ABBA FUEGO



"Apotegmas contemplativos",  (2022)


Abba Fuego se encontraba mirando

una pila de pasto extinto que ardía.

El discípulo se paró junto a él

mientras experimentaba a distancia

confortable la luz y el calor.

Pero su maestro comenzó a alimentar

con más follaje reseco el fuego

y las llamas crecieron en altura.

El discípulo se retiró hacia atrás

al incrementarse el calor irradiado

y preguntó:

-Abba, las llamas han crecido

a gran altura,

¿hasta dónde piensas alimentarlas?

-Hasta que toquen el cielo,

se le respondió.

 

 

            Quizás podríamos definir la contemplación como una vocación al amor. Y es tan propio del amor incrementarse e irradiarse siempre más.

 

El que en amor anda transido

en amor se halla vagando

y en amor se encuentra herido

por ardores inflamado.

 

El que en amor vive encendido

en amor anda engendrando

y tras amor va peregrino

en todo sitio enamorando.

 

Quiera el alma venturosa

darse más a su Señor

para así ser en el mundo

rostro del amor.

 

Entre mis primeros escritos se encuentra esta canción de juventud. Ya los primeros incendios interiores -aunque faltase aún recorrer el hondo y oscuro sendero de la purificación-, alentaban al alma a la aventura de ser siempre más del Amor divino que se le ofrecía sin medida. Ahora detrás de la noche, el fuego se ha instalado en lo más profundo. Por la gracia de una Unión ya más estable y serena, el Espíritu arde y consume transformando. La Llama Viva de Amor ilumina y abre caminos, da calidez y refugio, y el contemplador quisiera incendiar el mundo entero.

Está encaminado indubitablemente hacia la Unión Esponsal o Místico Desposorio, por cuanto el contemplador no vive sino en su Señor y no tiene algo suyo fuera de lo que es de Él. En Dios ha perdido todas las cosas para que todas las cosas de Dios sean las suyas. Y en esta quemazón anda. Diría que todo cuanto vive termina siendo como follaje seco y buen combustible para incrementar el fuego nuevo. Su alma entera parece haberse vuelto un altar de sacrificio donde todo es ofrecido para levantar más y más las llamas del Amor divino, de la Caridad inextinguible.

“El Amor no es amado” -aquella antigua y siempre vigente consigna franciscana-, parece ser toda su tarea. Peregrinar por el mundo de los hombres haciendo amar al Amor. Y si algún padecer tiene el alma le tiene justamente en este punto: en el misterioso rechazo de la humanidad al Amor que Dios le ofrece gratuitamente. Pero esta cerrazón ni desalienta ni violenta. El contemplador sigue buscando todos los caminos posibles. A más oposición mayor creatividad. Y a más apostasía mayor siembra. No se detiene ni permite que lo detengan. Allá ellos –los desagradecidos y los malos para quienes Dios sigue comportándose como un Padre que es perfecto-, quienes deberán hacerse responsables de haberse dejado ganar por el misterio de la iniquidad. Habrá que sacudir el polvo de las sandalias para que no se quede pegada la desazón y seguir andando con simplicidad. Porque el mundo entero está lleno de futuros discípulos y amadores. Dios Padre nos ha creado sedientos y esa sed debe ser saciada.

Un enamorado anda enamorando. La herida de amor que se ha abierto en el interior solo se sacia con el incremento de un tal Amor. Ya sabe el contemplador que este Amor es infinito. Nunca terminará de sumergirse en Él. Siempre habrá más Amor.

“Hasta que toque el Cielo”. Así debe incrementarse el Fuego de Dios en el alma. El contemplador debe dejarlo crecer en la suya y alimentarlo con constante oblación de sí mismo a su Amado y Señor. Pero también es llamado a favorecer que este Fuego divino arda en todos los hombres, sus hermanos.

Quizás en el fondo es ésta la única pastoral  que al fin y al cabo me reclama como sacerdote. Porque una gran mayoría de la Iglesia peregrina se enfoca en diseñar actividades que se supone expresan y son consecuencia de  un vínculo con Dios; un vínculo que sin embargo tantas veces se muestra débil, inconstante y superfluo. Una pastoral volcada hacia el hombre pero no firmemente cimentada en la Alianza con Dios.

Y es claramente de menor envergadura el empeño eclesial por realizar una pastoral de encuentro con el Señor. El pragmatismo del hacer puede haber ahogado las raíces del ser. La espiritualidad puede ser minusvalorada como “beatería” y hasta como pérdida de tiempo valioso para dedicarse a lo verdaderamente importante: ¡transformar el mundo! Aunque me cuesta comprender cómo hacerlo si el Reino de Dios no se instala adentro.

Además que lamentablemente se suele cultivar una espiritualidad intimista y puramente emocional, con desordenado gusto por lo extraordinario y con búsqueda del bienestar y consolación permanente. ¿Qué será de este anhelo? ¿Sin desierto, sin noche, sin Cruz?

Yo en cambio -junto a tantos otros seguramente-, me veo convocado a ir directamente a lo esencial y escondido. Porque en lo secreto, donde solo el Padre ve y conoce, frente a Él en silencio y humildad podrá suceder lo verdaderamente crucial. Y todo con tanto despojo y desnudez como en la Encarnación, la Eucaristía y la Cruz.

¿Quieres cambiar el mundo? Deja que Dios gane y cambie tu corazón y toda tu alma. Enséñale a tu hermano a encontrarse y permanecer en esa Alianza transfiguradora de todo. Facilita que se ponga en contacto profundo con Dios. Quédate tú mismo en tu Señor sin salirte ni apartarte de Él, unido a la Vid verdadera que da Vida.

¿Quieres cambiar el mundo? Convierte toda tu existencia en un altar. Haz como Cristo de  tu vida una constante ofrenda al Padre. Expresa a la Iglesia “víctima ofrecida y ofrenda permanente”.

¿Hasta dónde? Hasta que toques el Cielo. ¿Hasta cuándo? Hasta que contigo tus hermanos se eleven en el fuego del Amor Divino y puedan tocar el Cielo.



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