El silencio es indispensable.
Aprender a silenciarse.
Vivimos en un mundo alborotado
que parece siempre efervescente, en ebullición. Estamos continuamente
bombardeados por un sinfín de estímulos. No hay pausa. Nadie parece poder
detenerse. El ajetreo es lo cotidiano; una existencia volcada en la pura
exterioridad. Y así desligados de nuestro corazón, descorazonados, como sin
alma transitamos. Sin interioridad. Sin espiritualidad.
Un mundo que también impacta en
la vida de la Iglesia. ¡Tantas veces en la propia dinámica de la vida eclesial
de nuestras comunidades, en la Parroquia y en la Diócesis, uno quisiera
encontrar la pausa y el silencio, la hondura y la profundidad! ¡Y es tan
difícil de encontrar! No nos hacemos tiempo. No percibimos cuán urgente y
crucial es esta inversión. Esta inversión valiosa de un tiempo de nuestra vida
para detenernos y hacer silencio.
Podríamos ser rescatados pero
nos resistimos. Y así va creciendo el abandono de la oración personal. El
abandono de la vida de oración y de adoración en nuestras comunidades. Impera
el exceso de las palabras y de los
gestos. Reina el exhibicionismo impúdico de la banalidad y de todo lo provisorio.
¡Cuánto nos cuesta detenernos y recalar en lo esencial; en lo que no pasa y
permanece, siendo fundamento, camino y horizonte!
¿Cómo escuchar a Dios sin hacer
silencio? ¿Cómo estar con Él sin purgar tantas presencias distractoras? Sin el
silencio que genera espacio y vacíos no hay disponibilidad para la escucha,
para el encuentro y para el trato con Dios. Sin silencio la vida espiritual
está irremediablemente perdida. Perdida en cuanto desorientada y sin rumbo.
Perdida en cuanto degradándose, debilitándose, amustiándose y muriendo. ¡Para
que se encienda el fuego del Espíritu debemos ofrecer el oxígeno del silencio!
Solo en el silencio crece el Espíritu.


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