En el umbral
nace la quietud
bajo la evidencia
de tu presencia, Señor.
Noche y luz preparan la unión.
1. UMBRAL Y QUIETUD
El
umbral hace mención a la región del
ser propio, profundísima, que es como la antesala de otro lugar más hondo aún
donde Dios habita. Y el umbral también
señala esa franja que separa a la oración -en cuanto técnica- de la
contemplación. Pero no se accede inmediatamente a éste umbral; no se encuentra
para uno disponible y abierto sino que reclama una labor. Hay que recorrer un
áspero e intrincado camino para comenzar a orar y para habitar en la profundidad
escondida que somos.
Si
alguien me pregunta que es lo que mueve en el inicio nuestro andar, le diría
sin duda que el Don. Lo entiendo en
un doble sentido. El don con el que Dios nos ha sellado desde el inicio al
crearnos: una sed interior inagotable e inquieta, un deseo de infinito y
trascendencia, de más y más que nos hiere y nos impulsa a buscarle aún sin
conocerle, esa direccionalidad hacia Él que nos ha impreso como Imagen y
Semejanza suya, el homo capax Dei
como fundante estructura de identidad. Y sobre esta sed que somos el Agua Viva
de Dios, el que propiamente es llamado Don, el Espíritu Santo que secretamente
nos seduce y atrae; quien nos mueve hacia la fe por la que creemos en Dios y a
Dios, quien nos impulsa a la esperanza para aguardarlo a Él y esperarlo todo de
Él y quien infunde un amor lleno de gozo que invita a la unión esponsal
definitiva.
“Vida
interior”, “vida espiritual”, son los nombres que habitualmente usamos para
identificar la concreción del encuentro entre el Don que atrae y la sed que
clama. El camino de la oración que es don,
movimiento del Espíritu que nos lanza hacia delante -aunque no advirtamos que
es Él-, también es tarea, una
respuesta nuestra a la llamada. Hay que aprender con esfuerzo, decidiéndose con
firmeza, a guardar y proteger los espacios de la vida dedicados a la oración.
Esta tarea se prolonga durante toda la vida bajo una consigna urgente: no ama quien no tiene espacios para
encontrarse con quien dice amar. Es increíblemente habitual hallar
cristianos que dicen amar a Dios pero que destinan poco tiempo de su vida a
tratar con Él. Cristianos que conciben la oración como una actividad inútil y
aburrida. Esta desvinculación del Misterio es la clave del persistente pelagianismo,
de corte voluntarista y moral reductivamente legal, que tanto nos debilita y
enferma desde hace tiempo. Una vida de fe que no bebe en su Fuente, un giro
antropocéntrico e idolátrico. El descuido de la “vida en Espíritu” es finalmente
el verdadero drama de la des-evangelización del mundo y de la ineficacia
eclesial.
Mas
volviendo al tema de la oración cristiana es fácil advertir, mirando la propia
experiencia y la de los demás, que existen múltiples formas de hacer oración. Encontramos
según su contenido súplicas de petición personal o de intercesión por otros y
de invocación del Espíritu Santo; también alabanzas dirigidas a Dios mismo por
su grandeza o en acción de gracias por sus dones. Desde su status eclesial las
hay más litúrgicas y oficiales como devociones más populares. En cuanto a las
formas sabemos que existe la oración vocal, la meditación o discurso interior y
la llamada oración mental o silenciosa. Las fórmulas de la oración pueden ser
por un texto fijo, por pequeñas sentencias repetidas como los mantras o
letanías y las hay más carismáticas de corte espontáneo. Hay quienes introducen
la música y los cantos como modo de rezar o aún la visualización concentrada de
imágenes religiosas o ejercicios preparatorios de relajación y silenciamiento
corporal. La tradición monástica nos ha legado el recurso al oficio divino con la recitación de los
salmos y el método de la lectio divina
para orar con
Pero
no es mi intención adentrarme ahora en el terreno de las técnicas de oración; sólo establecer lo común en este camino. Parece ser que al principio, tras mantener la
decisión por ponernos en oración, aún en el desconcierto que nos provoca una
tarea desconocida, el Señor nos alienta mucho regalándonos experiencias
fructuosas a corto plazo (pueden ser de carácter sensible, intelectual,
concesión de favores implorados, etc.). En el comienzo necesitamos sentir,
tocar, gustar. Y el Buen Dios sostiene con delicadeza el inicio de la vida de
oración para que nos resulte dulce al paladar del alma. En todo caso a veces la
oración no resultará tan provechosa y con ayuda de orantes experimentados
podemos ir variando las técnicas para que de diversos modos podamos sacar algo
de nuestros intentos de orar. De hecho ante tan variados formatos suelo
aconsejar a quienes se inician que enriquezcan cuanto puedan el abanico de
experiencias posibles. Se trata de no dejar de rezar y de adquirir el lenguaje
de la oración hablando múltiples dialectos. Así cuando fracase uno poder
recurrir a otro. Lo crucial para poder hacer un camino es mantenerse, encontrar
un ritmo sustentable y hacer de la oración una experiencia frecuente que tenga
base cotidiana y que aspire a crecer.
Mas
siguiendo una expresión paulina, no podemos alimentarnos siempre de papilla
como los bebés sino que necesitamos pasar a ingerir alimento sólido. Por eso
también es común que tras aquel principio con viento a favor, el Padre amoroso
vaya retirando las gracias iniciales y aparezca la experiencia del desierto. No sólo las molestas
distracciones y la dificultad para mantener la atención, sino sobre todo la
aridez; la oración se torna un espacio reseco y un terreno resistente, poco
permeable. Nos parece estar allí solos, que no hay nadie más. Dios hace
silencio, se mantiene callado. Allí en el desierto
aprendemos que la fe no es ni un sentimiento, ni una idea, ni una recompensa
sino una convicción. Allí nos
decidimos a seguir a Jesús como discípulos en todo terreno. Allí descubrimos
nuestra fragilidad y
Sólo
en el desierto, que es –entendido
existencialmente- el lugar y el tiempo que Dios regala para echar raíces cada
vez más hondas y firmes, Él puede sembrar una fe más viva y una mayor
simplicidad para estar en su Presencia. Al principio habrá como momentos desérticos que alternarán con aliviadoras
consolaciones y donde rotar las técnicas
de oración puede ayudarnos. Pero finalmente el desierto se instalará como un tiempo intenso y extenso que no
pareciera tener final. Entonces todos los esfuerzos y las técnicas utilizadas
para orar comienzan a parecer excesivas, fatigosas, demasiado centradas en uno
mismo. Definitivamente todos nuestros intentos parecen destinados a fracasar. Nos
hallamos en el desierto como desnudos y con las manos vacías.
Y
cuando todo parece perdido, cuando la oración se ha reducido a la fidelidad de
la fe, despunta otro tiempo. El orante solo puede decir: “Estoy aquí porque me dicen que Tú estás aquí y porque yo creo que Tú
estás aquí en este largo silencio, en esta dolorosa ausencia y en este desierto
estéril.” El orante desnudo apenas levanta clamores esperando que Él vuelva
y para intentar romper con las tentaciones del abandono de Dios. Y al fin llega
su rescate. Irrumpe sorpresivo y novedoso, como brisa suave y fresca, un tiempo
en el cual conquista el corazón la fuerte certeza de estar ya frente a Él de
modo sencillo y asombrado. Nada es necesario decir, tan sólo parece importante
permanecer en silencio y postrado. Él está llegando en esta quietud. Es la
experiencia imponente de la adoración.
Adorar:
enmudecerse frente a la evidencia de
Ahora
bien, la adoración es el signo claro de que nos encontramos en el umbral. Y la
madurez de la oración se juega en aprender a permanecer allí. Hay que aprender a ir a buscar en la oración al Señor
por él mismo. Familiarizarse con el silencio y abrazarlo como al más íntimo de
los amigos en diversos momentos de la jornada. Acallar las propias voces para
escuchar la voz incomparable del que es
Pues
es la adoración entonces el indicio de estar en el umbral y justamente ahí, aún
fuera del hábitat de la contemplación, aunque bien arrimados a él. Y quien
permanece en el umbral experimenta la presencia de Dios pero aún de lejos, como
si parado en la puerta de la casa aspirara desde fuera su perfume colándose por
todas las rendijas, como si viera su luz traspasando las persianas, como si
sintiera su calor que se irradia a través de las paredes, como si escuchara sus
movimientos y su respirar. Y aún así, estando fuera, es tal la grandeza de Dios
que en la distancia santifica la vida y la habita.
Se
trata de una media distancia porque
aún no se da la familiaridad del trato y se tiñe el encuentro con asombro y
pudor, una urgente necesidad de reverencia frente a lo sagrado. Por eso la
postura propia de la adoración es la postración, echarse rostro en tierra. Dios
es tan grande y notros tan pequeños; Él tres veces Santo y nosotros pecadores;
no se atreve el hombre a levantar la cabeza y sostenerle la mirada. ¿Cómo será
posible una novedosa e inmerecida cercanía? Es decir, ¿qué hacer para cruzar el
umbral y entrar en la casa? Pues nada. Absolutamente nada. Ya todo es gracia.
Y
aquellos orantes al borde de la contemplación por su permanencia en el umbral
saborean la quietud que brota de este estar frente al Señor en la media
distancia aún de la adoración. Quietud que se les vuelve tarea y hábito del
vivir: aquietarse. Quietud que es fruto del trabajo paciente de tranquilizar y
desatender amorosamente al yo con sus pasiones, sus búsquedas, sus deseos, sus
estados para dejar libre el corazón a la manifestación de la voz y la presencia
de Dios. Un continuo trabajo de ascesis que no se encamina a la negación del yo
sino a absolutizar la referencia del yo a Dios; ésta es la negación de uno
mismo que Jesús pide como condición de seguimiento.
Este
trabajo arduo de aquietarse tiene su descanso en la quietud gratuita, gozosa,
dulce, pacificadora, acariciante y plenificante de la vida que el Señor regala
a quienes le adoran, es decir, a quienes se han llegado hasta Él buscándolo con
empeño amoroso e infatigable por la ayuda del Espíritu Santo sin el que nadie
podría orar.
Ahora
bien, de este lado del umbral, del lado de la oración, esta quietud es un
estado que la voluntad puede controlar, salirse de él. Ahora estoy adorando al
Señor pero no puedo sostener la atención y me disperso, o no sin dificultad
elijo salir del embelesamiento amoroso para retomar actividades que me urgen;
es decir, domino aún el tiempo físico de la experiencia. Y cuando la salida no
es brusca sino con calma -y ciertamente es así cuando es el Señor quien
delicadamente parece retirar la gracia-, emergemos con una paz increíblemente
honda, con el gusto de estar en equilibrio, bien centrados, en armonía.
Pero
esta capacidad de dominio de la experiencia desaparece del otro lado del
umbral. La quietud ya no es un trabajo sino ya toda gracia. Es una quietud
absoluta de todas las potencias, o al menos de la voluntad, que se encuentran
como recogidas en Dios. En la contemplación es Dios quien actúa y el contemplador es por su gracia libre
abandono en conciente pasividad receptiva.
¿Y
cuándo pasamos de quietud adorante a quietud
contemplativa? Justamente cuando advertimos esta llamada enlazante y pura que
es iniciativa entera de Dios; cuando se hace más intensa la noticia oscura de
su Presencia que arriba y que sólo descubre el don de un nuevo sentido
interior.
Esta
quietud que tiene una historia, que es un camino, es lo que llamo noche y luz.
Una sola noche y una sola luz en las que se pueden distinguir diversos
momentos. Pero un camino incierto, por descubrir, siempre novedoso. Del otro
lado del umbral había maestros de oración pero aquí no los hay. Ciertamente
caminantes que nos han precedido nos acompañan y nos ayudan a clarificar lo que
está sucediendo pero nada más. El camino es un proceso único e irrepetible para
cada contemplador. Nadie fuera de Dios mismo puede enseñarnos y lo hace
donándose. Nadie leyendo escritos de los místicos llega a ser un místico, ni
siquiera puede valorarlos en su profundidad escondida. Sólo quien ha
experimentado puede ver claro entre tanta oscuridad. Diríamos que la
contemplación se ilumina solo desde dentro.
Entonces
se descubre que hay una historia de amor que sostiene secretamente a
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