DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 46

 




LA SEXUALIDAD EN CLAVE CRISTIANA (II)

 

Estimado Pablo, Apóstol del Señor, tras un comienzo en tono restrictivo sobre el tema de la sexualidad, corrigiendo errores y conductas inmorales para quien ha abrazado a Cristo, ahora puedes abundar en una valoración positiva de la misma en torno a dos grandes elecciones de vida: el matrimonio y la soltería (la cual supone la continencia por la virginidad o castidad).

 

“En cuanto a lo que me han escrito, bien le está al hombre abstenerse de mujer. No obstante, por razón de la impureza, tenga cada hombre su mujer, y cada mujer su marido. Que el marido dé a su mujer lo que debe y la mujer de igual modo a su marido. No dispone la mujer de su cuerpo, sino el marido. Igualmente, el marido no dispone de su cuerpo, sino la mujer. No se nieguen el uno al otro sino de mutuo acuerdo, por cierto tiempo, para darse a la oración; luego, vuelvan a estar juntos, para que Satanás no los tiente por su incontinencia.” 1 Cor 7,1-5

 

La expresión “en cuanto a lo que me han escrito” nos alerta que San Pablo está respondiendo a propuestas e inquietudes que le han expresado los corintios. Como no estamos aquí realizando un ejercicio exegético adelanto el presupuesto: lo más probable es que en aquella comunidad haya quienes practiquen costumbres ascéticas de abstinencia de relaciones íntimas aún dentro del matrimonio por causa de pureza para dedicarse a la vida espiritual. Esto no es de extrañar, en este período de la antigüedad tanto judíos como gentiles, en una antropología tensa entre cuerpo y alma, tendían a considerar que para dedicarse a la vida espiritual o para realizar ciertos servicios cultuales o funciones religiosas debían abstenerse de las relaciones sexuales legítimas dentro del matrimonio, algo así como un período de purificación.

La respuesta de San Pablo no podemos sino catalogarla como “realista” y “pastoralmente práctica”. No les niega esta costumbre ascética ni discute el fondo antropológico de su orientación, sino que les pide que aquella praxis no ofrezca oportunidad a la tentación y al pecado, no sea que por debilidad sobrevenga la incontinencia y la infidelidad. “No se nieguen el uno al otro sino de mutuo acuerdo, por cierto tiempo, para darse a la oración; luego, vuelvan a estar juntos, para que Satanás no los tiente…”

Además pone las bases para una vida matrimonial equilibrada y sana a través de dos principios:

a.       ninguno de los conyuges ya se pertenence a sí mismo sino que ha sido dado o consagrado al otro;

b.      la reciprocidad en la entrega mutua, no negarse al cónyuge sino permanecer ofrecido, es la clave del amor matrimonial.

Este criterio general, que supone la noción de “consagración mutua”, la cual se deduce del principio de que el cristiano no se pertenece a sí mismo sino a Cristo y que en Efesios 5 San Pablo usará como fundamentación del matrimonio anclado en la esponsalidad entre el Señor y la Iglesia, se aplica en términos de sexualidad matrimonial en estos términos:  “Que el marido dé a su mujer lo que debe y la mujer de igual modo a su marido. No dispone la mujer de su cuerpo, sino el marido. Igualmente, el marido no dispone de su cuerpo, sino la mujer.”                                                  

Coincidamos que el Apóstol, dando una resolución realista y pastoralmente práctica, no deja de proponernos una imagen sublime y profunda de la hermosa vocación al matrimonio.

 

“Lo que les digo es una concesión, no un mandato. Mi deseo sería que todos los hombres fueran como yo; mas cada cual tiene de Dios su gracia particular: unos de una manera, otros de otra. No obstante, digo a los célibes y a las viudas: Bien les está quedarse como yo. Pero si no pueden contenerse, que se casen; mejor es casarse que abrasarse. En cuanto a los casados, les ordeno, no yo sino el Señor: que la mujer no se separe del marido, mas en el caso de separarse, que no vuelva a casarse, o que se reconcilie con su marido, y que el marido no despida a su mujer.” 1 Cor 7,6-11

 

Con espíritu de honesta paternidad, San Pablo sigue desgranando la cuestión que le han presentado. Lo primero que hace es distinguir una concesión de un mandato, entonces exhibe su preferencia personal por la castidad. Esta temática la desarrollará prontamente en su argumentación. Por ahora se limita a expresar que el estado celibatario en el que vive lo quisiera para todos pero inmediatamente reconoce que es una gracia, un don que Dios otorga solo a algunos. Por lo pronto anima a quienes quieran abrazar una vida casta, siendo solteros o viudos, a seguir adelante en tal empeño, siempre y cuando ponderen rectamente su capacidad para mantenerse en continencia y reciban dicha gracia particular de Dios.

En cuanto a los que se hallan casados les habla desde el nivel del mandato en el Señor: deben permanecer unidos. No solo se trata de afirmar la indisolubilidad matrimonial y la estabilidad del vínculo, por tanto de la negación del divorcio y la censura de una nueva unión. Sino que en este pasaje con su contexto ya mencionado, parece ser que hay en la comunidad un grupo de mujeres casadas que tienen tendencia a abstenerse de las relaciones íntimas y a separarse de sus esposos por causas ascéticas vinculadas a su modo de comprender la vida espiritual. Sobre esta costumbre vuelve San Pablo a lo que ya les ha enseñado: que es lícita esa praxis solo bajo mutuo acuerdo y por un período acotado de tiempo. El pedido al marido que no despida a su mujer resulta una fórmula de equilibrio para mostrar la reciprocidad en la responsabilidad conyugal.

Pero además el Apóstol intenta responder a una variedad de casos que le han presentado.

 

“En cuanto a los demás, digo yo, no el Señor: Si un hermano tiene una mujer no creyente y ella consiente en vivir con él, no la despida. Y si una mujer tiene un marido no creyente y él consiente en vivir con ella, no le despida. Pues el marido no creyente queda santificado por su mujer, y la mujer no creyente queda santificada por el marido creyente. De otro modo, sus hijos serían impuros, mas ahora son santos. Pero si la parte no creyente quiere separarse, que se separe, en ese caso el hermano o la hermana no están ligados: para vivir en paz les llamó el Señor. Pues ¿qué sabes tú, mujer, si salvarás a tu marido? Y ¿qué sabes tú, marido, si salvarás a tu mujer?” 1 Cor 7,12-16

 

Aquí surge una problemática típica de la primera evangelización, que sigue vigente en lugares de misión donde la fe cristiana debe ser implantada. La realidad del matrimonio natural es precedente a la del matrimonio sacramental. San Pablo reconoce que hay casados según el orden natural y las costumbres propias que viven una disparidad en cuanto a la fe. Solo uno de ellos, tras ser evangelizados, ha aceptado a Cristo y ya ha recibido el Bautismo. ¿Qué pasa si el otro cónyuge no quiere aceptar la fe cristiana, o si se opone a que la parte conversa practique la religión, o si directamente quiere romper la convivencia por no estar dispuesta a aceptar la fe a la que ha adherido el otro miembro del matrimonio natural?

El gran maestro de la fe en primer lugar apuesta positivamente a permanecer en esa unión estable y monógama entre un varón y una mujer. Solo basta que la parte no creyente acepte convivir pacíficamente y sin impedir a la parte creyente el ejercicio de la religión. Y aún más, mira con esperanza la situación, pues creyendo en el poder de la Gracia de Dios hay posibilidad que la vida cristiana del cónyuge converso se irradie sobre el otro cónyuge y sobre los hijos resultando un instrumento propicio de conversión y santificación para ellos.

Sin embargo con total realismo el Apóstol acepta que puede darse la disolución de aquel matrimonio natural a causa de la primacía de la fe. Si el otro conyuge se mantiene irreductible en la separación por no querer convivir y aceptar la conversión y bautismo del otro miembro, pues que se marche y que el neófito quede en paz, desligado de aquel vínculo y capaz de casarse posteriormente en el Señor.

Tal situación se conoce en la legislación canónica como disolución matrimonial por privilegio paulino. Obviamente el punto de partida es un matrimonio no sacramentado, la conversión y bautismo de uno de los miembros y la no aceptación de cohabitación por el otro. En beneficio de la fe se resuelve en disolución.

 

CIC can 1143 § 1. El matrimonio contraído por dos personas no bautizadas se disuelve por el privilegio paulino en favor de la fe de la parte que ha recibido el bautismo, por el mismo hecho de que ésta contraiga un nuevo matrimonio, con tal de que la parte no bautizada se separe. & 2. Se considera que la parte no bautizada se separa, si no quiere cohabitar con la parte bautizada, o cohabitar pacíficamente sin ofensa del Creador, a no ser que ésta, después de recibir el bautismo, le hubiera dado un motivo justo para separarse.

 

En los siguientes cánones (1144-1147), el código de derecho canónico establece las condiciones concretas y el modo de proceder en tales casos excepcionales.

Como vemos San Pablo aborda la sexualidad en el matrimonio bajo la clave del amor oblativo en reciprocidad, afirmando la primacía de la fe y favoreciendo que de común acuerdo busquen los cónyuges los medios que crean oportunos para el crecimiento espiritual.



DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 45

 



LA SEXUALIDAD EN CLAVE CRISTIANA (I)

 

Estimadísimo Apóstol San Pablo, maestro de la fe, nos damos cuenta que la comunidad de Corinto se hallaba en una viva efervescencia al dirigirte a ella. A veces por emergentes de índole espiritual como los dones y carismas del Espíritu –temática que tendremos por delante-, otras por conductas impropias a un discípulo de Cristo. Nos toca pues contigo abordar una dimensión tan profunda como sensible y delicada: la sexualidad.

Ya habíamos mencionado el caso del incestuoso y la exhortación a tratar con mayor rigor y menos tolerancia este pecado al interno de la comunidad. Ahora intentarás corregir desviaciones y afianzar virtudes de acuerdo a situaciones que se presentan y consultas que te hacen.

 

«Todo me es lícito»; mas no todo me conviene. «Todo me es lícito»; mas ¡no me dejaré dominar por nada! La comida para el vientre y el vientre para la comida. Mas lo uno y lo otro destruirá Dios. Pero el cuerpo no es para la fornicación, sino para el Señor, y el Señor para el cuerpo. Y Dios, que resucitó al Señor, nos resucitará también a nosotros mediante su poder.” 1 Cor 6,12-14

 

“Todo me es lícito” parece ser el argumento que San Pablo quiere corregir. En la comunidad hay pues quienes piensan que los cristianos tienen prerrogativa a una libertad sin restricciones. Aparecen dos conductas erróneas: una vinculada a la costumbre en la ingesta de alimentos y la otra a la costumbre del trato con prostitutas. Sin embargo el Apóstol propone estas limitaciones: “no todo me conviene” y “no me dejaré dominar por nada”.

¿Cómo concebían la libertad aquellos cristianos conversos del paganismo? ¿Habían mal entendido la libertad en Cristo predicada por Pablo? ¿Pensaban que por ser de Cristo y hallarse en una nueva condición tras su bautismo, podría haber exenciones morales en algún campo de la vida? ¿Estaban quizás influenciados por doctrinas gnósticas que dualisticamente separaban lo material de lo espiritual? ¿Interpretaban que lo material era irrelevante y que lo que hacía referencia al cuerpo era también irrelevante en sentido moral?

Como sea, San Pablo los orienta sabiamente. “No todo me conviene”. ¿Qué es pues lo que conviene a un cristiano? Evidentemente Cristo, su mente y corazón, la Ley viva, plena y santa que es Él mismo. Al cristiano le conviene vivir según las “normas de conducta en Cristo”. Además agregas “no me dejaré dominar por nada”, es decir, la libertad cristiana no es un andar suelto con todos los permisos, sino un no ceder al mal ni dejarse esclavizar por cualquier realidad que nos aparte de Cristo o que niegue o mengüe nuestra pertenencia al Señor. Para decirlo positivamente, ser libre es atarse a Cristo.

“El cuerpo es para el Señor y el Señor para el cuerpo”, supone que Dios da valor a la materia, lo cual se refuerza con el testimonio de la Resurrección. (Notemos que esta argumentación lleva implícita la confesión de la Encarnación). Pero además rompe con cualquier lectura dualista de la persona humana: también la relación con y el uso dado al cuerpo humano caen bajo valoraciones de carácter moral.

 

“¿No saben que sus cuerpos son miembros de Cristo? Y ¿había de tomar yo los miembros de Cristo para hacerlos miembros de prostituta? ¡De ningún modo! ¿O no saben que quien se une a la prostituta se hace un solo cuerpo con ella? Pues está dicho: Los dos se harán una sola carne. Mas el que se une al Señor, se hace un solo espíritu con él. ¡Huyan de la fornicación! Todo pecado que comete el hombre queda fuera de su cuerpo; mas el que fornica, peca contra su propio cuerpo. ¿O no saben que su cuerpo es santuario del Espíritu Santo, que está en ustedes y han recibido de Dios, y que no se pertenecen?  ¡Han sido bien comprados! Glorifiquen, por tanto, a Dios en su cuerpo.” 1 Cor 6,15-20

 

Realmente es intensa la fórmula “sus cuerpos son miembros de Cristo”. Es la persona entera la que participa del Cuerpo de Cristo que es la Iglesia. La persona consagrada a Cristo e incorporada al cuerpo eclesial debe  vivir su corporeidad personal en Cristo. Y no solo por esta causa es reprensible un uso desordenado del cuerpo sino porque “los dos se harán una sola carne”. Al aludir a Gn 2,24, San Pablo establece que la relación corpórea entre varon y mujer en el ejercicio de la sexualidad por mandato del Creador se hará rectamente en un vínculo perdurable y en el marco de la expresión de una inter-comunión que abarque a la persona entera.

Si la unión corpórea entre varón y mujer nos hace una sola carne, la unión con Cristo nos hace un solo espíritu con Él. Y añade el Apóstol esta otra fundamentación: el cuerpo es templo y santuario del Espíritu Santo. Por último nos recuerda que “hemos sido bien comprados”, obviamente por la Sangre derramada de Cristo en la Cruz, por su Sacrificio en rescate nuestro. Por tanto también debemos alabar y adorar a Dios con nuestro cuerpo.

Finalmente advertimos que en este pasaje San Pablo no trata directamente sobre la práctica de la prostitución o sobre la situación de la mujer prostituida. El centro de su interés es mostrar que las costumbres de algunos varones cristianos deben ser purificadas, corregidas y reordenadas a Cristo. Como siempre la clave es Cristo y también nuestra corporeidad y el ejercicio de la sexualidad no se hallan enmarcadas en la ausencia de restricciones sino en el proyecto del Padre manifestado plenamente en Cristo y animado por el Espíritu santificador.

 

DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 44

 




LA PURIFICACIÓN INTERNA DE LA IGLESIA (III)

 

 Querido Apóstol San Pablo, te inquieta que entre los Corintios existan disputas (cf. 1 Cor 6,1-8), a veces por “naderías” piensas; pero más te preocupa que intenten resolverlas recurriendo a los jueces civiles y que no puedan hacerlo internamente en la comunidad, ya por el ejercicio de la caridad fraterna, ya recurriendo a hermanos sabios que puedan discernir y ayudar a resolver.

 

“Y cuando tienen pleitos de este género ¡toman como jueces a los que la Iglesia tiene en nada! Para su vergüenza lo digo. ¿No hay entre ustedes algún sabio que pueda juzgar entre los hermanos? Sino que van a pleitear hermano contra hermano, ¡y eso, ante infieles!”  1 Cor 6,4-6

 

A nuestro tiempo eclesial le viene bien recordar que las disputas entre hermanos se superan madurando el ejercicio de la caridad; que supone ser menos sensibles a las ofensas mediante una crecida humildad y capacidad de ofrecimiento en unión al Crucificado, como también por una concreta agilidad para la reconciliación, sin quedarnos en el enojo, sabiendo rápidamente perdonar y pedir perdón.

Pero en el hoy de la Iglesia peregrina la dificultad es sobre todo acerca del juicio. Expresiones como “no juzgar” o “el Juicio es de Dios” parecen ser mal interpretadas lesionando la justicia y la verdad. Si el Juicio es de Dios se supone que ha comunicado lo que espera de nosotros. Nadie puede ser sentenciado justamente sino existe una ley explicitada a la cual sabe debe responder. No somos responsables frente a lo que ignoramos pero claramente lo somos si conocemos las normas. ¿Recuerdan que todo este tema gira en torno a las “normas de conducta en Cristo”?

Nuestros días ven crecer un masivo relativismo y por tanto una fuerte dificultad para aceptar que existen verdades, principios y normas absolutas y universales. Si cada quien es y debe ser como se autopercibe, cada quien es la ley para sí mismo. Es el colmo del individualismo. La pretensión de que la realidad es como yo la concibo y que nadie tiene derecho a contradecirme supone al fin el absurdo de la incomunicación y la imposibilidad de establecer vínculos. Estamos sembrando el terreno de una multitud de monólogos autoreferenciales que impiden el diálogo y la comunión.

En cambio el Apóstol a los Corintios les recuerda que hay “normas en Cristo”, es decir que Dios ha comunicado la Verdad y que hay ley natural, ley evangélica, enseñanza, mandatos, preceptos… Todo ello viene de Dios y Dios nos va a juzgar según esos parámetros. Y quisiera San Pablo que la comunidad creciera en caridad para ayudarse mutuamente a vivir según Dios. Como también anhela que entre ellos haya hermanos sabios que ayuden a discernir la Justicia de Dios que en el fondo es Santidad y Misericordia indisolublemente unidas.

Escuchemos algunas “normas en Cristo” que expone San Pablo, aunque a nuestros oídos contemporáneos quizás le produzcan cierta irritación:

 

“¿No saben acaso que los injustos no heredarán el Reino de Dios? ¡No se engañén! Ni los impuros, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los homosexuales, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los ultrajadores, ni los rapaces heredarán el Reino de Dios. Y tales fueron algunos de ustedes. Pero han sido lavados, han sido santificados, han sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios.” 1 Cor 6,9-11

 

Ni pienso detenerme un instante en las novedosas exégesis engañosas que intentan ver en estas listas de pecados un sesgo cultural que ya no es lícito dar por válido contemporáneamente. Podemos discutir matices que hagan más comprensibles los ejemplos aludidos en la mentalidad del siglo I, del Nuevo testamento y de San Pablo en particular. Pero es indiscutible que el sentido literal es bastante claro para todo hombre en todo tiempo. Como es insoslayable el hecho que a la luz de la fe nos encontramos frente a la Palabra de Dios. Al carácter divinamente inspirado corresponde pues la humilde y obediente adhesión de la fe.

Vale la pena mas bien detenernos en tres rasgos centrales:

a)      “No se engañen”. Con lo cual vemos que ya desde el comienzo la autojustificación y la tentación de convalidar el pecado están presentes en la comunidad cristiana. Y lo siguen estando porque es propio de nuestra naturaleza herida inclinarnos y curvarnos sobre nosotros mismos.

b)      “Tales fueron algunos de ustedes”. San Pablo no se muestra prejuicioso, escandalizado o inflexible considerando el pasado pecador de sus hermanos. De hecho el Apóstol y cada uno de nosotros partimos desde el pecado en nuestra historia personal y en la memoria a veces siguen pesando sus huellas. Pero lo importante es que el pecado “está en el pasado”. “Antes fueron así pero ahora ya no lo son”.

c)      “Pero han sido lavados, han sido santificados, han sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios.” Aquí está la clave: ya son nuevos. No son aquellos del pasado sino éstos del presente, tras su encuentro con Cristo y la acción del Espíritu que nos regenera. Se han convertido, han hecho penitencia, han roto con el pecado y se han adherido a las “normas de vida nueva de Cristo Señor”. Han sido rescatados del pecado, transformados por la Gracia y todo ha cambiado. Sería terrible volver atrás.

 

DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 43





LA PURIFICACIÓN INTERNA DE LA IGLESIA (II)

 

“Al escribirles en mi carta que no se relacionaran con los impuros, no me refería a los impuros de este mundo en general o a los avaros, a ladrones o idólatras. De ser así, tendrían que salir del mundo.” 1 Cor 5,9-10

 

¡Qué sencillo y contundente sentido de la realidad te asiste San Pablo! Los cristianos ni siquiera podríamos vivir en el mundo si pretendiésemos que todos fueran santos. Y hemos conocido etapas puristas en las cuales por miedo al contagio y para preservar la pureza hemos construido muros que nos defendieran de la realidad del mundo. ¿Pero cómo realizar entonces la misión de anunciar el Evangelio a todos si nos ponemos a distancia para preservarnos? De hecho no tendría razón de ser la Iglesia si la humanidad entera se hallase convertida y perseverase indefectible en Gracia.

No nos hablas en esta ocasión de romper con la impureza que por el pecado se establece a diario en la realidad de los hombres –ciertamente habrá que liberar a la humanidad del oscuro Príncipe de este mundo-, sino de una herida interna de la vida eclesial. No somos tan puros como pretendemos ni como debiéramos aspirar a ser.

 

“¡No!, les escribí que no se relacionaran con quien, llamándose hermano, es impuro, avaro, idólatra, ultrajador, borracho o ladrón. Con ésos ¡ni comer! Pues ¿por que voy a juzgar yo a los de fuera? ¿No es a los de dentro a quienes ustedes juzgan? A los de fuera Dios los juzgará. ¡Arrojen de entre ustedes al malvado!” 1 Cor 5,11-13

 

En este pequeño pasaje comprendemos que el Apóstol, no sin cierta ironía, les hace ver que no está de acuerdo con el juicio permisivo con el pecado que sostienen hacia el interior de la vida eclesial. No deben mirar hacia fuera y preocuparse por el pecado de quienes no son cristianos, sino volverse hacia adentro y ocuparse en resolver situaciones indebidas que viven miembros de la comunidad de fe. Obviamente la exhortación corresponde al caso puntual del incestuoso que ya hemos mencionado. Pero la breve lista que enuncia San Pablo habla también de otros excesos. Aquí el Apóstol es tajante: “Con esos ¡ni comer”. Y sugiere que aunque se llamen “hermanos” no actúan conforme a una vida en Gracia. Se deduce pues que el pecado rompe la fraternidad, la lesiona y obstaculiza. Somos hermanos en Cristo si objetivamente nos aunamos en un modo de vivir según aquellas “normas de comportamiento en Cristo” que los Apóstoles han recibido del Señor y transmitido a toda la Iglesia. En este sentido se pide arrojar fuera de la comunidad al que quiere permanecer impenitente, o sea, aquel miembro que habiendo sido advertido y exhortado a conversión no quiere salir del pecado sino permanecer en él. Esta expulsión o excomunión tiene un doble carácter medicinal: no permitir que la levadura vieja del pecado se extienda y contamine la vida de la Iglesia y poner un límite firme al pecador para que pueda reconsiderar su postura obstinada en el pecado, arrepentirse y hacer penitencia para poder volver a la comunión eclesial.

Ciertamente la Iglesia, desde los albores apostólicos a nuestros días, peregrinando en la historia ha experimentado la necesidad de exponer en textos legislativos la disciplina que es propia del modo de vida evangélico. Hoy esas regulaciones en gran medida se hallan contenidas y preservadas en el Código de Derecho Canónico, que bajo la luz de la Revelación y con la guía del Magisterio, permite establecer objetivamente el género de vida de los cristianos, garantizando los derechos de todos a perseverar y madurar según la Gracia, junto a los correctos procesos de discernimiento y las sanciones o penas correctivas y medicinales que se deban aplicar.

Ya sé que hablar de Leyes suena frío a una gran mayoría –me incluyo-. Pero también reconozco que vivir sin normas, en una pura libertad según el Espíritu, es engañoso y fuente de grandes males. Nos guste o no la disciplina es necesaria. La vida en el Espíritu no puede desarrollarse rectamente sin tutores objetivos, librada a la caprichosa subjetividad. De no mediar en la vida eclesial una disciplina común la comunidad de los creyentes derivaría hacia una inmadura y permanente adolescencia en conflicto interminable con la autoridad; una constante crisis de identidad y con ella la anarquía y la disgregación. Quizás a quienes el lenguaje de la ley y la disciplina les resulte amargo, coercitivo o censurador, les recordaría que se trata simplemente de ajustarnos “a las normas de comportamiento en Cristo”. Tal vez podríamos expresarlo así –lo cual ya San Pablo ha hecho en otros lugares-: Cristo es el Legislador y la Ley viva y definitiva. Jesucristo es aquel tutor que el Padre clavó junto al tronco de la humanidad para que creciera rectamente en Gracia y Comunión. O tal vez lo diría mejor así: solo injertada en el árbol recto y firme de la Cruz –Cruz que es ley de Vida y disciplina en el Espíritu-, la humanidad puede celebrar aquella Alianza que engendra Salvación.

Lo cual de nuevo me lleva a concluir que necesitamos hoy revisar algunas actitudes. No es muy fiable una fraternidad universal que se apoye  en el hecho de que todos pertenecemos al género humano y que tenemos asignada una casa común donde cohabitar. Este dato ha estado permanentemente accesible en la historia –con diversos grados de conciencia cultural- y sin embargo no se ha derivado de él ni la concordia planetaria ni la paz globalizada. Sabemos los cristianos que la raíz de todos los males se hunde en cada corazón y que la medicina es la conversión a Cristo pues solo en la Cruz de Cristo, en su inmolación como Cordero Pascual, por la gracia de una Fe animada por la Caridad pueden ser derribados los muros que nos separan y superadas las fronteras que nos distancian. La adhesión a “las normas de comportamiento en Cristo” es lo que garantiza una verdadera fraternidad.

También debemos creo replantearnos el camino de relajar la disciplina moral para intentar una mayor inclusión de personas en la Iglesia. Este camino es falso: degrada la calidad de vida discipular convalidando el pecado y no rescata a los pecadores para vivir en la Gracia de Dios. Además es un sendero imposible para la Iglesia pues ella no crea la Ley de Salvación sino que la recibe. Cristo es la Ley Viva que Vivifica y con fe humilde los cristianos hacemos penitencia y dejamos dócilmente que el Buen Dios y Padre nos purifique, pasándonos por el crisol de la Cruz para que resurjamos aquilatados y resplandecientes a imagen y semejanza de su Unigénito.

 

DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 42




LA PURIFICACIÓN INTERNA DE LA IGLESIA (I)

 

“Por esto mismo les he enviado a Timoteo, hijo mío querido y fiel en el Señor; él les recordará mis normas de conducta en Cristo, conforme enseño por doquier en todas las Iglesias.”  1 Cor 4,17

 

Agradecidos estamos San Pablo contigo y con todos los Apóstoles que nos enseñaron las “normas de conducta en Cristo” y que velaron para que sigan siendo transmitidas. Así el Espíritu Santo, mediante la suceción apostólica, sigue recordándonos y haciéndonos comprender y creer cuanto el Señor Jesús nos comunicó para nuestra salvación.

Como estas páginas son un “diálogo vivo”, un ejercicio de oración personal, no pretendo tocar íntegramente las cartas paulinas sino algunos pasajes escogidos, seguramente medulares pero quizás seleccionados un tanto subjetivamente, ciertamente aquellos con los que queda resonando mi sediento corazón. Y aunque no sea pues este diálogo espiritual una labor exegética o de comentarista, a veces requiero poner en contexto a mis lectores, sobre todo cuando dejo fragmentos fuera. Ésta es una de esas ocasiones.

El Apóstol anuncia que irá a verlos pero el tono es controversial, hay dificultades en la comunidad y debe poner orden. Por eso se prepara el camino y les dice: “¿Qué prefieren, que vaya a ustedes con palo o con amor y espíritu de mansedumbre?” (1 Cor 4,21). Nos enteramos pronto que ha sucedido entre ellos un hecho grave: “Sólo se oye hablar de inmoralidad entre ustedes, y una inmoralidad tal, que no se da ni entre los gentiles” (1 Cor 5,1). Se trata de un caso de incesto, público y escandaloso (cf. 1 Cor 5. 1-5). San Pablo percibe la inacción de la comunidad, la tolerancia a ese pecado y claramente da un juicio acerca del tema y cómo debe procederse expulsando al pecador. Probablemente se trata de una excomunión medicinal para que se arrepienta, haga penitencia y se convierta.

Pues bien, abordaremos de aquí en más -en varias entregas- el pensamiento del Apóstol acerca de una necesaria purificación hacia el interior de la comunidad cristiana. ¿Pero la Iglesia entonces es pecadora? ¿Cómo la una, santa, católica y apostólica puede necesitar purificarse? Permítanme entonces introducir un texto del catecismo de la Iglesía Católica que nos recuerda que la Iglesia en sí misma es santa pero recibe en ella a miembros pecadores.

 

Catecismo Nº 827  "Mientras que Cristo, santo, inocente, sin mancha, no conoció el pecado, sino que vino solamente a expiar los pecados del pueblo, la Iglesia, abrazando en su seno a los pecadores, es a la vez santa y siempre necesitada de purificación y busca sin cesar la conversión y la renovación" (LG 8; UR 3; 6). Todos los miembros de la Iglesia, incluso sus ministros, deben reconocerse pecadores (1 Jn 1,8-10). En todos, la cizaña del pecado todavía se encuentra mezclada con la buena semilla del Evangelio hasta el fin de los tiempos (cf. Mt 13,24-30). La Iglesia, pues, congrega a pecadores alcanzados ya por la salvación de Cristo, pero aún en vías de santificación: “La Iglesia es, pues, santa aunque abarque en su seno pecadores; porque ella no goza de otra vida que de la vida de la gracia; sus miembros,  ciertamente, si se alimentan de esta vida se santifican; si se apartan de ella, contraen pecados y manchas del alma, que impiden que la  santidad de ella se difunda radiante. Por lo que se aflige y hace  penitencia por aquellos pecados, teniendo poder de librar de ellos a  sus hijos por la sangre de Cristo y el don del Espíritu Santo” (Pablo VI; SPF 19).

 

Continuemos ahora nuestra lectura orante y diálogo vivo con San Pablo.

 

“¡No es como para gloriarse! ¿No saben que un poco de levadura fermenta toda la masa? Purifíquense de la levadura vieja, para ser masa nueva; pues son ázimos. Porque nuestro cordero pascual, Cristo, ha sido inmolado. Así que, celebremos la fiesta, no con vieja levadura, ni con levadura de malicia e inmoralidad, sino con ázimos de pureza y verdad.” 1 Cor 5,6-8

 

 La exhortación pues es bellísima y contundente en su expresión. No se debe permitir en forma alguna que se propague entre la comunidad la levadura vieja del pecado y de la inmoralidad. Los que son de Cristo, Cordero inmolado y nuestra Pascua, deben permanecer como panes ázimos, ofrecidos en pureza y verdad al Padre en unión a su Hijo. Aquí la levadura tiene connotaciones negativas: la irrupción y expansión contaminante del mal dentro de la Iglesia.

Y ésta me parece una temática tan actual. Ya me he pronunciado - hasta el hartazgo- acerca de la publicidad dada entre nosotros hoy a una “falsa misericordia”, que con pretexto de inclusión absoluta, evita considerar seriamente la necesidad de conversión. Deriva en una pastoral buenista, populista y demagógica que convalida el mal y difumina la realidad del pecado como también anestesia o confunde la conciencia moral de los creyentes. Seguramente San Pablo se opondría tan firmemente en el presente como nos lo muestra en el pasado. También a nuestra Iglesia peregrina de comienzos del tercer milenio le advertiría: “Miren que iré pronto entre ustedes, espero que se pongan en orden según las normas de conducta en Cristo antes que yo arribe. Se los anticipo para que elijan: ¿voy con vara para corregir y restablecer la disciplina evangélica? Ojalá no hiciera falta y enmienden su desvarío con prontitud.”

Por mi parte ruego a Dios que no nos falten ministros sagrados que con rectitud apostólica nos exhorten y nos despierten. Comprendo que no será grato para nadie. Unos se sentirán juzgados, quizás agredidos o no estimados, ofrecerán tal vez resistencia férrea, aunque la caridad eclesial los invite simplemente a salir del pecado para unirse plenamente a Cristo. Otros se verán sorprendidos pues les parecerá excesiva la exigencia de la santidad de vida; la cual es nuestra vocación pero evidentemente es incómoda, interpela y desafía y no admite medias tintas o el vago deambular de la mediocridad reinante. Lamentablemente no faltarán quienes ya infestados por la tentación han dejado que su mente y corazón se retuerzan; estos tales actuarán como justificadores ideológicos de una cercanía al mundo y de un espíritu de modernización que traiciona al Evangelio de la Gracia. Finalmente quienes ejerzan el ministerio apostólico sufrirán como todos los profetas sufren y padecerán probablemente con más intensidad los embates desde dentro de la Iglesia que desde fuera de ella. El interrogante está en el aire: ¿la Iglesia santa que abraza pecadores en camino de penitencia admitirá en su seno la levadura del mal y del pecado? Como reza antiguo adagio: “aversión al pecado y misericordia al pecador”. El pecado debe ser erradicado; el pecador en cambio liberado y rescatado para la santidad de la Gracia.

 

 

DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 41

 

 


LOS MINISTROS DE DIOS (II)

 


Ilustrísimo San Pablo, Apóstol del Señor, nos invitas a dar un paso más en la consideración de aquellos que han recibido el ministerio sagrado de “servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios”.

 

“Porque pienso que a nosotros, los apóstoles, Dios nos ha asignado el último lugar, como condenados a muerte, puestos a modo de espectáculo para el mundo, los ángeles y los hombres. Nosotros, necios por seguir a Cristo; ustedes, sabios en Cristo. Débiles nosotros; mas ustedes, fuertes. Ustedes llenos de gloria; mas nosotros, despreciados. Hasta el presente, pasamos hambre, sed, desnudez. Somos abofeteados, y andamos errantes. Nos fatigamos trabajando con nuestras manos. Si nos insultan, bendecimos. Si nos persiguen, lo soportamos. Si nos difaman, respondemos con bondad. Hemos venido a ser, hasta ahora, como la basura del mundo y el desecho de todos.”  1 Cor 4,9-13

 

Una contundente expresión, testimonial, de tu propia experiencia. De tanto en tanto me repito a mí mismo y se lo he comunicado a las nuevas generaciones en cuanto he encontrado oportunidad: “un sacerdote no conoce otros derechos sino los derechos de la Cruz”. ¿Cómo ejercer fiel y fecundamente el sacerdocio ministerial sin hallarse configurado al Crucificado, a su Sacrificio redentor? ¿Cómo celebrar la Eucaristía sin esta conciencia religiosa?

Obviamente “los derechos de la Cruz” primero se enuncian, luego se aceptan en un proceso de maduración que supone una inmensa cuota de purificación y se viven cuando en gracia se alcanza una estable y serena unión con Cristo en su inmolación amorosa. Un sacerdote debe volverse cordero en el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo.

Una y otra vez debe negarse a sí mismo y cargar la Cruz. Una y otra vez debe orientarse a morir él para dar vida. Así lo manifiestas San Pablo en tus paradojas. Y sería bueno que todos los que ejercemos el ministerio lo grabemos a fuego en el corazón. “Yo he sido ubicado por Dios en el último lugar como condenado a muerte, he sido elegido para ser víctima de propiciación.” Entonces la orientación de nuestro servicio y la administración de los misterios nos será totalmente clara en su naturaleza sobrenatural. “Yo seré considerado necio para que ellos sean admirados como sabios. Yo seré debilitado para que ellos sean fortalecidos. Mis hermanos e hijos llenos de gloria y yo despreciado.” No es éste el lenguaje de la victimización sino el del Sacrificio; es el lenguaje del Amor. No de cualquier amor humano sino del Amor Divino. Es el Amor de Dios manifestado en la Pascua de Cristo Jesús.

¿Hambre, sed, desnudez, pobreza, andar errantes e itinerantes sin demasiadas seguridades humanas, ser insultados y abofeteados, hombres cargados de fatigas? ¿Por qué nos quejamos los ministros cuando esto nos sucede? ¿Por qué aún me asombro? ¿Acaso no hemos sido llamados y hemos respondido a esto por amor de Cristo? Pero cuando respondimos al llamado iniciamos un camino y ahora el camino nos hace acelerar el paso de la conversión y de la entrega de la vida. “Ser el Crucificado” es la vocación del sacerdote, hermosa, viril, desafiante, cruda y permítanme mortal. Adentrarnos en esa Muerte que da Vida.

No debiera razonablemente un ministro sagrado esperar de Dios otra cosa que ser con-crucificado con el Señor Jesús. Todo el camino ministerial apunta a esta cumbre. Estar y permanecer con Él siendo considerados malditos e insultados pero devolviendo bendición; perseguidos y difamados pero soportando con bondad. Con Cristo, el Amado y Esposo, basura y desecho para el mundo y elegidos por Dios para unirnos a Él en la cima de la Cruz. Pues para ser los ministros “servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios” debemos adelantarnos al Pueblo y vivir la Pascua. ¿Cómo podremos celebrar y comunicar lo que aún no somos? La vocación sacerdotal hace temblar, primero a los llamados, pero configurados tras la maduración penitencial a Cristo, bien templados, conmueve al mundo.

 

“No les escribo estas cosas para avergonzarlos, sino más bien para amonestarlos como a hijos míos queridos.  Pues aunque hayan tenido 10.000 pedagogos en Cristo, no han tenido muchos padres. He sido yo quien, por el Evangelio, los engendré en Cristo Jesús.  Les ruego, pues, que sean mis imitadores.” 1 Cor 4,14-16

 

Recordemos nuevamente que las exhortaciones del Apóstol tienen como punto de partida las divisiones comunitarias, de carácter partidista. “Yo soy de éste, yo de aquel”. Se encaminan a predicarnos con fuerza que todos somos de Cristo. Y concluye San Pablo que lo que viven los Apóstoles como vocación en Cristo lo debe vivir también toda la comunidad, cada uno de los discípulos. Finalmente también creo que un buen y fiel ministro no solo se deja con-crucificar con Cristo sino que invita a todo el Pueblo de Dios al que sirve, a dejarse con-crucificar también. Lamentablemente existe hoy la tentación de un falso “buenismo pastoral”, sobreprotector, que mantiene a los cristianos pueriles y que no habla de conversión, penitencia, purificación y santidad. ¿Cómo decirlo? Con riesgo de ser demasiado simplista –en tono didáctico- lo expresaría así: “hemos caído en la telaraña de aquella modernidad que para levantar los derechos del hombre niega los derechos de Dios”. Los ministros sagrados primero, todo el Pueblo de Dios animado por nuestro ejemplo, debemos recordar nuestra vocación luminosa y bella a “los derechos de la Cruz”. Entonces una Iglesia con-crucificada podrá ser servidora de Cristo y dispensadora de los misterios de Dios.


DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 40

 




LOS MINISTROS DE DIOS (I)

 

Recuperemos querido San Pablo tu sentencia inicial sobre la cual nos hemos permitido un excursus:

 

“Por tanto, que nos tengan los hombres por servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios. Ahora bien, lo que en fin de cuentas se exige de los administradores es que sean fieles.” 1 Cor 4,1-2

 Y continuemos:

 

“Aunque a mí lo que menos me importa es ser juzgado por ustedes o por un tribunal humano. ¡Ni siquiera me juzgo a mí mismo! Cierto que mi conciencia nada me reprocha; mas no por eso quedo justificado. Mi juez es el Señor. Así que, no juzguen nada antes de tiempo hasta que venga el Señor. El iluminará los secretos de las tinieblas y pondrá de manifiesto los designios de los corazones. Entonces recibirá cada cual del Señor la alabanza que le corresponda.” 1 Cor 4,3-5

 

¿Cómo valorar la actuación de un ministro dispensador de los misterios de Dios? Si bien ya pusiste como clave general que sea fiel en cuanto administrador y que no se adueñe, ahora insistes en otro rasgo. Que sea humilde y siempre atento al juicio de Dios. Aunque la propia conciencia no le acuse de falta, no se sienta por ello exonerado, sino que permanezca siempre en un sano y santo temor de Dios que verdaderamente lo sabe todo y que escruta los corazones, que nos conoce a nosotros más que nosotros mismos. Que tampoco dependa demasiado del juicio de los demás –sea negativo o positivo-. También el juicio de los pares en el ministerio, del entorno de colaboradores en el ejercicio de su autoridad y de los fieles que le han sido confiados, no alcanza a dar certeza. Puede ser una indicación, marcar un humor comunitario acerca de su servicio, actuar como espejo que refleja la imagen que el servidor no ve de sí mismo, pero al fin y al cabo si todos lo aplauden o todos lo resisten, el juicio certero sigue siendo de Dios.

No se trata pues de desconocer ni la propia conciencia ni de anular el diálogo y discernimiento eclesial, sino de relativizarlos, es decir, ponerlos en relación y bajo la mirada de Dios. No pocas veces vemos ministros sagrados que apelando a su sola conciencia, en lo más alto de la cumbre eclesiástica, se exponen a la tentación de tornarse desconectados del cuerpo, autosuficientes y por tanto autocráticos. Como también vemos otros ministros que demasiado pendientes de la recepción de su ejercicio corren la tentación de la demagogia, de volverse adaptables y acomodaticios, de someterse al consenso de las mayorías.

El ministro debe ante todo ser maduro para afirmarse inconmovible en la voluntad de Dios -conocida por Revelación y contenida en el depositum fidei, transmitida fielmente por el Magisterio-. Y en todo cuanto sea prudencial y de aplicación, sostener con recta intención la búsqueda y recepción de esa Voluntad Divina. Y animar a todos a vivir en este temple. Y someterse humilde y exhortar a todos a someterse al juicio definitivo de Dios. Viviendo en esta tensión e incertidumbre la Iglesia permanece abierta a la Verdad que no crea sino que recibe, descubre y acepta como don de lo alto.

 

“En esto, hermanos, me he puesto como ejemplo a mí y a Apolo, en orden a ustedes; para que aprendan de nosotros aquello de «No propasarse de lo que está escrito» y para que nadie se engría en favor de uno contra otro. Pues ¿quién es el que te distingue? ¿Qué tienes que no lo hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿a qué gloriarte cual si no lo hubieras recibido? ¡Ya están hartos! ¡Ya son ricos! ¡Se han hecho reyes sin nosotros! ¡Y ojalá reinaran, para que también nosotros reináramos con ustedes!” 1 Cor 4,6-8

 

Retomando la temática inicial de las divisiones en la comunidad, donde unos se pensaban como partidarios de tal ministro y otros como enfrentados y partidarios de aquel otro, San pablo insiste en que no seguimos ministros sino a Cristo. Que los ministros son valorables en cuanto administradores fieles que nunca se adueñan de la Iglesia. Que ningún ministro ni la Iglesia entera se fundan sobre sí mismos, que lo que somos lo hemos recibido, que debemos fundarnos en la Gracia. Y sobre todo que debemos guardarnos humildes servidores en las manos y bajo la mirada de Dios.

 

DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 39

 


SERVIDORES DE CRISTO 

Y ADMINISTRADORES DE LOS MISTERIOS DE DIOS

 

Augustísimo Pablo, santo de Dios y Apóstol de la Iglesia, en continuidad con la temática que venías tratando, es decir, las divisiones en la Iglesia -causas y orientaciones correctivas-, ahora introduces consejos acerca del comportamiento de los ministros sagrados.

 

“Por tanto, que nos tengan los hombres por servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios. Ahora bien, lo que en fin de cuentas se exige de los administradores es que sean fieles.” 1 Cor 4,1-2

 

Permítanme apoyado en esta breve sentencia una meditación sobre la actualidad eclesial. Sin duda, innumerables veces en nuestra vida cristiana hemos escuchado este criterio: “no somos dueños sino administradores”; aplicado a diversas realidades y circunstancias. Y por supuesto que cobra especial relevancia al tratarse de la Iglesia. No somos dueños de la Iglesia. Aunque lamentablemente creo solemos manejarnos demasiado frecuentemente como si la Iglesia fuera de nuestra propiedad.

Así a menudo se acusa a los ministros sagrados de abusar de su autoridad, excediendo los límítes de un simple servidor y enharbolando un protagonismo exagerado que roza lo autoritario y lo autocrático. Sin duda mi propia experiencia me dice que la tentación es constante y que solo una permanente vigilancia y revisión de la práctica ministerial –de cara al Señor en el encuentro personal y en diálogo sincero con la comunidad de fieles y con el cuerpo ministerial- puede actuar de tutor que evite las desviaciones en el servicio. ¡La humildad y la recta intención pues no nos falten!

Me sorprende sin embargo que la infidelidad en la sacra administración de los misterios se adjudique casi exclusivamente al presbiterado. ¿El diaconado permanente está excento y es inmune? Me consta que no. Pero como creo se tiende a percibirlos más como laicos o ministros “de segunda” o como ministros “más normales que los otros” por estar en su mayoría casados y tener familia, se suele ser más indulgente en el juicio hacia ellos. Por otro lado, que yo sepa cuanto más encumbrado es el cargo y más poder se concentra, mayor bien se puede hacer como también aumenta el peligro de un mal uso. Así que los que más daño pueden hacer en este sentido son los Obispos y el Papa. Y ejemplo hemos tenido en la historia –algunos muy recientes- de actitudes y tiempos oscuros donde se ha ejercido el ministerio episcopal y petrino en beneficio propio o de los allegados y en desmedro del bien de la Iglesia. Pero de esto no se habla pues la fantasmática que subyace es que algunos sitiales son intocables y además no tendríamos la madurez necesaria para ver sus imperfecciones si las hubiese. Mas aunque el ministerio que es de origen divino debe ser respetado y custodiado entrañablemente, las personas que lo ejercen deben ser evaluadas por su objetivo desempeño en el servicio. Y estoy seguro que Dios lo hará pues, “a quién mucho se le dio mucho se le pedirá”. Los ministros sagrados seremos juzgados con mayor severidad.

Advertencia oportuna pues. No me sorprende sino que huele a estrategia demoníaca esta concentración de la atención sobre el presbiterado, pues verdaderamente es el cuerpo ministerial más cuantiosamente extenso en el orbe, que no solo estructura operativamente a la Iglesia en el llano de lo cotidiano, sino que es el cuerpo de ministros del que depende la confección de la Eucaristía –como de la Reconciliación- y más habitualmente la predicación y enseñanza de la Revelación Divina.

El famosísimo “clericalismo” empero –sin negarlo-, no sólo depende de la voracidad desviada por el poder de algunos ministros sino que -mal que le pese a tantos ideólogos contemporáneos-, quizás también resulta de la degradación y retirada del laicado. Aquí hay otro tabú por desmitificar: “el laicado siempre es bueno porque el pueblo siempre es bueno”. O sea, la culpa siempre es enteramente “de los ministros malos”. Nos bastaría una sincera revisión de la palabra “pueblo” en la Sagrada Escritura para notar la ambivalencia del término y la exagerada inflación teológica del concepto de “Pueblo de Dios” como central y prioritario.

Pienso derivadamente en dos discursos y praxis eclesiales vigentes y creo se podrían discernir desde esta perspectiva, “no somos dueños sino administradores”: la sinodalidad y la ministerialidad.

1.      Sin entrar en detalles sobre la sinodalidad y su naturaleza teológica, la forma en que se ha planteado parece inclinarse a una suerte de “democratización eclesial” que diluya el “orden jerárquico” –divinamente instituido- hacia un progresivo emparejamiento en el sacerdocio común de los fieles, una suerte de perpetuo “conciliarismo o asambleísmo parlamentario” –error ya condenado magisterialmente- y que terminaría en la protestantización de la catolicidad. Pero más allá de esto, me preocupa que el énfasis en que se escuchen “todas las voces” o que “todos se expresen y voten”, la priorización del consenso del amplio abanico del espectro eclesial para “caminar todos juntos”, quizás está gritando que “la Iglesia es nuestra”. Sí, la Iglesia es principalmente nuestra y de nuestras voces. No veo nada claro el acento puesto prioritariamente en escuchar la Voz del Dueño de la viña. Más bien me resuena como eco la parábola de los viñadores homicidas. Se trata de un asalto antropocéntrico –el de la modernidad- al teocentrismo eclesial. La Voz de Dios que plugo en su bondad hablar a los hombres en lenguaje humano ahora es puesta en duda. ¿Y si el lenguaje humano no ha sido un vehículo apropiado? ¿Si el abajamiento kenótico supusiese una necesaria incapacidad de expresar fielmente el lenguaje divino? Como si Dios mismo interpretara a ese traductor que traiciona. ¿Y realmente podemos saber qué dijo Dios verdaderamente o solo nos topamos una y otra vez con nuestro envoltorio humano epocal como una barrera insoslayable que se extiende por doquier? Casi diría que es una propuesta kantiana: el “en sí” de la Revelación permanece incognoscible, solo queda el “para mi”. Más aún, bajo este tópico la fe en la Encarnación del Verbo cruje pues la eternidad y el tiempo permanecen incomunicados. La única forma de comunicación sería una emanación degradada, un neo-arrianismo ahora de anclaje hermeneútico. Detrás de algunos matices de la sinodalidad como ha sido presentada no se halla solo un relativismo sino una crisis de fe en la Divinidad del Verbo y por consiguiente sobre la posibilidad efectiva de comunicación auténtica entre la Gloria Eterna y la facticidad inmanente. Entonces no quedará sino escuchar nuestras voces, confiando que el progreso inevitable de la dialéctica hegeliana nos lleve en la historia a al autoconciencia de nuestra divinidad. Para nada es poco lo que está en juego en lo profundo de la sinodalidad contemporánea.

2.      El tema de la ministerialidad y el slogan de una “Iglesia toda ministerial”, adolece de una insuficiente elaboración teológica sobre la Gracia y cierta confusión y rudimentaria articulación entre don, carisma y ministerio. Aquí probablemente no hay intencionalidad sino solo un escaso desarrollo de la pneumatología occidental. Pero el problema evidente es que la “ministerialidad” suele ser abordada como “empoderamiento” y “reclamo de derechos”. La verdad es tan evidente: el discurso se aleja de la teología hacia otras ciencias. De fondo se dirige a un acceso más igualitario al poder eclesial, con lo cual la propia ministerialidad queda contradicha. Pues un ministro que piensa en sí mismo ya no es ministro ni enviado ni servidor ni representa. No vale la pena ciertamente ahondar demasiado en este tópico tan anclado en “acceso a derechos”, “poder”, “participación igualitaria” y “reclamos de justicia”. Aquí no hay más que amor a sí mismo. Falta ese rasgo tan propio del Amor Divino: la gratuidad. Son cuestiones de política eclesial, no más. Porque la Iglesia no es nuestra y quien distribuye, ordena y organiza carismas y dones como regula el ejercicio ministerial es Dios.

Me he despachado con cuestiones urticantes y de profundidad quizás ajenas a la mayoría de mis lectores. Pido disculpas si debo hacerlo. Si he sembrado alguna inquietud teológica me alegro. Al final todo es tan simple. Volvamos a la enseñanza del Apóstol: no somos dueños de la Iglesia sino administradores y lo que se espera de nuestro servicio es la fidelidad a Dios. Esto vale para todos los ministros que dispensamos los misterios de Dios y para todo miembro de la Iglesia en todo tiempo y en toda latitud según el puesto que el Señor le ha asignado en su Cuerpo.

 

 


 

DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 53

  EXHORTACIÓN A PERSEVERAR HASTA LA META   Estimado padre y hermano, augusto San Pablo, atleta de Dios, ¡que bien nos hace tu exhortació...