Preludio: Noche y Luz. Noche y sentido interior. Ensayo sobre la oración

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"Cantar de amadores. Sobre el inicio de la contemplación." (2019)


Breve tratado sobre la oración. El redescubrimiento de la interioridad y de la profundidad escondida de nuestro ser. La gracia de un nuevo sentido interior.



Y llega la noche

que apaga los sentidos.

Con caricias me hieres

y luego te retiras.

 

Tú me pones en fuga

tras de tus pasos alados.

Inflamas mi deseo

y me enloqueces de ardor.

Ya vivo en tu luz oscura.

 

            Noche y luz preparan la unión.

 


2. NOCHE Y SENTIDO INTERIOR

 

            Y traspasar el umbral es fruto de la iniciativa de Dios. Con esta iniciativa el adorador experimenta que todas las sensaciones internas se han apagado frente a Dios: ya no ve, ni oye, ni palpa, ni gusta, ni huele. Y este apagón parece definitivo. En tanto observa asombrado y confundido el brotar de un sentido interior nuevo e incomprensible mas evidente, que ve sin ver, que oye sin oír, que palpa sin palpar, que gusta sin gustar, que huele sin oler.

            Nótese que se ha dicho “sensaciones internas” y “sentido interior”. No estamos hablando aquí de los sentidos corporales por los cuales, como ventanas hacia el mundo, clásicamente se dice ingresan en nosotros los estímulos de los apetitos y las noticias de la realidad. En la vida activa pues la ascesis busca purificar esos sentidos por donde no sólo conectamos con la belleza de la creación sino también con las “tentaciones de la carne”. Hay que “guardar los sentidos” y vigilar sobre ellos en un continuo trabajo de conversión.

            Aquí los sentidos corporales son citados analógicamente. Las “sensaciones internas” que se apagan y el “sentidor interior” que se alumbra no tienen por objeto de contemplación el mundo sino a Dios. Y lo que se intenta afirmar es que el orante percibe de algún modo la presencia y la acción del Señor. Acaso no escuchamos o decimos con frecuencia: “el Señor me hablo” o “sentí el Amor de Dios en mi corazón”. Múltiples expresiones vertimos en este sentido. Son propias de la vida en el Espíritu, del trato del alma con su Señor.

Ciertamente la mayoría de nosotros no poseemos la ciencia antropológica que permite explicar cómo sucede eso. Sin embargo cualquier orante se da cuenta que es a través del lenguaje corporal, de la inteligencia y de los afectos por donde está entrando en comunicación con Dios. Por eso atestiguamos: cuando en el cuerpo registramos noticia del paso de la gracia que “sentía cuando oraba al Espíritu Santo como si tuviera fuego en las manos y en el rostro” o “sentía el cuerpo pesado o relajado o en todo caso ya no podía disponer de él pues descansaba en el Señor”; tal vez al meditar la Palabra de Dios o alguna temática propia de la fe expresamos “sentí como una luz que se derramaba sobre mi inteligencia” o “no comprendí conceptualmente nada nuevo, pero bajo el influjo de la gracia como que caí en la cuenta, gusté novedosamente y en profundidad lo que meditaba por esa Sabiduría que da Dios”; quizás recurriendo a los sentimientos y emociones para describir nuestro encuentro decimos “sentí que me ardía el corazón y se inflamaba mi deseo” o “me sentí querido y abrazado” o “una paz limpia y un gozo sereno me llenaron  la vida”. A esas diversas formas de registrar la presencia y acción de Dios en nosotros las he llamada “sensaciones internas”. Pues bien, todas ellas quedan atrás en la experiencia contemplativa. Diríamos que Dios las quita y deja al contemplador a oscuras.

Este contraste de oscuridad y luz brota con la primera caricia de Dios; con la experiencia de un contacto del todo original y cercanísimo con el Dios del amor, quien se avecinda hasta las orillas del adorador. Es como si la mano del Señor se colara por la puerta de la casa que apenas se entreabre y lo acariciara atrayéndolo. Es una llamada que cautiva; le arroja, por así decirlo, su lazo de amor y lo jala suavemente hacia Si. Lo introduce en la casa.

Desde la óptica del contemplador se dan a una pues esta Presencia suya arribante,  que resulta nueva y enlaza cual oscura noticia de amor; y el apagón de las sensaciones que alumbra sentido interior. Una parece recortada sobre la otra. En realidad el Señor que arriba con mayor Luz deja ciegas con su potencia a las sensaciones y alumbra oscuro sentido interior. Dios ha cambiado radicalmente el lenguaje del amor con el que se comunica y ofrece al alma.

En este tiempo de enlazamiento en noticia oscura de amor permanece el alma algún período. Pero siempre su arribo parece creciente. Hasta que la suave caricia –sin dejar de serlo- le parece al contemplador violenta, tanto que le provoca una herida. Abre herida la noticia de amor. Más que caricia experimenta un flechazo, una espada atravesándolo de lado a lado. Una caricia que deja herida de amor. Difícil de comprender pero verdadero: el amor de Dios hiere. Pero no es una herida que lleva a la muerte sino a la vida ya que acrecienta el amor. Y es herida por la desmedida que existe entre los dos. Si el sol con su benéfica luz nos hiere la vista y con su calor la piel, cuánto más nos herirá con su cercanía el Señor todo el ser.

El acercarse de Dios es como un rayo oscuro que descarga a la vez ceguera y visión: apaga las sensaciones pero siembra un nuevo sentido interior, verdaderamente hiere pero de amor. La noche ha llegado. 

El ya ahora contemplador abre la puerta de la casa como la amada del Cantar que sale de la ciudad al campo abierto para buscar a su Amado. Sucede que esta herida que “enferma” de amor es la gracia de ensanchar a límites sobrenaturales -ya que nadie podría ensanchar así por sí mismo- el deseo de encuentro con el Señor. Este deseo tiende desde el comienzo a una unión íntima, perfecta y total con Dios: ser de Él y estar en Él todo entero.

Para visualizar mejor este pasaje de la adoración adquirida a la contemplación infusa se me ocurre comparar al Moisés que se descalza y baja el rostro frente a la zarza con el Moisés que baja del monte y se cubre el rostro que resplandece ya de la gloria de Dios. El primero adora, el segundo contempla. A esta unión transformante aspira el contemplador herido por un tan quemante amor.

Y el Señor se pone en fuga, no espera tras la puerta sino que corre y de este modo pone a su amador a perseguirlo. Es parte de su pedagogía enseñarnos a buscarle, esconderse para incrementar el deseo, juguetear amorosamente a las escondidas. Y es ésta la luz que brilla en este primer momento de la noche: experimentar el agigantamiento gratuito del deseo de amor y el ensanchamiento de la capacidad de encontrarse con el Señor a rostro descubierto -aunque de momento sólo se perciba su silueta oscura-.

Es la etapa del re-enamoramiento contemplativo, del noviazgo que se inicia con todos sus primeros ardores. Ya experimenta el contemplador que no podría vivir tranquilo sin unirse a su Señor. Y el Amado le prueba y le hace crecer escabulléndosele y a la vez dejando huellas, pistas, incitaciones. Es propio de esta primera noche que el Amado excite el deseo de unión y que haga experimentar al contemplador cómo el corazón y la vida entera se le van detrás de Él.

Sus caricias novedosas y fugaces son tan hirientes que elevan a su amador a los primeros raptos de amor. Y en el rapto experimenta ya como su voluntad la ha entregado a su Amado de tal modo que ya no dispone de ella para marcar los ritmos y los tiempos del encuentro. La experiencia del éxtasis contemplativo –tan diferente de aquellas imaginerías sobre levitaciones físicas- es profundamente espiritual. A veces distinguiendo grados o de modo indistinto, se ha nombrado al éxtasis como “rapto”, “arrobamiento”, “elevación” o “vuelo en espíritu”. Se trata de una intensa corriente de amor por la cual el Amado atrae al alma y el alma se pone toda en Él. Pues amor es donación de sí, abandono en el Amado y búsqueda de unión en una Alianza de entrega mutua sin reserva.

De ahora en más así siempre será: el Señor lo sorprenderá y le dictará el paso; y él aprenderá a entregarse dócilmente, a hacerse disponible, a recibirlo todo de Él como y cuando quiera darlo en una receptividad tensa en el amor, expectante y profundamente gozosa.

Pero la unión a la que aspira aún no le ha sido regalada: noviazgo no es matrimonio. Por eso cabe aclarar que la experiencia contemplativa no es algo que automáticamente se instala de modo estable y de un momento a otro. Por maravillosas que parezcan hasta ahora no hemos hablado sino de uniones provisorias. Es posible aún la vuelta atrás y la caída. Y de alturas tan grandes la caída es tremenda.

El contemplador más que nunca necesita hacer un camino de oración y penitencia. Conoce mucho más que otros la urgencia de permanecer en el umbral y el arte de la adoración por una humilde postración de su vivir.  Sabe esperar hasta que el Señor abra la puerta y lo introduzca en el interior de la casa.

Pero sigue siendo un humano más con sus desnudos límites, con su pobre fragilidad y con su resistente pecado.  En todo caso el inicio de la contemplación ha agudizado su conciencia de sí frente al Señor. Con mayor fineza y dolorosa angustia descubre su realidad indigente y su esencial necesidad de ser rescatado.  Lucha por construir una vida coherente con lo que se le regala y cae por tierra en sus fracasos. La angustia se le vuelve más exigente en cuanto más grande es el don que percibe. Se trata de una angustia que da Dios y tiñe el contemplar del dolor que lo incita a la santidad y de la soledad que impone la  experiencia -la cual raramente puede ser dicha y compartida abiertamente, invitando al sigilo y al secreto-.

Es que la noche continúa ganando terreno y el alma debe pasar del noviazgo provisorio a un compromiso firme. Se acerca al otro Gran Desierto.


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