Preludio: Noche y luz. Umbral y quietud. Ensayo sobre la oración



Ver las imágenes de origen


"Cantar de amadores. Sobre el inicio de la contemplación." (2019)

Breve tratado sobre la oración. Desde la oración como ejercicio o arte hasta el estado de recogimiento o quietud. La excedencia de la Presencia divina.



En el umbral

nace la quietud

bajo la evidencia

de tu presencia, Señor.

 

            Noche y luz preparan la unión.

 

 

 

1. UMBRAL Y QUIETUD

 

El umbral hace mención a la región del ser propio, profundísima, que es como la antesala de otro lugar más hondo aún donde Dios habita. Y el umbral también señala esa franja que separa a la oración -en cuanto técnica-  de la contemplación. Pero no se accede inmediatamente a éste umbral; no se encuentra para uno disponible y abierto sino que reclama una labor. Hay que recorrer un áspero e intrincado camino para comenzar a orar y para habitar en la profundidad escondida que somos.

Si alguien me pregunta que es lo que mueve en el inicio nuestro andar, le diría sin duda que el Don. Lo entiendo en un doble sentido. El don con el que Dios nos ha sellado desde el inicio al crearnos: una sed interior inagotable e inquieta, un deseo de infinito y trascendencia, de más y más que nos hiere y nos impulsa a buscarle aún sin conocerle, esa direccionalidad hacia Él que nos ha impreso como Imagen y Semejanza suya, el homo capax Dei como fundante estructura de identidad. Y sobre esta sed que somos el Agua Viva de Dios, el que propiamente es llamado Don, el Espíritu Santo que secretamente nos seduce y atrae; quien nos mueve hacia la fe por la que creemos en Dios y a Dios, quien nos impulsa a la esperanza para aguardarlo a Él y esperarlo todo de Él y quien infunde un amor lleno de gozo que invita a la unión esponsal definitiva.

“Vida interior”, “vida espiritual”, son los nombres que habitualmente usamos para identificar la concreción del encuentro entre el Don que atrae y la sed que clama. El camino de la oración que es don, movimiento del Espíritu que nos lanza hacia delante -aunque no advirtamos que es Él-, también es tarea, una respuesta nuestra a la llamada. Hay que aprender con esfuerzo, decidiéndose con firmeza, a guardar y proteger los espacios de la vida dedicados a la oración. Esta tarea se prolonga durante toda la vida bajo una consigna urgente: no ama quien no tiene espacios para encontrarse con quien dice amar. Es increíblemente habitual hallar cristianos que dicen amar a Dios pero que destinan poco tiempo de su vida a tratar con Él. Cristianos que conciben la oración como una actividad inútil y aburrida. Esta desvinculación del Misterio es la clave del persistente pelagianismo, de corte voluntarista y moral reductivamente legal, que tanto nos debilita y enferma desde hace tiempo. Una vida de fe que no bebe en su Fuente, un giro antropocéntrico e idolátrico. El descuido de la “vida en Espíritu” es finalmente el verdadero drama de la des-evangelización del mundo y de la ineficacia eclesial.

Mas volviendo al tema de la oración cristiana es fácil advertir, mirando la propia experiencia y la de los demás, que existen múltiples formas de hacer oración. Encontramos según su contenido súplicas de petición personal o de intercesión por otros y de invocación del Espíritu Santo; también alabanzas dirigidas a Dios mismo por su grandeza o en acción de gracias por sus dones. Desde su status eclesial las hay más litúrgicas y oficiales como devociones más populares. En cuanto a las formas sabemos que existe la oración vocal, la meditación o discurso interior y la llamada oración mental o silenciosa. Las fórmulas de la oración pueden ser por un texto fijo, por pequeñas sentencias repetidas como los mantras o letanías y las hay más carismáticas de corte espontáneo. Hay quienes introducen la música y los cantos como modo de rezar o aún la visualización concentrada de imágenes religiosas o ejercicios preparatorios de relajación y silenciamiento corporal. La tradición monástica nos ha legado el recurso al oficio divino con la recitación de los salmos y el método de la lectio divina para orar con la Sagrada Escritura.

Pero no es mi intención adentrarme ahora en el terreno de las técnicas de oración; sólo establecer lo común en este camino.  Parece ser que al principio, tras mantener la decisión por ponernos en oración, aún en el desconcierto que nos provoca una tarea desconocida, el Señor nos alienta mucho regalándonos experiencias fructuosas a corto plazo (pueden ser de carácter sensible, intelectual, concesión de favores implorados, etc.). En el comienzo necesitamos sentir, tocar, gustar. Y el Buen Dios sostiene con delicadeza el inicio de la vida de oración para que nos resulte dulce al paladar del alma. En todo caso a veces la oración no resultará tan provechosa y con ayuda de orantes experimentados podemos ir variando las técnicas para que de diversos modos podamos sacar algo de nuestros intentos de orar. De hecho ante tan variados formatos suelo aconsejar a quienes se inician que enriquezcan cuanto puedan el abanico de experiencias posibles. Se trata de no dejar de rezar y de adquirir el lenguaje de la oración hablando múltiples dialectos. Así cuando fracase uno poder recurrir a otro. Lo crucial para poder hacer un camino es mantenerse, encontrar un ritmo sustentable y hacer de la oración una experiencia frecuente que tenga base cotidiana y que aspire a crecer.

Mas siguiendo una expresión paulina, no podemos alimentarnos siempre de papilla como los bebés sino que necesitamos pasar a ingerir alimento sólido. Por eso también es común que tras aquel principio con viento a favor, el Padre amoroso vaya retirando las gracias iniciales y aparezca la experiencia del desierto. No sólo las molestas distracciones y la dificultad para mantener la atención, sino sobre todo la aridez; la oración se torna un espacio reseco y un terreno resistente, poco permeable. Nos parece estar allí solos, que no hay nadie más. Dios hace silencio, se mantiene callado. Allí en el desierto aprendemos que la fe no es ni un sentimiento, ni una idea, ni una recompensa sino una convicción. Allí nos decidimos a seguir a Jesús como discípulos en todo terreno. Allí descubrimos nuestra fragilidad y la Misericordia generosísima del Señor. Allí tenemos la oportunidad de hacer una Alianza más profunda con Dios que la del comienzo basada sólo en el consuelo. Debemos aprender a permanecer allí, en la secreta habitación de la oración, no para conseguir algo para nosotros sino tan solo para encontrarnos con Él. Ahora vamos aprendiendo el valor de la fidelidad por amor aún en la desolación y nos vamos purificando de nuestros intereses hacia un encuentro más gratuito.

Sólo en el desierto, que es –entendido existencialmente- el lugar y el tiempo que Dios regala para echar raíces cada vez más hondas y firmes, Él puede sembrar una fe más viva y una mayor simplicidad para estar en su Presencia. Al principio habrá como momentos desérticos que alternarán con aliviadoras consolaciones y donde rotar las técnicas de oración puede ayudarnos. Pero finalmente el desierto se instalará como un tiempo intenso y extenso que no pareciera tener final. Entonces todos los esfuerzos y las técnicas utilizadas para orar comienzan a parecer excesivas, fatigosas, demasiado centradas en uno mismo. Definitivamente todos nuestros intentos parecen destinados a fracasar. Nos hallamos en el desierto como desnudos y con las manos vacías.

Y cuando todo parece perdido, cuando la oración se ha reducido a la fidelidad de la fe, despunta otro tiempo. El orante solo puede decir: “Estoy aquí porque me dicen que Tú estás aquí y porque yo creo que Tú estás aquí en este largo silencio, en esta dolorosa ausencia y en este desierto estéril.” El orante desnudo apenas levanta clamores esperando que Él vuelva y para intentar romper con las tentaciones del abandono de Dios. Y al fin llega su rescate. Irrumpe sorpresivo y novedoso, como brisa suave y fresca, un tiempo en el cual conquista el corazón la fuerte certeza de estar ya frente a Él de modo sencillo y asombrado. Nada es necesario decir, tan sólo parece importante permanecer en silencio y postrado. Él está llegando en esta quietud. Es la experiencia imponente de la adoración.

Adorar: enmudecerse frente a la evidencia de la Presencia del Señor; quien parece sostenerlo todo, llenarlo todo y traspasarlo todo. Ya no hacer ni decir ni discurrir más nada uno y dejarse estar y ser quieto y silencioso frente a Él. ¡Qué dulcedumbre y suavidad ungen el corazón al tener la certeza de estar en la presencia del Dios del Amor!

Ahora bien, la adoración es el signo claro de que nos encontramos en el umbral. Y la madurez de la oración se juega en aprender a permanecer allí. Hay que  aprender a ir a buscar en la oración al Señor por él mismo. Familiarizarse con el silencio y abrazarlo como al más íntimo de los amigos en diversos momentos de la jornada. Acallar las propias voces para escuchar la voz incomparable del que es la Palabra. Dejarse envolver por un clima propicio de silencio y quietud en el cual poder adorar a la Presencia que todo lo llena.

Pues es la adoración entonces el indicio de estar en el umbral y justamente ahí, aún fuera del hábitat de la contemplación, aunque bien arrimados a él. Y quien permanece en el umbral experimenta la presencia de Dios pero aún de lejos, como si parado en la puerta de la casa aspirara desde fuera su perfume colándose por todas las rendijas, como si viera su luz traspasando las persianas, como si sintiera su calor que se irradia a través de las paredes, como si escuchara sus movimientos y su respirar. Y aún así, estando fuera, es tal la grandeza de Dios que en la distancia santifica la vida y la habita.

Se trata de una media distancia porque aún no se da la familiaridad del trato y se tiñe el encuentro con asombro y pudor, una urgente necesidad de reverencia frente a lo sagrado. Por eso la postura propia de la adoración es la postración, echarse rostro en tierra. Dios es tan grande y notros tan pequeños; Él tres veces Santo y nosotros pecadores; no se atreve el hombre a levantar la cabeza y sostenerle la mirada. ¿Cómo será posible una novedosa e inmerecida cercanía? Es decir, ¿qué hacer para cruzar el umbral y entrar en la casa? Pues nada. Absolutamente nada. Ya todo es gracia.

Y aquellos orantes al borde de la contemplación por su permanencia en el umbral saborean la quietud que brota de este estar frente al Señor en la media distancia aún de la adoración. Quietud que se les vuelve tarea y hábito del vivir: aquietarse. Quietud que es fruto del trabajo paciente de tranquilizar y desatender amorosamente al yo con sus pasiones, sus búsquedas, sus deseos, sus estados para dejar libre el corazón a la manifestación de la voz y la presencia de Dios. Un continuo trabajo de ascesis que no se encamina a la negación del yo sino a absolutizar la referencia del yo a Dios; ésta es la negación de uno mismo que Jesús pide como condición de seguimiento.

Este trabajo arduo de aquietarse tiene su descanso en la quietud gratuita, gozosa, dulce, pacificadora, acariciante y plenificante de la vida que el Señor regala a quienes le adoran, es decir, a quienes se han llegado hasta Él buscándolo con empeño amoroso e infatigable por la ayuda del Espíritu Santo sin el que nadie podría orar.

Ahora bien, de este lado del umbral, del lado de la oración, esta quietud es un estado que la voluntad puede controlar, salirse de él. Ahora estoy adorando al Señor pero no puedo sostener la atención y me disperso, o no sin dificultad elijo salir del embelesamiento amoroso para retomar actividades que me urgen; es decir, domino aún el tiempo físico de la experiencia. Y cuando la salida no es brusca sino con calma -y ciertamente es así cuando es el Señor quien delicadamente parece retirar la gracia-, emergemos con una paz increíblemente honda, con el gusto de estar en equilibrio, bien centrados, en armonía.

Pero esta capacidad de dominio de la experiencia desaparece del otro lado del umbral. La quietud ya no es un trabajo sino ya toda gracia. Es una quietud absoluta de todas las potencias, o al menos de la voluntad, que se encuentran como recogidas en Dios. En la contemplación es Dios quien actúa  y el contemplador es por su gracia libre abandono en conciente pasividad receptiva.

¿Y cuándo pasamos de quietud adorante  a quietud contemplativa? Justamente cuando advertimos esta llamada enlazante y pura que es iniciativa entera de Dios; cuando se hace más intensa la noticia oscura de su Presencia que arriba y que sólo descubre el don de un nuevo sentido interior.

Esta quietud que tiene una historia, que es un camino, es lo que llamo noche y luz. Una sola noche y una sola luz en las que se pueden distinguir diversos momentos. Pero un camino incierto, por descubrir, siempre novedoso. Del otro lado del umbral había maestros de oración pero aquí no los hay. Ciertamente caminantes que nos han precedido nos acompañan y nos ayudan a clarificar lo que está sucediendo pero nada más. El camino es un proceso único e irrepetible para cada contemplador. Nadie fuera de Dios mismo puede enseñarnos y lo hace donándose. Nadie leyendo escritos de los místicos llega a ser un místico, ni siquiera puede valorarlos en su profundidad escondida. Sólo quien ha experimentado puede ver claro entre tanta oscuridad. Diríamos que la contemplación se ilumina solo desde dentro.

Entonces se descubre que hay una historia de amor que sostiene secretamente a la Iglesia en diversos rostros y experiencias de contemplación. ¡Caminemos pues hacia lo escondido donde se desvela el Escondido en el desvelarse del amor!


Preludio: Noche y Luz. Canción inaugural. Ensayo sobre la oración


Ver las imágenes de origen


"Cantar de amadores. Sobre el inicio de la contemplación." (2019)

Breve tratado sobre la oración que intenta describir el pasaje de la oración como ejercicio y arte habitual a la experiencia contemplativa. Canción inaugural.



En el umbral

nace la quietud

bajo la evidencia

de tu presencia, Señor.

 

            Noche y luz preparan la unión.

 

Y llega la noche

que apaga los sentidos.

Con caricias me hieres

y luego te retiras.

 

Tú me pones en fuga

tras de tus pasos alados.

Inflamas mi deseo

y me enloqueces de ardor.

Ya vivo en tu luz oscura.

 

            Noche y luz preparan la unión.

 

Y retorna la noche

que envuelve y encierra,

que mete en un capullo

y ahonda lo escondido.

 

Tú trabajas sin avisar

en mi transformación.

Vuelves estéril gustos y aficiones

y me pones todo en tu amor.

Ya vibro en tu luz oscura.

 

            Noche y luz preparan la unión.

 

 

            

Y arde sin quemarse. Poesía escondida

Ver las imágenes de origen



"Cantar de amadores. Sobre el inicio de la contemplación". (2019)



Amor Amante Amado

Noche y Fuego

Capullo

                        Oscuridad y Resplandor

 

Caverna sin fondo

Que se abre en el fondo de mi caverna

Vacuidad

Súbito estrépito de Amor

Dejarse raptar

En la profundidad sin fin

 

Herida que profiere herida

Dadas ambas en herida

Quien tiene al Amor

Lo tiene

            De seguro

                           En tres heridas

 

Oh Seno Trinitario

                               Espejo de Amor Amante

 

La Llama que se eleva

El capullo que arde

Y la Llama lo penetra

                                   Y lo deshace

Hasta que cae el embrión

En el centro del Fuego

Y arde sin quemarse

 


Despertar y comunicación. Sobre el inicio de la contemplación

Ver las imágenes de origen


 "Cantar de amadores. Sobre el inicio de la contemplación." (2019)


 "Contemplar es despertarse al amor." Segunda canción donde se expresa la novedad de un nuevo estado.


Por la mañana quiero

escuchar tu voz

y así abrir mis ojos a tu amparo.

Darte mi corazón y recibir tu corazón;

y así ya ser uno en dos.

 

El alba es más clara

cuando Tú das amor

y se abre el horizonte de sentido.

Darte mi esperar y recibir tu esperar;

y así ser ya uno en dos.

 

Con las primeras luces

desear tu calor

y anhelar temblando ver tu rostro.

Darte mi mirar y recibir tu mirar;

y así ya ser uno en dos.

 

Despertarme inquieto

y abrazar tu sol,

respirar aliento de tu boca.

Darte mi soñar y recibir tu soñar;

y así ya ser uno en dos.

 

 


El despertarse del alma a la vida contemplativa es el despertarse de la vida al amor mismo, a la fuente de todo amor.

            Tras el despertarse a un nuevo estado, ya por la mañana de la nueva vida, quiere el alma escuchar la voz de su Señor, abrir los ojos a su Presencia y así colocarse toda ella bajo su dulce amparo. Entrar en comunicación viva e intensa con su Amado. Comunicación que engendra comunión, un vínculo cada vez más indisoluble.

            Contemplar es un ilimitado y gratuito intercambio en el amor. Contemplar es el encuentro de dos que buscan ser uno en el amor.

            Y la vida se clarifica, parece abierta a un comienzo nuevo tras la experiencia del amor con que el Amado ama al alma. Ese amor abre en el contemplador el horizonte que da sentido, significación y orientación al vivir. Intercambiando esperas, tiempos y ritmos profundizan la comunión el Amado Jesús y el contemplador. Así de a poco van alumbrando un latir al unísono.

            En la vida del Amado Jesús ya se va centrando la vida del contemplador. La identidad del contemplador ya queda unida a la identificación con el Amado.

            Vivir en presencia del Amado, bajo su cálido amparo, verlo rostro a Rostro y temblar frente a lo indecible de su ser. Ofrecerle la mirada para que él, Cristo Señor, le regale la suya al contemplador y así lo vea todo con ojos de Reino, con entrañas de Misericordia. Ser ya el contemplador de su Amador.

            Contemplar es despertarse inquieto el corazón al amor. Corazón despierto al amor que con inquietud creciente sólo busca abrazarse a Cristo Señor. Abrazarse a Cristo sol que sostiene e ilumina la vida. Respirar aliento de Cristo, recibir su Santo Espíritu. Intercambiar con Cristo el soñar, y así ser llevado a la comunión con el soñar del Padre. Despertarse amorosamente el corazón a la voluntad de Dios.

            Contemplar es despertarse al amor. Y quien despierta al amor ya no quiere dormir de nuevo el sueño de la ausencia del Amado. Quien despierta a la  contemplación, despierta al amor unitivo con Cristo; “despierta a Dios”.


Encarnación, Eucaristía y Cruz. Florecillas de contemplación



Ver las imágenes de origen

Ver las imágenes de origen


Ver las imágenes de origen


"Cantar de amadores. Sobre el inicio de la contemplación." (2019)


Encarnación, Eucaristía y Cruz.

 

¿Señor, qué debo contemplar? Esta pregunta inquietante desbordaba mi corazón por aquellos días. El Amado Jesús había sembrado y madurado el interrogante en mi corazón. Y también sembrada y madurada por Él brotó la respuesta esplendorosa de luz y de fuego: Encarnación, Eucaristía y Cruz. Esto quiero contemplar. A este lugar soy llamado.

Contemplar quiero el misterio grandísimo del Dios hecho pobre por amor, anonadado, abajado, humildísimo, escondido, indefenso y desnudo, entregado sin límite.

Miro sin cesar a ese Dios hecho feto en el vientre de María. Miro a ese bebé necesitado, a ese Dios que quiso tomar la carne de la necesidad por amor, haciéndose Él, el Creador, necesitado de nosotros quienes somos los verdaderamente necesitados de Él. ¡Qué locura de amor tan grande! ¡Qué capacidad de amor la del Señor! ¿Quién como Él humilde y pobre, desapropiado y desnudo, totalmente volcado por amor a sus criaturas? ¿Quién como Él?

Y miro abismado a ese Jesús, Hijo del Altísimo, que quiso quedarse para siempre entre nosotros. Nada más simple que un pedazo de pan y un poco de vino. Nada más frágil, disponible, pobrísimo, cotidiano y escondido. Nada más atrayente, fuente de todo bien y de todo amor que desbordando a raudales inunda y sustenta tan secretamente al mundo.

Y miro también al Amado clavado en la Cruz. ¿Y qué puedo decir? Nada puedo sino recorrer sus benditas llagas. Palpar de lejos su dolor inmenso. Asombrarme y conmoverme, quebrarme y sollozar con lágrimas de adentro ante la donación generosísima de su vida, ante la magnificencia grandiosa de su corazón amante. ¿Cómo es posible, Señor, tanto amor? ¿Cómo es posible? ¿Fue por mí? ¿Cómo? ¿Por qué? Ni toda la ciencia teológica de este mundo podrá terminarle de explicar a mi corazón la maravilla inmensa que contemplo.

Y luego, más encendido por la llama del Espíritu, más enseñado por su sabiduría nueva miro estos tres a una, todo junto el amor, y me parece ser penetrado más y más, ahondado y sondeado por el designio de salvación. ¡Indecible misterio, indecible!

¡Señor, moldéame según esto!


Deseo y persecución. Sobre el inicio de la contemplación







"Cantar de amadores. Sobre el inicio de la contemplación." (2019)


"Contemplar  es desatarse en uno un profundo y ardiente deseo de amor." Primera canción bajo el símbolo de la fuga del Amado y de la persecución de la amada. El deseo del alma ha sido en gracia redimensionado.


Quiero perseguirte al alba,

ir tras de tus huellas, tras de tu dulzor;

porque en la noche me llamas,

te vas y me dejas con deseo y temblor.

 

Jesús Nazareno: ¿quién seré sin vos?;

si yo no te sigo: ¿a dónde iré, Señor?

 

Nada sin tu amor ya vale la pena,

todo sin tu amor me deja vacío,

nada sin tu amor y todo

   solo con tu amor.

 

Quiero buscarte en las sombras

y hallar el destello suave de tu luz;

porque sin tu luz me pierdo

y ando errante entre miedo y dolor.

 

Jesús Nazareno: ¿a quién más abrazar?

si yo no te busco: ¿qué puedo ya esperar?

 

Nada sin tu amor ya vale la pena,

todo sin tu amor me deja vacío,

nada sin tu amor y todo

   solo con tu amor.

 

Contemplar  es desatarse en uno un profundo y ardiente deseo de amor.

            Este desatarse el deseo de amor en el alma bien se expresa en la imagen de la persecución. El alma se vuelca toda ella en el torrente del deseo y se lanza tras aquel motivo de amor que saciar puede su anhelo. Este motivo de la contemplación no es otro que Cristo Señor, Amado del corazón y de la vida. Tras de sus huellas se derrama el alma. Mas es claro que si hay huellas es porque el Señor ha llegado primero, ha generado Él la persecución dichosa. Contemplar en cuanto desatarse el deseo de amor es entonces la respuesta amorosa de quien se ha visto tocado, acariciado, sorprendido y herido por el dulzor del Señor y ha quedado temblando tras su retirada. No quiere el alma dar otra respuesta que el salir presurosa de su sitio e ir tras de Aquel que atrae y seduce, perseguir a Aquel que ya le ha dejado en el corazón huellas dulces y perdurables, un tembloroso deseo de encuentro.

            Y esta persecución tiene lugar en el alba oscura de un sentido nuevo ya que el llamado trajo consigo la noche clara donde se adormecen las habituales sensaciones. El alma, en la noche de la gracia, escucha el llamado de su Amado que tras acariciarla y vocarla sin mostrar su Rostro se pone en fuga y dejando estelas tenues de sus pisadas la aviva en  el deseo y la invita a seguirlo. Y la persecución se hace en esta noche tan preñada de alborada donde la bienaventurada sale al espacio abierto del encuentro. Espacio iluminado por el deseo de amor ya agigantado por el influjo de la gracia, deseo que busca el encuentro con Cristo Amado sin dudar que un tal encuentro le será regalado por Aquel que se le presenta de forma tan nueva y tan íntima.

            El comienzo de la contemplación es esta irrupción de la noche junto con el desatarse del deseo de amor, su redimensionamiento en la gracia. El alma dichosa, así ciega y vidente en la oscuridad, inflamada ya de un deseo sobrenatural, sale en persecución del Esposo en retirada.

            Y en esta persecución ya va experimentando el contemplador su vocación de pertenencia absoluta a Cristo; tanto que ya no le parece ser algo sin Cristo sino más bien nada, tanto que en sus lugares habituales comienza  a sentirse  inquietamente desubicado  pues Cristo se le va tornando el único lugar y abrazándose a Cristo-lugar la geografía de su mundo vital y el modo de pararse en él se va transformando.

            El contemplador experimenta que en su vivir ya se ha abierto una zanja inmensa: podrá negar al Amado y apartarse de Él, pero ya difícilmente dejar de desear y suspirar por el encuentro con  Él. Sucede que el alma que ha salido en persecución tras los primeros encuentros nocturnos con el amor de su Señor sabe que ya nada más es importante. Esos primeros toques del Señor la han dejado tan herida de amor que no encuentra deseo más grande y sublime que el deseo continuado de ese amor. Nada ya vale la pena fuera de ese amor, nada vale la pena si por ello se pierde un tal amor. Y todo en este mundo, aún los bienes más maravillosos y las personas más agraciadas cuya compañía alegra y plenifica la vida, deja al alma incompleta, siempre con algún vacío. Sólo halla el contemplador la completud en el encuentro con el amor de Cristo Amado. El contemplador ya se encuentra encaminado en la actitud de la penitencia gozosa, de la conversión continua: renunciar a todo lo que se oponga al amor de su Señor, lo limite, lo rechace o lo enturbie; aceptar todo lo que lo lleve al amor de su Señor, lo haga ganar más espacios en el corazón. El amor del Señor Jesús ya se le va volviendo radicalmente horizonte, motor y energía del vivir.

            Contemplar como persecución es entonces la respuesta de aquel que ha sido sorprendido en sus sombras y sacado de toda sombra hacia la luz suave y confiable que irradia el Amado. Y desde este espacio nuevo de luz todo lo ve distinto. El alma descubre que el mundo está plagado de sombras, realidades pasajeras y fútiles, con poco peso de eternidad. Por eso descubre la importancia de ir mirando la realidad buscando apreciar dónde destella la luz del Amado. Es ésta la única forma de vivir encaminándose siempre hacia el Señor, la única forma de no perderse por caminos sin horizonte, de no quedarse sólo, atemorizado y adolorido en la ausencia del Amado. Buscar primero a Cristo que a cualquier otra cosa. Buscar en todo y tras de todo el rostro luminoso de Cristo.

            El contemplador, herido de amor por su Señor, ya experimenta que abrazarse sólo a Jesús es lo fundamental. Y abrazándose a Jesús podrá abrazarse también a todo lo que es del querer de Jesús; pero sin abrazarse a Él a nada podrá abrazarse, ya que dejaría Jesús de ocupar el primer lugar. Y el alma herida  por un amor indecible e inmejorable afirma que no hay nada más deseable para abrazar que Cristo Jesús. ¿Y si a Él no le busca a quién buscará, qué esperará si no hay nada más esperable  que el amor de un tal Amado, si no hay nada más “buscable” que Jesús?

            En la noche de la gracia Cristo Señor, Amado del corazón y de la vida, ha acariciado al alma y redimensionado su deseo de amor para ponerle a la altura de un tan alto encuentro. Y el Amado se ha puesto en retirada para así atraer al alma, para generar la persecución dichosa. Así el Amado enseña al contemplador a tenerlo como centro único y exclusivo de su vida. El contemplador ya va aprendiendo que lo central del vivir es el encuentro en amor con un tal  Amador.


Aprendiendo a caminar. Relato



"De amor, de noche y de luz. Ficción contemplativa." (2016)

Primer relato en el cual Fray Juan comienza a acompañar al novicio en el camino de la contemplación, haciéndolo descubrir sus peligros como la guía segura para andar por él.


“Arrástrame hacia ti con fuerza irresistible. Sigue agigantando y excitando con tu don el interior deseo de unirme a ti, de abrazarme tan sólo a ti, de ser de ti. Guárdame en tu oscura noche protectora donde apagas todas las fascinaciones y escondes hábilmente a tus amadores. Permíteme caminar con la luz interior del amor creyente que regalas, con esa antorcha verdadera de fuego inextinguible que brota cuando a oscuras ya se han apagado las otras luces distractoras. Enséñame a vivir recogido en lo recóndito de mí donde sólo tú me habitas. ¡Oh, Señor Amado, escondido en lo más escondido de mí, trueca el episodio, que quede yo escondido en lo más escondido de ti!”.


APRENDIENDO A CAMINAR

 

            Fray Juan descubrió en el firmamento las primeras pinceladas del espectáculo multicolor que se avecindaba. La emoción lo invadió. ¡Cómo se extasiaba contemplando el clarear del nuevo día! Y no tardó el cielo en desplegar ante sus ojos la sinfonía de la luz. Primero disparó unos acordes de rojo sobre la línea del horizonte. Al rato una melodía tranquila fue transformando lo negro en una delicada escalera de tonos grisáceos. Irrumpió de repente un contrapunto anaranjado que desde los acordes rojos extendió su presencia sobre todos los compases. Y la barra siguiente se abrió con el tema central en el cual un llameante sol ascendía majestuoso. Le siguieron punzantes variaciones con sus improvisaciones violáceas entremezclándose armónicamente con todos los elementos presentes. Y reapareció el tema ascendiendo más y más con firmeza y pasión.  Se desencadenaron los fraseos finales con azules y celestes abarcando la amplitud del escenario. Una rumba frenética y ya preanunciada concluyó la ejecución instalando la mañana. Era de día. Quedaron atrás las filosas circunstancias de la noche.

            Y Fray Juan dejó posar su mirada en el cerro aún tranquilo, quieto, dormido. Absorto y amorosamente errante se le pasaron los instantes sin descubrir la presencia indiscreta del novicio que lo observaba con curiosidad. Tampoco advirtió cuando finalmente se decidió a acercársele con paso decidido y bullicioso. Al alcanzarlo se paró a su lado y esperó larga e infructuosamente que rompiera su silencio.

            -¿Qué haces? - le preguntó al fin.

            -¡Madrugaste!

            -A mí también me maravilla el alba.

            -¿Y conoces la noche para unirte a ella? -le interpeló el maestro.

            El novicio quedó un tanto desconcertado. Fray Juan siguió en silencio.

            -Ya que te levantaste temprano te voy a dar una tarea muy especial para que la emprendas ahora mismo: sube al cerro y no vuelvas hasta el almuerzo.

            -Bien, pero... ¿para qué?

            -Para aprender a caminar.

            Fray Juan le acarició con una sonrisa cargada de complicidad y de ternura. Ya le habían advertido al joven novicio sobre los jugueteos didácticos de su maestro y no le pidió más explicaciones. Se lanzó simplemente a la aventura. Desde siempre le habían atraído las montañas con una fuerza irresistible. ¡Cómo deseaba ahora alcanzar la cumbre de aquella desconocida roca!

            Desde la casa, a los pies del cerro, nacía un camino angosto y sinuoso que se perdía pronto en el bosque. Lo transitó alegre en compañía de los pájaros. Penetró en la fronda con el mismo asombro de los descubridores. Cuando se encontró en medio de la nutrida arboleda se detuvo gozoso en los rayos de sol que se colaban entre las ramas y construían espacios contrastantes de sombra y de luz. Vagabundeó algún tiempo  reconociendo los disímiles parajes que caprichosamente erigían las enramadas. Dejó volar su imaginación. Y entre sendas perdidas alcanzó a escuchar con nitidez el correr del agua frente a sí. Retornó entonces a la seguridad del sendero y apuró el andar.

            Tras caminar un trecho se despejó el bosque dando paso a una estrecha ribera. De orilla a orilla se extendía esforzado un precario puente colgante. El río corría poco caudaloso entre las piedras unos tres metros por debajo. Al comenzar a atravesar el puentecillo comprobó su bondadosa flexibilidad que introducía a cada paso suyo un cadencioso bamboleo. Se sentía de nuevo un niño y se hamacó plácidamente mientras el viento jugueteaba con su pelo. Se detuvo a mitad del trayecto para contemplar el agua que se deslizaba cristalina y cantora. Pero la fuerza de la montaña que vivía en él le arrastró la mirada de nuevo hacia delante y a su vista se le enfervorizó el deseo y se renovó su andar seducido. Claro, no sin antes derramar una mirada triste sobre el bosque, el puente y el río que dejaba atrás.

            En la otra orilla el camino se tornaba pedregoso y en pronunciada subida. Agilizó el paso y comenzó a experimentar la fatiga. El andar se le volvió áspero en el contacto con las rudas rocas duras. Se detuvo ya después de un largo trayecto y dio la espalda a la cumbre. El paisaje que se desplegaba frente a sí era bellísimo. Desde aquella altura se dominaba el río, el bosque, la casa y la hondura del valle que se extendía mansamente hasta los pies de una cadena de cerros. Sintió por un instante la tentación de detenerse, de no ascender más y simplemente quedarse anclado en el consuelo de aquella cálida estampa. Pero nuevamente se instaló en su interior la poderosa atracción de la cima y siguió camino.

            Sin embargo pronto volvió a distraerse cuando de la única senda se abrieron otras. No pudo contener la curiosidad e investigó cada una. Todas parecían prometedoras de maravillas escondidas, de tesoros inéditos, pero ninguna cubrió sus expectativas: ni aquella que ostentaba presumidamente una tímida cascada, ni la otra que culminaba en un paredón vertical de piedra rojiza, ni la de más allá que se abría en un pequeño barranco, ni la de más acá que conducía a un pozo seco con rastros calcinados de arbustos extintos. Pero lo más frustrante fue sin duda que ninguna ascendía hasta la cumbre.

            Ya promediando la media mañana se dio cuenta que le quedaba poco tiempo y ahora sí, decepcionado y cansado, casi por ese orgullo que llamamos amor propio, retornó al primer camino y no lo abandonó hasta conquistar la cima.

            Cuánta sorpresa la suya al descubrir que en lo alto del cerro una confusión de zarzas y de arbustos impedían la visión panorámica. Pensó ser vano tanto esfuerzo para alcanzar un logro tan ineficaz. Mas el camino, ahora apenas intuible entre los vacíos que dibujaban las zarzas al tenderse las manos, seguía allí. Como por un túnel hecho de huecos zigzagueantes avanzó con una débil llama de esperanza por motor. Y su sorpresa fue aún mayor al descubrir una suerte de claro circular en lo que supuso o quiso imaginar por sensibilidad estética era el centro del cerro. Y en el centro de aquel centro, custodiada por una muralla de zarzas y de espinos que trazaban el perímetro se levantaba magnífica, espléndida y majestuosa una solitaria y pobrecita Cruz. De ella colgaba un Cristo sufriente y llagado casi de tamaño natural, quizás un tanto exagerado en sus rasgos. A sus pies un letrero en madera, delicadamente pirograbado rezaba:

 

            “Arrástrame hacia ti con fuerza irresistible. Sigue agigantando y excitando con tu don el interior deseo de unirme a ti, de abrazarme tan sólo a ti, de ser de ti. Guárdame en tu oscura noche protectora donde apagas todas las fascinaciones y escondes hábilmente a tus amadores. Permíteme caminar con la luz interior del amor creyente que regalas, con esa antorcha verdadera de fuego inextinguible que brota cuando a oscuras ya se han apagado las otras luces distractoras. Enséñame a vivir recogido en lo recóndito de mí donde sólo tú me habitas. ¡Oh, Señor Amado, escondido en lo más escondido de mí, trueca el episodio, que quede yo escondido en lo más escondido de ti!”.

 

            No tuvo duda alguna acerca del autor de aquellas palabras: Fray Juan. Ahora comprendía la intención de su maestro al enviarlo al cerro a caminar. Un poco entristecido con esa tristeza de Dios que lleva a la conversión se sentó a los pies del Amado en Cruz y dedicó el breve tiempo que le quedaba a la oración. Se levantó luego deseando quedarse y emprendió el camino de retorno. Al desandar el trayecto lo vio todo con mirada nueva. Caminó enfervorizado y llegó a la casa en el instante justo en el que los frailes se aprontaban para el almuerzo.

            Nada le preguntó Fray Juan durante el resto del día. Él se dedicó a sus actividades habituales pero sin poder despegar el corazón de aquel encuentro imprevisto. Mas por la noche, después de la cena, lo invitó el maestro a dar un paseo. Salieron de la casa y Fray Juan emprendió el sendero hacia el cerro. No llevaban linternas pero la cálida y suave luz de la luna y las estrellas alumbraban  las sombras suficientemente sin apagar empero la incertidumbre de la oscuridad. (Sabía Fray Juan que la noche es un gran bien para el alma. En ella resuena la voz del Esposo invitando a la amorosa fuga de la cerrada casa del yo hacia el espacio abierto de la unión). Y se fueron metiendo siempre más adentro entre las sombras.

            -Esta mañana alcancé la cumbre pero antes de abrazarla me detuve y distraje muchas veces. Al fin creo haber comprendido lo que querías que aprendiera. Sin embargo estoy triste por haber perdido tanto tiempo. Triste pero seducido y atraído más que antes.

            -Bueno, no lo sabías... ahora lo sabes. No te desalientes, mira el lado positivo, alcanzaste la cumbre. Fue más fuerte su atracción en ti que la de los otros parajes.

            Siguieron andando en silencio. Fray Juan se movía en la noche con gran naturalidad. Más aún, perecía que él y la noche eran uno. El novicio lo seguía de cerca con paso dubitativo. Por fin se detuvieron al borde del puente.

            -Quisiera que lo intentes de nuevo. Hoy no llegarás a la cima, te llevará tiempo, muchas noches. En la oscuridad hay más incertidumbre pero menos peligros. Se apagan las fascinaciones y uno descubre cuán fuerte y cuán hondo es su deseo. Y nuestro deseo es pobre y frágil, necesitado de la gracia. Pero la apertura al Don depende de nosotros. Aprende a dejarte guiar por la Llama Viva que en ti mora y no se apaga, que alumbra y alienta, que consume pero no aniquila sino que purifica y transforma. En la bendita noche el alma descubre cuál es su amor al Amor. Sólo quien pasa por la noche puede alcanzar la mañana.

            El novicio comenzó a caminar. Lo hizo torpemente. En el completo silencio que imperaba los chirridos del puente parecían afiladísimos gritos. Y empezó a descubrir qué era más fuerte en él: el impulso a revolcarse en la voluntad propia o el anhelo de Dios.

            En la interior morada era de noche pero tras ella brotaba Luz verdadera. Se desenvolvía lentamente el drama del amor.

 


Presentación personal

El Pbro. Silvio Dante Pereira Carro nació el 26 de Mayo de 1969 en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Se graduó como Profesor en Filosofía y Ciencias de la Educación en 1993 y como Bachiller en Teología en 2001. Básicamente su formación ministerial la realizó en la Orden de Frailes Menores Capuchinos. Tras pasar al clero secular recibió la Ordenación Sacerdotal y quedó incardinado a la Diócesis de Avellaneda-Lanús el 20 de Noviembre de 2004. En los sucesivos años ejerció su ministerio pastoral en distintas comunidades; a la vez que se desempeño como Asesor de la Pastoral Bíblica, Delegado Diocesano y Rector para la Formación del Diaconado Permanente, docente en Teología, miembro de la Comisión de Formación Permanente del Clero, Decano, miembro del Consejo de Presbíteros y del Colegio de Consultores. Actualmente es Párroco de Nuestra Señora de Fátima en Valentín Alsina, Lanús.


Ha dado a luz una trilogía de volúmenes sobre espiritualidad cristiana, concretamente en torno a la experiencia contemplativa.

 

“De amor, de noche y de luz. Ficción contemplativa.” (2016)

Se trata de ocho relatos, a la vez tanto independientes como encadenados, donde un maestro de novicios -Fray Juan- con didácticas experiencias enseña al novicio innominado -el lector- a introducirse y crecer en la vida de contemplación. La narración rica en simbolismos espirituales es atravesada por diálogos y meditaciones que delinean el itinerario por recorrer.

 

“Cantar de amadores. Sobre el inicio de la contemplación.” (2019)

Compilación de escritos iniciales donde se da testimonio y se reflexiona sobre los inicios de la experiencia contemplativa, desde la oración de quietud hasta la ribera del matrimonio espiritual.

Podremos encontrar doce canciones de amor con sus declaraciones que nos hablan del despertar del alma al encuentro unitivo con el Señor. Florecillas, sentencias breves y textos orantes surgidos al calor del Espíritu. Comentarios en clave mística a pasajes del Cantar de los cantares. Poesías oscuras y claras sobre la nueva vida interior. Y un ensayo sobre el pasaje de la oración activa a la experiencia infusa.


“Imágenes. Un acercamiento al itinerario contemplativo.” (2020)

Seguramente la más sistemática y ordenada de sus publicaciones. Allí vuelve sobre el camino que conduce desde la oración de quietud o recogimiento interior infuso hasta los umbrales de la unión esponsal, matrimonio espiritual o unión transformante. Aquí dando ya indicios de la experiencia mística de la inhabitación Trinitaria.

El itinerario es dividido en tres trayectos y en todos ellos se describen imágenes de la vida ordinaria que pueden alumbrar simbólicamente lo que se declarará en Espíritu.


"La pascua de la pandemia. Fe y covid 19. Contemplaciones teologales en tiempo de crisis." (2021)

Prontamente se publicará este volumen. Una colección de artículos donde reflexiona sobre la situación eclesial en estos tiempos de crisis. El autor primeramente se pregunta cómo "Ser sacerdote hoy" en medio de las restricciones sanitarias. Luego avanza en el corto plazo sobre el discernimiento del desempeño eclesial en esta hora bajo el leimotiv "Iglesia: ¿qué te espera en tu futuro?". En el mediano plazo postula una nueva formación del discipulado en clave martirial y un necesario redescubrimiento del horizonte escatológico. A largo plazo toca el tema de los nuevos horizontes culturales y de la reforma de la Iglesia. Finalmente nos ofrece una lectura histórica de la praxis de comunión eucarística y sus posibles lecciones.



POESÍA DEL ALMA UNIDA 35

  Oh Llama imparable del Espíritu Que lo deja todo en quemazón de Gloria   Oh incendios de Amor Divino Que ascienden poderosos   ...