Una roca especial. Relato


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"De amor, de noche y de luz. Ficción contemplativa." (2016)

Tercer relato en el cual Fray Juan le enseña al discípulo a contemplarlo todo desde la mirada de Dios.

 

 El sol se derramaba casi como un derroche sobre el monte pero el novicio hubiera preferido su ausencia. Bajo su intenso fuego el trabajo se le hacía más duro. Piedra a piedra iba limpiando un pequeño terreno para intentar transformarlo, con la gracia del tiempo, en huerta fecunda. Piedra a piedra aumentaba su duda acerca del valor de su intento. ¿Cómo llegaría a ser esa tierra ripiosa y reseca vientre bueno donde sembrar y guardar la vida hasta que creciera capaz de habitar en la intemperie? Estaba aún pensando en claudicar de su empeño cuando se le acercó Fray Juan. No hizo falta que le explicara nada, el maestro parecía leerle el corazón.

            -¿Crees ser tú mejor que esta tierra?

            Y no le dio tiempo para que la interpelación lo atravesara por completo.

            -A ver, necesito que me consigas una roca especial. ¡Qué digo especial, mejor aún, única!

            Entendió el novicio que otra vez se hallaba ante la particular pedagogía de Fray Juan. Cansado y molesto aceptó la tarea. Se dirigió entonces hacia el montón de piedras que había estado apilando y buscó alguna que tuviera algún toque de belleza, alguna particularidad. Tras una breve mirada retornó con una roca de color arena con alargadas vetas marrones, de tamaño discreto y de forma redondeada. La eligió porque le arrancaba recuerdos de la playa, de las caracolas, del mar.

            -No, no, esa piedra no me parece especial.

            Había en la actitud del maestro una fuerte impronta de capricho y de desdén pero el novicio sabía que sólo estaba jugando, reforzando su enseñanza con artilugios escénicos. Tuvo sin embargo que armarse de paciencia porque hubiera preferido que fuera más directo y que le dijera de una vez lo que tenía en mente. Volvió al pedregal y eligió otra roca teniendo más cuidado. Al fin halló una completamente negra, también redondeada pero más grande que la anterior.

            -Ahora sí la encontré: mírala tan oscura y a la vez tan maciza, tan sólida, tan imperturbablemente ella misma. Aunque parece anochecida esta roca lleva fuego en su centro.

            Fray Juan se desbarató en una profunda carcajada.

            -Veo que has aprendido mucho, al menos a copiar mi estilo.

            El novicio también se río y al hacerlo se distendió el clima.

            -Lo siento, tampoco es esa la que quiero.

            -Ya veo... creo que voy entendiendo tu juego. Alarguémoslo un poco para poder disfrutarlo.

            Y partió del lugar perdiéndose en el monte. Ahora fue Fray Juan quien quedó sorprendido e intrigado.

            Volvió tras un extenso espacio de tiempo trayendo dos rocas entre las manos.

            -Mira, he caminado un largo trecho y vuelvo extenuado. Aquí te traigo una preciosísima roca en forma de huevo de tonos rojizos en delicadísima escala que ningún mortal podría decir que no es del todo original y peculiarísima. Y también esta otra, tan aplanada y tan verde esmeralda que sería casi imposible no afirmar que es de por sí un milagro. Pero ya sé que dirás que tampoco son ellas las que buscas.

            -Así es.

            Entonces se encaminó nuevamente hacia el montón apilado de piedras y escogió una cuadrada, grisácea, áspera, burda y pobrísima.

            -¿Es ésta, verdad?

            -Sí, ella es.

            Y Fray Juan sonrió complacido. El alumno ya no lo era tanto y el maestro tampoco. Buscó él también una piedra tosca y árida, desnuda e insulsa, poco agradable a la vista y al tacto.

            -Ven, vamos a caminar.

            El novicio cayó en la cuenta de que quizás se había extralimitado en el uso de la ironía: ese hombre manso y humilde le seguía enseñando.

            Cargaron sus rocas especiales y emprendieron la marcha. Fray Juan se encaminó rápidamente hacia el sendero que conducía a la cumbre del cerro. El novicio entendió que la propuesta era, sencillamente, el Vía Crucis.

            Como era de esperar, a cada paso, aumentaba el peso de la carga y el cansancio se incrementaba. De un hombro a otro hombro transitaba la piedra. Sobre el cuello se hacía cada vez más presente una molestia penetrante. También la espalda iba sintiendo el esfuerzo. El trayecto parecía cada vez más largo y la meta más lejana. Conforme ascendían la agitación se acentuaba. Hicieron varias paradas para descansar. Reconoció en su interior el golpeteo de la queja y la tentación de abandonar la empresa. Delante de él Fray Juan caminaba con paso regular como repique solemne de campanas. Sin duda ese hombre sabía bien cuál era el ritmo propio del caminante que asciende hacia el Calvario.

            Al llegar depositó el maestro su roca a los pies de la Cruz con amorosa reverencia como si estuviera realizando un rito sagrado. El novicio dejó la suya después y levantó la mirada hacia la mirada del Crucificado que se elevaba suplicante al cielo.

            Experimentaron en su cuerpo el alivio del peso, un descanso que se hacía presente en una tibia y serena sensación de relajación que desde el cuello se extendía hasta los pies. Se sentaron sobre los asientos de tronco cercanos y exhalaron un suspiro profundo descargando las últimas tensiones del trayecto.

            -Ya ves que no eran rocas tan comunes como parecían -comentó el maestro.

            -Entiendo que se hicieron especiales con todo el sudor y el esfuerzo que entregamos para traerlas hasta aquí.

            -¿Y no sentiste que se iban volviendo más especiales y únicas cuánto más ascendíamos y más pesadas se volvían?

            -Sí, así me sucedió. Apenas traspasado el puente e iniciada la subida me invadió un impulso fuerte que me invitaba a arrojarla. Pero me acordé de Jesús llevando el Madero y se esfumó la tentación. Paso a paso me fui encendiendo en la intención de alcanzar la cumbre y me fue brotando la comunión con el Caminante apasionado de amor en ese tramo definitivo de su Pasión. Ya cerca de la meta me sentí del todo reconciliado con mi roca y apegado a ella como si fuera un tesoro.

            Y ambos se perdieron en el abismo de la oración. Pero al poco tiempo el novicio reinició el coloquio:

            -¿Cuándo cargamos esas rocas hasta aquí nos estábamos trayendo a nosotros mismos, verdad?

            -En parte sí, pues hemos llegado a ser por el mal uso de nuestra libertad tan ásperos, pobrecitos, desnudos y poco agraciados como ellas. En parte no, ya que repetíamos lo que Jesús hizo y sigue haciendo por nosotros y por cada hombre. En realidad lo que nos hace especiales y únicos es la mirada de amor con la que el Buen Dios nos mira. Lo que nos hace definitivamente valiosos es la fidelidad del Señor que no abandona la obra de sus manos aunque se encuentre en el clímax de la esterilidad y de la cerrazón. Lo que nos hace un tesoro es que Jesús, el Cristo, nos carga sobre sus espaldas, sufriendo él nuestro peso insoportable y nos eleva al Padre haciéndonos piedras nuevas en Él. Claro, aunque no sin nosotros. En la libertad debemos aceptar esta gracia, asumir que somos esencialmente seres rescatados, cultivar el abandono humilde en el Señor y dejarnos cargar. Y mas aún, asociarnos a su Amor y responderle cargando junto a Él a otros.

            Y una suave brisa les acarició la cara con su paso alocado y juguetón. El novicio se quedó aún inquieto queriendo sacar más agua del aljibe.

            -También pueda ser que quisieras enseñarme que estamos en la misma situación que ese terreno estéril y rocoso que dejamos abajo, a veces tan infértiles para ser huerta de Dios. Es el Señor quien lo limpia piedra a piedra con inagotable paciencia y sin derramar queja alguna.

            Fray Juan volvió a experimentar la satisfacción de ver al discípulo ya más capaz de dar pasos por sí mismo. (En verdad aquel sacaba agua de un aljibe haciendo un gran esfuerzo mientras el maestro la recibía desde hace tiempo en lo más oculto de su tierra y la dejaba brotar en un efluvio generoso y danzante).

            -La vida contemplativa está grávida de una honda certeza de fe: el Buen Dios trabaja en nosotros y su trabajo es purificación desde la raíz y su alcance y su modo nos resultan incomprensibles pero siempre amorosos. Es la vivencia de la noche del alma iluminada por rayos fugaces y oscuros. Es la sensación espiritual y pura, venida de arriba y no de nosotros, de ser metidos tras nuestra aceptación amante cual gusanos en un cerrado capullo para ser transformados. Es un dilatarse gracioso del deseo de unión con el Amado que nos deja totalmente incendiados en una espera atravesada de amor dado juntamente con la conciencia aguda y lastimosa de nuestro límite para responder en fidelidad, un límite que no puede ser superado sin el Don que tan pobremente logramos acoger. Es la convicción de ser introducidos gratuita y secretamente en el sepulcro de Cristo para participar intensamente de su muerte en la que ya fuimos ocultados por el agua del Bautismo. Es un saborear tan dolorosa y suavemente al Amor amado como flecha, cauterio, excavación que abre en nosotros herida de amor. Es un camino a la vez descendente y ascendente, imperceptible a los otros y arrojado a la intimidad con el Esposo, en el que se sufre este andar tan penoso entre una oleada incontenible e inmerecida de Misericordia que no se deja vencer y nuestra tendencia arraigada y durísima al pecado rematada con numerosas caídas. Es la experiencia de ir alcanzando por nuestros escalones de barro y estiércol el abrazo con la aurora gloriosa y definitiva que es Cristo.

            Pero no sólo es purificación, conversión, penitencia, desnudamiento sino también holocausto, entrega, sacrificio. Es un ser impulsado a la unión con el Crucificado participando en lo oculto de su ser-Cordero. Una vocación expiatoria, un ir cargando en silencio y secretamente sobre las espaldas a los otros, abrazando por ellos el dolor para que lo transforme el Señor en amor. Esto aún no lo entiendes pero el contemplativo es impulsado a veces por el Espíritu a esta empresa a la que se lanza con temor y temblor...

            Y Fray Juan hizo una pausa permanente. Ya no pudo decir más con palabras lo que llevaba en su corazón. El novicio le entendió apenas oscuramente y entre nubes. Como tantas otras veces se quedaron ambos en silencio orante a los pies de la Cruz.

             Al otro día el joven hermano se reencontró con el áspero terreno. Trabajó alegremente y sin fatiga. Acarició cada piedra con indecible ternura. Trabajó y cantó. Fue ese día un hombre colmado de esperanza. Fue ese día un hombre vencido y conquistado por la Misericordia del Señor.

“Lo que nos hace especiales y únicos -le había dicho Fray Juan- es la mirada de amor con la que el Buen Dios nos mira”.

 

 

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