PERMANEZCAN EN MI AMOR (1) Ensayo contemplativo sobre la Iglesia de la Vid (Jn 15,1-17)

 



ENSAYO 1

PERMANECER EN LA VID:

UNA EXPERIENCIA FRATERNA Y ALEGREMENTE MISIONERA

 

 

EL ANCLAJE EXEGÉTICO

 

J. Mateos - J. Barreto organizan su investigación delimitando en el texto total del evangelio grandes unidades o secciones. Nuestra perícopa quedaría englobada según ellos bajo la temática “La nueva comunidad en medio del mundo”, comprendida en Jn 15,1-16,33.

Los títulos construidos por estos autores tienden a ser sugerentes y poderosamente comunicativos. La nueva comunidad en medio del mundo… Si en el mundo pues ha hecho su aparición una comunidad que es nueva me permito la ansiedad: ¿cómo se entablará esa relación?, ¿será fácil o traumática?, ¿de colaboración o de enfrentamiento?, ¿de aceptación mutua o de rechazo?, ¿querrá el mundo diluir la novedad de la comunidad para integrarla a su habitualidad o querrá la comunidad irradiar su novedad transformadora sobre el mundo? Con premura espiritual me inquieto y pido perdón por adelantarme tanto: ¿seguirá siendo hoy la Iglesia de Jesucristo una comunidad nueva en medio de un mundo viejo?

Pero volviendo a los autores en cuestión nos percatamos que dividen el discurso sobre la vid verdadera en dos grandes partes.

 

a) Interpretan 15,1-6 (la imagen sobre la vid, el viñador y los sarmientos) bajo la temática “La comunidad en expansión”.

 

“Empieza en esta perícopa la instrucción de Jesús sobre la identidad y situación de su comunidad en el mundo. Su identidad le viene del Espíritu, que recibe continuamente de Jesús (la savia de la vid), lo mantiene unido a él y asegura su fecundidad.”[1]

 

Con este acento de lectura en el crecimiento o expansión de la vid, es decir en un fecundo dar fruto, el segmento es dividido en 3:

15,1-2 “Actividad del Padre”;

15,3-4 “La comunidad: condición para el fruto”;

15,5-6 “El discípulo: fruto y esterilidad”.

Esta división tripartita daría cuenta de la primacía del Padre-viñador que solícitamente cuida la vid-Hijo deseando su crecimiento. Y de una comunión de los discípulos con Jesús, condición absolutamente indispensable para intentar dar fruto. Finalmente el discípulo, según su modo de estar en la vid, elegirá esterilidad o fecundidad para sí mismo.

El texto estaría mostrando una humanidad nueva que surge en medio del mundo. Una humanidad que es “nueva” en cuanto depende radicalmente de su participación en la vida de Jesús, en el dinamismo del Espíritu que Él le comunica. Cada miembro está llamado a producir fruto, por lo tanto la comunidad no puede cerrarse en sí, debe expandirse. Es un signo y una alternativa al mundo, la sociedad del amor mutuo que Jesús desea que alcance a toda la humanidad.

 

“El fruto tiene un doble aspecto inseparable: el crecimiento personal y comunitario, realizado por el don de sí a los demás.”[2]

 

El Padre se preocupa por cada miembro de su Pueblo purificando y eliminando progresivamente los factores de muerte, liberando la capacidad de amar que da el Espíritu.

 

b) Para 15,7-17 los intérpretes sugieren el bello motivo “Amor, amistad y fruto”.

 

“Jesús llama a los suyos a la amistad con él y entre ellos; el modelo es él mismo, que da su vida por sus amigos. La entrega a los demás según la voluntad de Jesús hará participar a los discípulos de su alegría por el fruto que se produce.”[3]

 

El segmento es dividido en 2:

15,7-11 “La fidelidad, condición para la alegría”;

15,12-17 “Labor común en la amistad”.

Los suyos participan de esta labor no como siervos sino como amigos, hombres libres que por su adhesión a Jesús sienten la tarea como propia.

Los autores insisten en el eje temático en torno a la cuestión de la “fecundidad”. Eje vinculado ahora con la eficacia de la petición, la cual se hace necesaria con la partida de Jesús, que no los abandona sino que se solidariza sin límites en la misión; petición que expresa a su vez la continua adhesión de los suyos a su Persona. Reconocen así la sutil enseñanza: “de modo que todo lo que pidan al Padre en mi nombre se lo conceda”. La oración de petición del discípulo no esta centrada en sí mismo. El discípulo que permanece unido a Jesús por el amor reza al Padre-viñador para que la vid-Hijo sea fecunda en él. El discípulo-amigo eleva su petición en el contexto de la misión de dar fruto.

La condición indispensable de la fecundidad es pues “permanecer en Jesús”. Así, “comenzando a producir mucho fruto”, manifiestan la gloria del Padre. Y la comunión de vida y amor entre Padre e Hijo -quien sabe “permanecer” en la obra de su Padre que lo envió-, se prolonga a sus discípulos y a toda la comunidad si saben “permanecer” en los mandatos  de Jesús. La cuestión es pues planteada en términos de “fidelidad” y de “respuesta” en el amor al amor recibido. Un amor activo que se pone en obras. Un amor concretado en la entrega a los demás que se constituye en criterio objetivo para discernir la autenticidad de la experiencia espiritual, de la adhesión a Jesús. Un amor que produce alegría al constatar su fecundidad.

Toda la misión de la comunidad es entendida como una labor común en la amistad. Una amistad que surge de la elección de Jesús y de su don de sí a ellos. Una amistad que brota de la comunión con el Padre y el Hijo, que se funda en la amistad con Dios, la cual les asegura su compañía en la tarea. Porque Jesús pone a disposición de los suyos, bien encaminados y resueltos a realizar las obras de Dios, “la fuerza del Padre”. Aparece entonces en este contexto una hermosa formulación del amor mutuo expresado como mandato nuevo, prototipo y origen de todos los demás mandamientos y exigencias del discipulado.

 

RESONANCIAS Y ECOS CONTEMPLATIVOS

 

Pienso que esta mirada exegética nos habla bellamente de vínculos y de tarea común, de una misión fundada en una persistente fidelidad a Jesús de cada discípulo y de un ambiente de amistad entre ellos. Y todo esto en el contexto de un mundo[4] que se configura en este caso como un colectivo rechazo al Señor y odio a sus discípulos. La proyección pues nos ubica en un escenario de oposición, de polémica y de peligrosa fricción.

Retomo pues aquella inquietud apresurada: ¿seguirá siendo hoy la Iglesia de Jesucristo una comunidad nueva en medio de un mundo viejo?

La novedad de esta comunidad está en sus vínculos, en la vivencia del amor.

En primera instancia el amor da cuenta de una ligazón fidelísima a “Jesús la Vid” que es el fundamento de toda la vida en común y de su prospectiva. Sabemos que en la eclesiología joánica la relación personal de cada discípulo con el Señor es comprendida como crucial y de significativa repercusión. Por eso la simbólica del “discípulo amado” funciona en el cuarto evangelio como un ideal modélico. Todos los discípulos tenemos que transitar un proceso de maduración por una creciente adhesión a Jesús; todos estamos llamados a ser “ése discípulo amado”.

Sólo el discípulo que mantiene fuerte este lazo con el Señor construye la comunidad del amor mutuo y la acrecienta; mas el discípulo que decae en el vínculo desgasta y debilita a toda la comunidad. Pues los discípulos –por así decirlo- no se tocan directamente unos a otros sino que se conectan a través del contacto con Jesús, por la mediación de la Vid. La Persona de Jesús es el hábitat troncal en el cual se posibilita el vínculo comunitario.

A veces lo imagino como la rueda de una bicicleta. Jesús está en el centro como eje. Cada rayo expresa una ligazón o vínculo entre un punto del radio de la rueda (discípulo) y el eje (Jesús). De la ligazón personal de cada discípulo con el Señor surge el radio de la rueda, es decir, la comunión entre ellos. Cuando los rayos se rompen y se interrumpe o debilita la comunicación con el eje, es inevitable que la rueda al andar se deforme.

Y justo en este punto la Iglesia parece hallarse actualmente en un grave problema.

 

«Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él» (1 Jn 4, 16). Estas palabras de la Primera carta de Juan expresan con claridad meridiana el corazón de la fe cristiana: la imagen cristiana de Dios y también la consiguiente imagen del hombre y de su camino. Además, en este mismo versículo, Juan nos ofrece, por así decir, una formulación sintética de la existencia cristiana: «Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él».

Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida. No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva.”[5]

 

            Debería sorprendernos y quizás hasta escandalizarnos que sea necesario explicitar este principio “ad intra”. Sin embargo ha sido recibido con aclamación. Se trata pues de una triste constatación pastoral: entre los “¿fieles?” tal vez no pocos carecen de la experiencia de este encuentro fundante y vivo, algunos ignoran y relativizan su centralidad estructurante en la vida de la fe o más trágico aún han dejado de cultivar esta relación personal con el Señor que es Amor. ¿Cómo hemos llegado a esta situación?

Quizás hemos caído a veces como Iglesia en la tentación de mal traducir reductivamente el Evangelio a unos programas de acción y pautas de conducta colectiva e individual que, sin embargo, no alcanzan a ser un “obrar en Cristo”, unidos a Él y bajo el influjo de su gracia.

 

1. ¿Un cristianismo de acción en clave mundana?

 

Me explico. Tal vez centrados en la tarea de “evangelizar la cultura” o incluso desde el ángulo de “defender la fe amenazada de nuestros pueblos”, advierto que se acentúa un obrar eclesial donde solemos reaccionar a la “mentalidad mundana”, que para unos impera peligrosamente avasallante y a otros los seduce en su novedoso progresismo. ¿Hemos dejado pues de caminar mirando primero a Cristo y sucumbido al engaño de intentar caminar mirando preponderantemente al mundo y sus circunstancias a veces tempestuosas, a veces tentadoras? Recuerdo oportunamente que cuando Pedro quiere caminar sobre el agua al encuentro de Jesús, mientras le sostiene la mirada al Señor da pasos, pero cuando su atención se dirige a la violencia de las olas y el viento en derredor comienza a hundirse.[6]

Nuestro discurso público parece relevar pues las posiciones a tomar y los bastiones por defender, visualizando los principios innegociables, los terrenos de intercambio, las estrategias comunicativas y las conductas correctas a implantar. Todo esto en una inestable relación con la cultura que oscila entre la “polémica apologética” o la “cordial y fraterna cercanía”. Por lo general se trata de una relación confusa de la Iglesia con el mundo. A veces toma una exagerada distancia purista que tiende a vivir exorcizando el mal que ha tomado al orbe entero. Y otras se inclina en una exagerada cercanía que diluye la propia identidad, tendiendo a bautizarlo todo bajo un optimismo ingenuo e irreal. Incluso no pocas veces se trata de una mixtura coetánea -incoherente e inconexa- de ambas posiciones. Lo cual se explica bastante por la humana pluralidad eclesial. Mas otro tanto porque el contexto relativista ejerce su influjo y las personas a veces se permiten sostener lo contrario, y aún peor lo contradictorio.

Entonces, con el objetivo de “evangelizar la cultura”, también la Iglesia en el concierto del mundo parece ingresar al escenario de las “negociaciones del poder”, y se la ve más habitualmente gastar sus energías en pulsear y batallar, intentando por ejemplo, sostener leyes en los parlamentos o impedir que otras sean sancionadas. Y allí se percata que pese a sus esfuerzos de traducir en sabiduría humana sus “opciones de vida”, no es comprendida ni valorada ni goza de amplio consenso –dolorosamente- a veces ni entre sus propias filas.

¿Acaso no es la Persona de Jesús el fundamento de su vida y obrar? ¿Cómo podrían salir de la oscuridad velada estas opciones de vida que fervorosa proclama sin la luz de la fe? ¿No estaremos solo monologando frente a una racionalidad incrédula que no comprende nuestro lenguaje, pues carece de la experiencia del encuentro fundante que transforma el sentido y la orientación de la vida?[7]

Aquí la pedagógica dualidad de las comunidades joánicas nos sale al encuentro. La adhesión y permanencia en el Hijo divide aguas entre Vida y muerte, Luz y tiniebla, Fe y pecado. Solo quien cree tiene Vida en Él. O si suena más amable en lenguaje paulino: sólo quienes “están en Cristo” tienen la “mentalidad de Cristo”. ¿Hasta dónde podemos pretender que un puro lenguaje de sabiduría humana explicite la misteriosa mentalidad de Cristo que solo se da a luz cuando el discípulo es alcanzado por la “locura de la Cruz”?[8]

Pero volviendo a esta Iglesia empeñada en los programas de acción, no sé si percibimos que cuanto decimos efectuar por Él a veces absurdamente lo actuamos sin Él. Porque si “ad extra” la carencia de vínculo con el Señor torna opaco el mensaje, convengamos que “ad intra” el descuido y el olvido de una “vida espiritual madura y seria” desarraiga nuestro actuar de su Persona. Se constituye tal vez una suerte de “secularismo pastoral”[9] que podría llevarnos a convertir a la comunidad de la fe en una organización de acción político-social, una más entre otras; una colectividad en la cual se adoctrina a los miembros sobre principios y conductas, planes y metodologías, pero se pierde de vista el fundamento original de cuanto se persigue. Sin cultivar primariamente la relación con el Señor, descuidando ejercitar con carácter de urgencia permanente éste vínculo de amor, vamos renunciando al misterio de ser la continuación sacramentada de Sus manos, de Su mirada y de Su escucha.

 

2. ¿Un cristianismo implícito y sin Rostro?

 

Repito: ¿cómo hemos llegado a esta situación?

Quizás hemos caído a veces en la tentación de mal traducir reductivamente el Evangelio a unos sistemas de valores, principios e ideas “cristianos pero anónimos”, una especie de cristianismo sin Rostro; hemos nombrado los valores del Evangelio evitando explicitar el nombre de Jesús, hemos dejado de pronunciar su nombre bajo pretexto de respeto al diferente y para dialogar mejor con la cultura, le hemos ocultado como si Él fuese el problema o la causa misma de la falta de empatía con la Iglesia.[10] No sé si se trata de una retirada vergonzante o de una disimulada apostasía. Lo más probable es que se trate de otra forma de emerger la misma realidad: no es profundo y sostenido nuestro trato con Él ni priorizamos este vínculo como “pastoral fundamental”.

A Cristo le desconocemos bastante más de lo que deseamos admitir, personalmente somos bastante pobres en experiencia de su Persona Viva, cotidianamente no saboreamos gustosos su Misterio que nos excede sino en ocasiones separadas por intermitentes o vacuos intervalos. En fin, nuestro corazón se ha enfriado en el vínculo de Alianza, ya no nos cautiva ni enamora como al principio el Señor Jesús, se nos ha adormilado “el amor primero” y ya somos menos suyos.[11]

 

3. ¿Un cristianismo de soteriología intra-mundana?

 

¿Acaso no percibimos que las crisis de tantos cristianos -especialmente de jóvenes que tras algunos pasos iniciales abandonan el Camino- tiene como origen un cristianismo transmitido y asumido cual conjunto de ideas y de acciones recortadamente intra-mundanas; una programación inmanente y solipsista, propia de un humanismo encerrado en sí mismo, que carece de fundamento divino y trascendente? ¿Nuestra religiosidad no sigue a veces inconversa bajo el signo del viejo Adán-Narciso encorvado sobre sí en la “degustación de su ombligo”? ¿Nuestra búsqueda de Dios no se ha vuelto “unilateralmente interesada”, no se orienta mayoritariamente a que Él resulte funcional a nuestras necesidades y emprendimientos, a que nos ayude a resolver nuestra existencia histórica? ¿Cuándo se aspira en nuestra plegaria al cielo y a una realidad definitiva y gloriosa más allá de esta “escena que pasa”?[12] ¿Con qué frecuencia nuestra oración toca honduras contemplativas y, descentrados de nosotros mismos, gustamos de ir a Él por Él mismo, gratuitamente en el amor? ¿Cómo podrá sostenerse viva una fe que no brota una y otra vez rejuvenecida por el encuentro con el Señor Resucitado y con su Espíritu?

Nos pide permiso aquella frase repetida incansablemente –cuya autoría no es fácil de establecer- que rezaba: “El cristiano del siglo XXI será un místico o no será”. Evidentemente una restauración de la mística cristiana parece urgente. ¡Qué paradoja: a veces intuimos que nuestro tiempo busca espiritualidad y la comunidad de la fe a su vez se encuentra en crisis por descuidar abonarla! ¿Encontrarán fácilmente los nómades de hoy en la Iglesia, caminantes expertos en guiarlos hasta la Fuente, o serán atrapados por espejismos paralizantes hasta sucumbir por sed?

 

4. Un nuevo Pentecostés para dar fruto

 

            “¡Necesitamos un nuevo Pentecostés! ¡Necesitamos salir al encuentro de las personas, las familias, las comunidades y los pueblos para comunicarles y compartir el don del encuentro con Cristo, que ha llenado nuestras vidas de “sentido”, de verdad y amor, de alegría y de esperanza! No podemos quedarnos tranquilos en espera pasiva en nuestros templos, sino urge acudir en todas las direcciones para proclamar que el mal y la muerte no tienen la última palabra, que el amor es más fuerte, que hemos sido liberados y salvados por la victoria pascual del Señor de la historia, que Él nos convoca en Iglesia, y que quiere multiplicar el número de sus discípulos y misioneros en la construcción de su Reino en nuestro Continente.”[13]

 

            La Iglesia presentada por los Obispos de Latinoamérica y del Caribe podría describirse sintéticamente como “una alegre comunidad de discípulos misioneros”. El Pentecostés nuevo que se desea, no es más que anhelar que otros también gocen lo que goza cada hermano de la comunidad: un encuentro con Jesucristo victorioso y lleno de gloria, la experiencia de un “amor vivo que llena la vida”.[14]

            Es ésta experiencia del amor, es éste conocimiento del amor que Dios nos tiene, la base detonante y expansiva de Pentecostés -o para decirlo más precisamente en términos joánicos- del “dar fruto”. Una comunidad que se reconoce como los “amados de Dios”, donde todos están en pie de igualdad, ya que Él ha amado a cada quien con novedad y con desborde. Una comunidad que desea expandir con alegría ese amor. La citada semblanza eclesial que trae Aparecida pues está muy cerca de la eclesiología joanea de la Vid fecunda. La savia del Espíritu recorre la Vid y comunica a los discípulos que permanecen unidos a ella un amor de comunión con Dios y entre los hermanos. Comunica un amor que da su fruto.

            ¿Qué se seguirá pues de esta contemplación del amor de Dios sobre la comunidad de la fe? “Porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado” (Rom 5,5) ¿Tendrá el amor otra vocación que no sea amar? El Señor lo explicita.

 

Jn 13, 34-35 “Les doy un mandamiento nuevo: que se amen los unos a los otros. Que, como yo los he amado, así se amen también ustedes los unos a los otros.  En esto conocerán todos que son discípulos míos: si se tienen amor los unos a los otros”

 

La primera formulación del “mandamiento nuevo del amor mutuo” indica contundentemente que éste será el signo de la credibilidad de la Iglesia, que en éste amor que nos profesemos en Cristo reconocerán que somos discípulos suyos. El amor mutuo parece surgir pues como consecuencia inevitable del encuentro en amor con el Hijo que lo revela. Sabemos bien que en la mentalidad joánica es inadmisible separar el amor a Dios del amor al hermano.[15] Así el implorado nuevo Pentecostés no será más que una consecuencia de una experiencia de amor: amarnos como Dios nos ha amado.

Y otra vez nuestra Iglesia contemporánea –la que camina en la historia- está en problemas. Cuán lejos de nuestra realidad se halla a veces la Palabra del Señor. Veo sin duda por doquier personas reuniéndose en nuestras comunidades para realizar alguna actividad pastoral. Pero apenas la convocatoria es simplemente para “pasar juntos un tiempo”, “para hacer del encuentro una fiesta”, “para fraternizar y gozar de ser hermanos” se dirige al pastor la pregunta quejosa y frustrante: “¿Pero para qué nos juntamos padre?” Un tiempo gratuito de intercambio vital y espiritual con los hermanos de fe suele ser percibido como un desperdicio. Raramente surge el deseo de “estar con los hermanos” porque estar con ellos es un gozo y nada más. La “falta de tiempo” para tales menesteres da cuenta y es signo de esa nociva “mundanidad” que nos enferma y debilita.

No quisiera creer que esa incapacidad de disfrutar el vínculo fraterno sea la expresión objetiva de una falta de amor. Pero necesitamos visualizar mejor que “funcionar juntos” no es lo mismo que ser una comunidad. El “funcionalismo mundano” es una tentación organizativa que acecha al Cuerpo de Cristo hoy con manifiesta intensidad. Lamentablemente hemos caído en sus garras en exceso. ¡Por eso nos debemos recordar con insistencia que la primera tarea pastoral de la comunidad cristiana es vivir el mandato del amor mutuo! Solo amándose en el Señor y por el Señor los cristianos se tornan atractivos por la sanidad de sus vínculos fraternos. Pues en medio del mundo reina una aceleración vacua y desgastante que lo envejece, una red de relaciones frías, predominantemente pragmáticas, de conveniencias insustanciales y utilitarismos efímeros; un proceso de creciente fragmentación e individuación; una red de conectividades rápidas que paradójicamente extiende un pesado aislamiento existencial.

Claro que en medio de este panorama alarmante la gracia de Dios sigue conduciendo victoriosa  a la Iglesia, en la medida que se reconoce con vocación de ser “la sociedad nueva del amor mutuo”. En mi experiencia como discípulo y pastor he gozado de profundas y luminosas vivencias comunitarias en medio de cierta masiva mediocridad. Cuando he invitado a las ovejas con simpleza a “ponerse juntas delante de Jesús y dejar que Él  haga su obra”, y ellas han aceptado el llamado, el Señor ha hecho maravillas. Centrados en Él por la oración y la escucha de la Palabra en común, reunidos en su Nombre en Eucaristías vivas, han experimentado el amor que Dios dispensa. Entonces los discípulos también se han reconocido hermanos y abierto su corazón. Al compartir generosamente sus vidas y hacerse cargo unos de otros, Cristo ha podido inspirar en la fraternidad cálidas y sabias acciones pastorales llenas de la novedad de su Caridad divina.

La Iglesia de hoy está en problemas pero la solución está cerca. Volver a Jesús, la Vid verdadera, hábitat troncal donde los discípulos son amados por el Señor y al devolverle  su amor son llamados a amar a sus hermanos también. He aquí el quicio de la Misión. Una labor común en la amistad de Cristo. El anuncio simple y poderoso de esa amistad. Una irresistible fuerza de comunión que se expande. Una alegría en el amor que llena la vida y la hace fecunda.

Como el “Resto Fiel” de la profecía de Isaías, el Espíritu va sembrando por aquí y por allá en los corazones abiertos un nuevo despertar comunitario. Pequeñas fraternidades que tiernamente y sin reproches se sacuden el polvo de un cristianismo “convencional” -diría “costumbrista”- que se presenta difuso en ideas y acciones desarraigadas del vínculo con el Señor, expresiones funcionales pero poco medulosas. Pequeñas comunidades donde los discípulos anuncian al conjunto de la Iglesia y al mundo que han descubierto un tesoro: hacer experiencia juntos del Amor de Dios.

Me guía al fin una convicción firme: si cada discípulo retoma una intensa y profunda relación con Él, la comunidad será recreada y la fraternidad del amor mutuo brillará una y otra vez novedosa y fresca en medio del mundo. La misión primera de amarnos unos a otros invitará con poder  y seducción a entrar en la fiesta de la Vid. Permaneciendo en Cristo y por la savia del Amor divino corriendo entre nosotros, seremos la fecunda Vid del Padre que da mucho fruto. Solo entonces la alegría será colmada.

¿Seguirá siendo hoy la Iglesia de Jesucristo una comunidad nueva en medio de un mundo viejo? El mashal de la vid parece invitarnos con simpleza a permanecer en ese amor que llena la vida y da fruto; en ese amor en el cual podemos reconocernos como hermanos amados por Dios y elegidos para la amistad. Entonces la fraternidad entroncada en Jesús será misión. La misión de la Iglesia será dar testimonio de una fraternidad alegre porque permaneciendo en el Señor se recibe y se comunica la Vida. Ese puede ser el nuevo  y mismo Pentecostés que tenemos por delante.




[1] Mateos-J. Barreto, “El evangelio de Juan”, Cristiandad, Madrid, 1979, 653.

[2] op. cit., 657.

[3] op. cit., 659.

[4] En el cuarto evangelio el término mundo tiene dos acepciones:

a)    Positiva o neutra: se trata del universo, la creación o tal vez la humanidad.

b)    Negativa: se trata de aquellos que rechazan a Jesús.

En Juan hay dos conjuntos que se oponen a Jesús y que lo rechazan: el mundo y los judíos. No habría delineado un dualismo metafísico (bien-mal) sino más bien un dualismo ético (aceptar o rechazar a Jesús).

[5] BENEDICTO XVI, “Deus caritas est”, n. 1

[6] Cf. Mt 14,23-33

[7] Evidentemente despunta el célebre binomio “fe y razón”. La armonía sigue siendo tarea ardua según creo aún en el ámbito de la opinión teológica. Una vieja y reciclada disputa de escuelas. Históricamente hay quienes tienen mayor confianza en el poder de la razón para acceder a ciertos aspectos de la verdad sin los datos de la fe o en cierta complementación con ellos -adjudicando a la filosofía un importante rol-, y quienes dando preponderancia a la Revelación divina la creen indispensable para que la razón natural pueda degustar la plenitud de la verdad -inclinándose a dar centralidad a las formulaciones escriturísticas e intentado mantenerse prevalentemente en ese ámbito-. Parece haber un supuesto de base no del todo valorado en el discernimiento en cuanto a la relación entre ciencia teológica y ciencia filosófica, razón natural y razón creyente, conocimiento humano y Revelación divina. No se trata solamente de medir el alcance de la razón humana poniendo justamente al hombre en el centro de la cuestión. Más acá de todo no se debe obviar la relación teologal con el Señor. ¿Significa algo nuclear o tangencial para el hombre y su inteligencia haberse encontrado o desencontrado con Cristo? El concepto agustino de “iluminación” se anclaba primariamente en un trato, en una relación teologal, en una experiencia vincular del creyente, en un intercambio con el Maestro. “Iluminación” intuyo es un concepto –que más allá del contexto filosófico original y ordinario- despunta mejor en el ámbito de la mística que de la gnoseología, dando cuenta del influjo de la gracia sobre la inteligencia, hasta la posibilidad de la ciencia infusa. ¿Da lo mismo una razón humana agraciada o desgraciada? “Pensar sin Cristo”, o “pensar por separado” y ver que puede consensuarse luego o “pensar en-desde-con Cristo” son realidades muy disímiles. La unión con Cristo que da la fe nos permite el acceso en la gracia a su Sabiduría desde la cual miramos releyendo la realidad y nos comprendemos en el Misterio de Dios y de su plan. El encuentro con Cristo pone a los discípulos bajo la luz pascual.

[8] Nótese el contraste entre el discurso de Pablo en el Areópago ateniense narrado en Hch 17,22ss con la exhortación sobre la “palabra de la Cruz” contenida en 1 Cor 1,18ss. En el primer texto el Apóstol desea entablar la predicación partiendo de la cultura helénica, tomando hábilmente cuenta de esa religiosidad pluralista que dejaba espacio incluso “al dios desconocido”; engarza entonces su discurso con el Dios Creador (el prototipo lo ensaya en Listra según Hch 14,15ss) y la crítica a los ídolos; mas su predicación parece encontrar límite en el tema de la resurrección de los muertos, pues desde el horizonte que supone el bagaje filosófico de sus interlocutores tal aserto resulta absurdo. Y si bien en el Areópago algunos pocos lo siguen, en la cita de 1 Corintios el Apóstol ha mudado hacia una predicación kerygmática, desnuda y directa del misterio de la Cruz en oposición a la sabiduría de este mundo.

La ejemplaridad que a veces encontramos en el discurso del Areópago depende seguramente del trazo posterior de Lucas. Estaríamos frente a un horizonte evangelizador diverso y a una Iglesia que ya tiene en su haber algunas décadas de misión permanente en medio de la cultura pagana.

La cruda experiencia paulina probablemente ha sido distinta. En su segundo viaje misionero primero pasa por Atenas y luego va a Corinto; pero en el tercer viaje visita la segunda ciudad y no se hace mención de estancia significativa en la primera. ¿Cómo resuena en la memoria misionera de Pablo la encrucijada ateniense? Es verosímil suponer que al momento de escribir 1 Cor el Apostol evaluara negativamente el intento del Areópago y se decidiese a preferir una metodología centrada en el anuncio kerygmático del Misterio Pascual.

[9] Cuando digo “secularismo pastoral” remito a cierta tendencia a dar prioridad al uso de diversas herramientas exportadas de la praxis docente, empresarial, sociológica, psicológica, publicitaria, política, etc. No cuestiono su uso y valor, pues bien integradas dan seriedad científica y operatividad técnica a la acción pastoral, enriqueciéndola notablemente. Sino que constato que al tomar mayor centralidad -y conjuntamente al debilitamiento del vínculo con el Señor- más bien insinúan alumbrar un obrar eclesial “nuestro según las prácticas del mundo” y no tanto “un obrar nuestro según la mente de Cristo”, según la mística de estar unidos a Él y bajo su influjo. La lógica de la eficacia humana seduce y tienta al viejo Adán terreno que aún vive en nosotros y corremos el riesgo de dejar que lenta e imperceptiblemente se hunda en el sueño del olvido aquella misteriosa –quizás ilógica- eficacia de la gracia. Habrá que discernir cómo se integran las “nuevas prácticas” a la pastoral sin que pierda su primacía la acción divina. ¿Renunciaremos a la incertidumbre de la fe, donde florecen alegres la sorpresa y la desproporción, al contemplar asombrados la acción de Dios? ¿La cambiaremos por las más seguras certezas de las encuestas y las estadísticas, el estudio del mercado y las estrategias de venta? A esa opción denomino “secularismo pastoral”.

[10] Lamentablemente mi experiencia pastoral me ha permitido constatar esta tendencia en algunos de nuestros “colegios católicos”. La expansión de la matrícula y, con ello el ingreso de un plantel docente más heterogéneo e incluso no confesional, ha ido con el tiempo en detrimento de la explicitación de la fe que se presenta como una mera coordenada de valores que humanamente pueden ser abordados prescindiendo aún del Misterio Pascual. Una ética entre racional y de consensos sin recurso a la gracia, de inclinación pues voluntarista y pelagiana.

[11] Cf. Ap 2,1-6a

[12] Cf. 1Cor 7,29-31

[13] V CONFERENCIA DEL EPISCOPADO LATINOAMERICANO Y DEL CARIBE, Aparecida; Nª 548

[14] Aún recuerdo el profundo impacto que provocó el documento de Aparecida. Pero el fervor inicial, en la medida en que no se traduce en concreciones,  puede dar  lugar a una progresiva desaceleración y desencanto. ¿Qué sucedió con la proclamada “misión continental”? ¿Por qué sigue como empantanada la mentada “nueva evangelización”? Recibimos importantes impulsos pero no siempre perseveramos en la corriente de la gracia, o mejor dicho, no poco depende de nuestra responsabilidad personal y nuestro efectivo cultivo de la relación con Cristo. La “conversión pastoral” y la llamada a una “Iglesia en clave misionera” parecen aún semilla que en gran medida cae al costado del camino, entre rocas o espinos. Escasea quizás la tierra fértil: que nuestras comunidades mayoritariamente sean habitadas por discípulos verdaderamente entregados al Señor, libres para dejarlo actuar sin condicionamientos y abandonados en la fe al viento del Espíritu. Tal vez como “el joven rico” nos entusiasmamos fácil pero no queremos “pagar el precio”. ¿Podremos seguir autoengañándonos o debemos aceptar que no es tan claro que en nuestras comunidades los fieles tengan la experiencia de que Jesús “les ha llenado la vida”? Mientras tanto las olas de Dios mueren en nosotros en espuma que se lleva el viento.

[15] Cf 1 Jn 2,7-11; 3,10-11.16.18; 4,20-21

Amós: el profeta de la justicia (4)

 

 



El Día del Señor, el día del Juicio

 

Ciertamente se trata de un leimotiv que atraviesa a toda la corriente profética. Llegará “el Día del Señor”, día de juicio para castigo y retribución.

 

“¡Ay de los que ansían el Día de Yahveh! ¿Qué creen que es ese Día de Yahveh? ¡Es tinieblas, que no luz! Como cuando uno huye del león y se topa con un oso, o, al entrar en casa, apoya una mano en la pared y le muerde una culebra... ¿No es tinieblas el Día de Yahveh, y no luz, lóbrego y sin claridad?” (Am 5,18-20)

 

En la misión de Amós claramente se expresa un juicio negativo de Dios sobre la vida de Israel. Las expectativas religiosas del pueblo son falsas pues su fe es equívoca. Lo que sobreviene en el futuro son días cargados de oscuridad, consecuencia del pecado. La profecía elogia la majestad de Dios y su Sabiduría para gobernar la historia en forma de Juicio.

 

“Él hace las Pléyades y Orión, trueca en mañana las sombras, y hace oscurecer el día en noche. El llama a las aguas del mar, y sobre la haz de la tierra las derrama, Yahveh es su nombre; él desencadena ruina sobre el fuerte y sobre la ciudadela viene la devastación.” (Am 5,8-9)

 

El profeta es la voz de un Señor que entabla Juicio, sobre todo contra los dirigentes y privilegiados del pueblo. Y se puede identificar a Amós tanto con aquel censor que Dios envía pero que termina siendo detestado, como con ese hombre sensato que frente a tan ofuscada rebeldía termina callando y contemplando en soledad la hora infortunada que sobreviene tristemente.

 

“¡Ay de los que cambian en ajenjo el juicio y tiran por tierra la justicia. Detestan al censor en la Puerta y aborrecen al que habla con sinceridad! Pues bien, ya que ustedes pisotean al débil, y cobran de él tributo de grano, casas de sillares han construido, pero no las habitaron; viñas selectas han plantado, pero no bebieron su vino. ¡Pues yo sé que son muchas sus rebeldías y graves sus pecados, opresores del justo, que aceptan soborno y atropellan a los pobres en la Puerta! Por eso el hombre sensato calla en esta hora, que es hora de infortunio.” (Am 5,7.10-13)

 

Lamentablemente la misión de Amós es infecunda en el presente del pueblo.  Los que se sienten seguros no quieren escuchar la voz de Dios y el profeta más bien parece ser enviado como el mensajero del Juez a notificar la sentencia. Y lo que se encuentra es un pueblo que bajo la conducción de sus dirigentes permanece anestesiado y embriagado en su pecado, totalmente ignorante del desastre que se acerca y del estado de violencia que acelera con su conducta impía.

 

“¡Ay de aquellos que se sienten seguros en Sión, y de los confiados en la montaña de Samaría, los notables de la capital de las naciones, a los que acude la casa de Israel!  ¡Ustedes que creen alejar el día funesto, y hacen que se acerque un estado de violencia! Acostados en camas de marfil, arrellenados en sus lechos, comen corderos del rebaño y becerros sacados del establo, canturrean al son del arpa, se inventan, como David, instrumentos de música, beben vino en anchas copas, con los mejores aceites se ungen, mas no se afligen por el desastre de José. Por eso, ahora van a ir al cautiverio a la cabeza de los cautivos y cesará la orgía de los sibaritas. (Am 6,1.-7)

 

El libro de Amós nos ha dejado testimonio de un momento crítico en este drama.

 

“El sacerdote de Betel, Amasías, mandó a decir a Jeroboam, rey de Israel: «Amós conspira contra ti en medio de la casa de Israel; ya no puede la tierra soportar todas sus palabras. Porque Amós anda diciendo: ‘A espada morirá Jeroboam, e Israel será deportado de su suelo.’» Y Amasías dijo a Amós: «Vete, vidente; huye a la tierra de Judá; come allí tu pan y profetiza allí. Pero en Betel no has de seguir profetizando, porque es el santuario del rey y la Casa del reino.» 

Respondió Amós y dijo a Amasías: «Yo no soy profeta ni hijo de profeta, yo soy vaquero y picador de sicómoros. Pero Yahveh me tomó de detrás del rebaño, y Yahveh me dijo: ‘Ve y profetiza a mi pueblo Israel.’ Y ahora escucha tú la palabra de Yahveh. Tú dices: ‘No profetices contra Israel, no vaticines contra la casa de Isaac.’ Por eso, así dice Yahveh: Tu mujer se prostituirá en la ciudad, tus hijos y tus hijas caerán a espada, tu suelo será repartido a cordel, tú mismo en un suelo impuro morirás, e Israel será deportado de su suelo».” (Am 7,10-17)

 

El conflicto ha escalado a la cúspide del poder. El profeta, forastero y en soledad, es confrontado por el poder político del rey y el poder religioso del sumo sacerdote del santuario real. Lo amenazan pues ya no soportan las palabras proféticas que profiere en nombre del Señor. Le recuerdan que viene del Reino hermano pero competidor de Judá en el Sur y que no está en posición de profetizar aquí en el Reino del Norte. Le acusan de ser un profeta profesional que acepta paga de otros señores para maldecir al rey y a su territorio. Lo expulsan de su presencia, probablemente bajo sentencia de muerte.

Amós reivindica su profetismo vocacional. No es él un profesional de la profecía sino un humilde hombre que fue llamado desde los trabajos del campo y enviado por el Señor. Por eso no calla y lleno del Espíritu sigue anunciando la Palabra que Dios puso en su boca, porque en definitiva la amenaza de los poderosos es nada frente a un Dios que ruge como león y muestra las fauces poderosas de sus designios.

 

El peligroso olvido del Juicio de Dios

 

Mas allá de las reinterpretaciones facilistas e ideológicas que podríamos realizar hoy, es decir, una lectura contra los poderosos de este mundo que oprimen injustamente a los pobres de un pueblo pretendidamente inocente solo por ser pueblo; quisiera quedarme con una actualización bastante más incómoda para todos. ¡Cómo nos hemos olvidado del Juicio de Dios!

Demasiado frecuentemente contemplo a los fieles cristianos tan seguros de sí mismos y de su salvación. A la vez la Iglesia contemporánea, casi carente de sentido escatológico, no solo no habla del Juicio de Dios -pues multitudinariamente se supone que todos se salvan sí o sí-, sino que conexamente raramente exhorta ya a la santidad de vida. Si el Juicio de ninguna forma puede ser condenatorio, si el Infierno no existe, ¿para qué la santidad? La mediocridad de la vida cristiana no tendrá ninguna consecuencia pues Dios nos salvará sin nosotros, solo por su Misericordia sin mediar ninguna respuesta nuestra. Pero, ¿esa es nuestra fe? De hecho, si tal es el estado de las cosas, ¿por qué no afirmar también la salvación obligatoria no solo de los mediocres sino también de los malignos opresores de los pobres y los encumbrados ricachones de este mundo? Bien o mal dan lo mismo.

No creo que los profetas separarán Misericordia y Santidad, pues en Dios van juntas. Ejerce Misericordia Santificante; Él es Santidad Misericordiosa. Por eso mientras una gran multitud de cristianos, anestesiados en su conciencia y con superficial espiritualidad, eligen olvidarse del Juicio de Dios, yo me muevo en otra dirección. Junto al testimonio de los santos tengo temor de Dios, busco hacer penitencia, me esfuerzo en la conversión permanente para alcanzar en Gracia santidad de vida y aun así, imploro su Misericordia que no merezco. A tanto Amor Misericordioso no puedo menos que responder dejando que su Pascua me santifique por el camino de mi propia cruz. Y es allí, en la aceptación o rechazo de mi propia cruz, donde me enfrento al Juicio de Dios.



Amós: el profeta de la justicia (3)



Comprendamos la situación denunciada en la profecía de Amós.

 

La acusación general

 

“Así dice Yahveh: ¡Por tres crímenes de Israel y por cuatro, seré inflexible! Porque venden al justo por dinero y al pobre por un par de sandalias; pisan contra el polvo de la tierra la cabeza de los débiles, y el camino de los humildes tuercen; hijo y padre acuden a la misma moza, para profanar mi santo Nombre; sobre ropas empeñadas se acuestan junto a cualquier altar, y el vino de los que han multado beben en la casa de su dios...”  (Am 2,6-8)

 

Israel se ha transformado para mal en el reino de la injusticia. El constante destrato del pobre y el débil es intolerable a los ojos del Señor. La descripción de atropello contra la humanidad de los más sencillos y sufrientes es casi brutal, y se añade a ello el pecado de ofrecer culto a Dios hipócritamente, profanando el templo y su Santo Nombre con esa conducta que desmiente toda plegaria y todo rito.

 

Un ejemplo: el lujo desmedido de Betel

 

“Oigan y atestigüen contra la casa de Jacob -oráculo del Señor Yahveh, Dios Sebaot- que el día que yo visite a Israel por sus rebeldías, visitaré los altares de Betel; serán derribados los cuernos del altar y caerán por tierra. Sacudiré la casa de invierno con la casa de verano, se acabarán las casas de marfil, y muchas casas desaparecerán, oráculo de Yahveh.” (Am 3,13-15)

 

Betel es significativa por su vinculación a los patriarcas Abraham y Jacob como por la actuación de Samuel. Pero en tiempo de Amós el templo ya ha sido corrompido con la introducción de imágenes idolátricas, sobre todo el becerro y el toro. El Señor no solo juzga a Israel por su culto paganizado sino por la injusticia que se aglutina en torno al templo. Betel se ha transformado en la villa real y de los ricos quienes han construido casas fastuosas con escandalosa opulencia de materiales costosísimos y poco comunes. La profecía de Amos ve en Betel como un signo evidente de la contradicción vivida: una extendida opresión del pobre, un enriquecimiento ilícito y un culto puramente formalista. A ello se suma una exhibición impúdica de su riqueza, una ostentación ofensiva de su vanagloria.

 

Otro ejemplo: la altivez de las mujeres frívolas y opulentas

 

“Escuchen esta palabra, vacas de Basán, que están en la montaña de Samaría, que oprimen a los débiles, que maltratan a los pobres, que dicen a sus maridos: «¡Traigan, y bebamos!» El Señor Yahveh ha jurado por su santidad: He aquí que vienen días sobre ustedes en que se les izará con ganchos, y, hasta las últimas, con anzuelos de pescar. Por brechas saldrán cada una a derecho, y serán arrojadas al Hermón, oráculo de Yahveh.” (Am 4,1-3)

 

Ya nos habíamos anoticiado que se había anexado el territorio de Basán, de gran riqueza agrícola y ganadera. Esta circunstancia había potenciado la economía del Reino del Norte e Israel gozaba de tiempos de gran prosperidad.

Culturalmente, los “toros de Basán”, eran utilizados como símbolo de vigor, fuerza y poderío. Amós, con tremenda osadía, compara a las mujeres de la clase alta de Israel con “vacas de Basán”. En este sentido, parece acusárseles por haberse entregado a vivir una sensualidad desbordante. Con impensada audacia para la sensibilidad de nuestro tiempo, el profeta propone una imagen bastante violenta: estas mujeres serán colgadas en ganchos como ganado tras ser matadas y llevadas a la faena. También insinúa un final trágico, al ser arrojadas al precipicio desde la cadena montañosa limítrofe con los pueblos paganos, tal vez sugiriendo que serán arrojadas hacia Asiria cual castigo divino.

La acusación que se le hace a toda la clase encumbrada parece ser una vida desenfrenada y lujosa que es posible a costa de establecer un estado generalizado de injusticia. Las mujeres aludidas como culpables son sentenciadas por su complicidad y su irresponsable vanidad. Cada quien desde su posición de privilegio oprime directamente a los débiles o participa y usufructúa una riqueza que es acumulada en un status quo que hunde a otros hermanos del pueblo en la miseria.

 

El acabose de un culto vacío y engañoso

 

Y en la cúspide del drama, los encumbrados han hecho del culto al Señor un hecho religioso formalista y vacío de sentido. Con ironía se habla de su concurrencia a santuarios corrompidos, donde hacen ostensiblemente ofrendas y diezmos mentirosos y publicitan sus donaciones voluntarias para ser reconocidos y alcanzar una vana popularidad.

 

“¡Vayan a Betel a rebelarse, multipliquen en Guilgal sus rebeldías, lleven de mañana sus sacrificios cada tres días sus diezmos; quemen levadura en acción de gracias, y pregonen las ofrendas voluntarias, vocéenlas, ya que es eso lo que les gusta, hijos de Israel!, oráculo del Señor Yahveh.” (Am 4,4-5)

 

Insisto en la imagen profética: mientras los dirigentes se auto-perciben en la cúspide de la vida social de su tiempo, el Señor solo los contempla como víctimas llevadas al matadero a consecuencia de la vida desenfrenada e injusta que llevan. Toda su opulencia y frivolidad los acusa cada vez que intentan realizar ofrendas y celebrar el culto de Dios.

 

“Yo detesto, desprecio sus fiestas, no me gusta el olor de sus reuniones solemnes. Si me ofrecen holocaustos... no me complazco en sus oblaciones, ni miro a sus sacrificios de comunión de novillos cebados. ¡Aparta de mi lado la multitud de tus canciones, no quiero oír la salmodia de tus arpas!”  (Am 5,21-23)

 

Una cuidadosa y prudente actualización

 

Siempre me ha fascinado la profecía de Amós con su desinhibida contundencia. Pero confieso que habiendo sido testigo en mi historia eclesial de lecturas ideológicas y clasistas, tengo miedo y me siento urgido a una cavilada ponderación. Sería extremadamente fácil caer en esquemas bipolares; pero una mirada sincera me dice que quizás no todos los poderosos sean demonios (porque allí tendría que incluir tal vez a las más altas jerarquías eclesiásticas que aún detentan exclusivos privilegios y un elevado nivel de vida), como tal vez no todos los pobres y sufrientes sean santos (pues aquí claramente muchos de nosotros como cristianos rasos o del montón nos incluiríamos). Claro que este posicionamiento me gana enemistades en ambos bandos. Considero que hay más peligro de perversión en la cumbre como más incubación de resentimiento en el llano. Solo quien permanece en la humildad tendrá paz y la ofrecerá en la posición donde Dios le ponga.

Por eso quisiera sugerir una apropiación de la profecía de Amós desde la responsabilidad personal. Todos nosotros podemos desde nuestro lugar oprimir y degradar a un semejante. No es necesario ser acaudalado para ser un explotador del prójimo. No es necesario ser poderoso para ser generador de injusticia. Hay cientos de formas de erigirse en un manipulador del que se encuentra más débil. Y sobre todo hay cientos de modos de vivir un culto engañoso, un acercamiento a Dios impúdico pues nuestro pecado clama justicia frente a su Presencia Santa.



Amós: el profeta de la justicia (2)

 


Su vocación profética

 

Amós presenta su propia vocación como un llamado intenso e irrefrenable. Con una serie de interrogantes nos da a entender que Dios lo ha dispuesto todo con sabiduría y que su accionar como enviado está absolutamente en concordancia con el plan divino.

 

“¿Caminan acaso dos juntos, sin haberse encontrado? ¿Ruge el león en la selva sin que haya presa para él? ¿Lanza el leoncillo su voz desde su cubil, si no ha atrapado algo? ¿Cae un pájaro a tierra en el lazo, sin que haya una trampa para él? ¿Se alza del suelo el lazo sin haber hecho presa? ¿Suena el cuerno en una ciudad sin que el pueblo se estremezca? ¿Cae en una ciudad el infortunio sin que Yahveh lo haya causado? No, no hace nada el Señor Yahveh sin revelar su secreto a sus siervos los profetas. Ruge el león, ¿quién no temerá? Habla el Señor Yahveh, ¿quién no profetizará?” (Am 3,3-8)

 

Dios quiere expresarse y ha elegidos servidores que pregonen su voz. El Señor suscitará profetas por quienes revelará sus designios. Y porque el Altísimo quiere comunicarse no podrá ahogarse la profecía, sino que crecerá imparable y se impondrá en medio de su pueblo. En el caso de Amós esta palabra poderosa –ya lo dijimos- se vincula con la imagen del león rugiente frente al cual Israel temblará de temor.

En el centro de su mensaje se encuentra el anuncio de la invasión por Asiria y la caída de Samaría y del Reino del Norte. Con ironía se dice que Dios mismo convoca a los adversarios y los guía contra su pueblo, los pone por testigos de su sentencia.

 

Pregonen en los palacios de Asur, y en los palacios del país de Egipto; digan: ¡Congréguense contra los montes de Samaría, y vean cuántos desórdenes en ella, cuánta violencia en su seno!” (Am3,9) 

 

¿Cuáles son las acusaciones que el Señor levanta contra su pueblo? Dichas faltas podrán ser corroboradas por los adversarios al otear la situación reinante desde la muralla que rodea la ciudad. Se afirma pues que Asiria es el instrumento elegido para confirmar la acusación divina y ejecutar el castigo merecido.

 

“No saben obrar con rectitud -oráculo de Yahveh- los que amontonan violencia y rapiña en sus palacios. Por eso, así dice el Señor Yahveh: El adversario invadirá la tierra, abatirá tu fortaleza y serán saqueados tus palacios. Así dice Yahveh: Como salva el pastor de la boca del león dos patas o la punta de una oreja, así se salvarán los hijos de Israel, los que se sientan en Samaría, en el borde de un lecho y en un diván de Damasco. Oigan y atestigüen contra la casa de Jacob -oráculo del Señor Yahveh, Dios Sebaot- que el día que yo visite a Israel por sus rebeldías, visitaré los altares de Betel; serán derribados los cuernos del altar y caerán por tierra. Sacudiré la casa de invierno con la casa de verano, se acabarán las casas de marfil, y muchas casas desaparecerán, oráculo de Yahveh.” (Am 3,10-15)

 

Como ya veremos en otra ocasión las acusaciones se podrían resumir en tres:

  1. Injusta actuación del rey que instaura un clima social de violencia y vulneración de los derechos de los asalariados y los pobres.
  2. Escandalosa ostentación de los ricos y poderosos de sus privilegios.
  3. Crítica a la religiosidad vacía e incoherente que se desarrolla de modo formalista en el culto del templo.

 

Es también muy interesante que comienza a insinuarse una idea que otros profetas consagrarán a posteriori: “el resto de Yahveh”. Aunque aquí la imagen es dramática: si hay salvación para este pueblo que traiciona la Alianza, sólo será como si Dios rescatara una pequeña porción de entre las fauces del león que lo mastica y devora.

 

¿Dónde en nuestros día la profecía poderosa?

 

Si hay algo que me inquieta de estos tiempos de cambio de época es la claudicación. Difícil de analizar brevemente, pero parece haberse extendido cierto clima de conformismo con lo dado, una resignación que ha apagado los fuegos de cualquier rebeldía. El mundo es así y es imposible cambiarlo. Solo resta acomodarse lo mejor que se pueda a un devenir de las cosas que está más allá de cualquier intervención nuestra. No hay más que refugiarse donde te dejen y sobrevivir lo mejor que se pueda. Una impresionante anestesia de las conciencias se desparrama al ritmo de las urgencias novedosas y de un sinfín de estímulos alienantes.

¿Y como Iglesia dónde estamos parados? A veces me temo que repitiendo viejas diatribas nostálgicas de antaño. Una serie de discursos y sentencias teológicas que no terminan de comprender que las circunstancias del mundo han cambiado radical y aun inciertamente. Unos empeños por recuperar esquemas de acción y luchas que tal vez ya haya que dejar en el pasado.  La obstinación generacional de una envejecida dirigencia que no termina de asumir que su hora ya se ha terminado.

¿Y como Iglesia dónde estamos parados? También me temo que las generaciones intermedias y más jóvenes se hallen desorientadas, con poco fundamento, viviendo una pretendida libertad liviana y ágil tan consonante con los vientos de la presentación cultural predominante.

Es urgente recuperar la profecía que supone empezar por escuchar a Dios, dejar que Él lo clarifique todo con su Sabiduría. Es urgente que haya profetas cargados de la novedad divina. Es urgente que la profecía rompa los cercos cerrados y las trampas de la historia herida por el mal. Es urgente que la fe presente abiertos los caminos de la Salvación.

 

“No, no hace nada el Señor Yahveh sin revelar su secreto a sus siervos los profetas. Ruge el león, ¿quién no temerá? Habla el Señor Yahveh, ¿quién no profetizará?”

 

Amós: el profeta de la justicia (1)

 


Pocas veces se presenta tan impresionante el poder de Dios en la debilidad de su mensajero. Amós no tiene grandes pergaminos que presentar, es alguien simple y con pocos recursos humanos, quien es enviado como extranjero al centro del poder para proferir una exhortación valiente y peligrosa. Y aún entre amenazas furibundas se mantiene fiel a la voz de Dios que se hace oír con fuerza arrasadora frente al misterio de iniquidad que reina.

 

Algunos datos sobre su persona

 

Su profecía la ubicamos entre el 752-750 a.C. según los datos que se proporcionan en Am 1,1-2.

 

“Palabras de Amós, uno de los pastores de Técoa. Visiones que tuvo acerca de Israel, en tiempo de Ozías, rey de Judá, y en tiempo de Jeroboam, hijo de Joás, rey de Israel, dos años antes del terremoto. Dijo: Ruge Yahveh desde Sión, desde Jerusalén da su voz; los pastizales de los pastores están en duelo, y la cumbre del Carmelo se seca.” (Am 1,1-2)

 

Se trataría de un profeta del sur (Técoa está a 17km de Jerusalén), pero su mensaje está dirigido a Jeroboám II (Israel, Reino del Norte). Ya comprendemos la incomodidad primigenia de su misión: trasladarse desde el Sur hacia sus hermanos en rivalidad en el Norte. Lo que Dios tiene que decirles no les agradará y menos venido de aquel que representa a sus competidores.

Significativa es la expresión tan propia de su profecía: “Ruge Yahveh”. Está claramente en juego la imagen davídico-mesiánica del “León de Judá”. No será nada fácil presentarse ante el Rey del Norte como embajador de un Dios que es “León que ruje” amenazante. Denuncia el Señor que el Pueblo ha roto la Alianza y por eso se está marchitando y que además no hay pastores que lo guíen por el camino de la salvación. Ya veremos cuánta oposición genera y cuán en peligro se pone la vida del profeta con este mensaje.

Podríamos concluir su semblanza diciendo que es un personaje vinculado al trabajo agrícola, que maneja un lenguaje bucólico y rústico. Por eso afirmábamos la tremenda desproporción que expresa un Dios fuerte que se enfrenta a los más poderosos mediante u  mensajero humilde.

Tras la caída de Samaria, probablemente su profecía es adaptada mediante algunas adiciones, para que también interpele a Judá en el Sur.

 

Estructura literaria

 

A modo de guía de lectura, la estructura de este libro profético sería:

a) 1,3-2,16 Oráculos contra las naciones.

b) 3,1-6,14 Oráculos contra Israel.

c) 7,1-9,10 Visiones.

d) 9,11-15 Oráculo de salvación.

 

Mensaje

 

En el centro de su misión profética hay una fuerte denuncia de la injusticia social como ruptura de la Alianza.

 

“Así dice Yahveh: ¡Por tres crímenes de Israel y por cuatro, seré inflexible! Porque venden al justo por dinero y al pobre por un par de sandalias; pisan contra el polvo de la tierra la cabeza de los débiles, y el camino de los humildes tuercen; hijo y padre acuden a la misma moza, para profanar mi santo Nombre; sobre ropas empeñadas se acuestan junto a cualquier altar, y el vino de los que han multado beben en la casa de su dios.”  (Am 2,6-8)

 

Dios es el que funda y lleva adelante la Alianza y aparece de nuevo como un Dios justiciero al estilo de la perspectiva de Elías. Dios es rey universal y elige a Israel de entre las naciones pero su pueblo le da la espalda al no amar al hermano, al explotarlo y esclavizarlo.

El profeta es un enviado de Dios para darle al pueblo la oportunidad de convertirse. A Samaría (capital política) se le critica la alianza con Siria-Efraín-Egipto contra Asiria; Dios le acusa de apoyarse en otros y de olvidarse de la única Alianza que puede salvarlo. A Betel (capital religiosa) se le critica el culto formalista y las casas lujosas; está cerca del templo pero lejos de Dios.

 

Una inquietante valentía

 

Siempre me ha conmovido la persona de Amós, enviado tan frágilmente al centro del poder, con un mensaje nada diplomático y conciliador, sino tremendamente confrontativo y exigente. ¿Cómo es posible que levante su voz cuando todos temeríamos y matizaríamos los gestos y palabras, anticipando la reacción negativa de los poderosos? ¿Tan sólidamente se halla apoyado en Dios el profeta, que él mismo termina siendo a su imagen, como una roca inconmovible e inconquistable? ¿Tan poderosa y victoriosa es la gracia vocacional que Dios comunica? ¿Tan eficazmente ardiente y purificadora la misión que se le ha encomendado?

En nuestros días la Iglesia contemporánea debe sentirse confrontada por el Dios que ruge en el profeta. Pues a menudo tiende a mostrarse influenciable a las propuestas de los poderosos del momento. Es cierto que a veces con auténtica caridad intenta escuchar las problemáticas de los hombres de su tiempo. Pero en otras ocasiones se la percibe temerosa de las represalias, de ser denunciada por la incoherencia de su pecado que la avergüenza. Entonces elije auto-preservarse negociando. Demasiado quizás deja de anunciar la Verdad incómoda del Evangelio; Verdad incómoda para el mundo y para ella misma.

¿Cómo romper las ataduras del miedo? ¿Cómo confiar nuevamente en el poder vencedor del Dios que nos envía? ¿Cómo aceptar humildemente nuestra condición pecadora y volver a revestirnos de la Santidad del Señor? ¿Cómo ser fieles a Dios cuándo quiere rugir? Obviamente la Iglesia profética deberá aceptar jugarse la propia vida en tal misión.


La profecía humilde versus la arrogancia del poder mundano

 


El gran comienzo de la profecía (siglo VIII a.C.)

 

Es inevitable que realicemos una breve contextualización histórica.

En el siglo X a.C., tras la muerte de Salomón (931), se forman dos reinos. Jeroboam, el representante de las tribus del Norte en la corte, procedente de Efraím, apoyado por los profetas yavistas se levanta en rebelión aduciendo que en el Sur se habían introducido bajo Salomón cultos cananeos. Esta rebelión forma el reino del Norte (Israel). La separación no es traumática pero desde ahora habrá dos reinos hermanos que conviven con cierta rivalidad. De hecho esta separación ya existía desde antes: entre las doce tribus siempre hubo competencia entre Judá (S) y Efraím-José (N); una competencia que sólo cesó con David (el genio unificador) y que comenzó a resurgir con Salomón.

Hacia el siglo IX a.C., el reino del Sur de dinastía davídica, ostenta una fuerte fundamentación religiosa. El reino del Norte en cambio, debe buscar el argumento de su existencia y mostrar que es querida por el Señor. Será el rey Omrí (885-874) el genio fundacional del Norte: defiende el sur de su reino y establece fronteras con filistea; hacia el norte conquista el valle de Yizreel (el lugar más rico en producción agrícola); se relaciona diplomáticamente con las ciudades fenicias (Tiro, Sidón, Ugarit) asegurando un próspero comercio de los productos agrícolas y para consolidar la alianza une en nupcias a su hijo con la hija del gobernante de Tiro. También compra un lugar neutral, el monte Garizim (Siquem), y allí funda la capital (Samaria) y el templo yavista (intentando emular lo hecho por David con Jerusalén). Como era territorio cananeo comienza a darse progresivamente el sincretismo religioso. Ante una población heterogénea (Israel yavista y Canaán baalista) Omrí opta por mantener la pluralidad.

Le sucede Ajab (874-853) y su esposa Jezabel que logran el refinamiento cultural y el esplendor del reino. Pero en este período el yavismo del Norte se vuelve abstracto, ritualista y no fundado en la Alianza. Es en cambio el baalismo, quien logra configurarse como religiosidad popular. A la vez comienza a emerger una marcada injusticia social. Éste será el tiempo de Elías y luego de Eliseo, luchando por mantener la pureza yavista.

Será en el Siglo VIII a.C., con Jeroboam II (750-745 / reino del Norte) que hará su gran eclosión la profecía. Damasco presiona sobre la frontera norte y Moab aprovecha para intentar independizarse. Israel junto con Fenicia pone límite al avance de Siria y hasta logra anexar en Moab-Transjordania el territorio de Basán. Se aumentan los tributos a los pueblos vasallos y se abre una época de prosperidad. Pero hacia el 750 y hasta el 600 comienza la hegemonía de Asiria sobre la región. Para Israel, presionada por el Imperio emergente, la alternativa era una alianza militar con Egipto. En el territorio comprendido por Fenicia-Israel-Moab-Judá-Edom hay dos partidos: los que querían rendirse a Asiria pagándole tributo y los que querían resistir militarmente aliándose con Egipto. En el 745 la coalición Fenicia-Israel-Edom-Egipto se enfrenta a Asiria, quien en el 732 reduce a tributo al reino del Norte (Israel) y en el 722 (tras un intento de rebelión) destruye Samaria y deporta a los habitantes. Éste es el fin del Reino del Norte o Israel. Será en este convulsionado panorama que irrumpirá con fuerza purificadora la predicación de los primeros profetas escritores: Amós, Oseas, Miqueas e Isaías I.

 

¿En quién dime, esposa mía, tienes puesta tu confianza?

 

Cuando escuchemos el mensaje de los profetas de este tiempo, seguramente resonará inquietante la pregunta: ¿Dime, en quien tienes puesta tu confianza?

Ciertamente estos hombres de Dios le recordarán al pueblo que ha roto la Alianza, sea por el pecado de la idolatría o por la creciente injusticia contra sus propios hermanos. Cebados por las riquezas y los éxitos mundanos se han olvidado del Señor. Simplemente se han vuelto arrogantes y piensan poder sostener su vida con sus propias fuerzas y recursos. Han perdido la fe en el Dios que los liberó de la esclavitud de Egipto y han encadenado su suerte a los pueblos con los que urden estrategias humanas. Han desviado su corazón hacia los ídolos.

Los profetas, con humilde presencia pero con el vigor del Espíritu de Dios, llamarán al pueblo a convertirse, a retornar a la Alianza y a fundar la vida solo en el Señor. ¿Dime, en quien tienes puesta tu confianza?

El peligro inminente del Imperio Asirio, que amenaza conquistarlo todo, será interpretado por ellos como “el nuevo Egipto”. Si Israel no se convierte de corazón y vuelve a su Señor, Dios permitirá pedagógicamente que vuelva a la esclavitud que lo haga medicinalmente recapacitar. ¿Dime, en quien tienes puesta tu confianza?

Pienso que este interrogante y esta situación siguen siendo tan actuales para la Iglesia. ¿En quién dime, esposa mía, tienes puesta tu confianza? Repasando la historia, uno puede hallar momentos en los cuales la comunidad de la fe –o al menos sus representantes institucionales-, se han inclinado a trabar alianzas con los poderosos de este mundo, ya para ganar privilegios, ya para no perderlos y frenar los embates. ¿Pero ha dado esta opción un incremento de la fe? ¿Cuál ha sido el resultado de estas alianzas estratégicas? Hoy mismo la Iglesia se ve tentada a dialogar en un fantasmagórico foro globalizado de gobernanza universal y hasta parece intentar asegurarse una suerte de capellanía del nuevo orden: ¿para qué?, ¿a costa de qué?

Nosotros mismos, cada uno de nosotros, cristianos de a pie y sin encumbramiento, no estamos exentos de la tremenda interpelación profética: ¿Dime, en quien tienes puesta tu confianza? Porque frente a la enfermedad y la muerte que nos dejan atónitos (la pandemia rudamente nos ha confrontado); o ante las diversas vicisitudes y pruebas que nos trae la vida, ante las cuales parece temblorosamente tambalear nuestra fe mal cimentada; y sobre todo cuando el iluso corazón se desvía fascinado hacia los falsos paraísos terrenales que se nos proponen a diario; seguimos todos escuchando esa humilde y purificadora insistencia profética: ¿En quién dime, esposa mía, tienes puesta tu confianza?

 

POESÍA DEL ALMA UNIDA 35

  Oh Llama imparable del Espíritu Que lo deja todo en quemazón de Gloria   Oh incendios de Amor Divino Que ascienden poderosos   ...