"Cantar de amadores. Sobre el inicio de la contemplación." (2019)
"Contemplar es desatarse en uno un profundo y ardiente deseo de amor." Primera canción bajo el símbolo de la fuga del Amado y de la persecución de la amada. El deseo del alma ha sido en gracia redimensionado.
Quiero perseguirte al alba,
ir tras de tus huellas, tras de tu dulzor;
porque en la noche me llamas,
te vas y me dejas con deseo y temblor.
Jesús Nazareno: ¿quién seré sin vos?;
si yo no te sigo: ¿a dónde iré, Señor?
Nada sin tu amor ya vale la pena,
todo sin tu amor me deja vacío,
nada sin tu amor y todo
solo con tu amor.
Quiero buscarte en las sombras
y hallar el destello suave de tu luz;
porque sin tu luz me pierdo
y ando errante entre miedo y dolor.
Jesús Nazareno: ¿a quién más abrazar?
si yo no te busco: ¿qué puedo ya esperar?
Nada sin tu amor ya vale la pena,
todo sin tu amor me deja vacío,
nada sin tu amor y todo
solo con tu amor.
Contemplar es desatarse en uno un profundo y ardiente
deseo de amor.
Este desatarse el deseo de amor en
el alma bien se expresa en la imagen de la persecución. El alma se vuelca toda
ella en el torrente del deseo y se lanza tras aquel motivo de amor que saciar
puede su anhelo. Este motivo de la contemplación no es otro que Cristo Señor,
Amado del corazón y de la vida. Tras de sus huellas se derrama el alma. Mas es
claro que si hay huellas es porque el Señor ha llegado primero, ha generado Él
la persecución dichosa. Contemplar en cuanto desatarse el deseo de amor es
entonces la respuesta amorosa de quien se ha visto tocado, acariciado,
sorprendido y herido por el dulzor del Señor y ha quedado temblando tras su
retirada. No quiere el alma dar otra respuesta que el salir presurosa de su
sitio e ir tras de Aquel que atrae y seduce, perseguir a Aquel que ya le ha
dejado en el corazón huellas dulces y perdurables, un tembloroso deseo de
encuentro.
Y esta persecución tiene lugar en el
alba oscura de un sentido nuevo ya que el llamado trajo consigo la noche clara
donde se adormecen las habituales sensaciones. El alma, en la noche de la
gracia, escucha el llamado de su Amado que tras acariciarla y vocarla sin
mostrar su Rostro se pone en fuga y dejando estelas tenues de sus pisadas la
aviva en el deseo y la invita a
seguirlo. Y la persecución se hace en esta noche tan preñada de alborada donde
la bienaventurada sale al espacio abierto del encuentro. Espacio iluminado por
el deseo de amor ya agigantado por el influjo de la gracia, deseo que busca el
encuentro con Cristo Amado sin dudar que un tal encuentro le será regalado por
Aquel que se le presenta de forma tan nueva y tan íntima.
El comienzo de la contemplación es
esta irrupción de la noche junto con el desatarse del deseo de amor, su
redimensionamiento en la gracia. El alma dichosa, así ciega y vidente en la
oscuridad, inflamada ya de un deseo sobrenatural, sale en persecución del
Esposo en retirada.
Y en esta persecución ya va
experimentando el contemplador su vocación de pertenencia absoluta a Cristo;
tanto que ya no le parece ser algo sin Cristo sino más bien nada, tanto que en
sus lugares habituales comienza a
sentirse inquietamente desubicado pues Cristo se le va tornando el único lugar y abrazándose a Cristo-lugar la geografía de su mundo
vital y el modo de pararse en él se va transformando.
El contemplador experimenta que en
su vivir ya se ha abierto una zanja inmensa: podrá negar al Amado y apartarse
de Él, pero ya difícilmente dejar de desear y suspirar por el encuentro
con Él. Sucede que el alma que ha salido
en persecución tras los primeros encuentros nocturnos con el amor de su Señor
sabe que ya nada más es importante. Esos primeros toques del Señor la han
dejado tan herida de amor que no encuentra deseo más grande y sublime que el
deseo continuado de ese amor. Nada ya vale la pena fuera de ese amor, nada vale
la pena si por ello se pierde un tal amor. Y todo en este mundo, aún los bienes
más maravillosos y las personas más agraciadas cuya compañía alegra y plenifica
la vida, deja al alma incompleta, siempre con algún vacío. Sólo halla el
contemplador la completud en el encuentro con el amor de Cristo Amado. El
contemplador ya se encuentra encaminado en la actitud de la penitencia gozosa,
de la conversión continua: renunciar a todo lo que se oponga al amor de su
Señor, lo limite, lo rechace o lo enturbie; aceptar todo lo que lo lleve al
amor de su Señor, lo haga ganar más espacios en el corazón. El amor del Señor
Jesús ya se le va volviendo radicalmente horizonte, motor y energía del vivir.
Contemplar como persecución es
entonces la respuesta de aquel que ha sido sorprendido en sus sombras y sacado
de toda sombra hacia la luz suave y confiable que irradia el Amado. Y desde
este espacio nuevo de luz todo lo ve distinto. El alma descubre que el mundo
está plagado de sombras, realidades pasajeras y fútiles, con poco peso de
eternidad. Por eso descubre la importancia de ir mirando la realidad buscando
apreciar dónde destella la luz del Amado. Es ésta la única forma de vivir
encaminándose siempre hacia el Señor, la única forma de no perderse por caminos
sin horizonte, de no quedarse sólo, atemorizado y adolorido en la ausencia del
Amado. Buscar primero a Cristo que a cualquier otra cosa. Buscar en todo y tras
de todo el rostro luminoso de Cristo.
El contemplador, herido de amor por
su Señor, ya experimenta que abrazarse sólo a Jesús es lo fundamental. Y
abrazándose a Jesús podrá abrazarse también a todo lo que es del querer de
Jesús; pero sin abrazarse a Él a nada podrá abrazarse, ya que dejaría Jesús de
ocupar el primer lugar. Y el alma herida
por un amor indecible e inmejorable afirma que no hay nada más deseable
para abrazar que Cristo Jesús. ¿Y si a Él no le busca a quién buscará, qué
esperará si no hay nada más esperable
que el amor de un tal Amado, si no hay nada más “buscable” que Jesús?
En la noche de la gracia Cristo
Señor, Amado del corazón y de la vida, ha acariciado al alma y redimensionado
su deseo de amor para ponerle a la altura de un tan alto encuentro. Y el Amado
se ha puesto en retirada para así atraer al alma, para generar la persecución
dichosa. Así el Amado enseña al contemplador a tenerlo como centro único y
exclusivo de su vida. El contemplador ya va aprendiendo que lo central del
vivir es el encuentro en amor con un tal
Amador.
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