que teméis al Señor, confiaos a él, y no os faltará la
recompensa. Los que teméis al Señor, esperad bienes, contento eterno y
misericordia. Mirad a las generaciones de antaño y ved: ¿Quién se confió al
Señor y quedó confundido? ¿Quién perseveró en su temor y quedó abandonado?
¿Quién le invocó y fue desatendido? (Eclo 2,1-10)
El Evangelio de Marcos nos traerá un detalle
que Mateo y Lucas han omitido. Los discípulos verán recompensada su fidelidad
en el seguimiento pero esa recompensa aquí en la historia será colindante con
las persecuciones.
“Pedro se puso a
decirle: «Ya lo ves, nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido.» Jesús
dijo: «Yo os aseguro: nadie que haya dejado casa, hermanos, hermanas, madre,
padre, hijos o hacienda por mí y por el Evangelio, quedará sin recibir el
ciento por uno: ahora al presente, casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y
hacienda, CON PERSECUCIONES; y en el mundo venidero, vida eterna.»” (Mc
10,28-30)
De nuevo en este sentido afirmamos que el
seguimiento de Jesucristo no es para cualquiera. Todo discípulo que quiera
acercarse a Dios pero que rechace la Cruz vive en un espejismo que pronto se
esfumará, dando paso a la realidad de la crisis y a la necesidad de reafirmarse
en su opción. Una cosa es comenzar el seguimiento y otra mantenerse en el
seguimiento, y no con desgano sino con un amor crecido. Iniciar es más fácil
que perseverar.
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