LA
SEXUALIDAD EN CLAVE CRISTIANA (II)
Estimado
Pablo, Apóstol del Señor, tras un comienzo en tono restrictivo sobre el tema de
la sexualidad, corrigiendo errores y conductas inmorales para quien ha abrazado
a Cristo, ahora puedes abundar en una valoración positiva de la misma en torno
a dos grandes elecciones de vida: el matrimonio y la soltería (la cual supone
la continencia por la virginidad o castidad).
“En
cuanto a lo que me han escrito, bien le está al hombre abstenerse de mujer. No
obstante, por razón de la impureza, tenga cada hombre su mujer, y cada mujer su
marido. Que el marido dé a su mujer lo que debe y la mujer de igual modo a su
marido. No dispone la mujer de su cuerpo, sino el marido. Igualmente, el marido
no dispone de su cuerpo, sino la mujer. No se nieguen el uno al otro sino de
mutuo acuerdo, por cierto tiempo, para darse a la oración; luego, vuelvan a estar
juntos, para que Satanás no los tiente por su incontinencia.” 1 Cor 7,1-5
La
expresión “en cuanto a lo que me han escrito” nos alerta que San Pablo está
respondiendo a propuestas e inquietudes que le han expresado los corintios.
Como no estamos aquí realizando un ejercicio exegético adelanto el presupuesto:
lo más probable es que en aquella comunidad haya quienes practiquen costumbres
ascéticas de abstinencia de relaciones íntimas aún dentro del matrimonio por
causa de pureza para dedicarse a la vida espiritual. Esto no es de extrañar, en
este período de la antigüedad tanto judíos como gentiles, en una antropología
tensa entre cuerpo y alma, tendían a considerar que para dedicarse a la vida
espiritual o para realizar ciertos servicios cultuales o funciones religiosas
debían abstenerse de las relaciones sexuales legítimas dentro del matrimonio,
algo así como un período de purificación.
La
respuesta de San Pablo no podemos sino catalogarla como “realista” y
“pastoralmente práctica”. No les niega esta costumbre ascética ni discute el
fondo antropológico de su orientación, sino que les pide que aquella praxis no ofrezca
oportunidad a la tentación y al pecado, no sea que por debilidad sobrevenga la
incontinencia y la infidelidad. “No se
nieguen el uno al otro sino de mutuo acuerdo, por cierto tiempo, para darse a
la oración; luego, vuelvan a estar juntos, para que Satanás no los tiente…”
Además pone las bases para una vida
matrimonial equilibrada y sana a través de dos principios:
a.
ninguno de los conyuges ya se pertenence
a sí mismo sino que ha sido dado o consagrado al otro;
b.
la reciprocidad en la entrega mutua, no
negarse al cónyuge sino permanecer ofrecido, es la clave del amor matrimonial.
Este criterio general, que supone la
noción de “consagración mutua”, la cual se deduce del principio de que el
cristiano no se pertenece a sí mismo sino a Cristo y que en Efesios 5 San Pablo
usará como fundamentación del matrimonio anclado en la esponsalidad entre el
Señor y la Iglesia, se aplica en términos de sexualidad matrimonial en estos
términos: “Que el marido dé a su mujer lo que debe y la mujer de igual modo a su
marido. No dispone la mujer de su cuerpo, sino el marido. Igualmente, el marido
no dispone de su cuerpo, sino la mujer.”
Coincidamos que el Apóstol, dando una
resolución realista y pastoralmente práctica, no deja de proponernos una imagen
sublime y profunda de la hermosa vocación al matrimonio.
“Lo
que les digo es una concesión, no un mandato. Mi deseo sería que todos los
hombres fueran como yo; mas cada cual tiene de Dios su gracia particular: unos
de una manera, otros de otra. No obstante, digo a los célibes y a las viudas:
Bien les está quedarse como yo. Pero si no pueden contenerse, que se casen;
mejor es casarse que abrasarse. En cuanto a los casados, les ordeno, no yo sino
el Señor: que la mujer no se separe del marido, mas en el caso de separarse,
que no vuelva a casarse, o que se reconcilie con su marido, y que el marido no
despida a su mujer.” 1 Cor 7,6-11
Con
espíritu de honesta paternidad, San Pablo sigue desgranando la cuestión que le
han presentado. Lo primero que hace es distinguir una concesión de un mandato,
entonces exhibe su preferencia personal por la castidad. Esta temática la
desarrollará prontamente en su argumentación. Por ahora se limita a expresar
que el estado celibatario en el que vive lo quisiera para todos pero
inmediatamente reconoce que es una gracia, un don que Dios otorga solo a
algunos. Por lo pronto anima a quienes quieran abrazar una vida casta, siendo
solteros o viudos, a seguir adelante en tal empeño, siempre y cuando ponderen
rectamente su capacidad para mantenerse en continencia y reciban dicha gracia
particular de Dios.
En
cuanto a los que se hallan casados les habla desde el nivel del mandato en el
Señor: deben permanecer unidos. No solo se trata de afirmar la indisolubilidad
matrimonial y la estabilidad del vínculo, por tanto de la negación del divorcio
y la censura de una nueva unión. Sino que en este pasaje con su contexto ya
mencionado, parece ser que hay en la comunidad un grupo de mujeres casadas que
tienen tendencia a abstenerse de las relaciones íntimas y a separarse de sus esposos
por causas ascéticas vinculadas a su modo de comprender la vida espiritual.
Sobre esta costumbre vuelve San Pablo a lo que ya les ha enseñado: que es lícita
esa praxis solo bajo mutuo acuerdo y por un período acotado de tiempo. El
pedido al marido que no despida a su mujer resulta una fórmula de equilibrio
para mostrar la reciprocidad en la responsabilidad conyugal.
Pero
además el Apóstol intenta responder a una variedad de casos que le han
presentado.
“En
cuanto a los demás, digo yo, no el Señor: Si un hermano tiene una mujer no
creyente y ella consiente en vivir con él, no la despida. Y si una mujer tiene
un marido no creyente y él consiente en vivir con ella, no le despida. Pues el
marido no creyente queda santificado por su mujer, y la mujer no creyente queda
santificada por el marido creyente. De otro modo, sus hijos serían impuros, mas
ahora son santos. Pero si la parte no creyente quiere separarse, que se separe,
en ese caso el hermano o la hermana no están ligados: para vivir en paz les
llamó el Señor. Pues ¿qué sabes tú, mujer, si salvarás a tu marido? Y ¿qué
sabes tú, marido, si salvarás a tu mujer?” 1 Cor 7,12-16
Aquí
surge una problemática típica de la primera evangelización, que sigue vigente
en lugares de misión donde la fe cristiana debe ser implantada. La realidad del
matrimonio natural es precedente a la del matrimonio sacramental. San Pablo reconoce
que hay casados según el orden natural y las costumbres propias que viven una
disparidad en cuanto a la fe. Solo uno de ellos, tras ser evangelizados, ha aceptado
a Cristo y ya ha recibido el Bautismo. ¿Qué pasa si el otro cónyuge no quiere aceptar
la fe cristiana, o si se opone a que la parte conversa practique la religión, o
si directamente quiere romper la convivencia por no estar dispuesta a aceptar
la fe a la que ha adherido el otro miembro del matrimonio natural?
El
gran maestro de la fe en primer lugar apuesta positivamente a permanecer en esa
unión estable y monógama entre un varón y una mujer. Solo basta que la parte no
creyente acepte convivir pacíficamente y sin impedir a la parte creyente el
ejercicio de la religión. Y aún más, mira con esperanza la situación, pues creyendo
en el poder de la Gracia de Dios hay posibilidad que la vida cristiana del
cónyuge converso se irradie sobre el otro cónyuge y sobre los hijos resultando
un instrumento propicio de conversión y santificación para ellos.
Sin
embargo con total realismo el Apóstol acepta que puede darse la disolución de
aquel matrimonio natural a causa de la primacía de la fe. Si el otro conyuge se
mantiene irreductible en la separación por no querer convivir y aceptar la
conversión y bautismo del otro miembro, pues que se marche y que el neófito quede
en paz, desligado de aquel vínculo y capaz de casarse posteriormente en el
Señor.
Tal
situación se conoce en la legislación canónica como disolución matrimonial por
privilegio paulino. Obviamente el punto de partida es un matrimonio no
sacramentado, la conversión y bautismo de uno de los miembros y la no
aceptación de cohabitación por el otro. En beneficio de la fe se resuelve en
disolución.
CIC can 1143 § 1. El
matrimonio contraído por dos personas no bautizadas se disuelve por el
privilegio paulino en favor de la fe de la parte que ha recibido el bautismo,
por el mismo hecho de que ésta contraiga un nuevo matrimonio, con tal de que la
parte no bautizada se separe. & 2. Se considera que la parte no bautizada
se separa, si no quiere cohabitar con la parte bautizada, o cohabitar
pacíficamente sin ofensa del Creador, a no ser que ésta, después de recibir el
bautismo, le hubiera dado un motivo justo para separarse.
En
los siguientes cánones (1144-1147), el código de derecho canónico establece las
condiciones concretas y el modo de proceder en tales casos excepcionales.
Como
vemos San Pablo aborda la sexualidad en el matrimonio bajo la clave del amor
oblativo en reciprocidad, afirmando la primacía de la fe y favoreciendo que de
común acuerdo busquen los cónyuges los medios que crean oportunos para el
crecimiento espiritual.