Tercer tiempo
Finalizando nuestro recorrido nos hemos
introducido en tierras de exilio junto a Ezequiel e Isaías II-III. Ambos
profetas nos han ayudado a comprender con fe y esperanza la situación y a
descubrir cómo perseverar en los caminos de Dios.
El gran Ezequiel cual centinela del Señor,
auténtico vigía y por ello como maestro de novicios del Pueblo, nos ha guardado
para mantener la identidad cuando parecía que todo se había perdido. Con los
signos de la Alianza caídos, sin rey ni tierra ni templo: ¿cómo sostener la fe?
La respuesta de Dios será: “Yo te he elegido y he decidido estar donde tú te
encuentres, Pueblo mío”. Para que esto sea posible debe grabarse esa Alianza
Nueva por el Espíritu en el interior del hombre.
Debe realizarse pues un proceso virtuoso cuya
primera instancia será quitar las basuras adheridas al corazón. Se trata de la
purgación interior que extirpará de raíz toda idolatría para que el Señor sea
el único absoluto de la vida. No es posible sin el reconocimiento del pecado
como realidad personal y la aceptación humilde de la propia responsabilidad. Un
cambio de mentalidad que solo será viable asumiendo que el Dios Santo nos quiere
santos. El profeta pues alentará una urgente y encendida conversión.
Entonces, tras la purificación, Dios recreará
su Alianza, con su Espíritu la grabará en el corazón humano, interiorizará su
Ley de Gracia. El Pueblo será el Nuevo Templo donde el Señor habite. Y además
le enviará a su Mesías-Pastor-Sacerdote, verdadero y definitivo Rey que lo
conduzca. Así el Pueblo inhabitado por la Gloria divina, configurado a su
Santidad, regresará a la tierra con un proyecto del todo Teocéntrico, un anhelo
de fidelidad y de permanecer establemente como el Pueblo de su Señor.
A Isaías II-III, ya más en el contexto del
fin del exilio y la vuelta a la patria, le tocará ser el profeta que anuncie el
consuelo y la pronta liberación. En este sentido Dios se manifiesta como el
Señor de la historia: todos los pueblos y sus líderes están bajo su mano y nada
sucede sin que Él misteriosamente lo conduzca. Un día decidió que Israel
marchase al exilio, lo entregó a sus enemigos pues en su Sabiduría dispuso esta
pedagogía para su conversión; decretó el destierro como herramienta de
purificación y maduración que terminase de hacer posible que su Pueblo
permaneciese fiel a la Alianza. Y un día decidió poner fin a esa dolorosa
experiencia y de pronto, como si nada y sin intervención humana precedente,
abrió caminos de liberación y restauración. Porque Él convierte los caminos
escabrosos en llanos y abre maravillosos horizontes nuevos cuando todo parece
cerrado y sin salida. Es el Señor.
De hecho, el retorno desde Babilonia hacia la
Tierra de Promisión se describe como una triunfante y jubilosa procesión
religiosa. Mas en este clima de algarabía y esperanza no faltan dos detalles
inquietantes:
1. el misterioso Siervo de Yahvéh
-verdaderamente discípulo-, quien obra la redención pero a través de su propio
sufrimiento y sacrificio expiatorio;
2. la frustración frente a un
proyecto que no termina de hacer pie en la historia pero que permite descubrir la
Salvación como una realidad del todo futura, definitiva y por tanto,
escatológica.
Sin duda se sostiene una idea central desde el primer Isaías: la Salvación
de Dios es universal e Israel es el Pueblo Elegido como instrumento y testigo
de este benevolente designio divino.
Sé santo porque Yo
tu Dios Soy Santo
Con esta sentencia, tan propia del cuño de la
tradición sacerdotal, quiero cerrar mi último opúsculo. Ya lo he propuesto con
insistencia previamente: la actual hora de la Iglesia peregrina se puede sin
duda interpretar bajo el paradigma del exilio. Y a mí ver personal es la tarea
de Ezequiel la que hoy nos urge emprender y transitar.
Porque la Iglesia hace tiempo camina
desorientada en un mundo que cambia aceleradamente y que tal vez la recibe
mucho menos de cuánto ella quiere ofrecerse. Y el equilibrio en la relación
parece perdido. La consagrada fórmula “estar en el mundo sin ser del mundo” no
encuentra un punto de eficaz ejecución por polarizaciones internas del cuerpo
eclesial.
Hay quienes contemplando “semillas del Verbo”
se pasan de optimistas, lo quieren bautizar todo y terminan cayendo en una
ingenua fascinación por el mundo que acaba absorbiendo a la Iglesia y diluyendo
su identidad. Y entonces se denuncia el drama de un modernismo progresista que
ha logrado finalmente infiltrarse e infectarnos.
Hay quienes contemplando las “semillas de
Satanás” se pasan de pesimistas, quieren rechazarlo todo como peligroso o
contaminante y terminan erigiendo un purismo que levanta muros defensivos pero
dificulta establecer un diálogo evangelizador con el mundo al que postulan sin
distinciones como el enemigo. La identidad de la Iglesia permanece clara pero
se vuelve inoperante. Y entonces se denuncia el drama de un anti-modernismo
conservador que vive nostálgicamente en el pasado y no logra aceptar el paso
propio de los procesos de la historia.
Ambas dinámicas así caricaturizadas, aun
teniendo sus elementos de verdad, permanecen puramente humanas y en un
nivel escasamente natural. Les falta una
“mirada desde arriba”, el eje trascendente que podría expresarse así: “la obra
es de Dios”. No sin ti, Iglesia, pero primariamente obra suya tanto tu
identidad como la Salvación del mundo. Es erróneo partir de una relación entre dos:
Iglesia-mundo. El vínculo es tríadico: Dios-Iglesia-mundo. Sin Dios en medio,
pero también por debajo cual fundamento y por encima cual horizonte, nunca
podrán encontrarse aquellos dos. Su encuentro no tiene sentido sino en su
Señor.
Estoy convencido que la Iglesia
contemporánea, siempre deambulando en el exilio del mundo y de la historia,
debe constantemente volverse hacia su Dios que no la abandona y camina con
ella. No es en la exterioridad visible, cuantificable y fáctica donde hallará
las respuestas que busca. Sino allí donde reina invisible el misterio bajo las
sanadoras unciones de la pobreza y el silencio. La purificación se exige
siempre, necesaria e ineludible. Conversión, cambio de mente y corazón. Debe el
Pueblo configurarse a su Señor, dejar que lo inhabite, cultivar fecunda Alianza
en Amor. Solo entonces, unida a su Señor y Esposo en sagradas nupcias
celebradas en el desierto, la Iglesia esposa lo verá todo claro con Luz nueva,
bajo la Gracia de su Amado.
Entonces su identidad y misión –las cuales
coinciden-, las poseerá serenamente. Comprenderá aquello que le ha escuchado a
Él: “serás mi sacramento universal de Salvación”. El Pueblo convocado por la
unidad virtuosa del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo será Asamblea de
adoración y alabanza que transita cual jubilosa procesión por la historia hacia
una estable y excedente Gloria eterna. Y caminará invitando a todos los hombres
a sumarse al gozo de la Liberación y a las realidades nuevas y definitivas que
el buen Dios nos tiene preparadas en su Casa.
¿Cuál es la clave pastoral pues que nos urge
vislumbrar? “Pueblo mío, sé santo, porque Yo tu Dios soy Santo. ¡Únete a Mí!”
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