Aprendiendo a caminar. Relato



"De amor, de noche y de luz. Ficción contemplativa." (2016)

Primer relato en el cual Fray Juan comienza a acompañar al novicio en el camino de la contemplación, haciéndolo descubrir sus peligros como la guía segura para andar por él.


“Arrástrame hacia ti con fuerza irresistible. Sigue agigantando y excitando con tu don el interior deseo de unirme a ti, de abrazarme tan sólo a ti, de ser de ti. Guárdame en tu oscura noche protectora donde apagas todas las fascinaciones y escondes hábilmente a tus amadores. Permíteme caminar con la luz interior del amor creyente que regalas, con esa antorcha verdadera de fuego inextinguible que brota cuando a oscuras ya se han apagado las otras luces distractoras. Enséñame a vivir recogido en lo recóndito de mí donde sólo tú me habitas. ¡Oh, Señor Amado, escondido en lo más escondido de mí, trueca el episodio, que quede yo escondido en lo más escondido de ti!”.


APRENDIENDO A CAMINAR

 

            Fray Juan descubrió en el firmamento las primeras pinceladas del espectáculo multicolor que se avecindaba. La emoción lo invadió. ¡Cómo se extasiaba contemplando el clarear del nuevo día! Y no tardó el cielo en desplegar ante sus ojos la sinfonía de la luz. Primero disparó unos acordes de rojo sobre la línea del horizonte. Al rato una melodía tranquila fue transformando lo negro en una delicada escalera de tonos grisáceos. Irrumpió de repente un contrapunto anaranjado que desde los acordes rojos extendió su presencia sobre todos los compases. Y la barra siguiente se abrió con el tema central en el cual un llameante sol ascendía majestuoso. Le siguieron punzantes variaciones con sus improvisaciones violáceas entremezclándose armónicamente con todos los elementos presentes. Y reapareció el tema ascendiendo más y más con firmeza y pasión.  Se desencadenaron los fraseos finales con azules y celestes abarcando la amplitud del escenario. Una rumba frenética y ya preanunciada concluyó la ejecución instalando la mañana. Era de día. Quedaron atrás las filosas circunstancias de la noche.

            Y Fray Juan dejó posar su mirada en el cerro aún tranquilo, quieto, dormido. Absorto y amorosamente errante se le pasaron los instantes sin descubrir la presencia indiscreta del novicio que lo observaba con curiosidad. Tampoco advirtió cuando finalmente se decidió a acercársele con paso decidido y bullicioso. Al alcanzarlo se paró a su lado y esperó larga e infructuosamente que rompiera su silencio.

            -¿Qué haces? - le preguntó al fin.

            -¡Madrugaste!

            -A mí también me maravilla el alba.

            -¿Y conoces la noche para unirte a ella? -le interpeló el maestro.

            El novicio quedó un tanto desconcertado. Fray Juan siguió en silencio.

            -Ya que te levantaste temprano te voy a dar una tarea muy especial para que la emprendas ahora mismo: sube al cerro y no vuelvas hasta el almuerzo.

            -Bien, pero... ¿para qué?

            -Para aprender a caminar.

            Fray Juan le acarició con una sonrisa cargada de complicidad y de ternura. Ya le habían advertido al joven novicio sobre los jugueteos didácticos de su maestro y no le pidió más explicaciones. Se lanzó simplemente a la aventura. Desde siempre le habían atraído las montañas con una fuerza irresistible. ¡Cómo deseaba ahora alcanzar la cumbre de aquella desconocida roca!

            Desde la casa, a los pies del cerro, nacía un camino angosto y sinuoso que se perdía pronto en el bosque. Lo transitó alegre en compañía de los pájaros. Penetró en la fronda con el mismo asombro de los descubridores. Cuando se encontró en medio de la nutrida arboleda se detuvo gozoso en los rayos de sol que se colaban entre las ramas y construían espacios contrastantes de sombra y de luz. Vagabundeó algún tiempo  reconociendo los disímiles parajes que caprichosamente erigían las enramadas. Dejó volar su imaginación. Y entre sendas perdidas alcanzó a escuchar con nitidez el correr del agua frente a sí. Retornó entonces a la seguridad del sendero y apuró el andar.

            Tras caminar un trecho se despejó el bosque dando paso a una estrecha ribera. De orilla a orilla se extendía esforzado un precario puente colgante. El río corría poco caudaloso entre las piedras unos tres metros por debajo. Al comenzar a atravesar el puentecillo comprobó su bondadosa flexibilidad que introducía a cada paso suyo un cadencioso bamboleo. Se sentía de nuevo un niño y se hamacó plácidamente mientras el viento jugueteaba con su pelo. Se detuvo a mitad del trayecto para contemplar el agua que se deslizaba cristalina y cantora. Pero la fuerza de la montaña que vivía en él le arrastró la mirada de nuevo hacia delante y a su vista se le enfervorizó el deseo y se renovó su andar seducido. Claro, no sin antes derramar una mirada triste sobre el bosque, el puente y el río que dejaba atrás.

            En la otra orilla el camino se tornaba pedregoso y en pronunciada subida. Agilizó el paso y comenzó a experimentar la fatiga. El andar se le volvió áspero en el contacto con las rudas rocas duras. Se detuvo ya después de un largo trayecto y dio la espalda a la cumbre. El paisaje que se desplegaba frente a sí era bellísimo. Desde aquella altura se dominaba el río, el bosque, la casa y la hondura del valle que se extendía mansamente hasta los pies de una cadena de cerros. Sintió por un instante la tentación de detenerse, de no ascender más y simplemente quedarse anclado en el consuelo de aquella cálida estampa. Pero nuevamente se instaló en su interior la poderosa atracción de la cima y siguió camino.

            Sin embargo pronto volvió a distraerse cuando de la única senda se abrieron otras. No pudo contener la curiosidad e investigó cada una. Todas parecían prometedoras de maravillas escondidas, de tesoros inéditos, pero ninguna cubrió sus expectativas: ni aquella que ostentaba presumidamente una tímida cascada, ni la otra que culminaba en un paredón vertical de piedra rojiza, ni la de más allá que se abría en un pequeño barranco, ni la de más acá que conducía a un pozo seco con rastros calcinados de arbustos extintos. Pero lo más frustrante fue sin duda que ninguna ascendía hasta la cumbre.

            Ya promediando la media mañana se dio cuenta que le quedaba poco tiempo y ahora sí, decepcionado y cansado, casi por ese orgullo que llamamos amor propio, retornó al primer camino y no lo abandonó hasta conquistar la cima.

            Cuánta sorpresa la suya al descubrir que en lo alto del cerro una confusión de zarzas y de arbustos impedían la visión panorámica. Pensó ser vano tanto esfuerzo para alcanzar un logro tan ineficaz. Mas el camino, ahora apenas intuible entre los vacíos que dibujaban las zarzas al tenderse las manos, seguía allí. Como por un túnel hecho de huecos zigzagueantes avanzó con una débil llama de esperanza por motor. Y su sorpresa fue aún mayor al descubrir una suerte de claro circular en lo que supuso o quiso imaginar por sensibilidad estética era el centro del cerro. Y en el centro de aquel centro, custodiada por una muralla de zarzas y de espinos que trazaban el perímetro se levantaba magnífica, espléndida y majestuosa una solitaria y pobrecita Cruz. De ella colgaba un Cristo sufriente y llagado casi de tamaño natural, quizás un tanto exagerado en sus rasgos. A sus pies un letrero en madera, delicadamente pirograbado rezaba:

 

            “Arrástrame hacia ti con fuerza irresistible. Sigue agigantando y excitando con tu don el interior deseo de unirme a ti, de abrazarme tan sólo a ti, de ser de ti. Guárdame en tu oscura noche protectora donde apagas todas las fascinaciones y escondes hábilmente a tus amadores. Permíteme caminar con la luz interior del amor creyente que regalas, con esa antorcha verdadera de fuego inextinguible que brota cuando a oscuras ya se han apagado las otras luces distractoras. Enséñame a vivir recogido en lo recóndito de mí donde sólo tú me habitas. ¡Oh, Señor Amado, escondido en lo más escondido de mí, trueca el episodio, que quede yo escondido en lo más escondido de ti!”.

 

            No tuvo duda alguna acerca del autor de aquellas palabras: Fray Juan. Ahora comprendía la intención de su maestro al enviarlo al cerro a caminar. Un poco entristecido con esa tristeza de Dios que lleva a la conversión se sentó a los pies del Amado en Cruz y dedicó el breve tiempo que le quedaba a la oración. Se levantó luego deseando quedarse y emprendió el camino de retorno. Al desandar el trayecto lo vio todo con mirada nueva. Caminó enfervorizado y llegó a la casa en el instante justo en el que los frailes se aprontaban para el almuerzo.

            Nada le preguntó Fray Juan durante el resto del día. Él se dedicó a sus actividades habituales pero sin poder despegar el corazón de aquel encuentro imprevisto. Mas por la noche, después de la cena, lo invitó el maestro a dar un paseo. Salieron de la casa y Fray Juan emprendió el sendero hacia el cerro. No llevaban linternas pero la cálida y suave luz de la luna y las estrellas alumbraban  las sombras suficientemente sin apagar empero la incertidumbre de la oscuridad. (Sabía Fray Juan que la noche es un gran bien para el alma. En ella resuena la voz del Esposo invitando a la amorosa fuga de la cerrada casa del yo hacia el espacio abierto de la unión). Y se fueron metiendo siempre más adentro entre las sombras.

            -Esta mañana alcancé la cumbre pero antes de abrazarla me detuve y distraje muchas veces. Al fin creo haber comprendido lo que querías que aprendiera. Sin embargo estoy triste por haber perdido tanto tiempo. Triste pero seducido y atraído más que antes.

            -Bueno, no lo sabías... ahora lo sabes. No te desalientes, mira el lado positivo, alcanzaste la cumbre. Fue más fuerte su atracción en ti que la de los otros parajes.

            Siguieron andando en silencio. Fray Juan se movía en la noche con gran naturalidad. Más aún, perecía que él y la noche eran uno. El novicio lo seguía de cerca con paso dubitativo. Por fin se detuvieron al borde del puente.

            -Quisiera que lo intentes de nuevo. Hoy no llegarás a la cima, te llevará tiempo, muchas noches. En la oscuridad hay más incertidumbre pero menos peligros. Se apagan las fascinaciones y uno descubre cuán fuerte y cuán hondo es su deseo. Y nuestro deseo es pobre y frágil, necesitado de la gracia. Pero la apertura al Don depende de nosotros. Aprende a dejarte guiar por la Llama Viva que en ti mora y no se apaga, que alumbra y alienta, que consume pero no aniquila sino que purifica y transforma. En la bendita noche el alma descubre cuál es su amor al Amor. Sólo quien pasa por la noche puede alcanzar la mañana.

            El novicio comenzó a caminar. Lo hizo torpemente. En el completo silencio que imperaba los chirridos del puente parecían afiladísimos gritos. Y empezó a descubrir qué era más fuerte en él: el impulso a revolcarse en la voluntad propia o el anhelo de Dios.

            En la interior morada era de noche pero tras ella brotaba Luz verdadera. Se desenvolvía lentamente el drama del amor.

 


4 comentarios:

  1. Hermoso... me resuena... "Sólo quien pasa por la noche puede alcanzar la mañana"

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  2. Sólo quien pasa la noche puede llegar a la mañana. Gran enseñanza deja la descripción.

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  3. Arràstrame hacia Ti Señor, y quede yo escondido en lo más escondido de Ti.

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  4. ..."Y empezó a descubrir qué era más fuerte en él: el impulso a revelarse en la voluntad preopia o el anhelo de Dios."
    Creo que es en la tension en la que permanentemente estamos debido, a como explica el padre Raniero Cantalamessa, "el hombre en su vida debe luchar permanente con tres cosas: "la Carne, el Mundo, y el Demonio, que ronda siempro sobre nuestras cabezas" y en estas luchas nos encontramos, le pido a Dios que nos encuentre siempre "luchando" Julio Perez.

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