Preludio: Noche y luz. Umbral y quietud. Ensayo sobre la oración



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"Cantar de amadores. Sobre el inicio de la contemplación." (2019)

Breve tratado sobre la oración. Desde la oración como ejercicio o arte hasta el estado de recogimiento o quietud. La excedencia de la Presencia divina.



En el umbral

nace la quietud

bajo la evidencia

de tu presencia, Señor.

 

            Noche y luz preparan la unión.

 

 

 

1. UMBRAL Y QUIETUD

 

El umbral hace mención a la región del ser propio, profundísima, que es como la antesala de otro lugar más hondo aún donde Dios habita. Y el umbral también señala esa franja que separa a la oración -en cuanto técnica-  de la contemplación. Pero no se accede inmediatamente a éste umbral; no se encuentra para uno disponible y abierto sino que reclama una labor. Hay que recorrer un áspero e intrincado camino para comenzar a orar y para habitar en la profundidad escondida que somos.

Si alguien me pregunta que es lo que mueve en el inicio nuestro andar, le diría sin duda que el Don. Lo entiendo en un doble sentido. El don con el que Dios nos ha sellado desde el inicio al crearnos: una sed interior inagotable e inquieta, un deseo de infinito y trascendencia, de más y más que nos hiere y nos impulsa a buscarle aún sin conocerle, esa direccionalidad hacia Él que nos ha impreso como Imagen y Semejanza suya, el homo capax Dei como fundante estructura de identidad. Y sobre esta sed que somos el Agua Viva de Dios, el que propiamente es llamado Don, el Espíritu Santo que secretamente nos seduce y atrae; quien nos mueve hacia la fe por la que creemos en Dios y a Dios, quien nos impulsa a la esperanza para aguardarlo a Él y esperarlo todo de Él y quien infunde un amor lleno de gozo que invita a la unión esponsal definitiva.

“Vida interior”, “vida espiritual”, son los nombres que habitualmente usamos para identificar la concreción del encuentro entre el Don que atrae y la sed que clama. El camino de la oración que es don, movimiento del Espíritu que nos lanza hacia delante -aunque no advirtamos que es Él-, también es tarea, una respuesta nuestra a la llamada. Hay que aprender con esfuerzo, decidiéndose con firmeza, a guardar y proteger los espacios de la vida dedicados a la oración. Esta tarea se prolonga durante toda la vida bajo una consigna urgente: no ama quien no tiene espacios para encontrarse con quien dice amar. Es increíblemente habitual hallar cristianos que dicen amar a Dios pero que destinan poco tiempo de su vida a tratar con Él. Cristianos que conciben la oración como una actividad inútil y aburrida. Esta desvinculación del Misterio es la clave del persistente pelagianismo, de corte voluntarista y moral reductivamente legal, que tanto nos debilita y enferma desde hace tiempo. Una vida de fe que no bebe en su Fuente, un giro antropocéntrico e idolátrico. El descuido de la “vida en Espíritu” es finalmente el verdadero drama de la des-evangelización del mundo y de la ineficacia eclesial.

Mas volviendo al tema de la oración cristiana es fácil advertir, mirando la propia experiencia y la de los demás, que existen múltiples formas de hacer oración. Encontramos según su contenido súplicas de petición personal o de intercesión por otros y de invocación del Espíritu Santo; también alabanzas dirigidas a Dios mismo por su grandeza o en acción de gracias por sus dones. Desde su status eclesial las hay más litúrgicas y oficiales como devociones más populares. En cuanto a las formas sabemos que existe la oración vocal, la meditación o discurso interior y la llamada oración mental o silenciosa. Las fórmulas de la oración pueden ser por un texto fijo, por pequeñas sentencias repetidas como los mantras o letanías y las hay más carismáticas de corte espontáneo. Hay quienes introducen la música y los cantos como modo de rezar o aún la visualización concentrada de imágenes religiosas o ejercicios preparatorios de relajación y silenciamiento corporal. La tradición monástica nos ha legado el recurso al oficio divino con la recitación de los salmos y el método de la lectio divina para orar con la Sagrada Escritura.

Pero no es mi intención adentrarme ahora en el terreno de las técnicas de oración; sólo establecer lo común en este camino.  Parece ser que al principio, tras mantener la decisión por ponernos en oración, aún en el desconcierto que nos provoca una tarea desconocida, el Señor nos alienta mucho regalándonos experiencias fructuosas a corto plazo (pueden ser de carácter sensible, intelectual, concesión de favores implorados, etc.). En el comienzo necesitamos sentir, tocar, gustar. Y el Buen Dios sostiene con delicadeza el inicio de la vida de oración para que nos resulte dulce al paladar del alma. En todo caso a veces la oración no resultará tan provechosa y con ayuda de orantes experimentados podemos ir variando las técnicas para que de diversos modos podamos sacar algo de nuestros intentos de orar. De hecho ante tan variados formatos suelo aconsejar a quienes se inician que enriquezcan cuanto puedan el abanico de experiencias posibles. Se trata de no dejar de rezar y de adquirir el lenguaje de la oración hablando múltiples dialectos. Así cuando fracase uno poder recurrir a otro. Lo crucial para poder hacer un camino es mantenerse, encontrar un ritmo sustentable y hacer de la oración una experiencia frecuente que tenga base cotidiana y que aspire a crecer.

Mas siguiendo una expresión paulina, no podemos alimentarnos siempre de papilla como los bebés sino que necesitamos pasar a ingerir alimento sólido. Por eso también es común que tras aquel principio con viento a favor, el Padre amoroso vaya retirando las gracias iniciales y aparezca la experiencia del desierto. No sólo las molestas distracciones y la dificultad para mantener la atención, sino sobre todo la aridez; la oración se torna un espacio reseco y un terreno resistente, poco permeable. Nos parece estar allí solos, que no hay nadie más. Dios hace silencio, se mantiene callado. Allí en el desierto aprendemos que la fe no es ni un sentimiento, ni una idea, ni una recompensa sino una convicción. Allí nos decidimos a seguir a Jesús como discípulos en todo terreno. Allí descubrimos nuestra fragilidad y la Misericordia generosísima del Señor. Allí tenemos la oportunidad de hacer una Alianza más profunda con Dios que la del comienzo basada sólo en el consuelo. Debemos aprender a permanecer allí, en la secreta habitación de la oración, no para conseguir algo para nosotros sino tan solo para encontrarnos con Él. Ahora vamos aprendiendo el valor de la fidelidad por amor aún en la desolación y nos vamos purificando de nuestros intereses hacia un encuentro más gratuito.

Sólo en el desierto, que es –entendido existencialmente- el lugar y el tiempo que Dios regala para echar raíces cada vez más hondas y firmes, Él puede sembrar una fe más viva y una mayor simplicidad para estar en su Presencia. Al principio habrá como momentos desérticos que alternarán con aliviadoras consolaciones y donde rotar las técnicas de oración puede ayudarnos. Pero finalmente el desierto se instalará como un tiempo intenso y extenso que no pareciera tener final. Entonces todos los esfuerzos y las técnicas utilizadas para orar comienzan a parecer excesivas, fatigosas, demasiado centradas en uno mismo. Definitivamente todos nuestros intentos parecen destinados a fracasar. Nos hallamos en el desierto como desnudos y con las manos vacías.

Y cuando todo parece perdido, cuando la oración se ha reducido a la fidelidad de la fe, despunta otro tiempo. El orante solo puede decir: “Estoy aquí porque me dicen que Tú estás aquí y porque yo creo que Tú estás aquí en este largo silencio, en esta dolorosa ausencia y en este desierto estéril.” El orante desnudo apenas levanta clamores esperando que Él vuelva y para intentar romper con las tentaciones del abandono de Dios. Y al fin llega su rescate. Irrumpe sorpresivo y novedoso, como brisa suave y fresca, un tiempo en el cual conquista el corazón la fuerte certeza de estar ya frente a Él de modo sencillo y asombrado. Nada es necesario decir, tan sólo parece importante permanecer en silencio y postrado. Él está llegando en esta quietud. Es la experiencia imponente de la adoración.

Adorar: enmudecerse frente a la evidencia de la Presencia del Señor; quien parece sostenerlo todo, llenarlo todo y traspasarlo todo. Ya no hacer ni decir ni discurrir más nada uno y dejarse estar y ser quieto y silencioso frente a Él. ¡Qué dulcedumbre y suavidad ungen el corazón al tener la certeza de estar en la presencia del Dios del Amor!

Ahora bien, la adoración es el signo claro de que nos encontramos en el umbral. Y la madurez de la oración se juega en aprender a permanecer allí. Hay que  aprender a ir a buscar en la oración al Señor por él mismo. Familiarizarse con el silencio y abrazarlo como al más íntimo de los amigos en diversos momentos de la jornada. Acallar las propias voces para escuchar la voz incomparable del que es la Palabra. Dejarse envolver por un clima propicio de silencio y quietud en el cual poder adorar a la Presencia que todo lo llena.

Pues es la adoración entonces el indicio de estar en el umbral y justamente ahí, aún fuera del hábitat de la contemplación, aunque bien arrimados a él. Y quien permanece en el umbral experimenta la presencia de Dios pero aún de lejos, como si parado en la puerta de la casa aspirara desde fuera su perfume colándose por todas las rendijas, como si viera su luz traspasando las persianas, como si sintiera su calor que se irradia a través de las paredes, como si escuchara sus movimientos y su respirar. Y aún así, estando fuera, es tal la grandeza de Dios que en la distancia santifica la vida y la habita.

Se trata de una media distancia porque aún no se da la familiaridad del trato y se tiñe el encuentro con asombro y pudor, una urgente necesidad de reverencia frente a lo sagrado. Por eso la postura propia de la adoración es la postración, echarse rostro en tierra. Dios es tan grande y notros tan pequeños; Él tres veces Santo y nosotros pecadores; no se atreve el hombre a levantar la cabeza y sostenerle la mirada. ¿Cómo será posible una novedosa e inmerecida cercanía? Es decir, ¿qué hacer para cruzar el umbral y entrar en la casa? Pues nada. Absolutamente nada. Ya todo es gracia.

Y aquellos orantes al borde de la contemplación por su permanencia en el umbral saborean la quietud que brota de este estar frente al Señor en la media distancia aún de la adoración. Quietud que se les vuelve tarea y hábito del vivir: aquietarse. Quietud que es fruto del trabajo paciente de tranquilizar y desatender amorosamente al yo con sus pasiones, sus búsquedas, sus deseos, sus estados para dejar libre el corazón a la manifestación de la voz y la presencia de Dios. Un continuo trabajo de ascesis que no se encamina a la negación del yo sino a absolutizar la referencia del yo a Dios; ésta es la negación de uno mismo que Jesús pide como condición de seguimiento.

Este trabajo arduo de aquietarse tiene su descanso en la quietud gratuita, gozosa, dulce, pacificadora, acariciante y plenificante de la vida que el Señor regala a quienes le adoran, es decir, a quienes se han llegado hasta Él buscándolo con empeño amoroso e infatigable por la ayuda del Espíritu Santo sin el que nadie podría orar.

Ahora bien, de este lado del umbral, del lado de la oración, esta quietud es un estado que la voluntad puede controlar, salirse de él. Ahora estoy adorando al Señor pero no puedo sostener la atención y me disperso, o no sin dificultad elijo salir del embelesamiento amoroso para retomar actividades que me urgen; es decir, domino aún el tiempo físico de la experiencia. Y cuando la salida no es brusca sino con calma -y ciertamente es así cuando es el Señor quien delicadamente parece retirar la gracia-, emergemos con una paz increíblemente honda, con el gusto de estar en equilibrio, bien centrados, en armonía.

Pero esta capacidad de dominio de la experiencia desaparece del otro lado del umbral. La quietud ya no es un trabajo sino ya toda gracia. Es una quietud absoluta de todas las potencias, o al menos de la voluntad, que se encuentran como recogidas en Dios. En la contemplación es Dios quien actúa  y el contemplador es por su gracia libre abandono en conciente pasividad receptiva.

¿Y cuándo pasamos de quietud adorante  a quietud contemplativa? Justamente cuando advertimos esta llamada enlazante y pura que es iniciativa entera de Dios; cuando se hace más intensa la noticia oscura de su Presencia que arriba y que sólo descubre el don de un nuevo sentido interior.

Esta quietud que tiene una historia, que es un camino, es lo que llamo noche y luz. Una sola noche y una sola luz en las que se pueden distinguir diversos momentos. Pero un camino incierto, por descubrir, siempre novedoso. Del otro lado del umbral había maestros de oración pero aquí no los hay. Ciertamente caminantes que nos han precedido nos acompañan y nos ayudan a clarificar lo que está sucediendo pero nada más. El camino es un proceso único e irrepetible para cada contemplador. Nadie fuera de Dios mismo puede enseñarnos y lo hace donándose. Nadie leyendo escritos de los místicos llega a ser un místico, ni siquiera puede valorarlos en su profundidad escondida. Sólo quien ha experimentado puede ver claro entre tanta oscuridad. Diríamos que la contemplación se ilumina solo desde dentro.

Entonces se descubre que hay una historia de amor que sostiene secretamente a la Iglesia en diversos rostros y experiencias de contemplación. ¡Caminemos pues hacia lo escondido donde se desvela el Escondido en el desvelarse del amor!


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