Y llega la noche
que apaga los sentidos.
Con caricias me hieres
y luego te retiras.
Tú me pones en fuga
tras de tus pasos alados.
Inflamas mi deseo
y me enloqueces de ardor.
Ya vivo en tu luz oscura.
Noche y luz preparan la unión.
2. NOCHE Y SENTIDO INTERIOR
Y traspasar el umbral es fruto de la
iniciativa de Dios. Con esta iniciativa el adorador experimenta que todas las
sensaciones internas se han apagado frente a Dios: ya no ve, ni oye, ni palpa,
ni gusta, ni huele. Y este apagón parece definitivo. En tanto observa asombrado
y confundido el brotar de un sentido interior nuevo e incomprensible mas evidente,
que ve sin ver, que oye sin oír, que palpa sin palpar, que gusta sin gustar,
que huele sin oler.
Nótese que se ha dicho “sensaciones
internas” y “sentido interior”. No estamos hablando aquí de los sentidos
corporales por los cuales, como ventanas hacia el mundo, clásicamente se dice
ingresan en nosotros los estímulos de los apetitos y las noticias de la
realidad. En la vida activa pues la ascesis busca purificar esos sentidos por
donde no sólo conectamos con la belleza de la creación sino también con las
“tentaciones de la carne”. Hay que “guardar los sentidos” y vigilar sobre ellos
en un continuo trabajo de conversión.
Aquí los sentidos corporales son
citados analógicamente. Las “sensaciones internas” que se apagan y el “sentidor
interior” que se alumbra no tienen por objeto de contemplación el mundo sino a
Dios. Y lo que se intenta afirmar es que el orante percibe de algún modo la
presencia y la acción del Señor. Acaso no escuchamos o decimos con frecuencia: “el Señor me hablo” o “sentí el Amor de Dios en mi corazón”.
Múltiples expresiones vertimos en este sentido. Son propias de la vida en el Espíritu,
del trato del alma con su Señor.
Ciertamente
la mayoría de nosotros no poseemos la ciencia antropológica que permite
explicar cómo sucede eso. Sin embargo cualquier orante se da cuenta que es a
través del lenguaje corporal, de la inteligencia y de los afectos por donde
está entrando en comunicación con Dios. Por eso atestiguamos: cuando en el
cuerpo registramos noticia del paso de la gracia que “sentía cuando oraba al Espíritu Santo como si tuviera fuego en las
manos y en el rostro” o “sentía el
cuerpo pesado o relajado o en todo caso ya no podía disponer de él pues
descansaba en el Señor”; tal vez al meditar
Este
contraste de oscuridad y luz brota con la primera caricia de Dios; con la
experiencia de un contacto del todo original y cercanísimo con el Dios del amor,
quien se avecinda hasta las orillas del adorador. Es como si la mano del Señor
se colara por la puerta de la casa que apenas se entreabre y lo acariciara
atrayéndolo. Es una llamada que cautiva; le arroja, por así decirlo, su lazo de
amor y lo jala suavemente hacia Si. Lo introduce en la casa.
Desde
la óptica del contemplador se dan a una pues esta Presencia suya arribante, que resulta nueva y enlaza cual oscura noticia
de amor; y el apagón de las sensaciones que alumbra sentido interior. Una parece
recortada sobre la otra. En realidad el Señor que arriba con mayor Luz deja
ciegas con su potencia a las sensaciones y alumbra oscuro sentido interior.
Dios ha cambiado radicalmente el lenguaje del amor con el que se comunica y
ofrece al alma.
En
este tiempo de enlazamiento en noticia oscura de amor permanece el alma algún
período. Pero siempre su arribo parece creciente. Hasta que la suave caricia –sin
dejar de serlo- le parece al contemplador violenta, tanto que le provoca una
herida. Abre herida la noticia de amor. Más que caricia experimenta un
flechazo, una espada atravesándolo de lado a lado. Una caricia que deja herida
de amor. Difícil de comprender pero verdadero: el amor de Dios hiere. Pero no
es una herida que lleva a la muerte sino a la vida ya que acrecienta el amor. Y
es herida por la desmedida que existe entre los dos. Si el sol con su benéfica
luz nos hiere la vista y con su calor la piel, cuánto más nos herirá con su
cercanía el Señor todo el ser.
El
acercarse de Dios es como un rayo oscuro que descarga a la vez ceguera y
visión: apaga las sensaciones pero siembra un nuevo sentido interior,
verdaderamente hiere pero de amor. La noche ha llegado.
El
ya ahora contemplador abre la puerta de la casa como la amada del Cantar que
sale de la ciudad al campo abierto para buscar a su Amado. Sucede que esta
herida que “enferma” de amor es la gracia de ensanchar a límites sobrenaturales
-ya que nadie podría ensanchar así por sí mismo- el deseo de encuentro con el
Señor. Este deseo tiende desde el comienzo a una unión íntima, perfecta y total
con Dios: ser de Él y estar en Él todo entero.
Para
visualizar mejor este pasaje de la adoración adquirida a la contemplación
infusa se me ocurre comparar al Moisés que se descalza y baja el rostro frente
a la zarza con el Moisés que baja del monte y se cubre el rostro que resplandece
ya de la gloria de Dios. El primero adora, el segundo contempla. A esta unión transformante
aspira el contemplador herido por un tan quemante amor.
Y
el Señor se pone en fuga, no espera tras la puerta sino que corre y de este
modo pone a su amador a perseguirlo. Es parte de su pedagogía enseñarnos a
buscarle, esconderse para incrementar el deseo, juguetear amorosamente a las
escondidas. Y es ésta la luz que brilla en este primer momento de la noche:
experimentar el agigantamiento gratuito del deseo de amor y el ensanchamiento
de la capacidad de encontrarse con el Señor a rostro descubierto -aunque de
momento sólo se perciba su silueta oscura-.
Es
la etapa del re-enamoramiento contemplativo, del noviazgo que se inicia con
todos sus primeros ardores. Ya experimenta el contemplador que no podría vivir
tranquilo sin unirse a su Señor. Y el Amado le prueba y le hace crecer
escabulléndosele y a la vez dejando huellas, pistas, incitaciones. Es propio de
esta primera noche que el Amado excite el deseo de unión y que haga
experimentar al contemplador cómo el corazón y la vida entera se le van detrás
de Él.
Sus
caricias novedosas y fugaces son tan hirientes que elevan a su amador a los
primeros raptos de amor. Y en el rapto experimenta ya como su voluntad la ha
entregado a su Amado de tal modo que ya no dispone de ella para marcar los
ritmos y los tiempos del encuentro. La experiencia del éxtasis contemplativo
–tan diferente de aquellas imaginerías sobre levitaciones físicas- es
profundamente espiritual. A veces distinguiendo grados o de modo indistinto, se
ha nombrado al éxtasis como “rapto”, “arrobamiento”, “elevación” o “vuelo en
espíritu”. Se trata de una intensa corriente de amor por la cual el Amado atrae
al alma y el alma se pone toda en Él. Pues amor es donación de sí, abandono en
el Amado y búsqueda de unión en una Alianza de entrega mutua sin reserva.
De
ahora en más así siempre será: el Señor lo sorprenderá y le dictará el paso; y
él aprenderá a entregarse dócilmente, a hacerse disponible, a recibirlo todo de
Él como y cuando quiera darlo en una receptividad tensa en el amor, expectante
y profundamente gozosa.
Pero
la unión a la que aspira aún no le ha sido regalada: noviazgo no es matrimonio.
Por eso cabe aclarar que la experiencia contemplativa no es algo que automáticamente
se instala de modo estable y de un momento a otro. Por maravillosas que
parezcan hasta ahora no hemos hablado sino de uniones provisorias. Es posible
aún la vuelta atrás y la caída. Y de alturas tan grandes la caída es tremenda.
El
contemplador más que nunca necesita hacer un camino de oración y penitencia.
Conoce mucho más que otros la urgencia de permanecer en el umbral y el arte de
la adoración por una humilde postración de su vivir. Sabe esperar hasta que el Señor abra la puerta
y lo introduzca en el interior de la casa.
Pero
sigue siendo un humano más con sus desnudos límites, con su pobre fragilidad y con
su resistente pecado. En todo caso el
inicio de la contemplación ha agudizado su conciencia de sí frente al Señor.
Con mayor fineza y dolorosa angustia descubre su realidad indigente y su
esencial necesidad de ser rescatado. Lucha
por construir una vida coherente con lo que se le regala y cae por tierra en
sus fracasos. La angustia se le vuelve más exigente en cuanto más grande es el
don que percibe. Se trata de una angustia que da Dios y tiñe el contemplar del
dolor que lo incita a la santidad y de la soledad que impone la experiencia -la cual raramente puede ser dicha
y compartida abiertamente, invitando al sigilo y al secreto-.
Es
que la noche continúa ganando terreno y el alma debe pasar del noviazgo
provisorio a un compromiso firme. Se acerca al otro Gran Desierto.
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