LA MESA DEL SEÑOR
VERSUS LA MESA DE LOS DEMONIOS
Apóstol
San Pablo, siempre íntegro en la fe… ¡cúanta contundencia en tus planteos!
“La
copa de bendición que bendecimos ¿no es acaso comunión con la sangre de Cristo?
Y el pan que partimos ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? Porque aun siendo muchos, un solo pan y un
solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan.” 1 Cor 10,16-17
La
Eucaristía, sacramento memorial de la Pascua de Cristo, ofrece, posibilita y realiza
la comunión con Dios y la comunión fraterna. Notemos simplemente como esta
comunión se opera mediante el sacrificio. La bendición que hacemos sobre la
copa con el vino, como toda bendición implora que se derramen los dones divinos,
y esto en continuidad con la Sangre derramada en la Cruz por Cristo, inmolación
y efusión que es fuente de toda bendición. El pan que partimos no es sino la
acción litúrgica que evoca y actualiza el Cuerpo del Señor traspasado y abierto
que quiere recibirnos entregándose a nosotros sin reserva.
La
Cruz que pende sobre los presbiterios de tantos templos y descansa en el centro
de sus altares es la continua exhortación a concentrarnos en el centro y
fundamento del Misterio de la Salvación que se celebra en cada Eucaristía. La
Eucaristía es el sacramento de la Pascua del Señor, nuestro Redentor y
Salvador.
Tras
la epíclesis con la cual se invoca al Espíritu Santo con la imposición de manos
sobre las ofrendas de pan y vino y luego de realizar el sacerdote los gestos y pronunciar
las mismísimas palabras del Señor en la última cena, todo ha cambiado y ha
escalado de nivel superlativamente: Dios está presente, real y substancialmente
bajo estas especies. Por eso se proclama: “Este es el Misterio o Sacramento de
la Fe”. O también puede proponerse: “Este es el Misterio de la Fe, Cristo nos
redimió” y “Este es el Misterio de la fe, Cristo se entregó por nosotros”. A lo
cual se responde en ese mismo orden: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección.
¡Ven Señor Jesús!”, o: “Cada vez que comemos de este pan y bebemos de este
cáliz, anunciamos tu muerte, Señor, hasta que vuelvas”, y finalmente: “Salvador
del mundo, sálvanos, que nos has liberado por tu cruz y resurrección”.
Pronto
llegará, previo al rito de comunión, el gesto de la fracción del pan acompañado
por la aclamación: “Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, ten piedad
de nosotros y danos la paz”. ¿Qué duda pues queda que estamos participando de un
sacrificio de comunión y que vamos a consumir la Víctima ofrecida en rescate
nuestro? Sin embargo es posible que nuestra percepción de lo que celebramos no
sea tan aguda como es de esperar.
Lo
que San Pablo intenta hace dos mil años es evitar el peligro de celebrar el
sacramento sin conciencia de su sacralidad, transformándolo quizás en una
comida más al estilo de lo cotidiano. (Ya veremos próximamente como este
peligro se había concretado en unas celebraciones eucarísticas confusas y con
excesos más semejantes a comilonas mundanas.) Si ese pan y esa copa de vino no
remiten por la fe al Cuerpo y la Sangre, al Cordero Pascual… ¿qué estamos
haciendo y ante quién?
Algunos
me dirán hoy que sobre muchos o pocos presbiterios y altares ya no hay Cruz. Otros
me dirán que todo se ha reducido a una comida fraternal, a un estar
festivamente juntos. Ciertamente observo que demasiado frecuentemente nuestras
Eucaristías contemporáneas han puesto en su centro la dimensión horizontal del
encuentro comunitario y han debilitado el ejercicio de levantar la mirada a lo
alto, hacia la Cruz elevada donde Cristo atrae a todos hacia sí y desde la cual
derrama bendición y crea comunión. Lo enuncio sin poder profundizar el tema: ha
entrado en crisis el valor del Sacrificio. No queremos mirar el Sacrificio del
Cordero de Dios o solo hacerlo los que se animen el Viernes Santo. Menos
deseamos darnos cuenta que nos está invitando a unirnos a Él en sacrificio de
amor entregando nuestra propia vida. Entonces: ¿qué celebramos en nuestras Eucaristías?
y ¿cuál es nuestra fe sobre la Pascua?
“Fíjense
en el Israel según la carne. Los que comen de las víctimas ¿no están acaso en
comunión con el altar? ¿Qué digo, pues? ¿Que lo inmolado a los ídolos es algo? O
¿que los ídolos son algo? Pero si lo que inmolan los gentiles, ¡lo inmolan a
los demonios y no a Dios! Y yo no quiero que entren en comunión con los
demonios. No pueden beber de la copa del Señor y de la copa de los demonios. No
pueden participar de la mesa del Señor y de la mesa de los demonios. ¿O es que
queremos provocar los celos del Señor? ¿Somos acaso más fuertes que él?” 1 Cor
10,18-22
Aventuro
que es posible que no recuerdes este texto paulino y quizás nunca lo hayas
escuchado. ¿Alguien te ha predicado sobre él? Es verdad que son expresiones tan
complejas como osadas. ¿Cómo se ofrece sacrificio a los demonios y cómo se
entra en comunión con ellos? El apóstol está señalando a la participación en
los cultos idolátricos, a la adoración de las falsas divinidades paganas y a
los ritos engañosos de las religiones que no adhieren al Único Dios Verdadero.
¡Tremendo rechazo experimentaría hoy San Pablo frente a la actual moda de un
diálogo interreligioso más cercano al sincretismo relativista!
Si
quieren podríamos extender el argumento así: ¿podemos celebrar a la vez la
Eucaristía y vivir en comunión con ese mundo que se entrega a la seducción del
Príncipe de las tinieblas? ¿No puede sucedernos que intentemos participar al
mismo tiempo de dos mesas que se excluyen? ¿Ofrecemos sacrificios en el altar
del Dios Trinitario o en el altar del dios del mundo o hasta quizás en ambos?
Cuando
hablamos tanto pero tanto de Cristo y el Anti-Cristo y de horizontes
apocalípticos (tema al que nuestro tiempo se acerca con morbo estrafalario), no
nos percatamos que podríamos también entonces hablar de Eucaristía y Anti-Eucaristía,
de culto Divino o culto demoníaco, de Sacrificio o Anti-Sacrificio y de ofrenda
de comunión y anti-ofrenda de ruptura. ¿Qué es sino el culto satanista y la
llamada “misa negra”? Es la otra mesa, la anti-mesa de los demonios. Y no cabe
duda de que corren días en los cuales resurgen vigorosos los hechiceros, las
brujas y una caterva de esbirros oscuros. Crece en el orbe la fascinación
esotérica al mismo tiempo que nuestras Eucaristías cristianas aparecen frágiles,
superficiales y poco concurridas.
¿Cómo
interpretar esta realidad, con qué clave? La tradición bíblica sapiencial nos
advertiría de los dos caminos por delante; la tradición joánica nos presentaría
dicotomías como Luz-tinieblas o Vida-muerte y San Ignacio de Loyola nos
predicaría sobre las dos banderas. Que se retomen los antiguos cultos paganos y
se abandone el culto al Único Dios, ¿quizás no está indicando que no pocos
cristianos transitan una doble vida, intentando participar a la vez de una
doble mesa? No será quizás una real participación en cultos demoníacos, pero
hay tantas veladas y engañosas formas de sacrificar la vida en los altares del
mundo y consumir la falsa anti-comunión que ofrece el Adversario.
Me
sigo pues con urgencia y caritativa inquietud preguntando: ¿qué fe estaremos
expresando y ante quien estaremos celebrando verdaderamente hoy nuestras tibias y deslucidas Eucaristías?
¡Volvamos a religarlas al sacrificio de Cristo!