Isaías I: el profeta del Dios tres veces Santo (9)

 




Séptimo Oráculo bajo Jotam


El séptimo oráculo, contenido en Is 5,8-24, es conocido como el oráculo de los ayes. Se trata de una lamentación por los pecados del pueblo. Hagamos una lectura temática. Por motivo de brevedad no citaré el texto completo sino algunos pasajes más relevantes.

 

Contra la avaricia (vs. 8-10):

 

“¡Ay, los que juntáis casa con casa, y campo a campo anexionáis, hasta ocupar todo el sitio y quedaros solos en medio del país! Así ha jurado a mis oídos Yahveh Sebaot: «¡Han de quedar desiertas muchas casas; grandes y hermosas, pero sin moradores!”

 

Contra las fiestas licenciosas (vs. 11-17):

 

“¡Ay, los que despertando por la mañana andan tras el licor; los que trasnochan, encandilados por el vino! Sólo hay arpas y cítaras, pandero y flauta en sus libaciones, y no contemplan la obra de Yahveh, no ven la acción de sus manos. Por eso fue deportado mi pueblo sin sentirlo, sus notables estaban muertos de hambre, y su plebe se resecaba de sed. Por eso ensanchó el seol su seno dilató su boca sin medida, y a él baja su nobleza y su plebe y su turba gozosa.”

 

Contra el escepticismo (vs. 18-19)

 

“¡Ay, los que arrastran la culpa con coyundas de engaños y el pecado como con bridas de novilla! Los que dicen: «¡Listo, apresure su acción, de modo que la veamos. Acérquese y venga el plan del Santo de Israel, y que lo sepamos!»”

 

Contra los maestros de mentiras (v. 20):

 

“¡Ay, los que llaman al mal bien, y al bien mal; que dan oscuridad por luz, y luz por oscuridad; que dan amargo por dulce, y dulce por amargo!”

 

Contra los sabiondos (v. 21):

 

“¡Ay, los sabios a sus propios ojos, y para sí mismos discretos!” 

 

Contra los opresores (vs. 22-23);

 

“¡Ay, los campeones en beber vino, los valientes para escanciar licor, los que absuelven al malo por soborno y quitan al justo su derecho.”

 

Sólo las primeras quejas, contra la avaricia y las fiestas licenciosas, contienen una sentencia de castigo o consecuencia del pecado. Para todos los “ayes” se explicita un castigo común en el v. 24 por la imagen del fuego que destruye las espigas. Esta advertencia  pide ser interpretada como la invasión de Asiria que destruye el país y dispone el destierro.

 

“Tal devora las espigas una lengua de fuego y el heno en llamas se derrumba: la raíz de ellos será como podre, y su flor subirá como tamo. Pues recusaron la enseñanza de Yahveh Sebaot y despreciaron el dicho del Santo de Israel.”

 

A continuación la perícopa Is 5, 25-30 expresa una sentencia condenatoria y corresponde a los oráculos 6-7 dejando claro la pedagogía de Dios que permite el incremento del poderío de Asiria y la extensión de su imperio como instrumento suyo para la purificación del pueblo extraviado en su pecado y tan distante de la Santidad de Yahvéh.

 

“Por eso se ha encendido la ira de Yahveh contra su pueblo, extendió su mano sobre él y le golpeó. Y mató a los príncipes: sus cadáveres yacían como basura en medio de las calles. Con todo eso, no se ha calmado su ira, y aún sigue extendida su mano. Iza bandera a un pueblo desde lejos y le silba desde los confines de la tierra: vedlo aquí, rápido, viene ligero. No hay en él quien se canse y tropiece, quien se duerma y se amodorre; nadie se suelta el cinturón de los lomos, ni se rompe la correa de su calzado. Sus saetas son agudas y todos sus arcos están tensos. Los cascos de sus caballos semejan pedernal y sus ruedas, torbellino. Tiene un rugido como de leona, ruge como los cachorros, brama y agarra la presa, la arrebata, y no hay quien la libre. Bramará contra él aquel día como el bramido del mar, y oteará la tierra, y habrá densa oscuridad, pues la luz se habrá oscurecido en la espesa tiniebla.”

 

El Dios tres veces Santo no admite el pecado

 

¿Qué tienen que ver el Dios Santísimo y el pecado? Pues absolutamente nada. Simplemente se excluyen. Dios no convalida el pecado y no lo admite bajo ninguna circunstancia. Todo lo contrario, podríamos decir que el Señor actúa para extirpar el pecado del corazón de su pueblo y de todo hombre. Porque ama a sus hijos no soporta verlos empecatados pues los ha elegido y llamado a santidad de vida. Se opone Dios al pecado y cuánto más avanza la inclinación al mal de su pueblo más debe el Señor actuar corrigiendo, exhortando, purificando, liberando y rescatando. Y en el extremo de su Amor envió a su propio Hijo a cargar sobre sí todo el pecado del mundo. El Cordero de Dios se ofreció en la Cruz para terminar con el pecado en quienes lo acepten como Señor y Mesías. Porque quien confiesa a Jesucristo Dios rompe con el pecado y la muerte hacia la Vida Nueva de la Gracia.

Como ya hemos dicho Santidad y Misericordia en Dios van juntas, no se las puede separar. La Misericordia de Dios se expresa en su acción santificadora; el Señor es Misericordioso no porque consiente nuestro pecado o finge no conocerlo, sino porque a pesar de nuestro pecado nos sigue amando y desea rescatarnos del mal ofreciéndonos un tiempo de arrepentimiento y conversión. La Santidad de Dios se revela cuando ejerce su Misericordia que no nos deja iguales sino que nos transforma para restablecer en nosotros la imagen y semejanza suya que nos ha donado al crearnos.

En nuestros días a veces me parece oír en la Iglesia que peregrina un mensaje confuso: ¿se ofrece misericordia pero no se exige santidad? Si fuese así no sería al fin nada más que una complicidad en el pecado o un pacto de mutuo encubrimiento. Como Dios, la Iglesia y en ella cada cristiano, debe tener una concreta aversión al pecado. La conciencia clara de que el pecado deshumaniza, rompiendo, afeando y oscureciendo la obra del Señor.

Se ha popularizado la sentencia: “Dios aborrece el pecado pero ama al pecador”. Justamente el Padre ama a sus hijos quitando de ellos el pecado y comunicándoles nuevamente su Santidad. Cuando Dios te exige santidad te ama. Si no te amara te dejaría enfangado en tu miseria y tu pecado. Cuando la Iglesia te pide santidad te ama. Pero si la Iglesia no te reclamara santidad descubrirías que ha dejado de serle fiel a su Señor.

Dios no quiere la muerte del pecador sino que se convierta y viva (cf Ez. 33,11), porque pecado es muerte y santidad es vida. La Iglesia  que es Madre debe siempre aprender de Dios a acompañar a sus hijos pecadores con esa Misericordia que de ninguna forma convalida el mal, sino que con paciente dulzura y firme sabiduría los invita a salir de las tinieblas hacia la Luz admirable de Cristo Señor.

 


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