Otro proverbio de ermitaño que
nos ayuda a iluminar la convivencia, la vida eclesial, la experiencia
comunitaria… “Cuando encuentres cristianos -si es que tú mismo estás libre de
ese pecado, de esta tentación- pegoteados a indebidas apropiaciones”. Un pecado
muy extendido y poco trabajado. Se enumeran algunos pegotes indebidos: poder,
títulos, honor, privilegios, prerrogativas y la búsqueda de protagonismo. El
deseo de estar encumbrado por encima de los demás ordenando mandón, exhibiéndose,
pavoneándose con el pecho ancho: “¡Miren cuánto tengo, cuánto soy y qué alto
estoy! ¡Cuántos títulos y honores he conseguido, cuántos privilegios detento!”.
Y esto, ¿puede suceder hasta en
pequeñas cosas no? Le puede pasar a un clérigo o también a un laico. “¡Ah, yo
tengo las llaves de la parroquia, entro y salgo cuando quiero!” No sé por qué
las llaves funcionan como un fetiche de poder, ¿verdad? “¡Yo soy el coordinador
de tal servicio o el referente de tal institución!”. “¡Y yo estoy cerca del
entorno del Párroco o del Obispo! Yo tengo la información, yo decido, yo estoy justo
donde se cocinan los asuntos de la comunidad… Soy uno de los que manejan todo.”
En fin… ustedes podrán continuar con ejemplos supongo.
Si uno está libre de esta
tentación, de este pecado, cuando halle hermanos que lo siguen viviendo hay que
apiadarse. No tener lástima, tener piedad. No andan por buen camino, están
atrapados en la seducción del mal. Se buscan a sí mismos. Aún no están maduros para vivir el amor, el servicio. Van a terminar usando a los demás en beneficio
propio; manipulando, manoseando las situaciones, generando injusticias
atrincherados en el poder. Si encontramos hermanos así hay que apiadarse y
ayudarlos a sanar esa herida con el cauterio caritativo de la Cruz. Hay que
encontrar la forma de volverles a anunciar a Jesús porque se han apartado de evangélica
pequeñez.
En el Evangelio según San Mateo,
el Señor Jesús gustaba de llamar a sus discípulos denominándolos como “los
pequeños”, “los pequeños de mi Padre”. Se trata de los humildes, los simples y
los transparentes. Son aquellos servidores que saben ubicarse en el último
lugar como su Maestro y han aprendido a obrar “sin que la mano izquierda sepa
lo que hace la derecha”. Los que ya acostumbran actuar donde solo el Padre ve,
en lo oculto, y el Padre que ve en lo secreto les recompensará.
A quienes en la Iglesia se han
apartado de evangélica pequeñez urge recordarles la Cruz, la sencillez del
abajamiento y de la pobreza humilde de Jesús, quien siendo rico se hizo pobre,
siendo fuerte se volvió débil y siendo grande se tornó pequeño. Ciertamente el
Verbo de Dios se inclinó y se anonadó para poder rescatarnos y elevarnos.
Lamentablemente puede pasar –lo sé por una amplia experiencia fraterna y pastoral-, que nuestros hermanos no quieran sanar. Que no quieran convertirse al Evangelio de la humilde pequeñez y al cauterio ardiente de la Cruz. ¡Puede tristemente pasar que empecinados no quieran! Déjalos atrás. Sigue tu camino. Una vez que te apiadaste y te acercaste fraternalmente para sanar las heridas y corregir los errores, advirtiendo sobre las desviaciones que planta la tentación… llega un punto en el cual como enseñaba el Señor Jesús se hace la hora de sacudir el polvo de las sandalias y seguir caminando. No te detengas ni te quedes atado a la tristeza. Hiciste cuanto pudiste pero ahora te chocas contra la decisión de tus hermanos que se obstinan en perseverar en un sendero que los aparta de Dios y de su Gracia. No tengas culpa y queda en paz. Nunca dejes de encomendarlos a Dios y anúnciales al partir que “su Reino sigue cerca”. Hoy no puedes saber qué sucederá en el futuro pero ya no está en tus manos sino en las del Señor. Sigue andando tu camino. Déjalos atrás en paz.


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