Los profetas y su vigencia hoy. Una mirada de síntesis (1)

 



 

El trayecto recorrido

 

Vamos cerrando esta hermosa aventura que compartimos con el movimiento profético, sobre todo intentando echar luz sobre la actualidad de la Iglesia en el mundo. Se imponen pues unas palabras finales a modo de síntesis.

Como ya se habrán dado cuenta nos concentramos en las grandes líneas teologales presentadas por los tres profetas mayores –Isaías, Jeremías y Ezequiel- junto a las intuiciones de los iniciadores –Amós y Oseas-. Y el trayecto nos ha quedado delineado en tres periodos.

 

Primer tiempo

 

Un primer tiempo coincidió con los ministerios de Amós, Oseas e Isaías I. Al comenzar el movimiento de los “profetas escritores” -tras aquellos profetas de la acción que eran Samuel, Elías y Eliseo-, los interrogantes eran los mismos: ¿quién era Dios y qué pretendía?, ¿quién era el Pueblo y a qué estaba dispuesto?, ¿cómo vivir la Alianza entre dos tan disímiles?, ¿cuál sería la pedagogía divina para llevar adelante la purificación y maduración de su Pueblo? Estos interrogantes claramente no se hallan anclados en el pasado sino que son siempre vigentes. También son las preguntas propias del hoy de la Iglesia que camina en la historia. Pues son interpelaciones acerca de la cuestión más crucial: ¿quién es Dios, quién es el hombre? y, ¿podrán encontrarse?

Dios según estos profetas es tanto un Justiciero celoso y protector de pobres y débiles; como un Esposo fiel y Amante generosamente paciente; como el tres veces Santo, totalmente Otro y trascendente que se acerca y santifica a los suyos. El Pueblo empero consiente la hipocresía de una religiosidad formalista y vacía que no se verifica en su conducta, siembra profundas injusticias y atenta contra la vida de los más pequeños; a su vez se ha acostumbrado a la idolatría y no logra arrancarla de su corazón; en definitiva está siempre lastimando y quebrando la Alianza con el Señor. No habrá pues otro horizonte por delante que el de una profunda purificación, donde tendrán que hacerse cargo y padecer las consecuencias de su propio pecado y volver a los comienzos de su identidad: la esclavitud en Egipto ahora por el destierro en Asiria; el retorno al desierto mediante el exilio que les posibilitará recobrar la sensatez, volver a escuchar la Palabra y restaurar la Alianza; y finalmente la esperanza de poder llegar a ser el Pueblo que Dios eligió. De nuevo, este proceso es atemporal, en el sentido que es el proceso típico del corazón humano en trabajo de conversión.

 

¿Una Iglesia atrapada entre los pecados irresueltos del pasado?

 

El presente eclesial nos muestra la urgente necesidad de penitencia y conversión permanente, personal y comunitaria en todos los niveles y ámbitos. Siempre nos acecha el peligro de vivir una religiosidad falseada, una disociación entre los gestos exteriores, las posturas visibilizadas y las verdaderas intenciones del corazón.

De hecho la renovada disputa que retoma el pasado inmediato posconciliar entre sectores “tradicionalistas conservadores” y “reformadores progresistas” –si es que verdaderamente existe y no se trata apenas de un relato ideológico de los supervivientes de aquella generación-, aparece como un debate poco profundo sobre temas sensibles pero de escasa relevancia a causa del tratamiento pragmático y utilitarista que sirve de contexto.  Mas bien se asemeja a un delirante intercambio entre señores vetustos y quizás bastante frustrados que como adolescentes caprichosos insisten en su pasión por la politización de la vida cristiana. El resultado es que los sencillos, los pobres y débiles del Pueblo de Dios resultan escandalizados.

Además venimos arrastrando una crisis de equilibrio en la relación Iglesia-mundo. Desde un punto de excesivo distanciamiento y ruptura, la transición se ha pasado de eje hacia una confusa mimetización, a tal punto que el secularismo en cuanto proceso de autonomía absoluta de la realidad temporal con respecto a la realidad trascendente y eterna ya está resonando bullicioso ad intra del cuerpo eclesial. Y bajo su influencia -o quizás sería mejor decir “infestación”- se van erigiendo climas heréticos y riesgos cismáticos. A mí ver tres “hábitats heresiarcas” están proliferando:

1.      La negación de la divinidad de Jesucristo y también de suyo el oscurecimiento doctrinal sobre la unicidad de la Salvación por el Único Mediador entre Dios y los hombres, justamente Él, verdadero Dios y verdadero hombre. Dando lugar bajo pretexto de diálogo interreligioso a confusas declaraciones y prácticas donde el Señor queda igualado o integrado en un “nuevo panteón de dioses paganos” que se propone como religión global. Se trataría de una novedosa “caridad sincretista”. Nuestros profetas probablemente las habrían catalogado de “idolatrías”. Aunque tal vez también advirtiesen que no pasa de un “juego a dos bandos” de quien aún no ha realizado su opción de Fe.

2.      El ataque constante a la doctrina de la Revelación y la insuficiente comprensión del carisma de la inspiración bíblica. Junto a una inexacta y restrictiva presentación del “sentido de fe del Pueblo de Dios” desvinculado de la Tradición y anclado en la epocalidad presente. La pretenciosa propuesta de admitir “nuevas fuentes de revelación” que podrían completar, atemperar y hasta corregir al Depositum Fidei. Y claro el “movimiento democratizador” que intenta suplantar la “identidad pastoral que Cristo ha querido dar a su Iglesia” por las prácticas del consenso y la configuración a la opinión pública derribando si es posible para siempre la función Magisterial.

3.      La “cancelación de la escatología” pues en la práctica se ha instalado que la Salvación es para todos y automática, que la “misericordia” se ejerce más allá de la conversión y que la libertad humana no será tenida en cuenta por Dios. “Yo te perdono igual aunque no lo pidas ni quieras ser perdonado”. El Señor está “encaprichado” en salvarnos y ejerce “autoritaria y tiránica misericordia”. Un raro amor de Dios que no genera intercambio y comunión, un amor que te salva dejándote quedarte lejos y prescindente. No me explico si es amor entre dos o dos amores puramente narcisistas. Al fin como ya no hay juicio y menos Infierno, hagas lo que hagas y aunque no te arrepientas te  irás al Cielo, que ahora ya no será el lugar de los santos que se han purificado en la Sangre del Cordero sino una Babilonia decadente y eterna de pecadores irredentos. Pero al fin y al cabo el Cielo no es tan importante sino la realidad histórica que parece ser la que verdaderamente nos preocupa porque es más real que esos cuentos de “salvación y gloria eterna”. Me temo que las nuevas teologías de la “gracia” con misericordia inclusiva y sin exigencia de santidad, solo erigirán dos Infiernos: el de la tierra y el de las alturas.

¿Y todo esto por qué? Quizás como en aquel primer tiempo del movimiento profético los hombres no terminan de creer en Dios y adherirse a la Alianza, siguen atrapados en sus “querencias por otros dioses” y ofrecen continua resistencia a la conversión total y definitiva.  La postergación de la santidad me parece un terrible demonio que tiene sujetados a muchos hermanos en la Iglesia que peregrina: su nombre es “mediocridad”.

 

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