Abba Montaña. Los senderos y el ascenso. Una alegoría rocosa.

 



"Apotegmas contemplativos" (2022)


Desde siempre le habían atraído las montañas con una fuerza irresistible. ¡Cómo deseaba ahora alcanzar la cumbre de aquella desconocida roca!

            Desde la casa, a los pies del cerro, nacía un camino angosto y sinuoso que se perdía pronto en el bosque. Lo transitó alegre en compañía de los pájaros. Penetró en la fronda con el mismo asombro de los descubridores. Cuando se encontró en medio de la nutrida arboleda se detuvo gozoso en los rayos de sol que se colaban entre las ramas y construían espacios contrastantes de sombra y de luz. Vagabundeó algún tiempo  reconociendo los disímiles parajes que caprichosamente erigían las enramadas. Dejó volar su imaginación. Y entre sendas perdidas alcanzó a escuchar con nitidez el correr del agua frente a sí. Retornó entonces a la seguridad del sendero y apuró el andar.

            Tras caminar un trecho se despejó el bosque dando paso a una estrecha ribera. De orilla a orilla se extendía esforzado un precario puente colgante. El río corría poco caudaloso entre las piedras unos tres metros por debajo. Al comenzar a atravesar el puentecillo comprobó su bondadosa flexibilidad que introducía a cada paso suyo un cadencioso bamboleo. Se sentía de nuevo un niño y se hamacó plácidamente mientras el viento jugueteaba con su pelo. Se detuvo a mitad del trayecto para contemplar el agua que se deslizaba cristalina y cantora. Pero la fuerza de la montaña que vivía en él le arrastró la mirada de nuevo hacia delante y a su vista se le enfervorizó el deseo y se renovó su andar seducido. Claro, no sin antes derramar una mirada triste sobre el bosque, el puente y el río que dejaba atrás.

            En la otra orilla el camino se tornaba pedregoso y en pronunciada subida. Agilizó el paso y comenzó a experimentar la fatiga. El andar se le volvió áspero en el contacto con las rudas rocas duras. Se detuvo ya después de un largo trayecto y dio la espalda a la cumbre. El paisaje que se desplegaba frente a sí era bellísimo. Desde aquella altura se dominaba el río, el bosque, la casa y la hondura del valle que se extendía mansamente hasta los pies de una cadena de cerros. Sintió por un instante la tentación de detenerse, de no ascender más y simplemente quedarse anclado en el consuelo de aquella cálida estampa. Pero nuevamente se instaló en su interior la poderosa atracción de la cima y siguió camino.

            Sin embargo pronto volvió a distraerse cuando de la única senda se abrieron otras. No pudo contener la curiosidad e investigó cada una. Todas parecían prometedoras de maravillas escondidas, de tesoros inéditos, pero ninguna cubrió sus expectativas: ni aquella que ostentaba presumidamente una tímida cascada, ni la otra que culminaba en un paredón vertical de piedra rojiza, ni la de más allá que se abría en un pequeño barranco, ni la de más acá que conducía a un pozo seco con rastros calcinados de arbustos extintos. Pero lo más frustrante fue sin duda que ninguna ascendía hasta la cumbre.

            Ya promediando la media mañana se dio cuenta que le quedaba poco tiempo y ahora sí, decepcionado y cansado, casi por ese orgullo que llamamos amor propio, retornó al primer camino y no lo abandonó hasta conquistar la cima.

            Cuánta sorpresa la suya al descubrir que en lo alto del cerro una confusión de zarzas y de arbustos impedían la visión panorámica. Pensó ser vano tanto esfuerzo para alcanzar un logro tan ineficaz. Mas el camino, ahora apenas intuible entre los vacíos que dibujaban las zarzas al tenderse las manos, seguía allí. Como por un túnel hecho de huecos zigzagueantes avanzó con una débil llama de esperanza por motor. Y su sorpresa fue aún mayor al descubrir una suerte de claro circular en lo que supuso o quiso imaginar por sensibilidad estética era el centro del cerro. Y en el centro de aquel centro, custodiada por una muralla de zarzas y de espinos que trazaban el perímetro se levantaba magnífica, espléndida y majestuosa una solitaria y pobrecita Cruz. De ella colgaba un Cristo sufriente y llagado casi de tamaño natural, quizás un tanto exagerado en sus rasgos. A sus pies un letrero en madera, delicadamente pirograbado rezaba:

 

            “Arrástrame hacia ti con fuerza irresistible. Sigue agigantando y excitando con tu don el interior deseo de unirme a ti, de abrazarme tan sólo a ti, de ser de ti. Guárdame en tu oscura noche protectora donde apagas todas las fascinaciones y escondes hábilmente a tus amadores. Permíteme caminar con la luz interior del amor creyente que regalas, con esa antorcha verdadera de fuego inextinguible que brota cuando a oscuras ya se han apagado las otras luces distractoras. Enséñame a vivir recogido en lo recóndito de mí donde sólo tú me habitas. ¡Oh, Señor Amado, escondido en lo más escondido de mí, trueca el episodio, que quede yo escondido en lo más escondido de ti!”.

 

            Recordó entonces las peripecias del trayecto, la atracción de la cima como las múltiples distracciones y retrasos. Pensó en ascender en la noche. Quizás impedidos los sentidos lo conduciría mejor el anhelo del corazón. ¿Pero se puede subir una montaña en la noche? Quizás solo en la noche se alcance esta cima.

 

ABBA MONTAÑA 5

 



"Apotegmas contemplativos"  (2022)

 

En la cumbre Abba Montaña lo esperaba.

Se sentó junto a él.

No sentía ni agitación ni agotamiento.

Mas bien le parecía que estaba liviano

y fresco como la mañana;

al mismo tiempo sólido y estable

como el gran macizo rocoso conquistado.

-Simplicidad indiferente y santa vacuidad,

le dijo su Abba.

Contempló el cielo desde la cúspide

y todo el mundo a sus pies.

Respiró pausadamente.

-Simplicidad indiferente y santa vacuidad.

 

 

            La paz interior. O al menos la ecuanimidad. Desde siempre los espirituales la han buscado.

Los filósofos estoicos griegos perseguían la “apátheia” como ausencia de pasiones, de tal forma de alcanzar un estado mental donde se pudiese discernir y ejecutar la acción virtuosa. Marco Aurelio en sus “Meditaciones” escribe: “Has de ser como una roca en la que se estrellan todas las olas. Ella está firme y el oleaje se amansa en su derredor”; y también: “El primer precepto: no te dejes impresionar por nada”. Habría que descartar pues toda impresión emocional para con indiferencia –y hasta diría frialdad- dejar preponderar la razón. Evidentemente partían de la desconfianza sobre sentimientos y emociones que también ha marcado en gran medida ciertas corrientes de espiritualidad cristiana. Pero Aristóteles no  contrapuso pasiones y moralidad, admitiendo que se podía llevar una vida virtuosa en la medida en que las pasiones no se vivieran según el exceso –la virtud la hallaba en el justo medio-,  sino ordenadas a la consecución del fin bueno. Dicho todo esto con didáctica pero imprecisa síntesis.

Los Padres del Desierto –el monaquismo primitivo oriental de corte primero anacorético y luego cenobítico- utilizó el término “apátheia” en el sentido de “pureza de corazón”, caridad perfecta, restauración del estado paradisíaco y bautismo en el Espíritu. La “apátheia” marcaba ese momento de la vida espiritual donde se ponía fin a las purificaciones y se daba tránsito hacia lo que llamaban “ciencia cristiana”, “teoría o gnosis”. Entonces el monje podría alcanzar la “parrhesía” o libertad de lenguaje ante Dios. Es decir, ya estaba maduro para vivir el ideal monacal por excelencia, la oración continua.

“Todo el fin del monje y la perfección del corazón tiende a perseverar en una oración continua e ininterrumpida, y, en cuanto lo permite la humana flaqueza, se esfuerza por llegar a una inmutable tranquilidad de espíritu y a una perpetua pureza.” (Juan Casiano. atribuyendo la máxima a Abba Isaac.)

Obviamente la “praxis” ascética era el medio por el cual la persona se iba purificando y alcanzando madurez espiritual. En este sentido el esquema tendía a pensar correlativamente, primero la ascesis y luego la mística.

Un concepto se extendió ampliamente en el monaquismo oriental: “hesychía”. Evagrio Póntico había formulado el ideal de la oración como: “Dejarlo todo para obtenerlo todo”. La “hesychía” suponía un conjunto de medios que hacían posible la vida de oración. Clásicamente la tríada: soledad, silencio y quietud. Pero en definitiva se trata del amor, de un amor efectivo y convertido en género de vida, orientado a la contemplación. El término a veces designa un estado de vida y un estilo, unas condiciones necesarias y favorecedoras de la contemplación, una ”hesyquía física”. Otras, significa un estado del alma o “hesychía espiritual”, la madurez de quien ha alcanzado la paz y el silencio interior, el aquietamiento reconciliador y la tranquilidad espiritual de quien permanece en oración continua. Pues el fin del monje es la unión con Dios.

Daré un importante salto histórico. Sabemos que los movimientos pauperísticos medievales, con su lema “desnudos seguir al Desnudo” (en la Cruz), y con toda su producción espiritual reformista –marcadamente cristológica y eclesiológica-, inspiraron fuertemente el nacimiento de las Órdenes Mendicantes. Aquí rescato el término tan originalmente franciscano: "desapropiación", vivir “sin nada propio”. Se trata de una pobreza radical: recibirlo todo de Dios y devolvérselo todo a Dios, peregrinar en gratuidad. Lo cual rápidamente se tradujo en “desapego”.

Y desde la misma experiencia de siempre la vida contemplativa se renovó en el mirar absorto y agradecido del misterio de la Encarnación. En esa escuela de la pequeñez de Dios en Pesebre, Eucaristía y Cruz, en esa contemplación renovada de la humanidad de Jesucristo y de su Pascua, se abrió paso la mística del corazón. No tengo dudas que este proceso iniciado en este momento culminará en el gran siglo de oro de la mística latina. San Juan de la Cruz –en famoso dibujo para ilustrar una de sus obras-, en el camino que asciende al Monte escribe “nada, nada, nada”.

Todo esto para dar contexto a la expresión “simplicidad indiferente y santa vacuidad”. Las purificaciones han concretado el desapego del alma de todas las cosas, lo cual no significa abulia sino que puede vivirlo todo sin quedarse ya pegado en nada. Que la unión con Dios ha crecido al punto que solo desde allí se vive. Que toda la realidad ha quedado supeditada y proporcionada a este estado de gracia en unidad de corazón. Todo en Dios, nada sin Él. Simplicidad de vida, sabiduría de pobres y  humildes de espíritu.

“Simplicidad indiferente” no es pues desinterés, sino que nada mueve ya quitando del centro al Señor. “Santa vacuidad” significa que el espacio interior permanece libre para ser lleno de Dios. Entre secretas purificaciones y goces extáticos el alma se ha saciado de Amor Divino. Por la apatía de mundo puede comprometerse con el aquí y ahora de la historia con la serenidad de que “todo pasa pero Dios no se mueve, que solo Dios basta”, al decir teresiano. Por la sanación de la carne ha capitulado de tal modo que se encuentra plenamente libre en una sana dependencia de su Dueño y Esposo, en un abandono amoroso tan luminoso en certezas de esperanza y fe. Por el combate contra el Adversario ha co-vivido la Pascua transformante y ha resurgido victoriosa en Él. Nada por saber, nada por ganar o perder, nada por añorar hacia el pasado ni por anhelar hacia el futuro, nada por buscar como nada por esquivar. Todo se ha detenido; silencio, soledad, quietud. Sin embargo ahora verdaderamente todo está tan vivo. Todo simplemente en Dios. Simplicidad indiferente y santa vacuidad. Paz y plenitud en serena unión con Aquel que todo tiene en su mano. Y el amor ya sabe entregarse del todo en todo sin quedarse por nada en nada.

 

 

Abba Montaña 4

 


 "Apotegmas contemplativos"  (2022)


Y Abba Montaña volvió con el tiempo.

Lo encontró recogido en la caverna,

enteramente quieto y silencioso,

con su mirada desde la oscuridad clavada

en la serena luminosidad del cielo.

Lo llamó paternalmente;

primero le mostró el precipicio allá abajo

y luego le hizo voltear ciento ochenta grados

para que al levantar su mirada hacia arriba

descubriera imponente y próxima la cumbre.

-Ahora sube.

-Pero Abba, es casi una pared vertical.

Ciertamente el ascenso era de gran peligro.

-Sé uno con la Roca.

El discípulo pegó su cara y su pecho al macizo,

sus manos y sus pies se hundieron en las grietas,

y dando la espalda al precipicio

comenzó a ascender sufridamente.

 

 

            Oscurecimientos, excavaciones y desgarros, agonías y muertes de amor. No hay forma de ascender a la Unión Esponsal sin hacerse uno con la Cruz. Misteriosas y superadoras de cualquier análisis resultan las purgaciones místicas.

Ciertamente arduo es intentar comunicar algo de cuanto en este punto el Señor hace en el alma. Diría que es más fácil expresar lo inaudito que acaece en un éxtasis que esta honda hora de Cruz y Sepulcro. Además preveo que casi todos prefieren hablar de destellos de Gloria que de esta bendita y santa Muerte. Y sin embargo las arras de Gloria serán solo eso, primicias, y no una realidad definitivamente habitada sin esta impenetrable Oscuridad.

Con la escasa sabiduría que se me ha dado algo balbucearé. Otros espirituales lo han presentado con más ciencia pero me siento convocado a una palabra enteramente personal.


Primera ola o creciente marejada

Al comenzar el orante a vivir el recogimiento infuso o quietud de las potencias ya le acarician los Oscurecimientos. Porque el Señor para poder ponerlo más en Él, para lograr atraerlo hacia Sí con lazos de Amor Nuevo, no solo debe fascinarlo sino también sembrar apatía de mundo. Debe Cristo desinteresarnos de cuanto nos entretenía en la exterioridad de la carne y postergaba el Encuentro. Se deben apagar las falsas luces distractoras e ir quedando atrás las apetencias que secretamente nos encadenaban.

Voy a citarme a mí mismo en escrito antiguo:

“Arrástrame hacia Ti con fuerza irresistible. Sigue agigantando y excitando con tu don el interior deseo de unirme a Ti, de abrazarme tan sólo a Ti, de ser de Ti. Guárdame en tu oscura noche protectora donde apagas todas las fascinaciones y escondes hábilmente a tus amadores. Permíteme caminar con la luz interior del amor creyente que regalas, con esa antorcha verdadera de fuego inextinguible que brota cuando a oscuras ya se han apagado las otras luces distractoras. Enséñame a vivir recogido en lo recóndito de mí donde sólo Tú me habitas. ¡Oh, Señor Amado, escondido en lo más escondido de mí, trueca el episodio, que quede yo escondido en lo más escondido de Ti!”.

Diría que el Señor trabaja “a dos manos”: con una nos llama, acaricia y seduce invitándonos a un mayor acercamiento; con la otra va liberándonos de tantísimas ataduras. Imagino que el alma apenas percibe esta labor sutil y hábil, delicada y certera. Solo comprende que un tiempo nuevo se le está donando. Adormecimiento de los habituales sentidos y nacimiento del sentido interior. No comprende aún del todo que puede experimentar al Señor más cerca porque ahora está más lejos de donde antes estaba.

Probablemente serán las personas con quienes convive quienes le ofrecerán registro de cuanto le acontece invisiblemente. Pues le reclamarán que ha cambiado, que se ha vuelto distante y separado. Simplemente se ve llevado a la soledad con voraz deseo. Se le ha vuelto insulso al paladar del corazón cuanto le apasionaba y a lo que dedicaba todo su esfuerzo. Como si estuviese parado sobre un puente que se rompe y deja en el vacío –solo salvable por un gran salto- la antigua orilla cotidiana, a la vez que sostiene la posibilidad de caminar hacia una orilla desconocida que hasta ahora no se había descubierto.

Cada vez que alguien describe un itinerario en etapas pareciera que para comenzar una nueva debe cerrarse la anterior. Pero aquí no es de este modo. Esta primera ola permanecerá siempre vigente a lo largo de todo el proceso contemplativo aunque sobrevengan otras olas detrás de ella. Siempre crecerá el oscurecimiento más y más. Al principio detectable en cuestiones existenciales, cambios de vida y de opciones –incluso vocacionales-, hasta que vaya haciéndose habitual del vivir, profundo y extenso. Es decir, hasta que termine de madurar la Fe como Luz Oscura que se arrima lindante al Misterio y permanece allí.

Apatía. Sí, la apatía, una creciente indiferencia de mundo es propia de esta primera ola purgativa.


Segunda ola o conmovedor terremoto

Excavaciones y Desgarros son la mejor expresión que encuentro para significar este segundo momento purificador. Porque si la primera depuración del alma la ayudaba a liberarse y desvincularse del mundo –en el sentido negativo de una mentalidad y ambiente opuesto a Dios y a su proyecto-, este segundo tiempo es más íntimo; porque es desde adentro, desde el corazón del hombre donde surgen los males y las impurezas como enseñaba el Señor. ¡Cuánta oscuridad con sus raíces ocultas, subrepticias, camufladas vive en nosotros!

A menudo percibo pastoralmente aquello que también señalaba Jesús: quienes creen no tener pecado permanecen el él y no lo advierten. No pocas veces es claramente indicio de tentación ese andar como superados por la vida de la Iglesia; cristianos que se creen modernos y progresistas, embanderados bajo una falsa misericordia que todo lo admite y convalida para mostrar amplitud e inclusión. Pero no se dan cuenta que solo transitan el derrotero de una complicidad degradante. Han negociado convivir con el mal.

Obviamente tampoco es sano el otro extremo enfermizo de los escrupulosos, que desesperando de la Gracia y del Amor Divino, piensan que no hay remedio posible y que ellos ya están condenados sin salvación. Ni el falso camino de los puristas desamorados que en todo ven al Demonio y no pueden ya parece percibir tanta bondad, verdad y belleza en el mundo creado que pervive silenciosa y fecunda.

Pero en procesos sanos de maduración de la fe sucede que el pecado es descubierto en uno, también en los demás, pero fundamentalmente en uno. ¿Cómo ha crecido semejante podredumbre en mi interior? ¿Desde cuándo esta infección purulenta me habita? Y no se trata de una exageración sino de una mirada a la luz de la Gracia. Como se suele decir una habitación cerrada, sumida en la oscuridad, no permite distinguir casi nada y quien abre la puerta y se adentra no tardará torpemente en lastimarse chocando contra el amueblamiento. Pero basta que abra un poco la ventana que ya distinguirá los objetos con sus dimensiones. Y cuánto más abra la ventana, todo estará más claro a su mirada. Y si la abre de par en par ingresará tanta luz que le parecerá que en sus rayos puede percibir los corpúsculos diminutos del polvo en el aire.

Cuanto más el alma se acerca a Dios, permítanme decirlo mejor, cuánto más el alma acepta que Dios se le acerque, más luz de Gracia hace más perceptible el pecado tanto en sus detalles más delicados como en sus raíces más hondas y ocultas. Insisto pues en el “más”. En continuidad con los oscurecimientos y su apatía de mundo, el Señor avanza para que el contemplador descubra la inmensa obra de purificación que debe hacerse en su interior. Esta hora suele ser concomitante con los tiempos extáticos y es habitual que tanta comunicación de Amor Divino se recorte sobre una sana conciencia de desproporción. El contraste entre la Santidad del Amador Amado y la condición pecadora de su amado amador se hace siempre más evidente. Más se dona Dios y acaece mayor gozo de amor y mayor sufrimiento por verse uno tan bajo. Es propio de una autentica experiencia del Amor Divino que quien es así agraciado se sienta inmerecidamente favorecido y se duela de estar tan poco a la altura.

Ahora bien, las purgaciones de esta etapa son tan cruciales y van tan a lo esencial, que son tremendamente dolorosas espiritualmente en Amor. No he podido describirlas sino como una excavación que parece nunca va a terminar y siempre apunta más hondo. Un movimiento del todo interior y profundo que desde un punto desciende hasta la raíz de todo pecado para extirparla. Otras veces más bien sucede cual movimiento ascendente de una garra afilada –en verdad el toque del Señor Amado es caricia delicada de Amor que en desproporción y contraste así se percibe por el alma imperfecta en la adhesión plena a su Voluntad-. Ese toque suave de Dios sin embargo parece desmoronar las paredes interiores, desgarrarlo todo adentro. Deja al contemplador desnudo y desapegado, más pobre y humilde, más simple y pacificado.

Debo insistir en la concomitancia del Amor Divino que se comunica con estas purgaciones. Pues si no fuera por este Amor el alma quedaría como aniquilada, nadie podría soportar semejantes trabajos si el Señor no lo sostuviera. A veces he pensado estas purgaciones en analogía con el Purgatorio.

Pues si la primera ola se dirige a la apatía de mundo, la segunda –cual conmovedor terremoto- se encamina a la purificación de la carne. Nuestra condición humana debe ser devuelta a aquella inocencia agraciada que el Padre quiso para nosotros en Cristo, su Hijo.

Desnudez, poder de nuevo estar frente a Dios con simplicidad de hijos y no como el Adán rebelde. Un gran desasimiento interior se opera en Gracia para que la libertad quede liberada, quiero decir ya desenraizada del pecado y de su seducción y vuelta alegremente a su Señor, ágilmente disponible a adherirse solo a su Voluntad.

Aquí es la virtud teologal de la Esperanza quien resulta acrecida. El alma ya está disponible a recibirlo todo de Él, a esperarlo todo en Él y solo en Él. Quienes son pobres de espíritu lo podrán tener todo y verán a Dios. Habrá siempre Esperanza para el alma pobre, pequeña y humilde. Este vaciamiento interior de cuanto impuro ocupaba y obstruía, ha sido como un parto. ¿Qué se ha dado a luz? Una nueva y vigorosa receptividad amante, una disponibilidad ungida en el Espíritu. Docilidad filial. Desnudez y paz.


Tercera ola o inmersión en un silencio total

Agonías y Muertes de Amor. “¿A qué, Señor, me has traído aquí? Aquí has venido, hijo mío, a perder todas las cosas.” Perderlo todo.

Y aquí, al final de tantas purificaciones, me parece estar en el mismo punto inicial aunque en otro nivel de profundidad. Me explico.

Sin duda identifico aquel retiro espiritual durante el Triduo Pascual, cuando contaba aún dieciocho años, como el punto de partida de mi camino espiritual. Hasta allí la catequesis para los sacramentos y un paso inestable por la vida parroquial. Pero aquel Viernes Santo, donde seguramente se nos ha anunciado a  los ejercitantes el Misterio de la Pasión en Cruz del Señor, fue inadvertidamente crucial. En un momento de oración, con imágenes y canciones, cuando todos alrededor mío lloraban emocionados por la entrega de Jesús; yo simplemente me sentí vacío, reseco y frío. Debo haberle dicho a Dios algo que ahora expresaría así: “No tengo lágrimas de amor para ofrecerte. Solo sé que no me encuentro a mí mismo en el camino de la vida, estoy perdido y sin saber qué hacer. Solo puedo ofrecerte mi capitulación. Me has vencido. Yo no sé, solo Tú sabes. Hazte cargo de mí.”

Aquella bendita claudicación abrió el tiempo de una profunda conversión. Estaba realmente yo como barro en manos del Alfarero.

Ahora, casi treinta y cinco años después, el camino de purificación me ha traído al mismo punto que quizás nunca he abandonado, pues solo he caminado en espiral. Perder todas las cosas.

Si la primera ola traía oscurecimiento creciente con su apatía de mundo en Fe y la segunda con sus excavaciones y desgarros daba una inocente desnudez pacificadora en Esperanza, esta tercera ola habrá de concluir todo el proceso consolidando una simple y verdadera Caridad.

Este momento purgativo es como estar en el Sepulcro, en el Santo Sepulcro con Él. El alma como encerrada allí por Gracia no escucha más que silencio y no ve más que oscuridad. Todo se ha perdido. Adentrarse en la Muerte del Señor, “ser sepultados con Él para resurgir con Él”, renovar místicamente el Misterio del personal Bautismo en la Pascua de Cristo. “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu, aquí estoy para perder todas las cosas y abandonarme entre tus manos sin reserva.” El incremento de la Caridad hacia Dios ha llegado al punto de que el alma postrada, en santa capitulación de amor, se deje vencer definitivamente por un tal Amor y no viva ya más que unida a Él.

Pero esta tercera purgación también acaece porque ha escalado el mal en su embate y son estos tiempos de vérselas con el Enemigo como cara a cara. Inenarrable experiencia de que el otro, el Adversario, furioso como león rugiente se abalance sobre la pequeñez del contemplador para intentar devorarlo. Nada le violenta más al innombrable que la santidad y no puede soportar en modo alguno un alma que en Gracia se va purificando para abrazar enamorada la Cruz. Por eso cuanto se ha vivido como diversas formas de tentación queda atrás, y él también se revela, muestra su horripilante rostro y ataca violenta y descaradamente, diría de modo directo y sin esconderse.

Entonces no hay nada más por hacer que pronunciar el nombre de Jesucristo Señor. Nada más por hacer que confiarse al Padre. Nada más por hacer que invocar al Espíritu. Porque Dios mismo sale en defensa de sus hijos y no permite que los justos sean abatidos. La Caridad ha crecido hasta el punto de ya no ser vencida por el mal, de ya no ser quitada ni desviada el alma de su Dios.

Y aquí el paso final. En arrebato de locura furiosa el Adversario quiere lanzarse contra los hermanos, vengarse en aquellos que pueda vencer. Más el contemplador también ha madurado en Caridad fraterna hacia sus hermanos los hombres, y descubre que puede y ya quiere inmolarse con Él por la salvación del mundo. Misteriosamente participa ya de algún modo de su vocación expiatoria. Se ofrece a sí mismo porque está unido al Cristo que es Cordero de Dios y Sacrificio de agradable aroma. Aunque no sepa bien cómo Dios hará fructificar su entrega se hace disponible: “Padre Santo, unido a tu Hijo, te suplico permitas se descarguen también sobre mí las dolencias y penas, las cadenas que aprisionan y las heridas que laceran. Aquí también estoy en tu Amor, solo por tu Amor, para la liberación y redención de mis hermanos."

Ya no diré más. Un amor crecido combate el mal viviendo el sacrificio. La Cruz no es un mal momento por superar, un trago amargo que pasar. La Cruz lo es todo. No se puede vencer al mal sin ser crucificado. La Cruz permanece porque es el Amor.


        Postración con los brazos en cruz y el rostro en tierra. Quien ha perdido todas las cosas, quien lo ha entregado todo, ya no puede ser vencido. Podrá permanecer en serena Caridad.


Diálogo vivo con San Juan de la Cruz 1

 



CONVERSACIONES SUBIENDO AL MONTE 1 (2022)


UNIÓN CON DIOS

  

“…el estado de esta divina unión consiste en tener el alma, según la voluntad, con tal transformación en la voluntad de Dios, de manera que no haya en ella cosa contraria a la voluntad de Dios, sino que en todo y por todo su movimiento sea voluntad solamente de Dios.” (SMC L1, Cap.11,2)

 

Queridísimo Fray Juan, no te tardas nada, y ya desde los comienzos de nuestro diálogo subiendo al Monte, declaras con sencillez en qué consiste alcanzar su cima.

De hecho esta unión con Dios en su grado máximo -tal como se pueda dar aquí en la historia-, necesariamente es unión en un mismo querer sin división. Ya hablaremos seguramente acerca del tremendo camino de purgación que se debe atravesar. Y ciertamente delimitaremos con más precisión en qué consiste la unión nupcial del alma con su Dios. ¡Pero cuánto bien nos hace que nos recuerdes que la santidad no es nada más ni nada menos que conformarse a la Voluntad Divina!

En nuestro siglo padecemos eclesialmente dos problemas más pronunciados en este punto.

El primero: la santidad es escasamente proclamada y más extraño aún es hallar, tanto verdaderos maestros como caminos de formación para vivirla. Además, so pretexto de una equívoca y desorientada misericordia, se tiende a convalidar la mediocridad e ir igualando todo –muy inclusivamente por supuesto- hacia abajo.

El segundo: una forma de comprender la santidad atada a lo extraordinario, un culto al milagrerismo y a la espectacularidad. No creo que sean muchos Fray Juan hoy en día quienes vean en la Cruz la clave. No sé a cuántos interesará este diálogo nuestro que tendrá tanto de desasimiento, de humildad y pobreza, de nada…

Te cuento que a mí -desde el comienzo más consiente de mi andar discipular en la juventud-, me ha producido siempre gozo descubrir la Voluntad del Padre. Me he sentido en el Espíritu fascinado e inquieto por descubrir sus caminos. La paz me ha llegado al ser iluminado en Gracia y comprender su santo mandato sobre mi vida. La Voluntad de Dios no me ha provocado angustia ni miedo, por lo contrario me ha dado sosiego y me he sentido seguro bajo su refugio. Lo más penoso han sido esos intervalos de incertidumbre, esos tiempos de discernimiento que esperan dar a luz la Vida Nueva tan anhelada en Cristo.

Digo esto porque hablaremos de la mística transformación del alma que se une a su Señor. Pero nos acompañan muchos hermanos a los cuales debemos con más llaneza explicarles con sinceridad que no se preocupen tanto por tener experiencias espirituales extraordinarias porque en eso no consiste nada de cuanto es firme y permanece. Pondremos nuestro cimiento en esta verdad: hacer la Voluntad de Dios y solo la Voluntad de Dios. El Señor sabrá si por senderos ascéticos o también místicos nos lleva. Ciertamente nos conducirá por el mejor y más apropiado trayecto para cada quien.

Finalizo este intercambio, querido hermano, dándote testimonio de mi mayor alegría. Como sacerdote y pastor en su Nombre, me estremezco de dicha cuando veo a las ovejas buscar con insistencia la Palabra bendita que los introduzca en el Silencio del Padre, en su Misterio… y en ello perciban con fuerza transfigurante su santo designio de salvación. ¡Y cuánto me duele y entristece ver cristianos buscándose a sí mismos bajo todo espejismo de Adán! Te ruego intercedas por nosotros, por la Iglesia peregrina, que el Espíritu nos regale una santa hambre y sed por la Voluntad del Padre Altísimo.


Vida y Regla para un Presbiterado Contemplativo (7)


7. Bajo el soplo del Espíritu

con vida escondida

en la Santa Iglesia.

 

Como ya he dicho, toda la fórmula de voto queda inmersa en esta inclusión: se parte desde el Espíritu y se culmina en Él. Pues la vida presbiteral en el Señor a la que aspiro, no la entiendo sino como un continuo y renovado Pentecostés personal. Cada día debo volverme a Dios Trinidad y dejar que el Espíritu Santo sople (cf. Jn 20,19-23; Hch 2,1-4). Me urge hacerlo como cristiano y presbítero. No acostumbrarme a la inercia discipular o a la rutina del ejercicio del ministerio, sino abrirme siempre a la novedad de la Gracia. Cada día volver a comenzar, dejarme insuflar y ser recreado, ponerme bajo su inspiración, ser sostenido y enviado. ¡Ven Santo Espíritu de Dios!

“Es verdad: Tú eres un Dios escondido, el Dios de Israel, el Salvador.” (Is 45,15) La temática de la “vida escondida” ha sido siempre muy querida a mi corazón y en mi camino vocacional. Como Dios salva y hace maravillas en silenciosa humildad, así también la vida contemplativa sabe que el bien, cuánto más escondido más fecundo.

Esta vida escondida presbiteral está limitada por una realidad ineludible: el sacerdote es un hombre público. No se trata pues de retirarse a la clausura monástica o eremítica sino del estilo pastoral humilde, silencioso y abajado del mismo Jesucristo. Consiste en confiar más en lo invisible de Dios que en la espectacularidad humana, más en la simpleza de espíritu que en las pretensiosas herramientas técnicas, más en la oración que en la publicidad de eventos, más en el misterio que en el despliegue de múltiples acciones.

Y obviamente conlleva la renuncia a todo personal ensalzamiento y “culto a la persona del presbítero”. Como hijo en el Hijo quiero vivir de cara al Padre, sólo interesado por su Reino que viene, por ayudarle en la obra de la salvación del hombre.

Entonces los cargos no son honores ni la consecución de una carrera eclesiástica exitosa; se los acepta para servir más y porque tienen Cruz. Al comienzo de mi servicio de párroco acuñé la siguiente expresión:

            “Cargos no son honores,

cargos son cargas;

no quiero cargar cargos

sino con los cargos

cargar cargas.”

 

Por tanto soy feliz en la Santa Iglesia dando la vida y no buscando vanagloria; por lo contrario exponiéndome a situaciones pastorales donde quedo exhibido sólo cuando discierno servicio y sacrificio, intentando correrme y desaparecer cuando intuyo poder y acomodación.

“Con vida escondida” también y sobre todo incluye pues una óptica contemplativa, diría más propiamente, mística. Suelo decirme a mí mismo y cuando es oportuno a otros: “Como si no pasara nada, lo cual es cierto.” Es fruto de la Unión con Dios descubrir que sólo Él es el Absoluto, que todo pasa y se mueve mientras Él permanece cual fundamento inconmovible de todo, por tanto  el Único que ofrece peso de Gloria Eterna.

 

“Les digo, pues, hermanos: El tiempo es corto. Por tanto, los que tienen mujer, vivan como si no la tuviesen. Los que lloran, como si no llorasen. Los que están alegres, como si no lo estuviesen. Los que compran, como si no poseyesen. Los que disfrutan del mundo, como si no disfrutasen. Porque la apariencia de este mundo pasa.” (1 Cor 7,29-31)

 

La entrega al servicio ministerial no debe generar pegotes y apropiaciones mundanas sino un libre y sereno caminar de peregrino. “Todo está en Él, todo en Él”, también frecuentemente me digo.  Pues lo que no pueda estar en Él no tiene vida, es inconsistente y vano.

 

“Les exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, que ofrezcan sus cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios: tal será su culto espiritual. Y no se acomoden al mundo presente, antes bien transfórmense mediante la renovación de su mente, de forma que puedan distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto.” (Rom 12,1-2)

 

            Un presbiterado contemplativo, sólidamente fundado en Dios, gozando de la Unión de Amor con Él, camina en la historia contemplando el Reino ya presente, buscando la Gloria y realizando el servicio de colaborar en la ascensión de los hijos al Padre. Y en la visión beatífica de la Santísima Trinidad descansará permaneciendo en extática y eterna entrega de sí al Amado y Esposo.

 

Vida y regla para un Presbiterado Contemplativo (6)

 


"Vida y regla para un Presbiterado Contemplativo" (2021)


6. Y para madurar la unión con Dios

y su Santa Voluntad

cultivaré el espíritu de oración

en pastoral soledad, silencio y penitencia.

 

a)  “Y para madurar la unión con Dios y su Santa Voluntad”

 

“Permanezcan en mi amor”, ha sido mi lema tanto de ordenación diaconal como presbiteral. Claramente he tenido conciencia que mi vocación al ministerio ordenado estaba orientada al servicio de testimoniar, educar y acompañar a quienes el Señor pusiera en mi camino para alcanzar esta permanencia en el amor.

Sin embargo reconozco en mí mismo y en todos que esta unión con Dios no se realiza cual una realidad estable sino a través de un largo proceso de maduración, no exento por supuesto sino a través de un camino de honda y decisiva purificación. Por eso el Evangelio de la Vid (Jn 15,1-17) ha inspirado tan fortísimamente mi vida personal y sacerdotal.

 

Jn  15 

 

4 Permanezcan en mí, como yo en ustedes.

Lo mismo que el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo,

si no permanece en la vid;

así tampoco ustedes si no permanecen en mí. 

 

5 Yo soy la vid; ustedes los sarmientos.

El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto;

porque separados de mí no pueden hacer nada. 

 

6 Si alguno no permanece en mí, es arrojado fuera,

como el sarmiento, y se seca;

luego los recogen, los echan al fuego y arden. 

 

7 Si permanecen en mí, y mis palabras permanecen en ustedes,

 pidan lo que quieran y lo conseguirán.

 

9 Como el Padre me amó, yo también los he amado a ustedes;

            permanezcan en mi amor. 

 

10 Si guardan mis mandamientos,

permanecerán en mi amor,

como yo he guardado los mandamientos de mi Padre,

y permanezco en su amor. 

 

            En este mismo sentido, he asumido el llamado a la santidad personal en clave de unión con Dios. Interpretando sin concesiones que la santidad se define tan simple como “realizar la voluntad de Dios”. No consiste en tener experiencias místicas ni en hacer prodigios, pues en todo ello puede haber mezcla de naturaleza pecadora y engaño demoníaco. La santidad consiste en vivir como el Padre quiere que viva, como el Hijo ha vivido, como el Espíritu me impulsa a vivir. Permanecer en su Palabra, en sus mandatos es camino real de santidad. Porque el alma unida a Dios no quiere nada en contra de Él, no quiere nada sin Él y lo quiere todo con Él y para Él.

            Por eso desde hace largo tiempo discierno que otro de mis centros espirituales es Getsemaní. De alguna forma me siento de continuo allí, frente a la decisión por entregarle la vida al Padre sin reservas. “Padre mío, si fuese posible algún otro camino, si pudiese esquivar la Cruz; pero Amado Padre mío que se haga solo tu Santa Voluntad”.

 

“Salió y, como de costumbre, fue al monte de los Olivos, y los discípulos le siguieron. Llegado al lugar les dijo: «Pidan que no caigan en tentación.»  Y se apartó de ellos como un tiro de piedra, y puesto de rodillas oraba diciendo: «Padre, si quieres, aparta de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya.» Entonces, se le apareció un ángel venido del cielo que le confortaba. Y sumido en agonía, insistía más en su oración. Su sudor se hizo como gotas espesas de sangre que caían en tierra. (Lc 22,39-44)

 

            Y he deseado fervientemente, y he podido irlo concretando, vivir una Iglesia que sea familia de Jesucristo por la escucha amorosa y atenta recepción del tesoro de su Palabra como apasionada por cumplir filialmente la Voluntad del Padre. Todo mi ministerio sacerdotal se ha encaminado a pastorear en su Nombre, animando a la santidad comunitaria y personal por la búsqueda de una creciente unión con Dios concretada en vivir su Santa Voluntad en nuestra vida.

 

“Todavía estaba hablando a la muchedumbre, cuando su madre y sus hermanos se presentaron fuera y trataban de hablar con él. Alguien le dijo: «¡Oye! ahí fuera están tu madre y tus hermanos que desean hablarte.» Pero él respondió al que se lo decía: «¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?» Y, extendiendo su mano hacia sus discípulos, dijo: «Estos son mi madre y mis hermanos.  Pues todo el que cumpla la voluntad de mi Padre celestial, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre».” (Mt,12,46-50)

 

b)      “Cultivaré el espíritu de oración”

 

Desde siempre creo, me ha fascinado el verbo “cultivar”. Pues me habla de una actividad que no produce directamente nada por sí misma pero que es relevante en cuanto establece las condiciones favorables para fructificar. La semilla tiene su potencialidad, la tierra sus nutrientes y el cultivo colabora con ellos.

En este sentido me habla de la dinámica propia del acontecimiento de la Gracia en nuestra vida: se parte del don ofrecido por Dios, el cual requiere la receptiva respuesta del hombre. El don de Dios llama al hombre a la tarea colaborativa. Así puede surgir una co-tarea y una co-responabilidad que resultan comunes pero bajo la primacía del Señor –que trabaja primero y lo hace siempre-. Dios da el don para que el hombre junto con Él lo cultive hasta que produzca su fruto.

He creído desde siempre, insisto, que las personas deben cultivarse. Que la semilla y el terreno los ha dado Dios y que uno junto al Espíritu debe remover la tierra y asegurar el riego. La espiritualidad de hecho se cultiva. Y también la espiritualidad es ése cultivo que favorece el fruto.

Además “cultivar” se emparenta con “culto” y “cultura”. En mi caso personal como presbítero, cultivar básicamente es dar culto al Señor –con toda la vida-, lo cual produce una cultura de la unión con Dios. Cultivar el espíritu de oración significa simplemente orientar todo el vivir a la unión con Dios, pues sólo unido a Él podré dar fruto.

 

“Entonces Yahveh Dios formó al hombre con polvo del suelo, e insufló en sus narices aliento de vida, y resultó el hombre un ser viviente. Luego plantó Yahveh Dios un jardín en Edén, al oriente, donde colocó al hombre que había formado. Yahveh Dios hizo brotar del suelo toda clase de árboles deleitosos a la vista y buenos para comer, y en medio del jardín, el árbol de la vida y el árbol de la ciencia del bien y del mal. De Edén salía un río que regaba el jardín, y desde allí se repartía en cuatro brazos. Tomó, pues, Yahveh Dios al hombre y le dejó en al jardín de Edén, para que lo labrase y cuidase. Y Dios impuso al hombre este mandamiento: «De cualquier árbol del jardín puedes comer, mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que comieres de él, morirás sin remedio».” (Gn 2,7-10.15-17)

 

Hermosa imagen bíblica del cultivo. “Cultivar el espíritu de oración” de alguna forma es retornar personalmente al origen de la propia creación y también a su drama. Dios sopla su Espíritu y emerjo como un viviente, me despierto y por la fe veo la vida. Me comprendo a mí mismo como el jardín de Dios por cultivar. El río de la Gracia lo riega generosamente y todo fructifica. Sólo debo ayudar cultivando y evitar caer en la tentación de tomar del fruto prohibido. ¿Para qué intentar usurpar la divinidad por la traición, desplazando a Dios del centro del jardín, si el mismo Dios me ha puesto allí para cultivarlo de modo que Él me divinice? Por la ruptura se engendra la muerte, mas por la unión con el Señor fructifica la Vida.

 

c) “En pastoral y fraterna soledad, silencio y penitencia”

 

La clave pastoral y fraterna

 

Sin duda la expresión “en pastoral y fraterna” es la clave donde se apoya y concreta el estilo de vida. La identidad contemplativa entra en diálogo con la identidad presbiteral, justamente en clave pastoral. La realidad pastoral, encarnada tanto por las obligaciones del oficio como por las condiciones de la comunidad a la que se sirve y también por la posible convivencia cotidiana con otros presbíteros, no solo es ineludible sino que resulta el punto de partida y retorno de la contemplación. Porque quien busca la unión con Dios es un presbítero concreto, con un oficio eclesiástico acotado y una comunidad de referencia puntual, que se debe a unos vínculos fraternos reales. Pero más ampliamente, toda su vida es ser sacerdote: lo es tanto cuanto ejerce visiblemente el ministerio, como cuando reside y descansa en su casa, como cuando se da espacio para el desarrollo personal. Contempla a Dios pues como presbítero –nunca deja de serlo- y justamente contempla al Pastor que guía y anima su pastoreo, y por supuesto que también lo contempla pastoreándolo a él que permanece su oveja.

Ciertamente habrá que encontrar un equilibrio que se madura en Gracia con el tiempo. Puede haber tensiones en el proceso: ya sea una excesiva retirada a la contemplación donde se termine percibiendo los reclamos y exigencias de la realidad pastoral como un estorbo o amenaza al encuentro personal con Dios; ya sea una excesiva entrega al ejercicio ministerial que reduzca siempre más el espacio de la oración y lo justifique afirmando que “servir ya es orar”. Siendo prudente diría que hay que discernir cuidadosamente la propuesta de la “contemplación en la acción”. Nuestra condición humana necesitará siempre el espacio facilitador de la soledad, el silencio y la penitencia para darse a un encuentro profundo y sereno con el Señor.

Ahora bien, quienes esperan en esta Vida y Regla  un cúmulo de disposiciones normativas y recetas prácticas, saldrán sin duda ampliamente decepcionados. Sin embargo, intentemos ir concretando la viabilidad de un tal estilo de vida contemplativo del presbítero secular.

 

La soledad

 

Solo de cara al Padre que ve en lo secreto.

 

“Tú, en cambio, cuando hagas limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha;  así tu limosna quedará en secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará. Tú, en cambio, cuando vayas a orar, entra en tu aposento y, después de cerrar la puerta, ora a tu Padre, que está allí, en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará.  Tú, en cambio, cuando ayunes, perfuma tu cabeza y lava tu rostro, para que tu ayuno sea visto, no por los hombres, sino por tu Padre que está allí, en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará.” (Mt 6,3.6.17)

 

Evidentemente mi pasado conventual, donde sigue vigente “la clausura” como medio para favorecer la plena vida fraterna y el encuentro personal con Dios, ha sido decisivo para que experimentara un fuerte rechazo al advertir la indiscriminada apertura de la casa parroquial por parte de algunos presbíteros diocesanos.

A veces he intentado valorar lo que según ellos me decían se trataba de un aspecto propio de la secularidad: dar familiaridad al espacio domiciliario con la presencia de los laicos. Supongo que la apertura a jóvenes varones en proceso de discernimiento vocacional la percibía más justificada. Otras veces tras esas experiencias solo advertía las dificultades afectivas del presbítero que se sentía solo, que necesitaba de compañía, y que en el contacto con las familias y los seminaristas intentaba compensar una renuncia a la vida conyugal y a la paternidad procreativa no del todo bien resuelta.

A menudo uno se encuentra con laicos que afirman: “Me imagino lo solo que se sentirá, Padre, cuando cierra la puerta de su casa al terminar el día.” A lo cual sonriendo suelo responder: “Yo en cambio experimento un gran alivio. Al fin solo, me digo a mí mismo. No solo para escaparme de nadie, sino solo para el humano descanso y para cultivar el trato personal con mi Señor, llevando conmigo y poniendo en sus manos todo mi servicio pastoral.”

El presbítero, aunque sea secular, debe amar la soledad para estar con Jesucristo en el Espíritu de cara al Padre. La falta de deseo por la soledad es un signo de evasión y de problemáticas escondidas y no asumidas. El presbítero goza de esa soledad donde no está solo sino que procura madurar en comunión con Dios y con todos sus hermanos. La soledad cristiana no es incomunicación, simplemente porque Dios no es un incomunicado. Dios es Misterio de Comunión y el encuentro con Él en la soledad posibilita una profunda comunión pastoral como una fecunda comunicación en Gracia.

 

El silencio

 

El silencio es el santo padre de toda sabiduría.

 

“Allí entró en la cueva, y pasó en ella la noche. Le fue dirigida la palabra de Yahveh, que le dijo: «¿Qué haces aquí Elías?» Él dijo: «Ardo en celo por Yahveh, Dios Sebaot, porque los israelitas han abandonado tu alianza, han derribado tus altares y han pasado a espada a tus profetas; quedo yo solo y buscan mi vida para quitármela.» Le dijo: «Sal y ponte en el monte ante Yahveh.» Y he aquí que Yahveh pasaba. Hubo un huracán tan violento que hendía las montañas y quebrantaba las rocas ante Yahveh; pero no estaba Yahveh en el huracán. Después del huracán, un temblor de tierra; pero no estaba Yahveh en el temblor. Después del temblor, fuego, pero no estaba Yahveh en el fuego. Después del fuego, el susurro de una brisa suave. Al oírlo Elías, cubrió su rostro con el manto, salió y se puso a la entrada de la cueva.” (1 Re 19,9-13)

 

La acción pastoral de Elías, desafiando a los profetas de Baal y poniendo en evidencia frente al pueblo de Israel que han abandonado al Dios verdadero por los ídolos, sin embargo ha terminado mal para él. Ahora es perseguido por el matrimonio real (Ajab y Jezabel) para darle muerte. Debe pues huir y el Señor le conforta para que durante cuarenta días camine hacia la montaña santa, al sagrado lugar de la Alianza. Allí no solo buscará refugio sino esencialmente comprender nuevamente su vocación y reencontrar el camino de su ministerio. Allí se le revela que ha actuado con excesivo celo profético. Elías ha sido como el huracán, el temblor de tierra y el fuego. Ha pasado a degüello a los falsos profetas, provocando una masacre de exterminio. Pero Dios pasa en la brisa suave. El ciclo profético de Elías ha terminado. Dios le encargará las últimas acciones para comenzar su sucesión.

Este pasaje bíblico, tan comentado en un sentido místico, tiene además hondas implicancias pastorales. También el presbítero en el fragor de la vida apostólica puede separarse de la voluntad y el proyecto de Dios. Por tanto el ministerio sacerdotal necesita volver siempre a la montaña de la Alianza, procurarse el retiro y el silencio para escuchar a Dios que pasa y enseña el camino. La convivencia con el ajetreo del mundo, propia de su índole secular, podría terminar dejándolo sordo para las iniciativas del Espíritu. Entonces caería en la vorágine de una actividad pastoral centrada más en sí mismo y en los medios humanos a su alcance. Así finalmente se naturalizaría su pastoreo desconectado del Misterio.

Sobre todo el presbítero diocesano debe cuidar el silencio para la escucha de Dios. Él más que nadie, sometido a diario a unos reclamos que se le presentan siempre como urgentes y cuya pluralidad demanda una gran capacidad de discernimiento, requiere permanecer en comunión con Dios, quien verdaderamente le hará leer los corazones y esclarecer tanto los tiempos como los modos de los caminos a emprender.

El conocimiento de la ciencia pastoral o el apoyo en sus propias capacidades personales –tan valiosas ambas- nunca debe hacerle olvidar que la vocación sacerdotal está siempre más allá de las humanas fuerzas. Podrá convertirse en un gran organizador y un hábil gobernante de comunidades, o en un oportuno lector de la realidad y eficaz operador sobre ella, podrá encandilar a multitudes con su personalidad carismática; pero será como el  huracán, el terremoto o el fuego. Pura espectacularidad pero poco de Espíritu, el cual está en la silenciosa brisa suave solo perceptible a una fe enraizada en el Misterio.

En el retiro al silencio volverá a cultivar la humildad y su conciencia de ser un pequeño llamado a participar de las maravillas de su Señor (cf. Lc 1,46-49). Entonces podrá escuchar el plan del Padre como lo escucha su Hijo, sumo y eterno Sacerdote, único Buen Pastor. Solo así podrá permanecer en el eje de acción de la Gracia, aprendiendo de Dios, poniendo sus pies en sus Huellas, sembrando donde Él ya ha arado, cultivando con las herramientas que su providencia le proporciona y cosechando cuando llegue el tiempo que Él ha determinado. En el silencio acompasará el presbítero su ministerio a la voluntad divina y se brindará sereno en un servicio pastoral lleno de su Sabiduría.

 

 

La penitencia

 

Pobre y humilde, siempre en las manos de Dios.

 

            “Palabra que fue dirigida a Jeremías de parte de Yahveh: Levántate y baja a la alfarería, que allí mismo te haré oír mis palabras. Bajé a la alfarería, y he aquí que el alfarero estaba haciendo un trabajo al torno. El cacharro que estaba haciendo se estropeó como barro en manos del alfarero, y éste volvió a empezar, transformándolo en otro cacharro diferente, como mejor le pareció al alfarero. Entonces me fue dirigida la palabra de Yahveh en estos términos: ¿No puedo hacer yo con ustedes, casa de Israel, lo mismo que este alfarero? - oráculo de Yahveh -. Miren que como el barro en la mano del alfarero, así son ustedes en mi mano, casa de Israel.” (Jer 18,1-7)

 

            “¡Oh hombre! Pero ¿quién eres tú para pedir cuentas a Dios? ¿Acaso la pieza de barro dirá a quien la modeló: "por qué me hiciste así"?  O ¿es que el alfarero no es dueño de hacer de una misma masa unas vasijas para usos nobles y otras para usos despreciables?”  (Rom 9,20-21)

 

            No quisiera entender la penitencia reduciéndola a las consabidas prácticas del ayuno, la limosna y la oración. Esta trilogía virtuosa es necesaria y signo de verificación de una auténtica actitud penitencial. Pero la vida penitencial supone un talante previo y más amplio. Penitencia significa disponibilidad para la conversión. El penitente es alguien que vive en conversión permanente.

            Tampoco quisiera limitar la vida penitencial a la reparación del pecado y a la lucha vigilante contra la tentación. De nuevo, esto es ineludible. Pero la vida penitencial supone anteriormente la aceptación de la propia pobreza y el humilde abandono a las manos de Dios para que haga su obra en nosotros.

Si todo cristiano es llamado a hacer penitencia, cuánto más el presbítero. Él vive diariamente en la súplica de Misericordia, en la escucha de la Palabra que transforma y en el lenguaje de la entrega a Dios al celebrar la Pascua en cada Eucaristía.

Él conoce la tentación y el pecado más que nadie en lo cotidiano, en sí mismo y en las ovejas que acompaña. Hombre de Dios, no sólo contempla la acción victoriosa de la Gracia, sino también la constante acechanza del Adversario. Y sabe por oficio pastoral que debe hacer penitencia para no caer y para robustecido en la Voluntad de Dios exorcizar el mal.

Como sacerdote me sé llamado a dar testimonia de una vida puesta en las manos del Padre, reproduciendo en el Espíritu la imagen y semejanza de su Hijo. Y la vida, ordenada según su Providencia, traerá siempre la Cruz, el dinamismo del santo Sacrificio, la oportunidad de ser ofrenda permanente. Porque configurado a Cristo por el sacramento del Orden, el presbítero tendrá siempre delante la gran penitencia: ser junto con Él y en Él, sacerdote, altar y víctima.

 

Disposiciones prácticas

 

Al fin, ya habiendo dado cuenta de la vida que mueve el Espíritu, tal vez pueda ofrecer algunas concreciones. Todas se inscriben bajo aquella llave “pastoral y fraterna”, o sea las vivo de un modo bastante plástico y moldeándolas al ritmo del servicio ministerial.

 

Ø  La vida de oración intento sostenerla en tres momentos del día: tras despertar, almorzar y cenar. Así intento promediar un mínimo de cuatro horas diarias.

Son momentos de los cuales todo presbítero usualmente dispone para el descanso o un sano y reparador esparcimiento. Haciendo el sacrificio de quitar algún tiempo al sueño y priorizando el encuentro con Dios sobre otras posibilidades, hallo un tiempo valioso y que está disponible sin afectar las obligaciones del ejercicio ministerial.

 

Ø  La Santa Misa es a diario la cúspide y el espacio de síntesis donde se armoniza lo cotidiano. Procuro celebrarla siempre con unción, rechazando todo apuro y deteniéndome con el corazón en las expresiones litúrgicas. Nunca me permito presidir como un trámite o hacerlo apresuradamente para poder realizar a horario otra actividad posterior. Es tiempo sagrado y debe ser valorado y disfrutado con fruición.

Pastoralmente he propuesto siempre la Hora Santa, previa a la celebración eucarística. En cuanto me es posible ofrezco el sacramento de la Reconciliación y en la ausencia de penitentes gano otro espacio para la oración personal.

 

Ø  Para darme al trato con Dios, prefiero el espacio de mi habitación, y he optado –según también mi personal camino en el Espíritu-, prescindir de las devociones y centrarlo todo en:

a.       Liturgia de las Horas

b.      Lectio Divina

c.       Lectura y escritura espiritual

d.      Oración Simple

e.       Contemplación

 

Ø  Tiendo al rezo completo de todas las Horas litúrgicas. De nuevo, adaptándome a las variaciones a veces imprevistas del servicio pastoral y la convivencia fraterna. En el bloque de oración matutina suelen quedar insertos el Oficio Divino como Laudes. Tercia puede cerrar ese bloque o insertarse a media mañana, ya dado al ejercicio ministerial. Sexta claramente precede al almuerzo, mientras Nona suele cerrar el bloque de oración que media entre el almuerzo y el comienzo del trabajo vespertino. Vísperas precede a la cena y Completas cierra el bloque nocturno de oración.

 

Ø  La Lectio Divina se ubica entre el Oficio y Laudes. La vivo como la personal apropiación de la Liturgia de la Palabra diaria; dando lugar a aquellas resonancias que –rumiadas durante toda la jornada-, florecerán en la predicación. La Lectio de la Palabra dominical ya suelo irla preparando varios días antes.

Ante todo le permito al Espíritu –y le ruego que lo haga-, hacerme oír la Palabra del Señor iluminando los acontecimientos diarios. Él, que enseña todo y recuerda todo lo que Jesús ha dicho (cf. Jn 14,26), veo que ejerce una constante y fiel docencia en mi interior. Así acompaña el servicio pastoral, queriendo unir toda situación a la Palabra viva. De este modo –de acuerdo a mis disposiciones-, me ayuda a discernir y actuar pastoralmente según el Buen Pastor. Y en este empeño el Espíritu tiene una inquebrantable perseverancia y una paciente suavidad.

 

Ø  La Lectura Espiritual suelo realizarla en el bloque nocturno de oración. En principio porque personalmente es el espacio del día que me resulta más esforzado, me encuentro ya cansado y menos fresco para el trato con Dios. Por otro lado me sirve como de “limpieza interior”, a la vez que me ayuda a ir a dormir envuelto en santos consejos que me traen Espíritu y Vida.

Cultivo solamente la lectura de escritores santos y de probada virtud, preferentemente doctores de la Iglesia y santos de personal devoción. Me inclino sobre todo a escritos de espiritualidad y de teología mística.

 

Ø  La Escritura Espiritual no la he buscado, ha sido gracia. Evidentemente apoyado sobre la capacidad que Dios me ha dado en esta materia, el Espíritu Santo ha suscitado desde el comienzo de mi experiencia contemplativa “la escritura al calor de la oración”. Frecuentemente la vida de unión con el Esposo Amado, que se hunde en el silencio, quiere aflorar y como desplegarse en comunicación e amor. Y esta escritura es como seguir orando, como dejar que florezca la experiencia contemplativa.

Además en los últimos tiempos he asumido el compromiso de una publicación semanal, sobre temas variados y más en carácter de docencia y divulgación, que me suponen cierta preparación y me ayudan en mi proceso de formación permanente.

Suelo dedicarme a la escritura en el bloque de la tarde, pero evidentemente surge cuando hay inspiración.

 

Ø  La Oración Simple quiere ser una expresión que conjugue tanto la Oración Mental como la Oración del Corazón. Ya sea a través de la meditación o de proferir silentes exclamaciones repetidas como inspiraciones y exhalaciones del alma, se intenta permanecer en el diálogo, en la búsqueda del encuentro y la apertura a la escucha. Se pone rumbo al abrazo, ya que el sentido más propio de orar no es tanto recibir un beneficio o comprender un designio para actuar, sino antes que nada el encuentro con Dios mismo.

Aquí debo hacer una salvedad: no practica del mismo modo esta oración personal –sin formatos más que el buscar el alma a su Señor-, quien ya ha tenido quietud infusa y algún grado de unión que quien aún no la ha tenido. 

Postulo que existe algo así como un “Estado de Simple Evocación Unitiva”, la comprendo como ese ánimo interior remanente en el alma que ya ha sido regalada con recogimiento infuso y quietud.

Soy consciente de estar intentando una originalidad, pues siempre se nos habla de los grados de oración como un proceso ascendente hacia la contemplación. Pero en verdad quien ha sido recogido en Gracia y ha participado ya de algún grado de unión infusa, vive una transformación interior que no le deja retornar como si nada a la meditación o técnica cualquiera o grado de oración precedente. Queda en cierto misterioso modo impresa en el interior como una memoria viva y amorosa de la Unión con Dios.

El alma permanece, por decirlo como se pueda, con algún registro de esa plegaria constante dirigida a Dios que es el Espíritu Santo que mora dentro de nosotros -en estado de Gracia santificante-. Tiene ya como algún registro de ser permanentemente sostenida y animada por el Espíritu que ora y clama, y que la incita a quedarse abierta para la escucha de la Palabra-Silencio que es delicado y retirado toque y siempre novedosa unción que llega.

Lo que intento describir y llamo “Estado de Simple Evocación Unitiva”, es como un ánimo, antesala y trasfondo dispuesto a resonar y encaminarse a la ya conocida quietud y unión contemplativa. Y en verdad pienso hay que entenderla en analogía al estado de Unión Transformante o Desposorio Místico; lo que allí es más estable, aquí se encuentra en camino de acuerdo con el grado de unión.

 

Ø  La contemplación dice a la vez un estilo de  vida como una experiencia espiritual concreta.

En cuanto estilo de vida supone favorecer el encuentro unitivo con Dios, ordenando la vida cotidiana a ese fin. Esto implica disponer de los medios al alcance según la propia vocación y estado de vida eclesial.

En cuanto experiencia espiritual concreta, de ningún modo es un producido nuestro o algo que se siga de nuestro obrar. Nosotros no podemos más que aprender a permanecer en el umbral, practicando el recogimiento interior por la soledad, el silencio y la penitencia. Dios sabrá hacer crecer la vida de Unión en sus amadores, los que Él se ha escogido.

Aquí ya no hay mucho por declarar, pues todo es de índole de mística teología. Tan solo aclarar que yo personalmente he venido desde la vida contemplativa a la vida presbiteral. Por tanto he tenido más bien que acomodar el ejercicio ministerial a una gracia previa. Y no sé pues con certeza personal cómo sería el camino de quien ya siendo presbítero intentase ahondar en un estilo más contemplativo sin menoscabar su servicio secular.

Pero estoy seguro que Dios quiere a los presbíteros unidos a Sí y que no es Voluntad suya una dedicación al ministerio que obture la comunión profunda y misteriosa con Él. Dios no quiere a los presbíteros tan sólo para trabajar, los quiere para unirse a su Hijo y configurarse en Gracia a Él. El Espíritu Santo sabrá indicarles el camino.

 

Ø  La soledad se busca para la comunión y el trato íntimo con Dios. De ninguna forma se trata de evasión de la realidad pastoral, ni de excusa para la holgazanería y menos de justificación de un talante huraño y poco sociable. Por lo contrario la soledad debe abonar fecundamente la convivialidad.

El presbítero lleva a la soledad todas sus ovejas y también todos los desafíos de su ejercicio ministerial. Admite frente a Dios las repercusiones que tienen en él estos vínculos y circunstancias. Entonces agradece, suplica auxilio o pide perdón. Lo deja todo en manos de Dios para que libre de pegotes indebidos pueda volver a toda su vida pastoral, con renovadas fe, esperanza y caridad. Por tanto la soledad deseada será también por amor a sus hermanos. La soledad será purificación y renovación interior para madurar en santa caridad pastoral.

Se intentará evitar una exagerada vinculación con las personas cuando no existe una real y proporcionada motivación pastoral, un sentido de fe que subyazca al encuentro y una ligazón fraterna donde claramente se perciba al Señor en medio nuestro reuniéndonos e invitándonos a caminar juntos.

Obviamente el presbítero mantiene vínculos familiares y de amistad, pero siempre discerniendo que no se tornen selectivos o exclusivistas, apagando la castidad de un corazón pastoral entregado a  todos.

Sin priorizar el sentido sobrenatural de los vínculos, se vacían y debilitan, y probablemente se deformen hacia el pecado. Esta tendencia a naturalizar los vínculos asiduamente y a entregarse sin mayor discernimiento al trato con las personas, debería llevar al presbítero a revisar el estado de sus necesidades afectivas para comprender a la luz de su vocación el estado de su corazón.

La casa parroquial debe ser reservada para el recogimiento del párroco y de los presbíteros con quienes mora, para darse allí al trato con Dios y  a la auténtica fraternidad sacerdotal.

 

Ø  El silencio debe ser connatural a la vida del presbítero. Por el sacramento del Orden ha sido configurado a Cristo Cabeza, Palabra que procediendo del silencio del Padre fue enviada al mundo de los hombres para reconducirlos justamente a la comunión con Dios.

Por tanto el presbítero habitualmente se ubicará como “hijo en el Hijo”, como “pastor en el Buen Pastor”, como “sacerdote en el Único y Sumo Sacerdote” de cara al Padre. Ingresará porque es atraído en el silente misterio de Dios y así podrá comprender el plan de salvación y realizar solo cuanto el Padre le encargue.

Debe pues despejar su vida de todo ruido y exceso de estímulos. Limitar el acceso a los medios de comunicación a lo estrictamente necesario para el servicio pastoral. Y reducir los espacios de esparcimiento y distracción buscando que crezca la prioridad de estar disponible para escuchar la voz del Señor.

Para muchos presbíteros este silencio exterior que favorece el silencio interior, supondrá inicialmente ayuno y penitencia. Se tratará de desarrollar cierta frugalidad de vida en cuanto a los estímulos a los que uno se entrega. Como se diría clásicamente: “Guarda tus sentidos y preserva tu alma”. Entonces ciertamente el silencio irá adquiriendo -para quienes no gocen aún de recogimiento-, las bondades de un ejercicio auténticamente liberador.

 

Ø  La penitencia, como actitud de permanente conversión, si bien ya estaba incluida en las temáticas de la soledad y el silencio, abre también otros horizontes.

Intento guardar un estilo sobrio de vida que exprese la disponibilidad y confianza en la Providencia, como el sentido común para ubicarme y compartir con las ovejas que pastoreo la realidad en la que ellas viven.

Me preocupo por guardar cierta disciplina penitencial en cuanto a la alimentación.

Pero el ayuno en el que más insisto es en cuanto a las posesiones, intentando seriamente no acumular y no usar de nada que esté más allá de lo necesario para el servicio pastoral y el desarrollo de la propia vocación. Rechazo cuanto me parezca superfluo en conciencia o de excesivo confort o lujo. Siempre atento a vivir con espíritu de desapropiación en todo.

De allí que no realizo viajes al exterior y mis vacaciones suelen ser muy austeras y acomodadas a este empeño de vida. Porque practicar la estabilidad en la Diócesis y en la casa parroquial es también asunto de ayuno y caridad.

También considero importante ayuno, ya que ser presbítero conlleva un perfil público, no buscar la fama ni el ensalzamiento de mí mismo.

Y practico la limosna con los pobres cuanto puedo, procurando no rechazar a nadie. La casa parroquial naturalmente es visibilizada como lugar de atención a los necesitados.

Y en todo esto actuó solo frente al Señor, sin publicidad y hasta con recatado pudor.

 

 

POESÍA DEL ALMA UNIDA 35

  Oh Llama imparable del Espíritu Que lo deja todo en quemazón de Gloria   Oh incendios de Amor Divino Que ascienden poderosos   ...