Abba Montaña. Los senderos y el ascenso. Una alegoría rocosa.

 



"Apotegmas contemplativos" (2022)


Desde siempre le habían atraído las montañas con una fuerza irresistible. ¡Cómo deseaba ahora alcanzar la cumbre de aquella desconocida roca!

            Desde la casa, a los pies del cerro, nacía un camino angosto y sinuoso que se perdía pronto en el bosque. Lo transitó alegre en compañía de los pájaros. Penetró en la fronda con el mismo asombro de los descubridores. Cuando se encontró en medio de la nutrida arboleda se detuvo gozoso en los rayos de sol que se colaban entre las ramas y construían espacios contrastantes de sombra y de luz. Vagabundeó algún tiempo  reconociendo los disímiles parajes que caprichosamente erigían las enramadas. Dejó volar su imaginación. Y entre sendas perdidas alcanzó a escuchar con nitidez el correr del agua frente a sí. Retornó entonces a la seguridad del sendero y apuró el andar.

            Tras caminar un trecho se despejó el bosque dando paso a una estrecha ribera. De orilla a orilla se extendía esforzado un precario puente colgante. El río corría poco caudaloso entre las piedras unos tres metros por debajo. Al comenzar a atravesar el puentecillo comprobó su bondadosa flexibilidad que introducía a cada paso suyo un cadencioso bamboleo. Se sentía de nuevo un niño y se hamacó plácidamente mientras el viento jugueteaba con su pelo. Se detuvo a mitad del trayecto para contemplar el agua que se deslizaba cristalina y cantora. Pero la fuerza de la montaña que vivía en él le arrastró la mirada de nuevo hacia delante y a su vista se le enfervorizó el deseo y se renovó su andar seducido. Claro, no sin antes derramar una mirada triste sobre el bosque, el puente y el río que dejaba atrás.

            En la otra orilla el camino se tornaba pedregoso y en pronunciada subida. Agilizó el paso y comenzó a experimentar la fatiga. El andar se le volvió áspero en el contacto con las rudas rocas duras. Se detuvo ya después de un largo trayecto y dio la espalda a la cumbre. El paisaje que se desplegaba frente a sí era bellísimo. Desde aquella altura se dominaba el río, el bosque, la casa y la hondura del valle que se extendía mansamente hasta los pies de una cadena de cerros. Sintió por un instante la tentación de detenerse, de no ascender más y simplemente quedarse anclado en el consuelo de aquella cálida estampa. Pero nuevamente se instaló en su interior la poderosa atracción de la cima y siguió camino.

            Sin embargo pronto volvió a distraerse cuando de la única senda se abrieron otras. No pudo contener la curiosidad e investigó cada una. Todas parecían prometedoras de maravillas escondidas, de tesoros inéditos, pero ninguna cubrió sus expectativas: ni aquella que ostentaba presumidamente una tímida cascada, ni la otra que culminaba en un paredón vertical de piedra rojiza, ni la de más allá que se abría en un pequeño barranco, ni la de más acá que conducía a un pozo seco con rastros calcinados de arbustos extintos. Pero lo más frustrante fue sin duda que ninguna ascendía hasta la cumbre.

            Ya promediando la media mañana se dio cuenta que le quedaba poco tiempo y ahora sí, decepcionado y cansado, casi por ese orgullo que llamamos amor propio, retornó al primer camino y no lo abandonó hasta conquistar la cima.

            Cuánta sorpresa la suya al descubrir que en lo alto del cerro una confusión de zarzas y de arbustos impedían la visión panorámica. Pensó ser vano tanto esfuerzo para alcanzar un logro tan ineficaz. Mas el camino, ahora apenas intuible entre los vacíos que dibujaban las zarzas al tenderse las manos, seguía allí. Como por un túnel hecho de huecos zigzagueantes avanzó con una débil llama de esperanza por motor. Y su sorpresa fue aún mayor al descubrir una suerte de claro circular en lo que supuso o quiso imaginar por sensibilidad estética era el centro del cerro. Y en el centro de aquel centro, custodiada por una muralla de zarzas y de espinos que trazaban el perímetro se levantaba magnífica, espléndida y majestuosa una solitaria y pobrecita Cruz. De ella colgaba un Cristo sufriente y llagado casi de tamaño natural, quizás un tanto exagerado en sus rasgos. A sus pies un letrero en madera, delicadamente pirograbado rezaba:

 

            “Arrástrame hacia ti con fuerza irresistible. Sigue agigantando y excitando con tu don el interior deseo de unirme a ti, de abrazarme tan sólo a ti, de ser de ti. Guárdame en tu oscura noche protectora donde apagas todas las fascinaciones y escondes hábilmente a tus amadores. Permíteme caminar con la luz interior del amor creyente que regalas, con esa antorcha verdadera de fuego inextinguible que brota cuando a oscuras ya se han apagado las otras luces distractoras. Enséñame a vivir recogido en lo recóndito de mí donde sólo tú me habitas. ¡Oh, Señor Amado, escondido en lo más escondido de mí, trueca el episodio, que quede yo escondido en lo más escondido de ti!”.

 

            Recordó entonces las peripecias del trayecto, la atracción de la cima como las múltiples distracciones y retrasos. Pensó en ascender en la noche. Quizás impedidos los sentidos lo conduciría mejor el anhelo del corazón. ¿Pero se puede subir una montaña en la noche? Quizás solo en la noche se alcance esta cima.

 

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

EVANGELIO DE FUEGO 26 de Noviembre de 2024