Vida y regla para un Presbiterado Contemplativo (6)

 


"Vida y regla para un Presbiterado Contemplativo" (2021)


6. Y para madurar la unión con Dios

y su Santa Voluntad

cultivaré el espíritu de oración

en pastoral soledad, silencio y penitencia.

 

a)  “Y para madurar la unión con Dios y su Santa Voluntad”

 

“Permanezcan en mi amor”, ha sido mi lema tanto de ordenación diaconal como presbiteral. Claramente he tenido conciencia que mi vocación al ministerio ordenado estaba orientada al servicio de testimoniar, educar y acompañar a quienes el Señor pusiera en mi camino para alcanzar esta permanencia en el amor.

Sin embargo reconozco en mí mismo y en todos que esta unión con Dios no se realiza cual una realidad estable sino a través de un largo proceso de maduración, no exento por supuesto sino a través de un camino de honda y decisiva purificación. Por eso el Evangelio de la Vid (Jn 15,1-17) ha inspirado tan fortísimamente mi vida personal y sacerdotal.

 

Jn  15 

 

4 Permanezcan en mí, como yo en ustedes.

Lo mismo que el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo,

si no permanece en la vid;

así tampoco ustedes si no permanecen en mí. 

 

5 Yo soy la vid; ustedes los sarmientos.

El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto;

porque separados de mí no pueden hacer nada. 

 

6 Si alguno no permanece en mí, es arrojado fuera,

como el sarmiento, y se seca;

luego los recogen, los echan al fuego y arden. 

 

7 Si permanecen en mí, y mis palabras permanecen en ustedes,

 pidan lo que quieran y lo conseguirán.

 

9 Como el Padre me amó, yo también los he amado a ustedes;

            permanezcan en mi amor. 

 

10 Si guardan mis mandamientos,

permanecerán en mi amor,

como yo he guardado los mandamientos de mi Padre,

y permanezco en su amor. 

 

            En este mismo sentido, he asumido el llamado a la santidad personal en clave de unión con Dios. Interpretando sin concesiones que la santidad se define tan simple como “realizar la voluntad de Dios”. No consiste en tener experiencias místicas ni en hacer prodigios, pues en todo ello puede haber mezcla de naturaleza pecadora y engaño demoníaco. La santidad consiste en vivir como el Padre quiere que viva, como el Hijo ha vivido, como el Espíritu me impulsa a vivir. Permanecer en su Palabra, en sus mandatos es camino real de santidad. Porque el alma unida a Dios no quiere nada en contra de Él, no quiere nada sin Él y lo quiere todo con Él y para Él.

            Por eso desde hace largo tiempo discierno que otro de mis centros espirituales es Getsemaní. De alguna forma me siento de continuo allí, frente a la decisión por entregarle la vida al Padre sin reservas. “Padre mío, si fuese posible algún otro camino, si pudiese esquivar la Cruz; pero Amado Padre mío que se haga solo tu Santa Voluntad”.

 

“Salió y, como de costumbre, fue al monte de los Olivos, y los discípulos le siguieron. Llegado al lugar les dijo: «Pidan que no caigan en tentación.»  Y se apartó de ellos como un tiro de piedra, y puesto de rodillas oraba diciendo: «Padre, si quieres, aparta de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya.» Entonces, se le apareció un ángel venido del cielo que le confortaba. Y sumido en agonía, insistía más en su oración. Su sudor se hizo como gotas espesas de sangre que caían en tierra. (Lc 22,39-44)

 

            Y he deseado fervientemente, y he podido irlo concretando, vivir una Iglesia que sea familia de Jesucristo por la escucha amorosa y atenta recepción del tesoro de su Palabra como apasionada por cumplir filialmente la Voluntad del Padre. Todo mi ministerio sacerdotal se ha encaminado a pastorear en su Nombre, animando a la santidad comunitaria y personal por la búsqueda de una creciente unión con Dios concretada en vivir su Santa Voluntad en nuestra vida.

 

“Todavía estaba hablando a la muchedumbre, cuando su madre y sus hermanos se presentaron fuera y trataban de hablar con él. Alguien le dijo: «¡Oye! ahí fuera están tu madre y tus hermanos que desean hablarte.» Pero él respondió al que se lo decía: «¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?» Y, extendiendo su mano hacia sus discípulos, dijo: «Estos son mi madre y mis hermanos.  Pues todo el que cumpla la voluntad de mi Padre celestial, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre».” (Mt,12,46-50)

 

b)      “Cultivaré el espíritu de oración”

 

Desde siempre creo, me ha fascinado el verbo “cultivar”. Pues me habla de una actividad que no produce directamente nada por sí misma pero que es relevante en cuanto establece las condiciones favorables para fructificar. La semilla tiene su potencialidad, la tierra sus nutrientes y el cultivo colabora con ellos.

En este sentido me habla de la dinámica propia del acontecimiento de la Gracia en nuestra vida: se parte del don ofrecido por Dios, el cual requiere la receptiva respuesta del hombre. El don de Dios llama al hombre a la tarea colaborativa. Así puede surgir una co-tarea y una co-responabilidad que resultan comunes pero bajo la primacía del Señor –que trabaja primero y lo hace siempre-. Dios da el don para que el hombre junto con Él lo cultive hasta que produzca su fruto.

He creído desde siempre, insisto, que las personas deben cultivarse. Que la semilla y el terreno los ha dado Dios y que uno junto al Espíritu debe remover la tierra y asegurar el riego. La espiritualidad de hecho se cultiva. Y también la espiritualidad es ése cultivo que favorece el fruto.

Además “cultivar” se emparenta con “culto” y “cultura”. En mi caso personal como presbítero, cultivar básicamente es dar culto al Señor –con toda la vida-, lo cual produce una cultura de la unión con Dios. Cultivar el espíritu de oración significa simplemente orientar todo el vivir a la unión con Dios, pues sólo unido a Él podré dar fruto.

 

“Entonces Yahveh Dios formó al hombre con polvo del suelo, e insufló en sus narices aliento de vida, y resultó el hombre un ser viviente. Luego plantó Yahveh Dios un jardín en Edén, al oriente, donde colocó al hombre que había formado. Yahveh Dios hizo brotar del suelo toda clase de árboles deleitosos a la vista y buenos para comer, y en medio del jardín, el árbol de la vida y el árbol de la ciencia del bien y del mal. De Edén salía un río que regaba el jardín, y desde allí se repartía en cuatro brazos. Tomó, pues, Yahveh Dios al hombre y le dejó en al jardín de Edén, para que lo labrase y cuidase. Y Dios impuso al hombre este mandamiento: «De cualquier árbol del jardín puedes comer, mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que comieres de él, morirás sin remedio».” (Gn 2,7-10.15-17)

 

Hermosa imagen bíblica del cultivo. “Cultivar el espíritu de oración” de alguna forma es retornar personalmente al origen de la propia creación y también a su drama. Dios sopla su Espíritu y emerjo como un viviente, me despierto y por la fe veo la vida. Me comprendo a mí mismo como el jardín de Dios por cultivar. El río de la Gracia lo riega generosamente y todo fructifica. Sólo debo ayudar cultivando y evitar caer en la tentación de tomar del fruto prohibido. ¿Para qué intentar usurpar la divinidad por la traición, desplazando a Dios del centro del jardín, si el mismo Dios me ha puesto allí para cultivarlo de modo que Él me divinice? Por la ruptura se engendra la muerte, mas por la unión con el Señor fructifica la Vida.

 

c) “En pastoral y fraterna soledad, silencio y penitencia”

 

La clave pastoral y fraterna

 

Sin duda la expresión “en pastoral y fraterna” es la clave donde se apoya y concreta el estilo de vida. La identidad contemplativa entra en diálogo con la identidad presbiteral, justamente en clave pastoral. La realidad pastoral, encarnada tanto por las obligaciones del oficio como por las condiciones de la comunidad a la que se sirve y también por la posible convivencia cotidiana con otros presbíteros, no solo es ineludible sino que resulta el punto de partida y retorno de la contemplación. Porque quien busca la unión con Dios es un presbítero concreto, con un oficio eclesiástico acotado y una comunidad de referencia puntual, que se debe a unos vínculos fraternos reales. Pero más ampliamente, toda su vida es ser sacerdote: lo es tanto cuanto ejerce visiblemente el ministerio, como cuando reside y descansa en su casa, como cuando se da espacio para el desarrollo personal. Contempla a Dios pues como presbítero –nunca deja de serlo- y justamente contempla al Pastor que guía y anima su pastoreo, y por supuesto que también lo contempla pastoreándolo a él que permanece su oveja.

Ciertamente habrá que encontrar un equilibrio que se madura en Gracia con el tiempo. Puede haber tensiones en el proceso: ya sea una excesiva retirada a la contemplación donde se termine percibiendo los reclamos y exigencias de la realidad pastoral como un estorbo o amenaza al encuentro personal con Dios; ya sea una excesiva entrega al ejercicio ministerial que reduzca siempre más el espacio de la oración y lo justifique afirmando que “servir ya es orar”. Siendo prudente diría que hay que discernir cuidadosamente la propuesta de la “contemplación en la acción”. Nuestra condición humana necesitará siempre el espacio facilitador de la soledad, el silencio y la penitencia para darse a un encuentro profundo y sereno con el Señor.

Ahora bien, quienes esperan en esta Vida y Regla  un cúmulo de disposiciones normativas y recetas prácticas, saldrán sin duda ampliamente decepcionados. Sin embargo, intentemos ir concretando la viabilidad de un tal estilo de vida contemplativo del presbítero secular.

 

La soledad

 

Solo de cara al Padre que ve en lo secreto.

 

“Tú, en cambio, cuando hagas limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha;  así tu limosna quedará en secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará. Tú, en cambio, cuando vayas a orar, entra en tu aposento y, después de cerrar la puerta, ora a tu Padre, que está allí, en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará.  Tú, en cambio, cuando ayunes, perfuma tu cabeza y lava tu rostro, para que tu ayuno sea visto, no por los hombres, sino por tu Padre que está allí, en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará.” (Mt 6,3.6.17)

 

Evidentemente mi pasado conventual, donde sigue vigente “la clausura” como medio para favorecer la plena vida fraterna y el encuentro personal con Dios, ha sido decisivo para que experimentara un fuerte rechazo al advertir la indiscriminada apertura de la casa parroquial por parte de algunos presbíteros diocesanos.

A veces he intentado valorar lo que según ellos me decían se trataba de un aspecto propio de la secularidad: dar familiaridad al espacio domiciliario con la presencia de los laicos. Supongo que la apertura a jóvenes varones en proceso de discernimiento vocacional la percibía más justificada. Otras veces tras esas experiencias solo advertía las dificultades afectivas del presbítero que se sentía solo, que necesitaba de compañía, y que en el contacto con las familias y los seminaristas intentaba compensar una renuncia a la vida conyugal y a la paternidad procreativa no del todo bien resuelta.

A menudo uno se encuentra con laicos que afirman: “Me imagino lo solo que se sentirá, Padre, cuando cierra la puerta de su casa al terminar el día.” A lo cual sonriendo suelo responder: “Yo en cambio experimento un gran alivio. Al fin solo, me digo a mí mismo. No solo para escaparme de nadie, sino solo para el humano descanso y para cultivar el trato personal con mi Señor, llevando conmigo y poniendo en sus manos todo mi servicio pastoral.”

El presbítero, aunque sea secular, debe amar la soledad para estar con Jesucristo en el Espíritu de cara al Padre. La falta de deseo por la soledad es un signo de evasión y de problemáticas escondidas y no asumidas. El presbítero goza de esa soledad donde no está solo sino que procura madurar en comunión con Dios y con todos sus hermanos. La soledad cristiana no es incomunicación, simplemente porque Dios no es un incomunicado. Dios es Misterio de Comunión y el encuentro con Él en la soledad posibilita una profunda comunión pastoral como una fecunda comunicación en Gracia.

 

El silencio

 

El silencio es el santo padre de toda sabiduría.

 

“Allí entró en la cueva, y pasó en ella la noche. Le fue dirigida la palabra de Yahveh, que le dijo: «¿Qué haces aquí Elías?» Él dijo: «Ardo en celo por Yahveh, Dios Sebaot, porque los israelitas han abandonado tu alianza, han derribado tus altares y han pasado a espada a tus profetas; quedo yo solo y buscan mi vida para quitármela.» Le dijo: «Sal y ponte en el monte ante Yahveh.» Y he aquí que Yahveh pasaba. Hubo un huracán tan violento que hendía las montañas y quebrantaba las rocas ante Yahveh; pero no estaba Yahveh en el huracán. Después del huracán, un temblor de tierra; pero no estaba Yahveh en el temblor. Después del temblor, fuego, pero no estaba Yahveh en el fuego. Después del fuego, el susurro de una brisa suave. Al oírlo Elías, cubrió su rostro con el manto, salió y se puso a la entrada de la cueva.” (1 Re 19,9-13)

 

La acción pastoral de Elías, desafiando a los profetas de Baal y poniendo en evidencia frente al pueblo de Israel que han abandonado al Dios verdadero por los ídolos, sin embargo ha terminado mal para él. Ahora es perseguido por el matrimonio real (Ajab y Jezabel) para darle muerte. Debe pues huir y el Señor le conforta para que durante cuarenta días camine hacia la montaña santa, al sagrado lugar de la Alianza. Allí no solo buscará refugio sino esencialmente comprender nuevamente su vocación y reencontrar el camino de su ministerio. Allí se le revela que ha actuado con excesivo celo profético. Elías ha sido como el huracán, el temblor de tierra y el fuego. Ha pasado a degüello a los falsos profetas, provocando una masacre de exterminio. Pero Dios pasa en la brisa suave. El ciclo profético de Elías ha terminado. Dios le encargará las últimas acciones para comenzar su sucesión.

Este pasaje bíblico, tan comentado en un sentido místico, tiene además hondas implicancias pastorales. También el presbítero en el fragor de la vida apostólica puede separarse de la voluntad y el proyecto de Dios. Por tanto el ministerio sacerdotal necesita volver siempre a la montaña de la Alianza, procurarse el retiro y el silencio para escuchar a Dios que pasa y enseña el camino. La convivencia con el ajetreo del mundo, propia de su índole secular, podría terminar dejándolo sordo para las iniciativas del Espíritu. Entonces caería en la vorágine de una actividad pastoral centrada más en sí mismo y en los medios humanos a su alcance. Así finalmente se naturalizaría su pastoreo desconectado del Misterio.

Sobre todo el presbítero diocesano debe cuidar el silencio para la escucha de Dios. Él más que nadie, sometido a diario a unos reclamos que se le presentan siempre como urgentes y cuya pluralidad demanda una gran capacidad de discernimiento, requiere permanecer en comunión con Dios, quien verdaderamente le hará leer los corazones y esclarecer tanto los tiempos como los modos de los caminos a emprender.

El conocimiento de la ciencia pastoral o el apoyo en sus propias capacidades personales –tan valiosas ambas- nunca debe hacerle olvidar que la vocación sacerdotal está siempre más allá de las humanas fuerzas. Podrá convertirse en un gran organizador y un hábil gobernante de comunidades, o en un oportuno lector de la realidad y eficaz operador sobre ella, podrá encandilar a multitudes con su personalidad carismática; pero será como el  huracán, el terremoto o el fuego. Pura espectacularidad pero poco de Espíritu, el cual está en la silenciosa brisa suave solo perceptible a una fe enraizada en el Misterio.

En el retiro al silencio volverá a cultivar la humildad y su conciencia de ser un pequeño llamado a participar de las maravillas de su Señor (cf. Lc 1,46-49). Entonces podrá escuchar el plan del Padre como lo escucha su Hijo, sumo y eterno Sacerdote, único Buen Pastor. Solo así podrá permanecer en el eje de acción de la Gracia, aprendiendo de Dios, poniendo sus pies en sus Huellas, sembrando donde Él ya ha arado, cultivando con las herramientas que su providencia le proporciona y cosechando cuando llegue el tiempo que Él ha determinado. En el silencio acompasará el presbítero su ministerio a la voluntad divina y se brindará sereno en un servicio pastoral lleno de su Sabiduría.

 

 

La penitencia

 

Pobre y humilde, siempre en las manos de Dios.

 

            “Palabra que fue dirigida a Jeremías de parte de Yahveh: Levántate y baja a la alfarería, que allí mismo te haré oír mis palabras. Bajé a la alfarería, y he aquí que el alfarero estaba haciendo un trabajo al torno. El cacharro que estaba haciendo se estropeó como barro en manos del alfarero, y éste volvió a empezar, transformándolo en otro cacharro diferente, como mejor le pareció al alfarero. Entonces me fue dirigida la palabra de Yahveh en estos términos: ¿No puedo hacer yo con ustedes, casa de Israel, lo mismo que este alfarero? - oráculo de Yahveh -. Miren que como el barro en la mano del alfarero, así son ustedes en mi mano, casa de Israel.” (Jer 18,1-7)

 

            “¡Oh hombre! Pero ¿quién eres tú para pedir cuentas a Dios? ¿Acaso la pieza de barro dirá a quien la modeló: "por qué me hiciste así"?  O ¿es que el alfarero no es dueño de hacer de una misma masa unas vasijas para usos nobles y otras para usos despreciables?”  (Rom 9,20-21)

 

            No quisiera entender la penitencia reduciéndola a las consabidas prácticas del ayuno, la limosna y la oración. Esta trilogía virtuosa es necesaria y signo de verificación de una auténtica actitud penitencial. Pero la vida penitencial supone un talante previo y más amplio. Penitencia significa disponibilidad para la conversión. El penitente es alguien que vive en conversión permanente.

            Tampoco quisiera limitar la vida penitencial a la reparación del pecado y a la lucha vigilante contra la tentación. De nuevo, esto es ineludible. Pero la vida penitencial supone anteriormente la aceptación de la propia pobreza y el humilde abandono a las manos de Dios para que haga su obra en nosotros.

Si todo cristiano es llamado a hacer penitencia, cuánto más el presbítero. Él vive diariamente en la súplica de Misericordia, en la escucha de la Palabra que transforma y en el lenguaje de la entrega a Dios al celebrar la Pascua en cada Eucaristía.

Él conoce la tentación y el pecado más que nadie en lo cotidiano, en sí mismo y en las ovejas que acompaña. Hombre de Dios, no sólo contempla la acción victoriosa de la Gracia, sino también la constante acechanza del Adversario. Y sabe por oficio pastoral que debe hacer penitencia para no caer y para robustecido en la Voluntad de Dios exorcizar el mal.

Como sacerdote me sé llamado a dar testimonia de una vida puesta en las manos del Padre, reproduciendo en el Espíritu la imagen y semejanza de su Hijo. Y la vida, ordenada según su Providencia, traerá siempre la Cruz, el dinamismo del santo Sacrificio, la oportunidad de ser ofrenda permanente. Porque configurado a Cristo por el sacramento del Orden, el presbítero tendrá siempre delante la gran penitencia: ser junto con Él y en Él, sacerdote, altar y víctima.

 

Disposiciones prácticas

 

Al fin, ya habiendo dado cuenta de la vida que mueve el Espíritu, tal vez pueda ofrecer algunas concreciones. Todas se inscriben bajo aquella llave “pastoral y fraterna”, o sea las vivo de un modo bastante plástico y moldeándolas al ritmo del servicio ministerial.

 

Ø  La vida de oración intento sostenerla en tres momentos del día: tras despertar, almorzar y cenar. Así intento promediar un mínimo de cuatro horas diarias.

Son momentos de los cuales todo presbítero usualmente dispone para el descanso o un sano y reparador esparcimiento. Haciendo el sacrificio de quitar algún tiempo al sueño y priorizando el encuentro con Dios sobre otras posibilidades, hallo un tiempo valioso y que está disponible sin afectar las obligaciones del ejercicio ministerial.

 

Ø  La Santa Misa es a diario la cúspide y el espacio de síntesis donde se armoniza lo cotidiano. Procuro celebrarla siempre con unción, rechazando todo apuro y deteniéndome con el corazón en las expresiones litúrgicas. Nunca me permito presidir como un trámite o hacerlo apresuradamente para poder realizar a horario otra actividad posterior. Es tiempo sagrado y debe ser valorado y disfrutado con fruición.

Pastoralmente he propuesto siempre la Hora Santa, previa a la celebración eucarística. En cuanto me es posible ofrezco el sacramento de la Reconciliación y en la ausencia de penitentes gano otro espacio para la oración personal.

 

Ø  Para darme al trato con Dios, prefiero el espacio de mi habitación, y he optado –según también mi personal camino en el Espíritu-, prescindir de las devociones y centrarlo todo en:

a.       Liturgia de las Horas

b.      Lectio Divina

c.       Lectura y escritura espiritual

d.      Oración Simple

e.       Contemplación

 

Ø  Tiendo al rezo completo de todas las Horas litúrgicas. De nuevo, adaptándome a las variaciones a veces imprevistas del servicio pastoral y la convivencia fraterna. En el bloque de oración matutina suelen quedar insertos el Oficio Divino como Laudes. Tercia puede cerrar ese bloque o insertarse a media mañana, ya dado al ejercicio ministerial. Sexta claramente precede al almuerzo, mientras Nona suele cerrar el bloque de oración que media entre el almuerzo y el comienzo del trabajo vespertino. Vísperas precede a la cena y Completas cierra el bloque nocturno de oración.

 

Ø  La Lectio Divina se ubica entre el Oficio y Laudes. La vivo como la personal apropiación de la Liturgia de la Palabra diaria; dando lugar a aquellas resonancias que –rumiadas durante toda la jornada-, florecerán en la predicación. La Lectio de la Palabra dominical ya suelo irla preparando varios días antes.

Ante todo le permito al Espíritu –y le ruego que lo haga-, hacerme oír la Palabra del Señor iluminando los acontecimientos diarios. Él, que enseña todo y recuerda todo lo que Jesús ha dicho (cf. Jn 14,26), veo que ejerce una constante y fiel docencia en mi interior. Así acompaña el servicio pastoral, queriendo unir toda situación a la Palabra viva. De este modo –de acuerdo a mis disposiciones-, me ayuda a discernir y actuar pastoralmente según el Buen Pastor. Y en este empeño el Espíritu tiene una inquebrantable perseverancia y una paciente suavidad.

 

Ø  La Lectura Espiritual suelo realizarla en el bloque nocturno de oración. En principio porque personalmente es el espacio del día que me resulta más esforzado, me encuentro ya cansado y menos fresco para el trato con Dios. Por otro lado me sirve como de “limpieza interior”, a la vez que me ayuda a ir a dormir envuelto en santos consejos que me traen Espíritu y Vida.

Cultivo solamente la lectura de escritores santos y de probada virtud, preferentemente doctores de la Iglesia y santos de personal devoción. Me inclino sobre todo a escritos de espiritualidad y de teología mística.

 

Ø  La Escritura Espiritual no la he buscado, ha sido gracia. Evidentemente apoyado sobre la capacidad que Dios me ha dado en esta materia, el Espíritu Santo ha suscitado desde el comienzo de mi experiencia contemplativa “la escritura al calor de la oración”. Frecuentemente la vida de unión con el Esposo Amado, que se hunde en el silencio, quiere aflorar y como desplegarse en comunicación e amor. Y esta escritura es como seguir orando, como dejar que florezca la experiencia contemplativa.

Además en los últimos tiempos he asumido el compromiso de una publicación semanal, sobre temas variados y más en carácter de docencia y divulgación, que me suponen cierta preparación y me ayudan en mi proceso de formación permanente.

Suelo dedicarme a la escritura en el bloque de la tarde, pero evidentemente surge cuando hay inspiración.

 

Ø  La Oración Simple quiere ser una expresión que conjugue tanto la Oración Mental como la Oración del Corazón. Ya sea a través de la meditación o de proferir silentes exclamaciones repetidas como inspiraciones y exhalaciones del alma, se intenta permanecer en el diálogo, en la búsqueda del encuentro y la apertura a la escucha. Se pone rumbo al abrazo, ya que el sentido más propio de orar no es tanto recibir un beneficio o comprender un designio para actuar, sino antes que nada el encuentro con Dios mismo.

Aquí debo hacer una salvedad: no practica del mismo modo esta oración personal –sin formatos más que el buscar el alma a su Señor-, quien ya ha tenido quietud infusa y algún grado de unión que quien aún no la ha tenido. 

Postulo que existe algo así como un “Estado de Simple Evocación Unitiva”, la comprendo como ese ánimo interior remanente en el alma que ya ha sido regalada con recogimiento infuso y quietud.

Soy consciente de estar intentando una originalidad, pues siempre se nos habla de los grados de oración como un proceso ascendente hacia la contemplación. Pero en verdad quien ha sido recogido en Gracia y ha participado ya de algún grado de unión infusa, vive una transformación interior que no le deja retornar como si nada a la meditación o técnica cualquiera o grado de oración precedente. Queda en cierto misterioso modo impresa en el interior como una memoria viva y amorosa de la Unión con Dios.

El alma permanece, por decirlo como se pueda, con algún registro de esa plegaria constante dirigida a Dios que es el Espíritu Santo que mora dentro de nosotros -en estado de Gracia santificante-. Tiene ya como algún registro de ser permanentemente sostenida y animada por el Espíritu que ora y clama, y que la incita a quedarse abierta para la escucha de la Palabra-Silencio que es delicado y retirado toque y siempre novedosa unción que llega.

Lo que intento describir y llamo “Estado de Simple Evocación Unitiva”, es como un ánimo, antesala y trasfondo dispuesto a resonar y encaminarse a la ya conocida quietud y unión contemplativa. Y en verdad pienso hay que entenderla en analogía al estado de Unión Transformante o Desposorio Místico; lo que allí es más estable, aquí se encuentra en camino de acuerdo con el grado de unión.

 

Ø  La contemplación dice a la vez un estilo de  vida como una experiencia espiritual concreta.

En cuanto estilo de vida supone favorecer el encuentro unitivo con Dios, ordenando la vida cotidiana a ese fin. Esto implica disponer de los medios al alcance según la propia vocación y estado de vida eclesial.

En cuanto experiencia espiritual concreta, de ningún modo es un producido nuestro o algo que se siga de nuestro obrar. Nosotros no podemos más que aprender a permanecer en el umbral, practicando el recogimiento interior por la soledad, el silencio y la penitencia. Dios sabrá hacer crecer la vida de Unión en sus amadores, los que Él se ha escogido.

Aquí ya no hay mucho por declarar, pues todo es de índole de mística teología. Tan solo aclarar que yo personalmente he venido desde la vida contemplativa a la vida presbiteral. Por tanto he tenido más bien que acomodar el ejercicio ministerial a una gracia previa. Y no sé pues con certeza personal cómo sería el camino de quien ya siendo presbítero intentase ahondar en un estilo más contemplativo sin menoscabar su servicio secular.

Pero estoy seguro que Dios quiere a los presbíteros unidos a Sí y que no es Voluntad suya una dedicación al ministerio que obture la comunión profunda y misteriosa con Él. Dios no quiere a los presbíteros tan sólo para trabajar, los quiere para unirse a su Hijo y configurarse en Gracia a Él. El Espíritu Santo sabrá indicarles el camino.

 

Ø  La soledad se busca para la comunión y el trato íntimo con Dios. De ninguna forma se trata de evasión de la realidad pastoral, ni de excusa para la holgazanería y menos de justificación de un talante huraño y poco sociable. Por lo contrario la soledad debe abonar fecundamente la convivialidad.

El presbítero lleva a la soledad todas sus ovejas y también todos los desafíos de su ejercicio ministerial. Admite frente a Dios las repercusiones que tienen en él estos vínculos y circunstancias. Entonces agradece, suplica auxilio o pide perdón. Lo deja todo en manos de Dios para que libre de pegotes indebidos pueda volver a toda su vida pastoral, con renovadas fe, esperanza y caridad. Por tanto la soledad deseada será también por amor a sus hermanos. La soledad será purificación y renovación interior para madurar en santa caridad pastoral.

Se intentará evitar una exagerada vinculación con las personas cuando no existe una real y proporcionada motivación pastoral, un sentido de fe que subyazca al encuentro y una ligazón fraterna donde claramente se perciba al Señor en medio nuestro reuniéndonos e invitándonos a caminar juntos.

Obviamente el presbítero mantiene vínculos familiares y de amistad, pero siempre discerniendo que no se tornen selectivos o exclusivistas, apagando la castidad de un corazón pastoral entregado a  todos.

Sin priorizar el sentido sobrenatural de los vínculos, se vacían y debilitan, y probablemente se deformen hacia el pecado. Esta tendencia a naturalizar los vínculos asiduamente y a entregarse sin mayor discernimiento al trato con las personas, debería llevar al presbítero a revisar el estado de sus necesidades afectivas para comprender a la luz de su vocación el estado de su corazón.

La casa parroquial debe ser reservada para el recogimiento del párroco y de los presbíteros con quienes mora, para darse allí al trato con Dios y  a la auténtica fraternidad sacerdotal.

 

Ø  El silencio debe ser connatural a la vida del presbítero. Por el sacramento del Orden ha sido configurado a Cristo Cabeza, Palabra que procediendo del silencio del Padre fue enviada al mundo de los hombres para reconducirlos justamente a la comunión con Dios.

Por tanto el presbítero habitualmente se ubicará como “hijo en el Hijo”, como “pastor en el Buen Pastor”, como “sacerdote en el Único y Sumo Sacerdote” de cara al Padre. Ingresará porque es atraído en el silente misterio de Dios y así podrá comprender el plan de salvación y realizar solo cuanto el Padre le encargue.

Debe pues despejar su vida de todo ruido y exceso de estímulos. Limitar el acceso a los medios de comunicación a lo estrictamente necesario para el servicio pastoral. Y reducir los espacios de esparcimiento y distracción buscando que crezca la prioridad de estar disponible para escuchar la voz del Señor.

Para muchos presbíteros este silencio exterior que favorece el silencio interior, supondrá inicialmente ayuno y penitencia. Se tratará de desarrollar cierta frugalidad de vida en cuanto a los estímulos a los que uno se entrega. Como se diría clásicamente: “Guarda tus sentidos y preserva tu alma”. Entonces ciertamente el silencio irá adquiriendo -para quienes no gocen aún de recogimiento-, las bondades de un ejercicio auténticamente liberador.

 

Ø  La penitencia, como actitud de permanente conversión, si bien ya estaba incluida en las temáticas de la soledad y el silencio, abre también otros horizontes.

Intento guardar un estilo sobrio de vida que exprese la disponibilidad y confianza en la Providencia, como el sentido común para ubicarme y compartir con las ovejas que pastoreo la realidad en la que ellas viven.

Me preocupo por guardar cierta disciplina penitencial en cuanto a la alimentación.

Pero el ayuno en el que más insisto es en cuanto a las posesiones, intentando seriamente no acumular y no usar de nada que esté más allá de lo necesario para el servicio pastoral y el desarrollo de la propia vocación. Rechazo cuanto me parezca superfluo en conciencia o de excesivo confort o lujo. Siempre atento a vivir con espíritu de desapropiación en todo.

De allí que no realizo viajes al exterior y mis vacaciones suelen ser muy austeras y acomodadas a este empeño de vida. Porque practicar la estabilidad en la Diócesis y en la casa parroquial es también asunto de ayuno y caridad.

También considero importante ayuno, ya que ser presbítero conlleva un perfil público, no buscar la fama ni el ensalzamiento de mí mismo.

Y practico la limosna con los pobres cuanto puedo, procurando no rechazar a nadie. La casa parroquial naturalmente es visibilizada como lugar de atención a los necesitados.

Y en todo esto actuó solo frente al Señor, sin publicidad y hasta con recatado pudor.

 

 

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