De lo amargo y de lo dulce. Relato


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"De amor, de noche y de luz. Ficción contemplativa." (2016)

Segundo relato en el que Fray Juan anima al novicio a no volver atrás en el camino de la contemplación que le supondrá desarrollar un espíritu de pequeñez y desasimiento; será una aventura en humildad y pobreza, una purificación escondida y liberadora como la Cruz.

 


            El novicio estaba triste y Fray Juan lo advirtió. Fue después de una carta recibida con especial emoción que su humor cambió tornándolo parco y aislado. Respetuoso de su intimidad lo dejó algunos días rumiando quien sabe que malos sabores esperando que viniera a contarle su pena. Lo entregó al Señor en cada momento de su oración con maternales entrañas. Mas viendo que no se acercaba y temiendo se hubiese enredado en las redes del enemigo salió en su busca una tarde soleada. Lo halló en un paraje cercano a la casa al que solía retirarse para meditar: una pequeña enramada visitada por una acequia de tranquilo susurro. Se sentó a su lado.

            -Bien... ¿qué vientos andan agitando la casa del corazón?

            -Los vientos de la incomprensión.

            -¿Y cómo son esos vientos?

            El novicio se sonrió nerviosamente y con algo de esfuerzo sacó afuera, tras un agónico silencio, la tormenta interior.

            -Desde que entré a la Orden he cambiado, ya no soy el mismo. Me he vuelto un amante del silencio; toda una nueva sonoridad me envuelve y se hace evidente sobre el telón de fondo de un dulce enmudecimiento, un enmudecimiento que brota poderoso desde el corazón. Antes me pasaba el día escuchando música, ahora sólo en raras ocasiones la necesito. En el pasado me apasionaba con la filosofía y me entreveraba gustoso con los colegas en intrincadas discusiones; pero ahora ya no leo nada de aquella ni me inquietan las antiguas polémicas. Disfrutaba los fines de semana de las salidas nocturnas y del cafecito prolongado en casa de los amigos hasta que nos sorprendiera la mañana; mas en estas vacaciones casi no pudieron arrancarme de la casa de mis padres donde llevé un ritmo parecido al del convento con tanta naturalidad y gusto que hasta yo mismo quedé perplejo... ¡en cambio cuánto esfuerzo tuve que poner para salir con ellos a esos viejos periplos que me supieron desabridos, ruidosos, cansadores! El Señor me ha regalado una fe tal en su obrar secreto y escondido y en la Iglesia como Madre, que se han apagado en mí las críticas usuales a la liturgia y a las estructuras. Me siento lanzado a una vida cada vez más silenciosa y desnuda. Y a raíz de todo este cambio escuché de lejos como se iba levantando entre mis conocidos un rumor fuerte y constante, una dura etiqueta: amargo. Ahora me llega correo de una gran amiga refiriéndome la impresión que he dejado entre ellos con mi presencia: “...yo no sé qué ha pasado contigo pero ya no eres el mismo, pareces apagado, ya no te lanzas a vivir la vida cabalgando intrépido las olas de su gran ebullición; resultas para los demás un hombre amargado y oscuro, y yo no estoy segura de qué decir, ahora me cuesta entenderte...”. ¿Cómo aceptar y abrazar el dolor, la tristeza, la bronca y la impotencia de no poder darme a comprender por los que amo? Estoy confuso. ¿Quizás cuando creí estar avanzando sólo estaba retrocediendo? ¿Qué está sucediendo? ¿Por qué estos desencuentros?

            Fray Juan lo miró con limpieza y abrió un espacio de silencio. A él también lo invadieron recuerdos empolvados. Sonrió mansamente al compás de aprendizajes rudos que volvían a su memoria.

            -Te entiendo, yo también pasé por una circunstancia similar. No te aflijas: es parte del camino. Voy a contarte un cuento que a su vez mi maestro de novicios me narró a mí y el suyo a él y que tal vez se remonta a generaciones y generaciones de frailes.

            El novicio cambió de posición sentándose lo más cómodamente que le era posible. Tenía el rostro ya transformado y en él se adivinaba el anhelo de la sorpresiva sabiduría que Fray Juan le regalaba a gotas pequeñas pero caudalosas. El viento pasó como si hubiera pasado entre ellos una bandada de ángeles.

 

            “Una montaña de inusual estampa dejó correr desde su cima siete ríos. Las aguas desatadas, recién nacidas, explotaron en una algarabía de frescura, de espuma y tornasol. ¡Qué espectáculo verlas bajar desencadenadas y libres por las laderas! Pero de pronto, ya recorrido un tramo del descenso, uno de los ríos disminuyó la velocidad y se fue retrasando. Sus compañeros se inquietaron un poco pero no lo esperaron pensando que ya pronto volvería a alcanzarlos. Tras algún tiempo de deslizarse pausadamente por la montaña giró el séptimo río y envió por el viento su mensaje a los otros que iban ya muy delante de él:

-Siento en mí una atracción que me invita a dejarme llevar adonde pertenezco desde mis inicios. Hermanos, escuchen la voz seductora y dulce que llevan en su caudal. Detengan su marcha y escuchen la voz maravillosa que nos enseña a andar.

Y aunque el viento entregó la noticia ninguno de los otros ríos se interesó  siguiendo desde entonces rumbos distintos.

            Aquellos seis ríos continuaron avanzando paralelos incentivándose mutuamente a un mayor y acelerado furor. Verdaderamente causaba impresión verlos crecer cada vez más fuertes y caudalosos, más juveniles y vigorosos, más imponentes, más rumorosos, más transparentes, más majestuosos. Tal su poder que eran los constructores de su propio lecho invadiendo y conquistando todo terreno. A nada se acomodaban. Eran dueños y señores de la tierra y de su propio destino.

            Y cuando ya ni lo recordaban vieron al séptimo río corriendo casi perpendicular a ellos por el centro de un áspero desierto que descansaba unos seiscientos metros por debajo de su itinerario de valles y de alturas. Apenas si lo reconocieron porque estaba delgado, lento, sin signos visibles de fuerza. Más que conducirse por aquellas duras arenas parecía ser conducido. Nada había en él de atractivo. Lo siguieron observando y vieron como a lo largo del trayecto intrincado y estrecho  se iba de tanto en tanto angostando para lograr pasar por afiladísimas grietas. También descubrieron que a menudo se volvía subterráneo sufriendo la oscuridad y la falta de aire. Sus aguas ya no eran tan límpidas sino que llevaban los restos de innumerables terrenos inhóspitos y salvajes como cicatrices de dolorosas heridas. Lo vieron y sólo pudieron sentir lástima, llegando algunos al desprecio.

            El séptimo río los vio también y volvió a enviarles su voz de aguas en el viento:

-Queridos hermanos, soy feliz. Vengan y alégrense conmigo porque he hallado lo que buscaba.

            Los seis ríos se cruzaron miradas desconcertadas: uno opinaba que se había vuelto loco, otro que no sabía lo que le había pasado pero que era inadmisible que los invitara a compartir tan catastrófica situación, dos de ellos que había perdido por completo el sentido de la apreciación y los dos restantes que bien pudo haber encontrado algún paraje maravilloso pero que no estaban dispuestos a transitar por lugares tan peligrosos y menos aún a rebajarse a ser conducidos por ese pobrecito lecho en vez de darse un amplio y profundo cauce donde poder expandirse. Al fin decidieron enviarle una respuesta:

-Míranos, hermano, anchos y vitales, transparentes y poderosos, admirados y respetados y mírate a ti tan pobrecito, débil y desnudo, tan indefenso y frágil. ¿Cómo te atreves a querer enseñarnos lo que es ser un río? No podemos menos que tenerte lástima por la vida tan amarga que has elegido.

            Y el séptimo río se entristeció profundamente al recibir la comunicación de manos del viento pero con paz y respeto por su libertad se despidió nuevamente por el  acostumbrado cartero:

-Sea como quieren, hermanos, pero aunque no lo entiendan mi pobreza es riqueza, mi debilidad fuerza, mi desnudez confianza, mi indefensión abandono amoroso y mi fragilidad victoria; pues deben saber que lo amargo se me volvió dulce ya que quien descubre el camino para llegar al destino que desde el principio excita su deseo más hondo no tiene por demasiadas las peripecias del viaje y más bien las considera ventajas. Ahora tengan cuidado ustedes que al final del viaje la dulzura que disfrutan no se les torne amarga y la luz se retire dejándolos a oscuras.

            Y siguieron desandando su búsqueda.

            Mas dos de los ríos empezaron a preguntarse si no sería verdad que había una dirección en el andar que no dependía totalmente de ellos. Y con la duda apareció urticante en su memoria el testimonio del séptimo río: ¿cómo podía decir que era feliz? Ciertamente se lo presentía sereno y apaciguado por detrás de su precariedad. Decidieron entonces cambiar el rumbo hacia el derrotero de aquel compañero pobrecito y dijeron a los otros:

-Nosotros somos hijos de la montaña, y si alguien nos dio la vida... ¿no será que de alguien también depende nuestro cauce y el sentido de nuestro andar?, ¿no será que tendremos que correr hacia alguien y no sólo hacia nosotros mismos? Disculpen: necesitamos averiguarlo.

            Y así generaron un curso hacia lo incierto.

            Al mediar el trayecto los cuatro ríos sordos fueron encontrando obstáculos cada vez más insuperables y su vigor se transformó en violencia y desesperación. Se fueron ensuciando sus aguas en la fricción de los combates hasta ennegrecerse. Al final, detenidos por una cadena impenetrable de montañas, tuvieron que fundirse entre las soledades inalcanzables y deshabitadas llegando a ser apenas un espejo polvoriento de aguas detenidas.

             En tanto el séptimo río siguió corriendo sereno y despacio porque no tiene apuro ni necesita buscar otros rumbos quien sabe que su caminar bien termina. Y así llegó  tranquilo, purificado, límpido y humilde al seno del mar que lo esperaba para que incrementara sus aguas. Tras abandonarse a la voz escondida atravesó seguro la amargura que se volvió dulce a su paladar y que lo llevó a abrazar la vitalidad infinita del océano anhelado sin saberlo.

            Los otros dos ríos restantes anduvieron a plena luz pero como a ciegas y a base de fuerza y de repetidos impactos frontales con muchos escollos durísimos fueron encontrando el camino. Le fueron arrancadas en la travesía grandes cantidades de agua por situaciones que no supieron resolver. A veces lograron escuchar esa voz profunda que había en su caudal y anduvieron cerca del cauce escondido. Su trayecto fue más largo y zigzagueante, más fatigoso e incierto que el del séptimo río pero al final, no tan serenos ni purificados, alcanzaron la meta. Allí se encontraron con el hermano al que le habían dado la espalda y se abrazaron largamente en medio de un mismo océano. Entonces se dieron cuenta que era necesario sufrir y empequeñecerse para alcanzar el descanso y la grandeza del mar.

 

Sentencias para recordar:

De lo amargo y de lo dulce: bienaventurado el río que sabe probar de ambos en el orden debido.

De lo amargo y de lo dulce: bienaventurado el río que se atreve a lanzarse al misterio que vive en su caudal.

De lo amargo y de lo dulce: ¿serás tú un bienaventurado río? Entre lo amargo y lo dulce lo sabrás.”

 

            El amigo silencio volvió a instalarse plácidamente en el ambiente. Fray Juan y el novicio sonrieron: la intención iluminadora de la narración era evidente. Sin embargo el maestro decidió precisar algo más la enseñanza:

            -Mira, para el mundo el cristiano parecerá fácilmente un amargo y eso lo sabes no sólo tú sino también tus amigos, como saben donde termina el derrotero de los que son del espíritu del mundo. Lo que sucede es que a ti el Amado te ha llamado a buscarlo por la senda escondida y oscura de la contemplación. Es esta una senda oculta, un camino en la noche, un dejarse guiar por una luz tan brillante que enceguece y nos parece sombra. Otros cristianos, que no por ser menos o más santos sino por vocación diferente andan por otros senderos dirán, al no entender tu modo de andar, que te has amargado. No pierdas por ello la paz ni la alegría, sigue andando tranquilo el camino que te ha señalado Aquel que te ha convocado y dado su Don. El amor vence la incomprensión, acepta agradecido la diversidad y siembra secretamente la unión. Y esto es indefectiblemente así desde un tal Jesús de Nazaret. ¿Qué es esta amargura que sientes sino el privilegio de abrazarte a la Cruz? ¿Qué es esta incomprensión sino la maravillosa oportunidad de amar anónimamente y a escondidas como Él? Deja que el amor abrace al dolor como el abandono confiado a la desnudez y lo que te resulta amargo se te tornará indestructiblemente dulce. ¡Sólo muriendo, hermano, la Vida brotará!

            Y el novicio se quedó apaciguado e interiormente decidido a dejarse llevar por el cauce escondido.

 


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