Segundo relato en el que Fray Juan anima al novicio a no volver atrás en el camino de la contemplación que le supondrá desarrollar un espíritu de pequeñez y desasimiento; será una aventura en humildad y pobreza, una purificación escondida y liberadora como la Cruz.
El
novicio estaba triste y Fray Juan lo advirtió. Fue después de una carta
recibida con especial emoción que su humor cambió tornándolo parco y aislado.
Respetuoso de su intimidad lo dejó algunos días rumiando quien sabe que malos
sabores esperando que viniera a contarle su pena. Lo entregó al Señor en cada
momento de su oración con maternales entrañas. Mas viendo que no se acercaba y
temiendo se hubiese enredado en las redes del enemigo salió en su busca una
tarde soleada. Lo halló en un paraje cercano a la casa al que solía retirarse
para meditar: una pequeña enramada visitada por una acequia de tranquilo
susurro. Se sentó a su lado.
-Bien...
¿qué vientos andan agitando la casa del corazón?
-Los
vientos de la incomprensión.
-¿Y
cómo son esos vientos?
El
novicio se sonrió nerviosamente y con algo de esfuerzo sacó afuera, tras un
agónico silencio, la tormenta interior.
-Desde
que entré a la Orden he cambiado, ya no soy el mismo. Me he vuelto un amante
del silencio; toda una nueva sonoridad me envuelve y se hace evidente sobre el
telón de fondo de un dulce enmudecimiento, un enmudecimiento que brota poderoso
desde el corazón. Antes me pasaba el día escuchando música, ahora sólo en raras
ocasiones la necesito. En el pasado me apasionaba con la filosofía y me
entreveraba gustoso con los colegas en intrincadas discusiones; pero ahora ya
no leo nada de aquella ni me inquietan las antiguas polémicas. Disfrutaba los
fines de semana de las salidas nocturnas y del cafecito prolongado en casa de
los amigos hasta que nos sorprendiera la mañana; mas en estas vacaciones casi
no pudieron arrancarme de la casa de mis padres donde llevé un ritmo parecido
al del convento con tanta naturalidad y gusto que hasta yo mismo quedé
perplejo... ¡en cambio cuánto esfuerzo tuve que poner para salir con ellos a
esos viejos periplos que me supieron desabridos, ruidosos, cansadores! El Señor
me ha regalado una fe tal en su obrar secreto y escondido y en la Iglesia como
Madre, que se han apagado en mí las críticas usuales a la liturgia y a las
estructuras. Me siento lanzado a una vida cada vez más silenciosa y desnuda. Y
a raíz de todo este cambio escuché de lejos como se iba levantando entre mis
conocidos un rumor fuerte y constante, una dura etiqueta: amargo. Ahora me llega correo de una gran amiga refiriéndome la
impresión que he dejado entre ellos con mi presencia: “...yo no sé qué ha pasado contigo pero ya no eres el mismo, pareces
apagado, ya no te lanzas a vivir la vida cabalgando intrépido las olas de su
gran ebullición; resultas para los demás un hombre amargado y oscuro, y yo no
estoy segura de qué decir, ahora me cuesta entenderte...”. ¿Cómo aceptar y
abrazar el dolor, la tristeza, la bronca y la impotencia de no poder darme a
comprender por los que amo? Estoy confuso. ¿Quizás cuando creí estar avanzando
sólo estaba retrocediendo? ¿Qué está sucediendo? ¿Por qué estos desencuentros?
Fray
Juan lo miró con limpieza y abrió un espacio de silencio. A él también lo
invadieron recuerdos empolvados. Sonrió mansamente al compás de aprendizajes
rudos que volvían a su memoria.
-Te
entiendo, yo también pasé por una circunstancia similar. No te aflijas: es
parte del camino. Voy a contarte un cuento que a su vez mi maestro de novicios
me narró a mí y el suyo a él y que tal vez se remonta a generaciones y
generaciones de frailes.
El
novicio cambió de posición sentándose lo más cómodamente que le era posible.
Tenía el rostro ya transformado y en él se adivinaba el anhelo de la sorpresiva
sabiduría que Fray Juan le regalaba a gotas pequeñas pero caudalosas. El viento
pasó como si hubiera pasado entre ellos una bandada de ángeles.
“Una
montaña de inusual estampa dejó correr desde su cima siete ríos. Las aguas
desatadas, recién nacidas, explotaron en una algarabía de frescura, de espuma y
tornasol. ¡Qué espectáculo verlas bajar desencadenadas y libres por las
laderas! Pero de pronto, ya recorrido un tramo del descenso, uno de los ríos
disminuyó la velocidad y se fue retrasando. Sus compañeros se inquietaron un
poco pero no lo esperaron pensando que ya pronto volvería a alcanzarlos. Tras
algún tiempo de deslizarse pausadamente por la montaña giró el séptimo río y
envió por el viento su mensaje a los otros que iban ya muy delante de él:
-Siento en mí una atracción que me
invita a dejarme llevar adonde pertenezco desde mis inicios. Hermanos, escuchen
la voz seductora y dulce que llevan en su caudal. Detengan su marcha y escuchen
la voz maravillosa que nos enseña a andar.
Y aunque el viento entregó la
noticia ninguno de los otros ríos se interesó
siguiendo desde entonces rumbos distintos.
Aquellos
seis ríos continuaron avanzando paralelos incentivándose mutuamente a un mayor
y acelerado furor. Verdaderamente causaba impresión verlos crecer cada vez más
fuertes y caudalosos, más juveniles y vigorosos, más imponentes, más rumorosos,
más transparentes, más majestuosos. Tal su poder que eran los constructores de
su propio lecho invadiendo y conquistando todo terreno. A nada se acomodaban.
Eran dueños y señores de la tierra y de su propio destino.
Y
cuando ya ni lo recordaban vieron al séptimo río corriendo casi perpendicular a
ellos por el centro de un áspero desierto que descansaba unos seiscientos
metros por debajo de su itinerario de valles y de alturas. Apenas si lo reconocieron
porque estaba delgado, lento, sin signos visibles de fuerza. Más que conducirse
por aquellas duras arenas parecía ser conducido. Nada había en él de atractivo.
Lo siguieron observando y vieron como a lo largo del trayecto intrincado y
estrecho se iba de tanto en tanto
angostando para lograr pasar por afiladísimas grietas. También descubrieron que
a menudo se volvía subterráneo sufriendo la oscuridad y la falta de aire. Sus
aguas ya no eran tan límpidas sino que llevaban los restos de innumerables terrenos
inhóspitos y salvajes como cicatrices de dolorosas heridas. Lo vieron y sólo
pudieron sentir lástima, llegando algunos al desprecio.
El
séptimo río los vio también y volvió a enviarles su voz de aguas en el viento:
-Queridos hermanos, soy feliz. Vengan
y alégrense conmigo porque he hallado lo que buscaba.
Los
seis ríos se cruzaron miradas desconcertadas: uno opinaba que se había vuelto
loco, otro que no sabía lo que le había pasado pero que era inadmisible que los
invitara a compartir tan catastrófica situación, dos de ellos que había perdido
por completo el sentido de la apreciación y los dos restantes que bien pudo
haber encontrado algún paraje maravilloso pero que no estaban dispuestos a
transitar por lugares tan peligrosos y menos aún a rebajarse a ser conducidos
por ese pobrecito lecho en vez de darse un amplio y profundo cauce donde poder
expandirse. Al fin decidieron enviarle una respuesta:
-Míranos, hermano, anchos y
vitales, transparentes y poderosos, admirados y respetados y mírate a ti tan
pobrecito, débil y desnudo, tan indefenso y frágil. ¿Cómo te atreves a querer
enseñarnos lo que es ser un río? No podemos menos que tenerte lástima por la
vida tan amarga que has elegido.
Y
el séptimo río se entristeció profundamente al recibir la comunicación de manos
del viento pero con paz y respeto por su libertad se despidió nuevamente por
el acostumbrado cartero:
-Sea como quieren, hermanos, pero
aunque no lo entiendan mi pobreza es riqueza, mi debilidad fuerza, mi desnudez
confianza, mi indefensión abandono amoroso y mi fragilidad victoria; pues deben
saber que lo amargo se me volvió dulce ya que quien descubre el camino para
llegar al destino que desde el principio excita su deseo más hondo no tiene por
demasiadas las peripecias del viaje y más bien las considera ventajas. Ahora
tengan cuidado ustedes que al final del viaje la dulzura que disfrutan no se
les torne amarga y la luz se retire dejándolos a oscuras.
Y
siguieron desandando su búsqueda.
Mas
dos de los ríos empezaron a preguntarse si no sería verdad que había una
dirección en el andar que no dependía totalmente de ellos. Y con la duda
apareció urticante en su memoria el testimonio del séptimo río: ¿cómo podía
decir que era feliz? Ciertamente se lo presentía sereno y apaciguado por detrás
de su precariedad. Decidieron entonces cambiar el rumbo hacia el derrotero de
aquel compañero pobrecito y dijeron a los otros:
-Nosotros somos hijos de la
montaña, y si alguien nos dio la vida... ¿no será que de alguien también
depende nuestro cauce y el sentido de nuestro andar?, ¿no será que tendremos
que correr hacia alguien y no sólo hacia nosotros mismos? Disculpen:
necesitamos averiguarlo.
Y
así generaron un curso hacia lo incierto.
Al
mediar el trayecto los cuatro ríos sordos fueron encontrando obstáculos cada
vez más insuperables y su vigor se transformó en violencia y desesperación. Se
fueron ensuciando sus aguas en la fricción de los combates hasta ennegrecerse.
Al final, detenidos por una cadena impenetrable de montañas, tuvieron que fundirse
entre las soledades inalcanzables y deshabitadas llegando a ser apenas un
espejo polvoriento de aguas detenidas.
En tanto el séptimo río siguió corriendo
sereno y despacio porque no tiene apuro ni necesita buscar otros rumbos quien
sabe que su caminar bien termina. Y así llegó
tranquilo, purificado, límpido y humilde al seno del mar que lo esperaba
para que incrementara sus aguas. Tras abandonarse a la voz escondida atravesó
seguro la amargura que se volvió dulce a su paladar y que lo llevó a abrazar la
vitalidad infinita del océano anhelado sin saberlo.
Los
otros dos ríos restantes anduvieron a plena luz pero como a ciegas y a base de
fuerza y de repetidos impactos frontales con muchos escollos durísimos fueron
encontrando el camino. Le fueron arrancadas en la travesía grandes cantidades
de agua por situaciones que no supieron resolver. A veces lograron escuchar esa
voz profunda que había en su caudal y anduvieron cerca del cauce escondido. Su
trayecto fue más largo y zigzagueante, más fatigoso e incierto que el del
séptimo río pero al final, no tan serenos ni purificados, alcanzaron la meta.
Allí se encontraron con el hermano al que le habían dado la espalda y se
abrazaron largamente en medio de un mismo océano. Entonces se dieron cuenta que
era necesario sufrir y empequeñecerse para alcanzar el descanso y la grandeza
del mar.
Sentencias para recordar:
De lo amargo y de lo dulce:
bienaventurado el río que sabe probar de ambos en el orden debido.
De lo amargo y de lo dulce:
bienaventurado el río que se atreve a lanzarse al misterio que vive en su
caudal.
De lo amargo y de lo dulce:
¿serás tú un bienaventurado río? Entre lo amargo y lo dulce lo sabrás.”
El
amigo silencio volvió a instalarse plácidamente en el ambiente. Fray Juan y el
novicio sonrieron: la intención iluminadora de la narración era evidente. Sin
embargo el maestro decidió precisar algo más la enseñanza:
-Mira,
para el mundo el cristiano parecerá fácilmente un amargo y eso lo sabes no sólo tú sino también tus amigos, como
saben donde termina el derrotero de los que son del espíritu del mundo. Lo que
sucede es que a ti el Amado te ha llamado a buscarlo por la senda escondida y
oscura de la contemplación. Es esta una senda oculta, un camino en la noche, un
dejarse guiar por una luz tan brillante que enceguece y nos parece sombra.
Otros cristianos, que no por ser menos o más santos sino por vocación diferente
andan por otros senderos dirán, al no entender tu modo de andar, que te has
amargado. No pierdas por ello la paz ni la alegría, sigue andando tranquilo el
camino que te ha señalado Aquel que te ha convocado y dado su Don. El amor
vence la incomprensión, acepta agradecido la diversidad y siembra secretamente
la unión. Y esto es indefectiblemente así desde un tal Jesús de Nazaret. ¿Qué es
esta amargura que sientes sino el privilegio de abrazarte a
Y
el novicio se quedó apaciguado e interiormente decidido a dejarse llevar por el
cauce escondido.
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