"Apotegmas contemplativos" (2022)
En la cumbre Abba Montaña lo
esperaba.
Se sentó junto a él.
No sentía ni agitación ni
agotamiento.
Mas bien le parecía que estaba
liviano
y fresco como la mañana;
al mismo tiempo sólido y
estable
como el gran macizo rocoso
conquistado.
-Simplicidad indiferente y
santa vacuidad,
le dijo su Abba.
Contempló el cielo desde la
cúspide
y todo el mundo a sus pies.
Respiró pausadamente.
-Simplicidad indiferente y
santa vacuidad.
La paz interior. O al menos la ecuanimidad. Desde siempre
los espirituales la han buscado.
Los filósofos
estoicos griegos perseguían la “apátheia” como ausencia de pasiones, de tal
forma de alcanzar un estado mental donde se pudiese discernir y ejecutar la
acción virtuosa. Marco Aurelio en sus “Meditaciones”
escribe: “Has de ser como una roca en la
que se estrellan todas las olas. Ella está firme y el oleaje se amansa en su
derredor”; y también: “El primer
precepto: no te dejes impresionar por nada”. Habría que descartar pues toda impresión emocional para
con indiferencia –y hasta diría frialdad- dejar preponderar la razón. Evidentemente
partían de la desconfianza sobre sentimientos y emociones que también ha
marcado en gran medida ciertas corrientes de espiritualidad cristiana. Pero
Aristóteles no contrapuso pasiones y
moralidad, admitiendo que se podía llevar una vida virtuosa en la medida en que
las pasiones no se vivieran según el exceso –la virtud la hallaba en el justo
medio-, sino ordenadas a la consecución
del fin bueno. Dicho todo esto con didáctica pero imprecisa síntesis.
Los Padres del
Desierto –el monaquismo primitivo oriental de corte primero anacorético y luego
cenobítico- utilizó el término “apátheia” en el sentido de “pureza de corazón”,
caridad perfecta, restauración del estado paradisíaco y bautismo en el
Espíritu. La “apátheia” marcaba ese momento de la vida espiritual donde se
ponía fin a las purificaciones y se daba tránsito hacia lo que llamaban
“ciencia cristiana”, “teoría o gnosis”. Entonces el monje podría alcanzar la
“parrhesía” o libertad de lenguaje ante Dios. Es decir, ya estaba maduro para
vivir el ideal monacal por excelencia, la oración continua.
“Todo el fin del monje y la perfección del corazón tiende
a perseverar en una oración continua e ininterrumpida, y, en cuanto lo permite
la humana flaqueza, se esfuerza por llegar a una inmutable tranquilidad de
espíritu y a una perpetua pureza.” (Juan Casiano. atribuyendo la máxima a Abba
Isaac.)
Obviamente la “praxis”
ascética era el medio por el cual la persona se iba purificando y alcanzando
madurez espiritual. En este sentido el esquema tendía a pensar
correlativamente, primero la ascesis y luego la mística.
Un concepto se
extendió ampliamente en el monaquismo oriental: “hesychía”. Evagrio Póntico
había formulado el ideal de la oración como: “Dejarlo todo para obtenerlo todo”. La “hesychía” suponía un
conjunto de medios que hacían posible la vida de oración. Clásicamente la
tríada: soledad, silencio y quietud. Pero en definitiva se trata del amor, de
un amor efectivo y convertido en género de vida, orientado a la contemplación.
El término a veces designa un estado de vida y un estilo, unas condiciones
necesarias y favorecedoras de la contemplación, una ”hesyquía física”. Otras,
significa un estado del alma o “hesychía espiritual”, la madurez de quien ha
alcanzado la paz y el silencio interior, el aquietamiento reconciliador y la
tranquilidad espiritual de quien permanece en oración continua. Pues el fin del
monje es la unión con Dios.
Daré un
importante salto histórico. Sabemos que los movimientos pauperísticos
medievales, con su lema “desnudos seguir
al Desnudo” (en la Cruz), y con toda su producción espiritual reformista
–marcadamente cristológica y eclesiológica-, inspiraron fuertemente el
nacimiento de las Órdenes Mendicantes. Aquí rescato el término tan
originalmente franciscano: "desapropiación", vivir “sin nada propio”.
Se trata de una pobreza radical: recibirlo todo de Dios y devolvérselo todo a
Dios, peregrinar en gratuidad. Lo cual rápidamente se tradujo en “desapego”.
Y desde la
misma experiencia de siempre la vida contemplativa se renovó en el mirar absorto
y agradecido del misterio de la Encarnación. En esa escuela de la pequeñez de
Dios en Pesebre, Eucaristía y Cruz, en esa contemplación renovada de la
humanidad de Jesucristo y de su Pascua, se abrió paso la mística del corazón.
No tengo dudas que este proceso iniciado en este momento culminará en el gran
siglo de oro de la mística latina. San Juan de la Cruz –en famoso dibujo para
ilustrar una de sus obras-, en el camino que asciende al Monte escribe “nada,
nada, nada”.
Todo esto para
dar contexto a la expresión “simplicidad indiferente y santa vacuidad”. Las
purificaciones han concretado el desapego del alma de todas las cosas, lo cual
no significa abulia sino que puede vivirlo todo sin quedarse ya pegado en nada.
Que la unión con Dios ha crecido al punto que solo desde allí se vive. Que toda
la realidad ha quedado supeditada y proporcionada a este estado de gracia en
unidad de corazón. Todo en Dios, nada sin Él. Simplicidad de vida, sabiduría de
pobres y humildes de espíritu.
“Simplicidad
indiferente” no es pues desinterés, sino que nada mueve ya quitando del centro
al Señor. “Santa vacuidad” significa que el espacio interior permanece libre
para ser lleno de Dios. Entre secretas purificaciones y goces extáticos el alma
se ha saciado de Amor Divino. Por la apatía de mundo puede comprometerse con el
aquí y ahora de la historia con la serenidad de que “todo pasa pero Dios no se
mueve, que solo Dios basta”, al decir teresiano. Por la sanación de la carne ha
capitulado de tal modo que se encuentra plenamente libre en una sana dependencia
de su Dueño y Esposo, en un abandono amoroso tan luminoso en certezas de
esperanza y fe. Por el combate contra el Adversario ha co-vivido la Pascua
transformante y ha resurgido victoriosa en Él. Nada por saber, nada por ganar o
perder, nada por añorar hacia el pasado ni por anhelar hacia el futuro, nada
por buscar como nada por esquivar. Todo se ha detenido; silencio, soledad,
quietud. Sin embargo ahora verdaderamente todo está tan vivo. Todo simplemente
en Dios. Simplicidad indiferente y santa vacuidad. Paz y plenitud en serena
unión con Aquel que todo tiene en su mano. Y el amor ya sabe entregarse del
todo en todo sin quedarse por nada en nada.
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