DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 50

 




EL ÍDOLO NO ES NADA

 

Apóstol Pablo, al introducir la presente sección avisábamos que responderías a cuestiones planteadas por la comunidad en dos grandes temas: ya hemos tratado la práctica ascética de abstinencia sexual en el matrimonio y el valor tanto de la virginidad como de las nupcias, y ahora tocaremos suscintamente la problemática de la ingesta de alimentos sacrificados a los ídolos. Lo haremos brevemente pues ya hemos elaborado este dilema en los numerales 25-26 al comentar el capítulo 14 de la carta a los Romanos, que en verdad es cronológicamente posterior al presente texto de corintios y donde te has explayado en una serie de criterios que constituyen un pequeño tratado sobre el ejercicio de la caridad fraterna.

 

“Ahora bien, respecto del comer lo sacrificado a los ídolos, sabemos que el ídolo no es nada en el mundo y no hay más que un único Dios. Pues aun cuando se les dé el nombre de dioses, bien en el cielo bien en la tierra, de forma que hay multitud de dioses y de señores, para nosotros no hay más que un solo Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas y para el cual somos; y un solo Señor, Jesucristo, por quien son todas las cosas y por el cual somos nosotros.”  1 Cor 8,4-6

 

¡Menudo tema y tan actual se nos abre! Fortísima expresión apostólica: “El ídolo no es nada en el mundo y no hay más que un solo Dios”. Sabemos que todo el Antiguo Testamento, sobre todo a través de los Profetas, es una constante invectiva contra la idolatría. De hecho era considerada como el pecado más grave y tratada analógicamente como una prostitución, un abandono del Dios Único y Verdadero, una ruptura y traición a la Alianza para entregarse “fornicariamente” a la seducción de los falsos dioses que no eran sino una invención humana.

Diría en principio que esta óptica con matices se mantuvo durante los dos primeros milenios de la Iglesia Católica. En términos clásicos hay un solo Dios verdadero y por tanto una sola religión verdadera. Hay una sola Revelación de Dios plena y acabada en Jesucristo y solo en la adhesión de fe a esta comunicación de Dios acerca de Sí mismo y del camino a recorrer por el hombre hay certeza de Salvación.

Todos los matices en estos dos milenios han surgido por el ejercicio de la caridad y en pos de una convivencia pacífica. Obviamente hemos dejado de predicar y organizar cruzadas militares y guerras santas pero no por eso hemos admitido que las otras religiones fueran verdaderos caminos de salvación. Por iniciar un diálogo propositivo hemos quizás facilitado el reconocimiento inicial de aspectos comunes en torno al bien del prójimo y a valores saludables para la vida social, lo cual no supuso dejar de anunciar a Jesucristo como el único Salvador, Dios e Hijo de Dios, enviado por la Encarnación y propiciador de rescate y redención por su Pascua. Así hemos podido distinguir en el diálogo inter-religioso una evidente mayor proximidad con el Judaísmo y una mayor distancia con el Islam. Con estas religiones tenemos al menos el punto de contacto por la fe en un Dios único o el carácter monoteísta, ciertas Escrituras Santas y tradiciones comunes y una tremenda e infranqueable divergencia: su no aceptación de Jesucristo y de la Revelación del Dios Trinitario, solo por señalar lo más crucial. La lista de discrepancias supera por mucho lo que puede ser común.

Ni hablar del resto de las religiones de algún modo politeístas y con doctrinas absolutamente incompatibles con la fe cristiana. La Iglesia durante casi dos milenios ha tenido claro que verdadera caridad era proponer la conversión a aquellos hermanos cuyas creencias eran elaboraciones humanas, incompletas y limitadas experiencias numinosas de lo divino. Dejarlos en el error era privarlos de la Salvación a la cual se accede por la fe en la Revelación cristiana y la incorporación por el Bautismo a la Iglesia para participar de la Gracia de la Redención o Justificación.

Y hacia dentro del movimiento cristiano, que lamentablemente ha sufrido cismas, divisiones dolorosas y rupturas de la unidad querida por el Señor, desde los primeros siglos se ha mantenido un diálogo apologético para intentar devolver al seno de la Madre Iglesia a aquellos creyentes que adhiriéndose a la herejía se apartaban de la comunión o a veces por influencia de contextos políticos, económicos y culturales habían seguido caminos de desarrollo diverso. Así también supo discernir y valorar cuando las comunidades separadas conservaban la auténtica sucesión apostólica, cuando su Bautismo era válido y la común adhesión a los grandes símbolos o confesiones de fe y a cierto Magisterio admitido en consenso. Así también en el amplio mundo del diálogo ecuménico hay mayores acercamientos y mayores distancias en cuestiones de doctrina, de sacramentos y de disciplina eclesiástica. Y la Iglesia Católica siempre en dos milenios ha sostenido la intención de que sea reintegrada la unidad como nunca ha renunciado a la confesión de que solo en la Iglesia Católica subsisten íntegros y completos todos los medios de Salvación comunicados por su fundador, Jesucristo.

Ya ven pues por qué sentenciaba que “menudo tema nos traes”. No es este el momento de entrar en análisis pero todos percibimos que la sensibilidad ha cambiado y el discurso también, al menos desde el final del segundo milenio hasta nuestros días. Como el debate es ya bastante público calculo que todos hemos escuchado deslizar comentarios críticos de algunos al tratamiento del diálogo inter-religioso y ecuménico por los documentos pertinentes del Concilio Vaticano II, a los cuales se les adjudica utilizar algunas expresiones o fórmulas que pueden dejar lugar a interpretaciones ambiguas; sobre todo una fuerte oposición de algunos teólogos y entendidos al aparente viraje en la comprensión de la libertad religiosa. Al mismo tiempo desde otra vereda soplan aires de una gran tolerancia que a veces bordea el peligro del relativismo religioso y la fusión sincretista. Se popularizan frases como “al fin y al cabo Dios es el mismo para todos”, que partiendo de la verdad de un solo único Dios verdadero esconde la realidad de que no todos lo conciben igual, ni comprenden igual el camino de redención ni  sus medios y que si ese Dios se ha revelado no puede ser inocuo o insignificante rechazar la comunicación del Señor. Otros parecen difundir que “todos los caminos conducen a Dios” partiendo erróneamente de que la búsqueda que el hombre por naturaleza hace de Dios no pueden ser ni completa ni acertada por sí misma; por lo contrario es Dios quien busca al hombre y quien le manifiesta el Camino y le desvela su Misterio excedente.

En medio de estas confusiones, a veces incluso propiciadas por gestos pastorales no del todo prudentes y en otras ocasiones corregidas por declaraciones públicas como la “Dominus Iesus” de la que se cumplen 25 años, polémica y controvertida en su publicación y que hoy parece imprescindible volver a estudiar.

Sin duda una cuestión actual y vigente, de alta sensibilidad y de urgente clarificación. Las expresiones de San Pablo resuenan aún estridentes y potentes: “Sabemos que el ídolo no es nada en el mundo y no hay más que un único Dios. Pues aun cuando se les dé el nombre de dioses, bien en el cielo bien en la tierra, de forma que hay multitud de dioses y de señores, para nosotros no hay más que un solo Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas y para el cual somos; y un solo Señor, Jesucristo, por quien son todas las cosas y por el cual somos nosotros.”

 

Finalmente arribamos al planteo sobre los alimentos.

 

“Mas no todos tienen este conocimiento. Pues algunos, acostumbrados hasta ahora al ídolo, comen la carne como sacrificada a los ídolos, y su conciencia, que es débil, se mancha. No es ciertamente la comida lo que nos acercará a Dios. Ni somos menos porque no comamos, ni somos más porque comamos. Pero tengan cuidado que esa su libertad no sirva de tropiezo a los débiles. En efecto, si alguien te ve a ti, que tienes conocimiento, sentado a la mesa en un templo de ídolos, ¿no se creerá autorizado por su conciencia, que es débil, a comer de lo sacrificado a los ídolos? Y por tu conocimiento se pierde el débil: ¡el hermano por quien murió Cristo! Y pecando así contra sus hermanos, hiriendo su conciencia, que es débil, pecan contra Cristo. Por tanto, si un alimento causa escándalo a mi hermano, nunca comeré carne para no dar escándalo a mi hermano." 1 Cor 8,7-13

 

No abundaremos en el comentario, ya que ampliamente lo hemos tratado como dijimos en Romanos 14. Quizás solo aportar que no se trataba necesariamente de participar en comidas sacrificiales paganas ni en eventos organizados por los cultos paganos, sino probablemente con la costumbre de comercializar públicamente el excedente de carne de los animales sacrificados; así aquellos cortes se ponían en disponibilidad para el consumo de la población. Como sea, el Apóstol propone la caridad y el respeto por el proceso de maduración de la conciencia de los hermanos para no provocar escándalos. La Caridad pues siempre es la gran clave de interpretación de todo el actuar cristiano.

 

 

DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 49

 


LA CIENCIA HINCHA, EL AMOR EDIFICA

 

“Respecto a lo inmolado a los ídolos, es cosa sabida, pues todos tenemos ciencia. Pero la ciencia hincha, el amor en cambio edifica. Si alguien cree conocer algo, aún no lo conoce como se debe conocer. Mas si uno ama a Dios, ése es conocido por él.” 1 Cor 8,1-3

 

Iluminadísimo maestro de la fe, Apóstol Pablo, una vez mas nos encontramos con tu necesidad de tratar el tema de los alimentos que se consumen y sobre todo de los sacrificios rituales a los ídolos. Pero antes de realizar tu enseñanza, introduces unos principios que vale la pena comprender en sí mismos, pues son tan universales y hondos en sentido que resultan aplicables en múltiples contextos.

1.      El primer principio es: “La ciencia hincha, el amor edifica”. Es decir, todo saber que no se halla animado por la virtud teologal de la caridad puede desviarse hacia el orgullo y entonces hacia la ruptura. Donde no reina el Amor de Dios, irrumpe el pecado.

Y el ejercicio de la caridad recordemos, tiene un doble destinatario. Porque la caridad cristiana en primera instancia se vuelve a Dios que nos amó primero. Es pues respuesta al Don, la acogida y agradecimiento por la Caridad salvífica que Él nos ofrece, que también nos supone obediencia sin reservas a su Voluntad divina y respuesta fidelísima a su Gracia. Habitualmente en la Iglesia peregrina de estos tiempos, hemos reducido la caridad a la dimensión horizontal entre nosotros los humanos y nos hemos olvidado que la caridad también y principalmente se debe a Dios.

Además la caridad cristiana hacia el prójimo bien entendida nos orienta a amarlo como Dios lo ama; por tanto amar al hermano por Amor de Dios y con Amor de Dios, amarlo para su salvación, amarlo para la comunión con Dios. Lamentablemente también hemos reducido la caridad fraterna a una menguada preocupación por las necesidades temporales y “por la dimensión corpóreo-sensitiva”, descuidando la salvación eterna de la persona, “la dimensión espiritual” que tiene primacía y sustenta todo sentido y dirección de la existencia histórica, abriéndola hacia nuestra vocación a la Gloria.

Sin duda hay que confortar al prójimo como hizo Jesucristo, saciando su hambre, sanando su enfermedad, consolándolo en sus múltiples sufrimientos y devolviéndole dignidad frente a tantas injusticias; sobre todo dándole alimento de Vida Eterna, exorcisándolo de los demonios que lo perturban y liberándolo del Malo, auxiliándolo para que halle el camino hacia la Comunión con el Padre que lo busca y le sale al encuentro en su Hijo y en el Espíritu santificador para la Alianza.

El Amor de Dios pues edifica. Sin la primacía y la orientación del Amor Divino todo saber humano se vuelve sobre sí mismo, se desorienta y se infla de amor propio, o sea, de orgullo y vanagloria. Como toda acción humana desvinculada de la Caridad de Dios, aunque pretenda presentarse como acción pastoral eclesial, pierde su alma y su brújula, se deja seducir al fin por la tentación de los paraísos terrenales y de las ideologías secularizantes. Sin Amor de Dios, todo degenera.

2.      El segundo principio es: “Si alguien cree conocer algo, aún no lo conoce como se debe conocer. Mas si uno ama a Dios, ése es conocido por él.” Surge la pregunta: ¿cómo se debe conocer? Creo que todos podemos percibir el trasfondo: si alguien cree conocer solo por sus propias capacidades humanas debería no engreírse y al menos aceptar humildemente que su conocimiento permanece limitado. No quiere afirmarse que no conozca con verdad sino que aún no lo hace con plenitud, sino en la medida de lo que le fue dado naturalmente. Todos podríamos aceptar que nuestro conocimiento depende por ejemplo de la agudeza de nuestra inteligencia, del método utilizado, de las circunstancias personales y contextos culturales que señalan una perspectiva y otros factores. ¿Quién pues conoce acabadamente todo cuanto existe? Evidentemente Dios y por tanto, apoyado en la Sabiduría y Ciencia de Dios, nuestro conocimiento de la realidad alcanza otra profundidad y madurez. La razón humana por sí misma es capaz de alcanzar la verdad hasta cierto punto pero, iluminada por la fe mediante la Revelación, es guiada hacia el Misterio insondable y excedente, hacia la plenitud de la Verdad.

Empero mi comentario hasta aquí es demasiado occidental y no debiéramos descuidar la matriz oriental de la educación paulina: “Mas si uno ama a Dios, es conocido por él”. ¿Acaso a Dios le falta conocernos y tiene que seguir haciéndolo? ¿Y qué tiene que ver amar a Dios con conocer? Sucede que el conocimiento en la cultura semítica tiene más que ver con el intercambio y la reciprocidad que con un aséptico y distante análisis. El conocimiento pues –sobre todo a nivel del sentido de la vida y de la razón y orden de ser de cuanto existe-, es posible en el ámbito de la comunicación y comunión. Por eso también creo podemos asimilar que el amor –no la emoción psicológica sino la virtud- sobre todo en los vínculos personales, es fuente de conocimiento verdadero y agudo.

“Ser conocido por Dios” supone pues la Alianza en el Amor, la reciprocidad e intercambio con Él que nos hace participar de su Sabiduría. Si todo queda bajo la Luz del Amor de Dios, la verdad última es desvelada y todo lo que excede inagotable, cuanto debemos ubicar en el horizonte del Misterio, puede ser bajo el influjo de la Gracia sobrenaturalmente saboreado y aquilatado, redescubierto como fuente de saciedad y gozo.

“La ciencia hincha, el amor edifica”. Quizás ahora tras este ejercicio de comprensión también podríamos aseverarlo así: la Ciencia del Amor nos introduce en la verdad total. O llevando la cuestión un poco más allá: la mística es la experiencia infusa del encuentro amoroso con el Misterio del Dios que es Amor y la pregustación de aquella Luz de Gloria con la cual los bienaventurados en la eternidad conocen a Dios, a sí mismos y a todo como Dios se conoce y nos conoce con Amor y para el Amor.

 

DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 48

 



LA SEXUALIDAD EN CLAVE CRISTIANA (IV)

 

Augusto San Pablo, ahora nos introduces en la otra temática ya preanunciada: la virginidad, la castidad y el celibato.

 

“Acerca de la virginidad no tengo precepto del Señor. Doy, no obstante, un consejo, como quien, por la misericordia de Dios, es digno de crédito. Por tanto, pienso que es cosa buena, a causa de la necesidad presente, quedarse el hombre así. ¿Estás unido a una mujer? No busques la separación. ¿No estás unido a mujer? No la busques. Mas, si te casas, no pecas. Y, si la joven se casa, no peca. Pero todos ellos tendrán su tribulación en la carne, que yo quisiera evitarles.” 1 Cor 7,25-28

 

Estás respondiendo a cuestiones planteadas por la comunidad cristiana en Corinto. De nuevo con gran sinceridad y humildad explicitas que lo que dirás no es un mandato del Señor sino un consejo. Notemos que esta sección comienza afirmando que el Apóstol es “digno de crédito” y cerrará invitando a seguir su consejo pues “también creo tener el Espíritu de Dios”. Y recordemos que ya nos había dicho que le gustaría que todos abrazaran junto con él una opción celibataria. Como nos había enseñado que tal género de vida es un don de la Gracia dado no a todos sino a algunos.

Pero de nuevo reaparece el argumento escatológico, y a causa de “la necesidad presente”, es decir, estar atentos a la venida del Señor, le parece lo mejor permanecer virgen sin casarse. Como otra vez insiste en que cada quien permanezca en el estado en el cual lo encontró el llamado.

Ciertamente resulta llamativo que tenga que aclarar que casarse no es un pecado. Volviendo sobre nuestra presunción de que existía una corriente ascética que por motivos de un mayor trato espiritual con el Señor quería hacer abstinencia de la intimidad conyugal, también podemos suponer que incluso podían considerar como pecado la unión matrimonial con su lógica intimidad e intercambio en el ejercicio de la sexualidad. ¿Nos parece en nuestro tiempo increíble este planteo? Sin embargo era totalmente entendible en las coordenadas culturales de aquel momento histórico. Seguramente incluso hoy podemos admitir que en el intercambio íntimo no siempre todo es virtuoso y no tiene por qué estar garantizado el amor.

Sin embargo el Apóstol vuelve a sorprendernos con otro matiz: los casados “tendrán su tribulación en la carne, que yo quisiera evitarles”. ¿A qué se refiere?

 

 “Yo los quisiera libres de preocupaciones. El no casado se preocupa de las cosas del Señor, de cómo agradar al Señor. El casado se preocupa de las cosas del mundo, de cómo agradar a su mujer; está por tanto dividido. La mujer no casada, lo mismo que la doncella, se preocupa de las cosas del Señor, de ser santa en el cuerpo y en el espíritu. Mas la casada se preocupa de las cosas del mundo, de cómo agradar a su marido.” 1 Cor 7,32-34

 

Pues bien, irrumpe una óptica que requiere un tratamiento delicado y que no dejará de ser espinosa. San Pablo nos quiere “libres de preocupaciones” para dedicarnos enteramente y sin divisiones al Señor. Y esta posibilidad la percibe más facilitada por una vida en castidad. De hecho a quienes optan por no contraer matrimonio les describe como “preocupados por las cosas del Señor” y “de cómo agradar al Señor y ser santo”. En cambio a los casados los presenta llevando una vida en tensión –aquella tribulación en la carne-, pues se ven obligados a atender múltiples aspectos de la vida mundana además de agradar a su cónyuge.

Como decía es un tema sensible que anticipo no voy a definir sino a analizar. Podríamos quizás objetar que todos conocemos consagrados, que aún llevando una vida en castidad, no se los visualiza enteramente atentos a agradar al Señor y tal vez también nos entristece admitir que se inclinan a otros “negocios seculares” como el poder, la fama, la riqueza y otras búsquedas de sí mismos lejos de Dios. Pero no me quedan dudas que hay consagrados luminosos, de vida totalmente entregada a Dios y a su santa voluntad, a la Iglesia y al servicio al prójimo, testimonios veraces de una disponibilidad generosa y de una vocación ardiente.

Por el lado del matrimonio, muy probablemente –dado la actual crisis y epidemia de separaciones- aún nos ha tocado conocer algún matrimonio añoso y bien logrado, no solo como pareja, sino como proyecto de común santificación y permanente búsqueda de Dios y sus designios. Pero por lo general debemos aceptar que ni siquiera los que se casan por Iglesia tienen una profunda conciencia de su vocación a través del sacramento. ¡Cuántos amigos y amigas se nos han quejado pues sus cónyuges no solo no los acompañan en el camino de fe sino que encima se lo obstaculizan con fiereza! Al menos yo he contemplado procesos desparejos, donde en el camino cristiano un cónyuge tenía que retrasarse y cargar al otro -permítanme la expresión antipática- casi como un lastre o peso muerto. Por supuesto que allí hay amor que busca redimir, lo que falta es la recíproca disponibilidad para vivir como un matrimonio que desea y busca agradar al Señor.

Quizás la evidencia más dolorosa de esta deficiencia es el masivo fracaso de tantos padres cristianos en transmitir la fe a sus hijos. Lo cual no es necesariamente consecuencia de la disparidad en los procesos de fe que transitan los conyúges, pues todos conocemos excelentes matrimonios de discípulos de Jesucristo que tampoco logran transmitir la fe a su descendencia. Mas bien creo que sobre todo resulta de la deficiente resolución de como equilibrar las lógicas “obligaciones en el mundo” propias de la vida laical con las “obligaciones debidas al Señor”. Claramente en la mayoría de los matrimonios y familias Dios queda postergado tras un sin número de urgencias temporales. Es esa tensión entre concentrarse en Dios y concentrarse en las necesidades de la vida en el mundo la que genera en el decir paulino “una tribulación en la carne”.

Porque créanme que como hay célibes que quisieran casarse y que se vuelven atrás de sus votos, también conozco casados que a veces suspiran y anhelan poder encontrar más y más tiempo para dedicarse al Señor y a la Iglesia. Sólo es indicativo en los consagrados de una maduración vocacional accidentada y en los casados de una tensión hacia la santidad que busca un nuevo punto de equilibrio y superación.

Insisto que el tema es complejo e imposible de abordar tan brevemente. Como anotación final advierto que durante gran tiempo en la Iglesia se presentó a la vida consagrada en castidad como el “estado de perfección” que permitía el desarrollo de una donación sin reservas al Señor, la opción mejor para una disponibilidad generosa. Últimamente la convicción de que todos hemos sido llamados a la santidad supone asumir que también por la vocación al matrimonio y la familia se ofrece un camino igualmente confiable, querido por Dios desde la Creación y dotado de Gracia para tal fin. Sin duda tanto la vida en castidad como la vida conyugal nos someten a diversas “tribulaciones en la carne” que si no son bien maduradas y resueltas afectan la salud de la opción vocacional. Y fuera de toda discusión que todos naturalmente nos sentimos llamados al amor conyugal pero que solo algunos son llamados y pueden dar el paso hacia una vida en castidad.

 

 “Les digo esto para su provecho, no para tenderles un lazo, sino para moverlos a lo más digno y al trato asiduo con el Señor, sin división. Pero si alguno teme faltar a la conveniencia respecto de su novia, por estar en la flor de la edad, y conviene actuar en consecuencia, haga lo que quiera: no peca, cásense. Mas el que ha tomado una firme decisión en su corazón, y sin presión alguna, y en pleno uso de su libertad está resuelto en su interior a respetar a su novia, hará bien. Por tanto, el que se casa con su novia, obra bien. Y el que no se casa, obra mejor. La mujer está ligada a su marido mientras él viva; mas una vez muerto el marido, queda libre para casarse con quien quiera, pero sólo en el Señor. Sin embargo, será feliz si permanece así según mi consejo; que también yo creo tener el Espíritu de Dios.” 1 Cor 7,35-40

 

 “Moverlos a los más digno y al trato asiduo con el Señor, sin división”. Es clara la motivación del Apóstol y la meta a la cual desea conducirnos: la unión con Dios como el mayor bien y de hecho la más contundente definición de la salvación a la que aspiramos. Salvación es unión con Dios. Afirmaría de mi parte sin demasiado temor a equivocarme, que durante dos milenios hemos desarrollado ampliamente una educación espiritual que ayude a los consagrados en tal camino, sin embargo la espiritualidad matrimonial y la vida espiritual en matrimonio aún está en pañales.

Por último San Pablo va cerrando esta cuestión aludiendo a algunos casos concretos como los que ya están prometidos en matrimonio pero aún son solteros, o a quienes enviudan. A todos aconseja en definitiva actuar con recta conciencia, en pleno uso de su libertad y con sincera valoración de sus intenciones, límites y posibilidades reales. Aunque sigue inclinando su preferencia a la vida casta.

Igual que San Pablo -supongo, por también hallarme feliz en mi vocación-, me gustaría invitar a la vida consagrada al mayor número posible de discípulos del Señor Jesús, porque sin minimizar sus peligros y dificultades, veo sobre todo las bondades y la gran libertad y capacidad de unidad interior que ofrece este género de vida. Obviamente los matrimonios dichosos también podrían decir otro tanto desde su óptica. ¿No deberíamos dialogar más sincera y profundamente sobre estos dos grandes caminos vocacionales en la Iglesia? Al menos quizás admitir que la perspectiva paulina, la cual resulta inquietante para nuestra actual mentalidad eclesial y quizás escandalosa para el mundo, ciertamente reclama ser atendida. No solo por su equilibrio pastoral sino también por su sinceridad personal y sobre todo porque el Apóstol es digno de crédito, pues tenía el Espíritu de Dios.

 

DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 47

 




LA SEXUALIDAD EN CLAVE CRISTIANA (III)

 

Estimadísimo Apóstol de Dios, habíamos avisado  a nuestros lectores que además de la vocación matrimonial nos mostrarías el sentido cristiano de la virginidad o castidad. Pero antes de introducir sabios consejos a quienes están solteros aún, de pronto introduces una exhortación sorpresiva.

 

“Por lo demás, que cada cual viva conforme le ha asignado el Señor, cada cual como le ha llamado Dios. Es lo que ordeno en todas las Iglesias. ¿Que fue uno llamado siendo circunciso? No rehaga su prepucio. ¿Que fue llamado siendo incircunciso? No se circuncide. La circuncisión es nada, y nada la incircuncisión; lo que importa es el cumplimiento de los mandamientos de Dios. Que permanezca cada cual tal como le halló la llamada de Dios.” 1 Cor 7,17-20

 

En verdad me veo inclinado a posponer estos textos hacia el final, tras tratar el tema de la virginidad, pues allí como conclusión me resultan más didácticos. Pero San Pablo ha querido en su lógica argumentativa insertarlos aquí, como núcleo y puente que conecta con ambas temáticas. Respetaré pues la linealidad textual como lo hago al comentar el corpus de las epístolas según el orden clásico de presentación de las ediciones y no según criterios de cronología en la composición.

Surge ahora el interrogante: ¿por qué?, ¿por qué cada quien debe mantenerse en el status en el que lo halló la llamada a ser de Cristo? Pues es ésta la exhortación que se repite: “Que permanezca cada cual tal como le halló la llamada de Dios.” ¿Y esto debe aplicarse también al status de casado o soltero que por tanto no debería alterarse? Resulta al menos extraña esta aplicación.

La frase introductoria quizás arroje algo de luz: “Por lo demás, que cada cual viva conforme le ha asignado el Señor, cada cual como le ha llamado Dios.” Aquí todos podríamos conceder que Dios nos hace un llamado, por ejemplo ya que venimos tratando de ello, a la vida matrimonial o en virginidad, y que aceptar ese proyecto será sin duda lo mejor para nosotros. En el caso del casado –salvo aquella rara excepción estudiada- no habría más que permanecer en su estado. En cambio el soltero tendría por delante un discernimiento por realizar. Ya veremos más adelante que San Pablo no pretende imponer la virginidad a quien fue llamado en estado de soltería. Para todos los casos resalta sin duda la afirmación: “lo que importa es el cumplimiento de los mandamientos de Dios”.

Pero insisto: ¿cómo conectar esta exhortación aparentemente disruptiva con la sexualidad en clave cristiana? Y continúa el Apóstol…

 

“¿Eras esclavo cuando fuiste llamado? No te preocupes. Y aunque puedas hacerte libre, aprovecha más bien tu condición de esclavo. Pues el que recibió la llamada del Señor siendo esclavo, es un liberto del Señor; igualmente, el que era libre cuando recibió la llamada, es un esclavo de Cristo. ¡Han sido bien comprados! No se hagan esclavos de los hombres. Hermanos, permanezca cada cual ante Dios en el estado en que fue llamado.” 1 Cor 7,21-24

 

Encima nos traes una ejemplificación compleja. ¿Acaso estás justificando la esclavitud? No, estás afirmando que quien se ha encontrado con Cristo ha sido liberado para el Señor y desde esta nueva condición y vida resucitada debe reinterpretar su concreta situación, transformándola por la Gracia en oportunidad. Y a quien fue hallado libre se le amonesta a considerar que ahora es esclavo, es decir alguien que libremente y por amor se ata a su Señor. Resuena una clásica aseveración paulina: “¡Han sido bien comprados!”. No se debe pues juzgar el presente de cada uno y el camino por delante en términos humanos sino desde otra óptica: esa otra óptica es el llamado que Dios nos ha hecho en Cristo, su Hijo.

Mas todavía persiste la duda acerca de cuál es el fundamento último de esta exhortación a permanecer en el estado en el que hemos sido llamados. Me permito trastocar un poco el orden lineal y adelantar estos versículos que son la clave de toda la cuestión:

 

“Les digo, pues, hermanos: El tiempo es corto. Por tanto, los que tienen mujer, vivan como si no la tuviesen.  Los que lloran, como si no llorasen. Los que están alegres, como si no lo estuviesen. Los que compran, como si no poseyesen. Los que disfrutan del mundo, como si no disfrutasen. Porque la apariencia de este mundo pasa.”  1 Cor 7,29-31

 

Confieso que nos topamos con una de mis expresiones preferidas en San Pablo, que no me canso de repetir una y otra vez: “la apariencia de este mundo pasa”. Pues comprendemos que el núcleo de la exhortación tiene carácter escatológico. El tiempo es corto y el Señor ya viene. Por tanto no te preocupes tanto de si eres circunciso o incircunciso,  esclavo o libre, casado o soltero, entristecido o alegre, negociante, propietario o lo que fueses al presente. Todo es efímero, pasa, ya está pasando y el Señor viene. Concéntrate pues en vivir para quien te ha llamado, Jesucristo, que está llegando.

Alguno podría objetar que este tipo de prioridad corre el riesgo de descomprometernos con la historia y con nuestras obligaciones en el tiempo. Ya veremos como resuelve esto el Apóstol en la carta a los de Tesalónica más adelante (aunque históricamente es de las primeras dificultades que deberá resolver).

Otro podría relativizar el principio escatológico aduciendo que en su inicio la primitiva generación cristiana esperaba una inminente Parusía y por eso el carácter urgente de permanecer en el estado en que fue llamado. Y es verdad que la Iglesia fue descubriendo con el paso del tiempo que la inminencia de la Parusía no debía ser interpretada en términos de cronología histórica.

Por eso la exhortación paulina no pierde vigencia: el Señor está viniendo y como Él mismo afirmó nadie sabe el día ni la hora. No necesariamente debemos mirar hacia el final de los tiempos históricos en sentido universal. En lo particular, en el hoy de nuestra vida el Señor está llegando. Es inminente siempre el encuentro con Él, sorpresivo e inesperado y reclama vigilancia y una especial concentración en lo verdaderamente importante: vivir para el Señor que llega a nosotros.

Cerrando este periplo diría, adelantando lo que surgirá al tocar el tema de la virginidad: también el ejercicio de la sexualidad matrimonial es parte de la apariencia de este mundo que pasa mientras la castidad parece señalar proféticamente hacia lo que será eterno.


DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 46

 




LA SEXUALIDAD EN CLAVE CRISTIANA (II)

 

Estimado Pablo, Apóstol del Señor, tras un comienzo en tono restrictivo sobre el tema de la sexualidad, corrigiendo errores y conductas inmorales para quien ha abrazado a Cristo, ahora puedes abundar en una valoración positiva de la misma en torno a dos grandes elecciones de vida: el matrimonio y la soltería (la cual supone la continencia por la virginidad o castidad).

 

“En cuanto a lo que me han escrito, bien le está al hombre abstenerse de mujer. No obstante, por razón de la impureza, tenga cada hombre su mujer, y cada mujer su marido. Que el marido dé a su mujer lo que debe y la mujer de igual modo a su marido. No dispone la mujer de su cuerpo, sino el marido. Igualmente, el marido no dispone de su cuerpo, sino la mujer. No se nieguen el uno al otro sino de mutuo acuerdo, por cierto tiempo, para darse a la oración; luego, vuelvan a estar juntos, para que Satanás no los tiente por su incontinencia.” 1 Cor 7,1-5

 

La expresión “en cuanto a lo que me han escrito” nos alerta que San Pablo está respondiendo a propuestas e inquietudes que le han expresado los corintios. Como no estamos aquí realizando un ejercicio exegético adelanto el presupuesto: lo más probable es que en aquella comunidad haya quienes practiquen costumbres ascéticas de abstinencia de relaciones íntimas aún dentro del matrimonio por causa de pureza para dedicarse a la vida espiritual. Esto no es de extrañar, en este período de la antigüedad tanto judíos como gentiles, en una antropología tensa entre cuerpo y alma, tendían a considerar que para dedicarse a la vida espiritual o para realizar ciertos servicios cultuales o funciones religiosas debían abstenerse de las relaciones sexuales legítimas dentro del matrimonio, algo así como un período de purificación.

La respuesta de San Pablo no podemos sino catalogarla como “realista” y “pastoralmente práctica”. No les niega esta costumbre ascética ni discute el fondo antropológico de su orientación, sino que les pide que aquella praxis no ofrezca oportunidad a la tentación y al pecado, no sea que por debilidad sobrevenga la incontinencia y la infidelidad. “No se nieguen el uno al otro sino de mutuo acuerdo, por cierto tiempo, para darse a la oración; luego, vuelvan a estar juntos, para que Satanás no los tiente…”

Además pone las bases para una vida matrimonial equilibrada y sana a través de dos principios:

a.       ninguno de los conyuges ya se pertenence a sí mismo sino que ha sido dado o consagrado al otro;

b.      la reciprocidad en la entrega mutua, no negarse al cónyuge sino permanecer ofrecido, es la clave del amor matrimonial.

Este criterio general, que supone la noción de “consagración mutua”, la cual se deduce del principio de que el cristiano no se pertenece a sí mismo sino a Cristo y que en Efesios 5 San Pablo usará como fundamentación del matrimonio anclado en la esponsalidad entre el Señor y la Iglesia, se aplica en términos de sexualidad matrimonial en estos términos:  “Que el marido dé a su mujer lo que debe y la mujer de igual modo a su marido. No dispone la mujer de su cuerpo, sino el marido. Igualmente, el marido no dispone de su cuerpo, sino la mujer.”                                                  

Coincidamos que el Apóstol, dando una resolución realista y pastoralmente práctica, no deja de proponernos una imagen sublime y profunda de la hermosa vocación al matrimonio.

 

“Lo que les digo es una concesión, no un mandato. Mi deseo sería que todos los hombres fueran como yo; mas cada cual tiene de Dios su gracia particular: unos de una manera, otros de otra. No obstante, digo a los célibes y a las viudas: Bien les está quedarse como yo. Pero si no pueden contenerse, que se casen; mejor es casarse que abrasarse. En cuanto a los casados, les ordeno, no yo sino el Señor: que la mujer no se separe del marido, mas en el caso de separarse, que no vuelva a casarse, o que se reconcilie con su marido, y que el marido no despida a su mujer.” 1 Cor 7,6-11

 

Con espíritu de honesta paternidad, San Pablo sigue desgranando la cuestión que le han presentado. Lo primero que hace es distinguir una concesión de un mandato, entonces exhibe su preferencia personal por la castidad. Esta temática la desarrollará prontamente en su argumentación. Por ahora se limita a expresar que el estado celibatario en el que vive lo quisiera para todos pero inmediatamente reconoce que es una gracia, un don que Dios otorga solo a algunos. Por lo pronto anima a quienes quieran abrazar una vida casta, siendo solteros o viudos, a seguir adelante en tal empeño, siempre y cuando ponderen rectamente su capacidad para mantenerse en continencia y reciban dicha gracia particular de Dios.

En cuanto a los que se hallan casados les habla desde el nivel del mandato en el Señor: deben permanecer unidos. No solo se trata de afirmar la indisolubilidad matrimonial y la estabilidad del vínculo, por tanto de la negación del divorcio y la censura de una nueva unión. Sino que en este pasaje con su contexto ya mencionado, parece ser que hay en la comunidad un grupo de mujeres casadas que tienen tendencia a abstenerse de las relaciones íntimas y a separarse de sus esposos por causas ascéticas vinculadas a su modo de comprender la vida espiritual. Sobre esta costumbre vuelve San Pablo a lo que ya les ha enseñado: que es lícita esa praxis solo bajo mutuo acuerdo y por un período acotado de tiempo. El pedido al marido que no despida a su mujer resulta una fórmula de equilibrio para mostrar la reciprocidad en la responsabilidad conyugal.

Pero además el Apóstol intenta responder a una variedad de casos que le han presentado.

 

“En cuanto a los demás, digo yo, no el Señor: Si un hermano tiene una mujer no creyente y ella consiente en vivir con él, no la despida. Y si una mujer tiene un marido no creyente y él consiente en vivir con ella, no le despida. Pues el marido no creyente queda santificado por su mujer, y la mujer no creyente queda santificada por el marido creyente. De otro modo, sus hijos serían impuros, mas ahora son santos. Pero si la parte no creyente quiere separarse, que se separe, en ese caso el hermano o la hermana no están ligados: para vivir en paz les llamó el Señor. Pues ¿qué sabes tú, mujer, si salvarás a tu marido? Y ¿qué sabes tú, marido, si salvarás a tu mujer?” 1 Cor 7,12-16

 

Aquí surge una problemática típica de la primera evangelización, que sigue vigente en lugares de misión donde la fe cristiana debe ser implantada. La realidad del matrimonio natural es precedente a la del matrimonio sacramental. San Pablo reconoce que hay casados según el orden natural y las costumbres propias que viven una disparidad en cuanto a la fe. Solo uno de ellos, tras ser evangelizados, ha aceptado a Cristo y ya ha recibido el Bautismo. ¿Qué pasa si el otro cónyuge no quiere aceptar la fe cristiana, o si se opone a que la parte conversa practique la religión, o si directamente quiere romper la convivencia por no estar dispuesta a aceptar la fe a la que ha adherido el otro miembro del matrimonio natural?

El gran maestro de la fe en primer lugar apuesta positivamente a permanecer en esa unión estable y monógama entre un varón y una mujer. Solo basta que la parte no creyente acepte convivir pacíficamente y sin impedir a la parte creyente el ejercicio de la religión. Y aún más, mira con esperanza la situación, pues creyendo en el poder de la Gracia de Dios hay posibilidad que la vida cristiana del cónyuge converso se irradie sobre el otro cónyuge y sobre los hijos resultando un instrumento propicio de conversión y santificación para ellos.

Sin embargo con total realismo el Apóstol acepta que puede darse la disolución de aquel matrimonio natural a causa de la primacía de la fe. Si el otro conyuge se mantiene irreductible en la separación por no querer convivir y aceptar la conversión y bautismo del otro miembro, pues que se marche y que el neófito quede en paz, desligado de aquel vínculo y capaz de casarse posteriormente en el Señor.

Tal situación se conoce en la legislación canónica como disolución matrimonial por privilegio paulino. Obviamente el punto de partida es un matrimonio no sacramentado, la conversión y bautismo de uno de los miembros y la no aceptación de cohabitación por el otro. En beneficio de la fe se resuelve en disolución.

 

CIC can 1143 § 1. El matrimonio contraído por dos personas no bautizadas se disuelve por el privilegio paulino en favor de la fe de la parte que ha recibido el bautismo, por el mismo hecho de que ésta contraiga un nuevo matrimonio, con tal de que la parte no bautizada se separe. & 2. Se considera que la parte no bautizada se separa, si no quiere cohabitar con la parte bautizada, o cohabitar pacíficamente sin ofensa del Creador, a no ser que ésta, después de recibir el bautismo, le hubiera dado un motivo justo para separarse.

 

En los siguientes cánones (1144-1147), el código de derecho canónico establece las condiciones concretas y el modo de proceder en tales casos excepcionales.

Como vemos San Pablo aborda la sexualidad en el matrimonio bajo la clave del amor oblativo en reciprocidad, afirmando la primacía de la fe y favoreciendo que de común acuerdo busquen los cónyuges los medios que crean oportunos para el crecimiento espiritual.



DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 45

 



LA SEXUALIDAD EN CLAVE CRISTIANA (I)

 

Estimadísimo Apóstol San Pablo, maestro de la fe, nos damos cuenta que la comunidad de Corinto se hallaba en una viva efervescencia al dirigirte a ella. A veces por emergentes de índole espiritual como los dones y carismas del Espíritu –temática que tendremos por delante-, otras por conductas impropias a un discípulo de Cristo. Nos toca pues contigo abordar una dimensión tan profunda como sensible y delicada: la sexualidad.

Ya habíamos mencionado el caso del incestuoso y la exhortación a tratar con mayor rigor y menos tolerancia este pecado al interno de la comunidad. Ahora intentarás corregir desviaciones y afianzar virtudes de acuerdo a situaciones que se presentan y consultas que te hacen.

 

«Todo me es lícito»; mas no todo me conviene. «Todo me es lícito»; mas ¡no me dejaré dominar por nada! La comida para el vientre y el vientre para la comida. Mas lo uno y lo otro destruirá Dios. Pero el cuerpo no es para la fornicación, sino para el Señor, y el Señor para el cuerpo. Y Dios, que resucitó al Señor, nos resucitará también a nosotros mediante su poder.” 1 Cor 6,12-14

 

“Todo me es lícito” parece ser el argumento que San Pablo quiere corregir. En la comunidad hay pues quienes piensan que los cristianos tienen prerrogativa a una libertad sin restricciones. Aparecen dos conductas erróneas: una vinculada a la costumbre en la ingesta de alimentos y la otra a la costumbre del trato con prostitutas. Sin embargo el Apóstol propone estas limitaciones: “no todo me conviene” y “no me dejaré dominar por nada”.

¿Cómo concebían la libertad aquellos cristianos conversos del paganismo? ¿Habían mal entendido la libertad en Cristo predicada por Pablo? ¿Pensaban que por ser de Cristo y hallarse en una nueva condición tras su bautismo, podría haber exenciones morales en algún campo de la vida? ¿Estaban quizás influenciados por doctrinas gnósticas que dualisticamente separaban lo material de lo espiritual? ¿Interpretaban que lo material era irrelevante y que lo que hacía referencia al cuerpo era también irrelevante en sentido moral?

Como sea, San Pablo los orienta sabiamente. “No todo me conviene”. ¿Qué es pues lo que conviene a un cristiano? Evidentemente Cristo, su mente y corazón, la Ley viva, plena y santa que es Él mismo. Al cristiano le conviene vivir según las “normas de conducta en Cristo”. Además agregas “no me dejaré dominar por nada”, es decir, la libertad cristiana no es un andar suelto con todos los permisos, sino un no ceder al mal ni dejarse esclavizar por cualquier realidad que nos aparte de Cristo o que niegue o mengüe nuestra pertenencia al Señor. Para decirlo positivamente, ser libre es atarse a Cristo.

“El cuerpo es para el Señor y el Señor para el cuerpo”, supone que Dios da valor a la materia, lo cual se refuerza con el testimonio de la Resurrección. (Notemos que esta argumentación lleva implícita la confesión de la Encarnación). Pero además rompe con cualquier lectura dualista de la persona humana: también la relación con y el uso dado al cuerpo humano caen bajo valoraciones de carácter moral.

 

“¿No saben que sus cuerpos son miembros de Cristo? Y ¿había de tomar yo los miembros de Cristo para hacerlos miembros de prostituta? ¡De ningún modo! ¿O no saben que quien se une a la prostituta se hace un solo cuerpo con ella? Pues está dicho: Los dos se harán una sola carne. Mas el que se une al Señor, se hace un solo espíritu con él. ¡Huyan de la fornicación! Todo pecado que comete el hombre queda fuera de su cuerpo; mas el que fornica, peca contra su propio cuerpo. ¿O no saben que su cuerpo es santuario del Espíritu Santo, que está en ustedes y han recibido de Dios, y que no se pertenecen?  ¡Han sido bien comprados! Glorifiquen, por tanto, a Dios en su cuerpo.” 1 Cor 6,15-20

 

Realmente es intensa la fórmula “sus cuerpos son miembros de Cristo”. Es la persona entera la que participa del Cuerpo de Cristo que es la Iglesia. La persona consagrada a Cristo e incorporada al cuerpo eclesial debe  vivir su corporeidad personal en Cristo. Y no solo por esta causa es reprensible un uso desordenado del cuerpo sino porque “los dos se harán una sola carne”. Al aludir a Gn 2,24, San Pablo establece que la relación corpórea entre varon y mujer en el ejercicio de la sexualidad por mandato del Creador se hará rectamente en un vínculo perdurable y en el marco de la expresión de una inter-comunión que abarque a la persona entera.

Si la unión corpórea entre varón y mujer nos hace una sola carne, la unión con Cristo nos hace un solo espíritu con Él. Y añade el Apóstol esta otra fundamentación: el cuerpo es templo y santuario del Espíritu Santo. Por último nos recuerda que “hemos sido bien comprados”, obviamente por la Sangre derramada de Cristo en la Cruz, por su Sacrificio en rescate nuestro. Por tanto también debemos alabar y adorar a Dios con nuestro cuerpo.

Finalmente advertimos que en este pasaje San Pablo no trata directamente sobre la práctica de la prostitución o sobre la situación de la mujer prostituida. El centro de su interés es mostrar que las costumbres de algunos varones cristianos deben ser purificadas, corregidas y reordenadas a Cristo. Como siempre la clave es Cristo y también nuestra corporeidad y el ejercicio de la sexualidad no se hallan enmarcadas en la ausencia de restricciones sino en el proyecto del Padre manifestado plenamente en Cristo y animado por el Espíritu santificador.

 

DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 44

 




LA PURIFICACIÓN INTERNA DE LA IGLESIA (III)

 

 Querido Apóstol San Pablo, te inquieta que entre los Corintios existan disputas (cf. 1 Cor 6,1-8), a veces por “naderías” piensas; pero más te preocupa que intenten resolverlas recurriendo a los jueces civiles y que no puedan hacerlo internamente en la comunidad, ya por el ejercicio de la caridad fraterna, ya recurriendo a hermanos sabios que puedan discernir y ayudar a resolver.

 

“Y cuando tienen pleitos de este género ¡toman como jueces a los que la Iglesia tiene en nada! Para su vergüenza lo digo. ¿No hay entre ustedes algún sabio que pueda juzgar entre los hermanos? Sino que van a pleitear hermano contra hermano, ¡y eso, ante infieles!”  1 Cor 6,4-6

 

A nuestro tiempo eclesial le viene bien recordar que las disputas entre hermanos se superan madurando el ejercicio de la caridad; que supone ser menos sensibles a las ofensas mediante una crecida humildad y capacidad de ofrecimiento en unión al Crucificado, como también por una concreta agilidad para la reconciliación, sin quedarnos en el enojo, sabiendo rápidamente perdonar y pedir perdón.

Pero en el hoy de la Iglesia peregrina la dificultad es sobre todo acerca del juicio. Expresiones como “no juzgar” o “el Juicio es de Dios” parecen ser mal interpretadas lesionando la justicia y la verdad. Si el Juicio es de Dios se supone que ha comunicado lo que espera de nosotros. Nadie puede ser sentenciado justamente sino existe una ley explicitada a la cual sabe debe responder. No somos responsables frente a lo que ignoramos pero claramente lo somos si conocemos las normas. ¿Recuerdan que todo este tema gira en torno a las “normas de conducta en Cristo”?

Nuestros días ven crecer un masivo relativismo y por tanto una fuerte dificultad para aceptar que existen verdades, principios y normas absolutas y universales. Si cada quien es y debe ser como se autopercibe, cada quien es la ley para sí mismo. Es el colmo del individualismo. La pretensión de que la realidad es como yo la concibo y que nadie tiene derecho a contradecirme supone al fin el absurdo de la incomunicación y la imposibilidad de establecer vínculos. Estamos sembrando el terreno de una multitud de monólogos autoreferenciales que impiden el diálogo y la comunión.

En cambio el Apóstol a los Corintios les recuerda que hay “normas en Cristo”, es decir que Dios ha comunicado la Verdad y que hay ley natural, ley evangélica, enseñanza, mandatos, preceptos… Todo ello viene de Dios y Dios nos va a juzgar según esos parámetros. Y quisiera San Pablo que la comunidad creciera en caridad para ayudarse mutuamente a vivir según Dios. Como también anhela que entre ellos haya hermanos sabios que ayuden a discernir la Justicia de Dios que en el fondo es Santidad y Misericordia indisolublemente unidas.

Escuchemos algunas “normas en Cristo” que expone San Pablo, aunque a nuestros oídos contemporáneos quizás le produzcan cierta irritación:

 

“¿No saben acaso que los injustos no heredarán el Reino de Dios? ¡No se engañén! Ni los impuros, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los homosexuales, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los ultrajadores, ni los rapaces heredarán el Reino de Dios. Y tales fueron algunos de ustedes. Pero han sido lavados, han sido santificados, han sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios.” 1 Cor 6,9-11

 

Ni pienso detenerme un instante en las novedosas exégesis engañosas que intentan ver en estas listas de pecados un sesgo cultural que ya no es lícito dar por válido contemporáneamente. Podemos discutir matices que hagan más comprensibles los ejemplos aludidos en la mentalidad del siglo I, del Nuevo testamento y de San Pablo en particular. Pero es indiscutible que el sentido literal es bastante claro para todo hombre en todo tiempo. Como es insoslayable el hecho que a la luz de la fe nos encontramos frente a la Palabra de Dios. Al carácter divinamente inspirado corresponde pues la humilde y obediente adhesión de la fe.

Vale la pena mas bien detenernos en tres rasgos centrales:

a)      “No se engañen”. Con lo cual vemos que ya desde el comienzo la autojustificación y la tentación de convalidar el pecado están presentes en la comunidad cristiana. Y lo siguen estando porque es propio de nuestra naturaleza herida inclinarnos y curvarnos sobre nosotros mismos.

b)      “Tales fueron algunos de ustedes”. San Pablo no se muestra prejuicioso, escandalizado o inflexible considerando el pasado pecador de sus hermanos. De hecho el Apóstol y cada uno de nosotros partimos desde el pecado en nuestra historia personal y en la memoria a veces siguen pesando sus huellas. Pero lo importante es que el pecado “está en el pasado”. “Antes fueron así pero ahora ya no lo son”.

c)      “Pero han sido lavados, han sido santificados, han sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios.” Aquí está la clave: ya son nuevos. No son aquellos del pasado sino éstos del presente, tras su encuentro con Cristo y la acción del Espíritu que nos regenera. Se han convertido, han hecho penitencia, han roto con el pecado y se han adherido a las “normas de vida nueva de Cristo Señor”. Han sido rescatados del pecado, transformados por la Gracia y todo ha cambiado. Sería terrible volver atrás.

 

DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 57

    NORMAS PARA VARONES Y MUJERES QUE PARTICIPAN DE LAS ASAMBLEAS LITÚRGICAS     Queridísimo San Pablo, confieso que al comenzar est...