Río y abundancia. Sobre el inicio de la contemplación


"Cantar de amadores. Sobre el inicio de la contemplación." (2019)


Contemplar es bañarse en los días cada vez más momentos en el río de amor del Amado.

 



Abriendo un cauce de hermosura

tus aguas recorren

mi tierra reseca y agrietada

reverdeciendo lo marchito,

perfumando las riberas,

renovando sonidos y silencios.

 

Aguas de amor, desbórdense;

aguas de amor, inúndenme;

aguas de amor, rebálsense;

aguas de amor, empápenme.

 

Tu río de amor es mi vivir,

en él me bañaré hasta el fin.

 

           


Contemplar es bañarse en los días cada vez más momentos en el río de amor del Amado.

            Y este río de amor que el Amado es, abre cauces de hermosa fertilidad en la tierra del contemplador; así el alma de reseca pasa a refrescada, de agrietada a fecunda, y lo mustio es reanimado, lo muerto revive. Las riberas del corazón se cargan de aromas y así  perfumado destila olores de Cristo. Y se hacen nuevos los sonidos con los que decir el amor del Señor, y se hacen nuevos los silencios de la intimidad con el Amado. Por la afluencia de este río todo es refrescado y devuelto al seno amoroso del Padre; el alma es así reanimada para el camino de retorno a la casa donde eternamente se celebra el banquete de bodas del Cordero, el desposorio eterno.

            Contemplar es entonces tener por horizonte este río de amor que vivifica la vida. Tener por hábitat este río y sus cercanías. Vivir del contacto con este río. Bañarse en él anhelando la unión con él. Desear ser uno y participar en cuanto criatura de esta correntada de amor y de vida infinita. Bañarse hasta el fin para que el fin sea un inicio: ser en este río.

            Y este anhelo de unión, que es un verdadero don del cielo, agigantado desde que el alma se ha puesto en fuga, no puede menos que llevar al corazón a querer ser desbordado por un tal amor; deseando que no sólo sea río, sino mar y todos los océanos juntos, y más, un diluvio interminable, aguas torrenciales y copiosas, incontenibles, imparables.

            Contemplar es querer recibir al Señor de modo desbordante; entrar en comunión con el Amado hasta ser alcanzado “en arras y primicia” por esa intensa y sobreabundante comunión solo propia de la Bienaventuranza eterna.


Aprendo todo en esta escuela. Relato

 



"De amor, de noche y de luz. Ficción contemplativa." (2016)


Octavo y último relato donde Fray Juan contempla gozoso el crecimiento del novicio que ya tiene la madurez para caminar por sí mismo en la vida contemplativa.

 


            Era Viernes. Un Viernes solemne como un repiqueteo cadencioso de campanas. Fray Juan le vio salir de la casa por la noche, sigiloso, después de haberse retirado los frailes a sus celdas. También le vio volver a la madrugada, luchando contra el sueño, cual heroico vigía desgarrado en el amor. Y como adivinaba la feliz razón de aquella fuga secreta y solitaria le dejó seguir adelante. Él mismo le había sugerido al comenzar su noviciado que se lanzara a aquella enfebrecida aventura. Y cual repiqueteo solemne de campanas, cual caliente resonar de tamboras, cual aliento suspendido de fagotes... Viernes tras Viernes se repitió el episodio durante casi dos meses como un adagio casi imperceptible.

            El Viernes séptimo se decidió a seguirlo. Sentado tras su ventana, en la habitación sin luz, le vio salir a medianoche. Y él también salió detrás, aún más oscuro y sigiloso. En la casa el resto de los frailes dormía, o tal vez sólo guardaba un respetuoso silencio.

            El novicio enderezó su andar hacia el cerro. Fray Juan a la distancia se extasiaba viéndolo caminar tan sediento y arrastrado. Las estrellas en tanto titilaban una silenciosa canción de resplandores. La brisa suave acariciaba los rostros tiernamente. La luna menguante parecía esconderse para no violar sus intimidades sagradas.

            Y al llegar al puente el novicio no se detuvo. Ya no había temores ni inseguridades en él. Lo atravesó con paso firme y decidido. Ya andaba en lo oscuro con otras luces. Fray Juan se alegró.

            El camino de ascenso lo transitaron ambos con paso continuo y acompasado. Al llegar a la cumbre el novicio se sentó a los pies de la Cruz. Estuvo en silencio orante un largo rato mientras Fray Juan lo miraba satisfecho. Ya había aprendido mucho y no necesitaba casi de su guía. El maestro ya no lo era y había ganado en el andar contemplativo un hermano que itineraba a su lado.

            -¿Qué haces?

            El novicio no se sorprendió pues contaba con que Fray Juan descubriera sus fugas nocturnas, aunque hubiese preferido pasaran ante él inadvertidas. Y algo de ese deseo frustrado se hizo visible en alguna mueca, en alguna leve torsión de su rostro.

            -Ya sé que tu intención era hacer lo que haces a escondidas, sin ser visto más que por el Padre. Pensé durante semanas que debía fingir un invencible desconocimiento y respetar así tu intimidad. Sin embargo no podía desechar esta gran oportunidad para constatar agradecido que el Buen Dios lleva a término tan maravillosamente lo que él mismo ha comenzado. Una oportunidad para confirmar que mi trabajo ha concluido y que ya puedes valerte por ti mismo en esta noche tan iluminada. Ahora no hay maestro fuera del Señor. Apenas encontrarás algunos caminantes que precediéndote pueden darte algunas pistas. El caminito oculto y diminuto de la contemplación es único para cada amador.

            El novicio lo miró con un dejo de tristeza.

            -Tienes razón... pero tú siempre serás para mí uno de esos caminantes que van delante abriendo senderos seguros y claros.

            Fray Juan se ruborizó y con un enérgico movimiento de su mano desechó humildemente el halago. El novicio se sonrió. El maestro se sentó a su lado. Parecían dos niños puros y cristalinos a la hora de las confidencias.

            -¡Último examen! Dime por favor para mí edificación... ¿qué haces?

            El novicio elevó sus ojos limpios hacia el Amador Crucificado.

            -Aprendo todo en esta escuela. Aquí leo el único texto que vale la pena: el libro de sus llagas. Aprendo en la escuela de Cristo Desnudo lo que es el amor. Aprendo en la escuela de Cristo Pobre y Crucificado lo que es el amor. Si no hay dolor semejante a su dolor es porque no hay amor semejante a su amor. Recogido y aquietado en la noche del dolor dejo que arda incesante el fuego del amor para ser transformado y configurado a mi Amado Señor. La puerta del capullo es única y estrecha: tiene por supuesto forma de Cruz.

            -Excelente... no te alejes nunca de esta ermita.

            Y sorpresivamente Fray Juan le abrazó derramando algunas incendiadas lágrimas. Luego le dejó sin decir más. Al novicio le pareció una transitoria pero acentuada despedida. Su maestro bajó del monte silencioso y terminó cobijándose en una enramada cercana a la casa. Allí aguardó en silencio que irrumpiera la claridad del día. Abrazó las horas previas con serena pasión y lo que esperaba llegó. Como era su costumbre, costumbre siempre novedosa, se extasió contemplando la irrupción esplendorosa de la sinfonía de la luz. Estaba inmensamente contento. El novicio ya conocía la noche... ¡Ahora era capaz de alcanzar el Alba! Se sumaba otro amador a la escondida y oculta travesía de la contemplación. Esperaba Fray Juan un tiempo futuro donde poder con él intercambiar la inefable experiencia de la unión. Amanecía.

            Al mismo tiempo el novicio descendió del cerro cantando una tonadilla compuesta en la vibrante quemazón de una noche larga y fecunda.

 

Ven cual aurora esplendente

que mi noche anhela tu don,

ven por detrás de mis sombras

Luz verdadera que infundes calor;

pues me muero, Señor, sin tu ardor

en un rudo frío: mi desamor.

 

Ven, Amado Cristo sol,

con tu fuego a tu pobre amador

trocando el negro episodio

de oscuridad en un nuevo fulgor.

 

Ven, visítame.

 

Ven cual primavera olorosa,

en mi capullo el tiempo aguardo aún

cuando del gusano florezca

la mariposilla capaz de la unión

con un tan alto y tan grande Señor

quedando el alma hinchada de amor.

 

Ven, Amado cauterio,

hierro vivo que sellas en Cruz

a tu anochecido amador

llevando a culmen la transformación.

 

Ven, visítame.

 

Ven cual aguacero copioso,

¡oh lluviecita de blanda unción!

que mi tierra se encuentra reseca,

agrietada, sedienta de río;

abre cauces de vasto caudal

recorridos por tu dulce cantar.

 

Ven, Amado manantial,

agua viva que das claridad;

beberte quiere el amador

y saborear desde ya eternidad.

 

Ven, visítame.

 

            Y amanecía. Simplemente, amanecía. Maestro y novicio se encontraron en plena luz y volvieron a la casa, henchidas las velas de sus barcas por un fuerte y cálido viento de amor. Amanecía. Simplemente, amanecía.

 

 

Sólidos cimientos. Relato

 



"De amor, de noche y de luz. Ficción contemplativa." (2016)


Séptimo relato en el cual Fray Juan invita al novicio a poner sólidos cimientos en su vida contemplativa. Debe aprender a estabilizarse para poder subir más alto.

 

 

            El arroyo cantaba con voz de agua fresca mientras un suave perfume a azucenas habitaba la brisa acariciante y tierna. El novicio atravesó la corriente sobre el tronco inestable y un tanto travieso. Ya habían pasado algunos días desde la última conversación con Fray Juan y se preguntaba qué habría sucedido con aquel gusanillo al que le esperaba un futuro desproporcionado con su situación. Y buscó el delgado árbol con la expectativa de encontrarlo allí, deambulando aún entre las ramas. Aunque sabía que sería difícil hallarlo en el mismo lugar no perdía la esperanza. Mas su inocencia delicada fue recompensada abundantemente: un capullo tímido y rústico pendía del árbol hamacándose puerilmente y sin apuro. ¡Ya había comenzado la transformación!

            Se quedó observándolo un largo rato, poniendo delante del Señor su propia vida. Se preguntaba si sería capaz de dejarse trabajar, purificar y modelar por el Buen Dios. Sabía que la fidelidad no era su mayor virtud, que una y otra vez se replegaba sobre el vómito de la voluntad propia y abandonaba a Aquel que no le dispensaba más que amor, que era un pobre pecador. Pero también reconocía que el Amado siempre había estado cerca para levantarlo en las caídas, para atraerlo de nuevo a su casa, para perdonarlo y ofrecerle un nuevo comienzo. Sin embargo ahora, después de haber experimentado su Presencia tan cercana, vibrando en ese deseo inextinguible que le había regalado de unirse a Él, maravillado de la sobreabundancia de amor con que lo trataba, tenía miedo. Miedo de no poder corresponderle. Miedo de que estando más en lo alto la caída fuese más brusca y más trágica. Como si al haber traspasado aquel bendito umbral caminara sobre una cuerda delgada, como si toda la vida de seguimiento se le hubiera vuelto más exigente. Se hallaba como angustiado por el fuerte tironeo de dos fuerzas contradictorias en él: el Don de Dios que le impulsaba a más y más unión pasando por la puerta estrecha del desnudamiento y del abajamiento constante, y su propia libertad todavía débil y flaca en el amor. Era el drama del discípulo que quiere y no quiere, que sufre avergonzado su incoherencia en la respuesta a Aquel que siempre le ofrece un sí.

            Con este clima interior regresó a la casa para buscar a Fray Juan. Lo encontró trabajando la tierra acompasadamente. Apenas le vio el rostro el maestro supo que tenía que acariciarlo con la mirada y alentarlo con alguna palabra. Se sentó en tierra y lo invitó a hacer lo mismo. El joven hermano le contó su preocupación mientras Fray Juan desbarataba terrones de tierra tranquilamente entre sus manos. Sin interrumpir aquel gesto, casi exagerándolo,  el maestro volvió a ejercer su oficio de cuentista.

           

Había una vez un padre y había una vez un hijo. El hijo había sido arrastrado de pequeño bien lejos de la casa del padre pero ya de grande necesitó volver a sus raíces. Buscando informes recabó algunos datos y se puso en marcha. El padre, avisado que regresaba, lo encontró a medio camino y en casa de unos amigos suyos le hizo una fiesta. El hijo estaba alegre pero poco conocía a su padre. Quería estar cerca de él pero también necesitaba irse arrimando de a poco, como un animal salvaje que necesita ser domesticado. El hijo tenía que crecer y tanto él como el padre lo sabían. Se imponía entonces construir una casa para el hijo no muy lejana a la del padre. El joven eligió un lugar cerca del mar sobre la tibia arena de la playa. El padre se lo desaconsejó por lo complicado de la empresa de cimentación, porque la salobre la dañaría tarde o temprano, porque el clima no era propicio en el invierno y porque estaba demasiado alejada a su entender. Sin embargo el hijo la deseaba allí, en ese paraje que era toda una metáfora para él de la libertad. El padre lo amó y le regaló todos los materiales y herramientas que necesitaba. Incluso más, le ayudó a construirla a su gusto.

Durante largos años el padre fue a visitarlo a diario, aunque pocas veces lo encontró, y en esas ocasiones se fueron conociendo un poco más. Pero el hijo tenía los ojos puestos más en la inmensidad del mar que le despertaba ansias de viajero, que en la casa de su progenitor que aún no conocía salvo por vagas indicaciones. Empero el padre tuvo razón y aquella salobre fue deteriorando la vivienda y el húmedo frío de los inviernos fue desmejorando su salud. Entonces el hijo, desencantado de sus fantasías marinas, reconoció la sabiduría de su padre y vio la conveniencia de mudarse a otro lugar.

Pero llegado el momento recrudeció en él la cerrazón en sí y sin preguntar al que hace poco tiempo había reconocido como poseedor de una sabiduría mayor que la suya, se le antojó construirla en un bosque. Algo sin embargo había aprendido pues el paraje se hallaba ahora más cerca de la casa paterna. Su progenitor nuevamente le desaconsejó el sitio porque en él las fieras nocturnas hacían su festín. ¡Pobre hijo no acostumbrado a ellas... cómo haría para enfrentar su miedo! Además siempre podía llegar una tormenta y derribar algún árbol sobre la vivienda ocasionando su destrucción y tal vez su muerte. Pero el hijo otra vez no lo escuchó. Y el padre volvió a mirarlo y amándolo le proveyó lo necesario y le ayudó a levantar la morada. Así disfrutó el hijo su primer día entre los trinos alegres de los pájaros y el danzar de las hierbas y los árboles. Fue una jornada esplendorosa. Mas al llegar la noche comprendió que el padre tenía razón: afuera reinaban los aullidos, los ruidos salvajes y un huidizo aroma a sangre caliente; era la muerte rondando. No podía dormir. Entonces escuchó unos golpes a la puerta y la voz ya familiar. Era su padre que venía delicadamente a hacerle compañía. Pensó ocultar su temor para no pasar vergüenza pero lo invadió al dejarle pasar una cálida sensación de protección y no pudo hacerlo. Mas cuando quiso comenzar a confesarse el padre lo palmeó en la espalda tranquilamente y lo interrumpió: no quiso escuchar más, era tan grande su amor que no quería arriesgarse a esparcir sobre el orgullo herido del hijo cualquier sombra de reclamo o de superioridad. No necesitaba el padre que le diera la razón, solo deseaba que recibiera su amor. Y se pusieron a charlar mientras tomaban un vaso de leche tibia. De a poco el sueño vino a él y el padre lo dejó. Tras su visita logró dormir serena y plácidamente a la sombra de la presencia amparadora del padre que aún habiéndose marchado parecía permanecer allí.

Y la mañana siguiente se encontraron. El hijo, ya pasado el mal momento, le expresó el deseo de permanecer en esa casa riesgosa pues le parecía que era un lugar apto para crecer y madurar a la vez que un desafío. El padre no estaba de acuerdo pero le prometió su visita cada vez que lo necesitara. (Aunque en realidad vino a él gratuitamente incontables veces).

Pasaron varias semanas en las que el hijo se fue acostumbrando al lugar y a sobrepasar sus miedos. Sin embargo estaba secretamente decepcionado a causa de una pequeña huerta que le exigía mucho trabajo y le respondía con poco fruto: al principio se la destrozaban los animales nocturnos y tuvo que protegerla, luego el terreno duro y nunca removido se negaba a dar sus mejores nutrientes, más tarde los pájaros se comían lo poco que brotaba... ¡era un verdadero fracaso! Lo único bueno de la experiencia fue descubrir la generosidad inmensa de su padre que lo ayudaba, sin reclamos ni reproches, cada vez que venía a visitarlo. Poco a poco el hijo se iba dejando conquistar por la paciencia larga y suave de su amor.

De hecho estaba ya pensando en salir de allí y preguntarle al padre dónde podía establecerse cuando una noche le sorprendió una terrible tormenta. Todo el bosque parecía hamacarse descontrolado en el viento. El miedo volvió a él más fuerte y paralizante. Pero otra vez sintió los golpes en la puerta. El padre había venido a buscarlo y salió con él presuroso. No tardó el temporal en derribar los árboles en derredor a su casa dejándola destruida. El padre no se equivocaba.

Pero esta sabiduría no le resultaba amarga como una derrota, sino la alegre victoria de reconocer que aquellos intentos suyos, obstinados y egocéntricos, ni siquiera hubieran sido posibles sin su padre. Siempre los cimientos más sólidos de su casa habían sido las actitudes de aquel que, derrochando amor, lo había sostenido sin dejarlo caer, más aún, lo había rescatado de la ruina. Entonces, con amor sincero y crecido, se puso en sus manos.

El padre lo llevó hacia la montaña y ascendieron por un camino tosco y serpenteante. En la cima se hallaba su casa que apenas podía divisarse en parte cuando las nubes bajas se dispersaban a instancias del vigoroso sol del mediodía. Y en un paraje solitario, una inmensa grieta en el macizo, el padre le aconsejó levantar su morada. Allí estaría protegido del viento frío, de las fieras, del fragor de la tormenta. A su vez podría levantar siempre la mirada y sentirse acompañado. Sin embargo al hijo se le ocurrió preguntarle por qué no irse directamente a la casa paterna. Su progenitor fue claro y contundente en la respuesta: mejor sería para ambos que ese traslado lo hiciera cuando ya estuviese totalmente seguro de no volver a marcharse. De nuevo el padre tenía razón.

La casa la construyeron ahora según la sabiduría del mayor y quedó apta para ser habitada aunque austera y no demasiado confortable para que fuera tan sólo un lugar de tránsito y no un hogar permanente. Y los días fueron pasando... El hijo experimentaba cada vez más crecido el deseo de irse a vivir con su padre, pero dado que el lugar era solitario y sus visitas incomprensiblemente más fugaces y aisladas no pocas veces volteaba la vista hacia el mar. Aún no era tan fuerte su amor como para comprometerse definitivamente a una mudanza sin retorno. El padre lo sabía pues siempre le observaba desde la altura atento a sus necesidades. No lo abandonaba a su suerte sino que en cada visita le amaba intensamente. Y el hijo cada vez se sentía más traspasado y sediento de ese amor. Un amor que cuando partía parecía dejarle abandonado aunque no lo hiciera, tal su calidad y hondura, su presencia plenificante. Sin embargo aún luchaba consigo mismo y sentía pena de sí por no poder dar el paso final. A veces el padre se quedaba a mitad de camino invitándolo, atrayéndolo. Él subía entonces, liviano y ágil en el deseo, a su encuentro. No sabía cuando sería capaz del encuentro definitivo pero fue aprendiendo que cada vez que ponía la mirada sólo en sí mismo, arrastrado por la pena y la decepción, se tentaba de volver atrás, lo cual sería su ruina; mas cuando la mirada la ponía en el padre que paciente esperaba y no le reprochaba sus tiempos le conquistaba el corazón un viento de esperanza fuerte y persistente, no exento empero del dolor de negarse a sí para darse por entero al padre en el cual se recuperaba ya nuevo y realizado. Se dio entonces tiempo para madurar no poniendo tanta atención en su incoherencia sino en la coherencia del padre, sólido cimiento de su opción. Y en ese sólido cimiento su libertad fue creciendo y ganando altura. La casa del padre estaba ya más cercana.

           

            El novicio suspiró. El relato de Fray Juan le había resultado como siempre transparente e iluminador. Se quedó por un instante en silencio esperando que su maestro agregara alguna aclaración, alguna moraleja, alguna referencia al caminar contemplativo. Sin embargo Fray Juan siguió callado. Él lo miró entonces interrogante.

            -¿Que estás esperando? No hay nada más... El resto es tuyo.

            Y se levantó serenamente para continuar con su trabajo. El joven hermano comprendió que el maestro ya lo consideraba capaz de sacar sus propias conclusiones. También él se levantó y se puso a caminar errante. Mas sin darse cuenta terminó nuevamente frente al árbol donde el capullo seguía hamacándose en el viento. Lo miró largamente sin hacer ningún movimiento. Parecía que estuviera escuchando de él una secreta confesión. Luego, acercándose todo lo posible, el novicio le susurró mentalmente al gusanillo encerrado en el capullo una dulce exhortación:

            -Ya sé hermano que es dolorosa esta gran transformación. Ya sé que es duro quedarse a oscuras y como encerrado en este capullo sin querer volver atrás ni poder ir aún hacia delante. Ya sé que es exigente este transitorio abandono a la tensión de una libertad aún no sanada. Si a veces parece que Dios nos ha dejado a nuestra suerte y que librados a nosotros no queda más porvenir que el fracaso y la condenación. Pero otras veces su Presencia como los rayos poderosos del sol parece atravesar las paredes del capullo e iluminarlo todo. Y aunque fugaz su paso deja una luz oscura en el recinto, una herida de amor en nuestro ser y una certeza de que trabaja donde no vemos, sino con el tiempo, transformándonos. Y no está lejos sino más cercano que antes; sólo que quizás a veces, en esos momentos terriblemente oscuros de la noche y salvando las enormes distancias, está cercano el Padre al modo en que lo estuvo del Hijo en Getsemaní, en el camino al Calvario, en la Cruz. El drama es que quisiéramos recorrer un camino distinto al Suyo y en verdad hay un sólo camino, que nuestra humanidad quede configurada a la humanidad de Cristo Señor, Dios y el Hombre en plenitud. De eso se trata, de querer crecer en el amor hasta una entrega filial y total de la vida. Sí, de eso se trata, de que se rompan definitivamente en nosotros las murallas, esa terca actitud de estar centrados en el propio yo para tener toda la mirada puesta en Él. Sólo en la salida de sí, una salida sin retorno, se hace posible la unión con aquel que siendo amor sale constantemente de sí hacia nosotros. ¿Qué es el amor como vínculo sino una mutua donación? ¡Por cuántos trabajos habrá que pasar entonces para que este vínculo llegue a ser indisoluble! Mas el contemplativo experimenta que es Él quien tiene la iniciativa y la primacía en el trabajo y quien da la fuerza para aceptarlo y perseverar, de nosotros depende el sí, la cooperación, el secundar su obra. Pero lamentablemente lo que encontramos a menudo son nuestras innumerables negativas. Y si nos quedáramos anclados en nuestra incoherencia y en nuestro pecado bajaríamos los brazos. Una mirada así en el fondo es una disimulada expresión del amor propio que no soporta ser un pobre gusano y quisiera ser un dios, la expresión de un yo autosuficiente que no aprendió a ser dependiente en el amor. Sólo aceptando lo que somos, poniendo la mirada enteramente en aquel que no vino a juzgarnos sino a salvarnos, justamente por ser pecadores, podremos dar algún paso firme y decidido. Es cuestión de no poner por cimientos, tentados a dudar de la amplitud de la Misericordia de Dios, nuestro pecado y nuestra debilidad: la casa se derrumbaría con peligro mortal para nosotros. Es cuestión de construir sobre la base firme de un amor siempre dispuesto a salvarnos, un amor tan fiel que nunca se escandaliza o asquea de nosotros. No quiero decirte que no valgan nada la abnegación, la ascesis, la penitencia, la mortificación, la autodisciplina: todo eso es necesario y respuesta de amor. Lo que digo es que no nos asegurarán nunca una coherencia absoluta y perfecta pues sólo hubo y habrá una sola coherencia así, la de Cristo (y unida a Él la de su Madre), quien justamente vivió toda su existencia en una relación de donación, de amor cara a cara con el Padre, y sólo desde allí fue donación constante de amor a sus hermanos. ¿De qué valdrían además todos los medios humanos para lograr una coherencia vital si no están movidos por el amor? Sí, hay que aceptar la pobreza y quedarse bien desnudo para lograr abrirse al regalo de la transformación. ¡En fin, feliz de ti gusano que no estás en el capullo mirando tu fétido estado sino que a través de las oscuridades estás buscando el sol del cual vives y al cual volarás como radiante mariposa!

            Y el viento cesó por un instante quedando el capullo quieto como si quisiera de ese modo asentir a lo expresado. El novicio lo acarició con una mirada tierna y transparente; luego se marchó. Sabía que el camino que tenía por delante era largo, exigente y árido, sin embargo ahora se hallaba más dispuesto a transitarlo con mirada de fe abierta a un amor que inflama la esperanza. Ya había comenzado a cimentar su transitar sólo en Dios, roca fuerte, sólido cimiento.  Ya se iba decidiendo a ponerse, por un amor no exento del dolor, definitivamente en sus manos.

            Dentro del capullo, entre estertores agónicos y gemidos silenciosos, el gusano estaba cambiando.

 

“El rey me introdujo en sus habitaciones." Cantar de los cantares


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"Cantar de amadores. Acerca del inicio de la contemplación." (2019) 


Llévame contigo: ¡corramos! El rey me introdujo en sus habitaciones: ¡gocemos y alegrémonos contigo, celebremos tus amores más que el vino! ¡Cuánta razón tienen para amarte!” (1,4)

 

 

            Es frecuente en el alma pedir a su Señor que la lleve consigo, que la lleve más con Él, que la haga capaz de una unión más íntima y duradera. Y este “corramos”  lo ha vivido sin duda en los primeros tiempos de la contemplación donde ha experimentado el inicio de la noche, el desatarse sobrenatural del deseo y la fuga en que la ha puesto el Amado. Mas luego se queda quieta, no porque antes no lo estuviera, sino en una quietud más profunda y completa y es el Amado quien la introduce a veces con sutiles invitaciones, otras con delicados tirones y otras con mano fuerte en diversas habitaciones. Allí celebran juntos el amor y el Buen Señor da a beber al alma diversos vinos, gracias diversas que la colocan en diversos tipos de unión con Él. Así el caminar contemplativo es dejarse conducir el alma por su Señor a distintas habitaciones hasta quizás algún día ser introducida en la habitación central donde se sirve el más precioso néctar: el culmen de la unión.

¡Oh, cuánta razón tienen para amarte Amado mío! ¡Tu amor indecible e inefable vale más que la propia vida! ¡Tu amor, Señor, qué gran tesoro! ¡Oh, todo por tu amor! ¡Pago el precio absoluto de mi vida por unirme a Ti, Amado y Hermoso Señor! ¡Oh, pago el precio de mi vida para que te conozcan, te saboreen y te den a luz todos los hermanos y hermanas que te buscan por innumerables caminos! ¡Oh, qué no haría yo para que todos gozaran de tan alto amor! ¡Oh, Señor, dime qué hacer para ayudarte a enamorar y cautivar la vida de todas tus humanas creaturas!

 


“Porque tus amores son más deliciosos que el vino". Cantar de los cantares

 

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"Cantar de amadores. Acerca del inicio de la contemplación." (2019)


“Porque tus amores son más deliciosos que el vino; sí, el aroma de tus perfumes es exquisito, tu nombre es perfume que se derrama: por eso las jóvenes se enamoran de ti.” (1,2b-3)

 

            ¿Cómo no embriagarse el alma si disfruta del Sumo Bien, fuente y efluvio de todos los bienes? Quien ha experimentado una caricia, un toque, una mirada amorosa del Amado sabe que el alma queda fuera de sí ante tanta delicia. Y aún causa un gran gozo el experimentar que su pequeña y frágil vasija es incapaz de contener tanto derroche. El amor de Dios embriaga tanto que desmaya, saca de sí, cautiva. Y este amor sobreabundante de la vasija del alma se derrama ya que no hay continente que pueda contener a tal Señor.

Así el alma  sobrepasada y atravesada por tanto amor queda embriagada y olorosa en Él. El amor del Amado la tiene secretamente transformada, y perdida en Él lleva de Él su vino y su perfume. Y ese perfume del Amado es como su nombre, su nombre como diferentes fragancias: Bondad, Misericordia, Fortaleza, Ternura, Piedad, Sabiduría, Perdón y todas las demás. Cuando el Amado derrama su amor lo hace con diferentes fragancias y si con todas a la vez cuán rápido se desarraiga el alma y participa de la unión que prefigura y da primicias de la eternidad.

¡Oh, qué maravilla este amor más delicioso que el más sabroso de los vinos y  más perfumado que el más aromado elixir! ¡Oh, cuán favorecida el alma que queda por él ungida... ya se dirá de ella que es toda una reina desposada!

Pero, gran desgracia, si tu alma no es joven no podrá recibir este don más que a pequeñas gotas. Un alma joven, lo sé, es un alma que busca y espera, capaz de sacrificarlo todo, aventurera y osada para conquistar grandes premios, que desea convertirse más, que no se cree ganada sino en peligro, que se experimenta necesitada, que no tiene otra meta más que vivir el amor en parámetros de santidad. Si tu alma es joven tarde o temprano, cuando Él lo disponga, quedará prendada del más grande amor por aquel Amor que todo lo llena y lo sacia, fuente y culmen de todo, donde se sostiene todo en dependencia secreta, que invita a la unión.

¡Oh Amor tan amado, no tardes! ¡Ven pronto a arrebatarme y elevado en tu llama hazme más semejante a Ti, que yo contigo quiero arder y dar de Ti y de mí, por Ti y en Ti!

 

“¡Que me bese ardientemente con su boca!” Cantar de los cantares

 

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"Cantar de amadores. Acerca del inicio de la contemplación." (2019)


“¡Que me bese ardientemente con su boca!” (1,2a)

 

            ¡Oh glorioso escándalo y apasionado desatino! ¿Qué alma es ésta que se atreve a pedirle tanta intimidad a su Rey y Señor? Es un alma encendida e incendiada y como tal desvergonzada en el amor. Porque éste su amor no es suyo sino llama vibrante que la quema y la hiere, llama que le trajo la flecha punzante que la ha atravesado toda entera. Alma inflamada y ya desnuda sin rastro de vergüenza ante el Señor. Y no es éste su pedir sino el clamor que a una voz hace con el mismísimo Señor, pues es Él quien la alienta a tanto insistir. ¿Acaso no fue Él quien la sacó de su estado y la hizo traspasar el umbral? ¿Acaso no fue Él quien la acarició y la puso en bienaventurada fuga? ¿O acaso tampoco fue Él quien la encegueció, quien la puso en la noche y le regaló el sentido interior para verle sin verle y así andar tras Él mejor? Ahora Él, que la ha encerrado en un capullo para purificarla hasta la raíz, que trabaja sin cesar en sus profundidades excavándola y vaciándola por completo, que la deja en la intemperie frente a la tormenta, que la colma con sequedades y purificaciones para fortalecerla y bien templarla a recibirlo; ahora Él  también la incita a pedir el don de la unión.

Si una caricia la puso en fuga, si una mirada la desnudó y la dejó en tinieblas, si un toque la atravesó hiriéndola y transformándola, ahora quiere un beso. Pasar del noviazgo con todos sus raptos y pruebas a una unión más duradera. Desea el alma que apure su Amado el tiempo de la noche, que descargue ya todos sus trabajos y cauterios y flechas, que la vacíe ya, que la tome ya, que la haga morir ya para gozar de la unión, de la participación serena y total en cuanto en esta vida es posible de su Ser. ¡Ay, que la rapte tanto que ya no pueda más que vivir enteramente raptada para siempre! ¡Ay, que la introduzca tanto en su muerte y su sepulcro que ya no viva más que resucitada! ¡Que se apaguen por la recompensa de un beso todas las fascinaciones de este mundo y ya no vuelvan a encenderse! ¡Que se mueran los quereres y que no quede otro querer más que el del Amado hecho uno con el querer del alma!

¿Y si no se esperara la dulcísima meta del beso de la unión cómo podría el alma soportar la dolorosa purificación que en la noche del capullo realizará el Amado para que pueda recibirlo? ¡Sí, apura todos tus trabajos, cauterios y flechazos; apura las pruebas, mortificaciones y contradicciones; apura todo el dolor de la noche hasta la altura de la Cruz y luego bésame, oh Señor, con el beso ardiente de tu boca!

 

 


A impulsos de amor. Poesía escondida

 

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"Cantar de amadores. Acerca del inicio de la contemplación." (2019)


A impulsos de amor

Quemante

     Hiriente

 

A impulsos de amor

Ocultante

                Creciente

 

Yo me muevo en amor

Tras de ti

                O mejor

Tú te mueves en amor

Tras de mí

 

A impulsos de amor

Escondido

     Viviente

 

A impulsos de amor

Pequeño

  Oscuro

 

Te mueves tú en amor

Tras de mí

     O mejor

Tú me mueves en amor

Tras de ti

 

A impulsos de amor

Oh noche

    Alumbrada

 

A impulsos de amor

Oh telilla

   Rasgada

 

Aquieta y mueve el amor

En la unión

                   O mejor

Se mueve y mueve sin moverse

Este amor tan vivo

 


Maduro para el Reino, corazón y vida. Florecillas de contemplación

 




"Cantar de amadores. Acerca del inicio de la contemplación." (2019)



Maduro para el Reino,

corazón y vida



Yo quiero estar así. Porque si estoy maduro para el Reino estoy maduro en el amor, es decir, desposado a mi Señor, en concordia con todo lo creado. Mientras tanto gimo y sufro el desamor que me hiere: volver a volcarme en mí y no acabar de volcarme en Él. ¡Ay Jesús, dame ya un corazón como el tuyo que lata al unísono con el corazón del Padre! ¡Que deje de hacer la guerra a mis hermanos! ¡Que todos mis deseos me conduzcan a Ti! Madúrame, Señor Amado, haciendo pasar mi corazón y mi vida por entero por aquella fuente que hace crecer en el amor: tu Cruz. Ya no soporto más hacer el mal que no quiero, ¡extírpalo de mi corazón con todas sus raíces!

Quiero ir día a día, en los pequeños gestos, en las diminutas situaciones, creciendo en el amor. ¡Dame amor tuyo para dar! ¡Dame amor tuyo sin medida que no me permita volver atrás en este doloroso y dulce parto de madurar para el Reino! ¡Dame tu amor que madura, oh fiel Esposo, el corazón y la vida!

 

 

Surcos y huellas. Sobre el inicio de la contemplación

 




"Cantar de amadores. Sobre el inicio de la contemplación." (2019)

Contemplar es dejar que el Amado abra en su contemplador surcos de amor.


 

Tengo la mirada puesta en Ti

porque tu mirar se ha puesto en mí

y ha roto la delicada tela.

Sé que Tú abrirás surcos de amor

fértiles en tu voz;

sé que Tú abrirás surcos de amor

ardidos en tu querer.

 

Surcos de amor, huellas suaves, incendios,

sabor a Ti en mi corazón.

 

Mi respirar está entrecortado en Ti

porque has soplado tu viento en mí

y ha roto la delicada tela.

Sé que Tú abrirás surcos de amor

florecidos en tu cantar;

sé que Tú abrirás surcos de amor

amanecidos en tu latir.

 

Surcos de amor, huellas suaves, incendios,

sabor a Ti en mi corazón.

 

            Contemplar es dejar que el Amado abra en su contemplador surcos de amor.

            Los dos amadores ya se han encontrado, están frente a frente y se miran. Y en la comunión silenciosa el amor es dicho en la mirada. La mirada del contemplador ya ciega y desencajada mira a tientas colmada de serenidad y dulzura, atraída irresistiblemente hacia el Amado. Y en esta comunión de amor la mirada del Señor puede mirarlo todo causando gozo, alegría, fe y esperanza en el contemplador.  Sucede que el contemplador ya ha puesto toda su confianza en el Amado pues sabe de su amor infinito, y entonces permanecer desnudo ante su mirada no le causa ningún temor, ninguna vergüenza, más bien lo libera y lo sana. Esta mirada misericordiosísima del Señor limpia y purifica al contemplador y parece restituirlo al estado de inocencia original, al menos durante el lapso del encuentro.

            Así por el mirar el Amado rompe la tela delicada que separa a ambos. Con tal ruptura ingresan los amadores, el Señor primero, al aposento del amor, un aposento que irán construyendo por el trato amoroso. Y ya en el aposento la fértil voz del Amado que pronuncia el nombre de su contemplador, el querer ardido que le dona sin medida menor que la de su capacidad de albergar, van removiendo la tierra y haciéndola buena. ¿Y para qué sino para recibir un tan alto e indispensable amor?

            Y se abren surcos. Surcos que son huellas, caricias, miradas y sabor del Señor en el corazón. Surcos que vibran colmados de su Presencia. Surcos que son canales de gracia. Surcos desde donde el amor del Amado riega la tierra. Surcos que a lo largo de la vida de tanto recibir se van ensanchando hasta que quizás un bienaventurado día toda la tierra se haga surco. Surcos donde la historia entera del contemplador es conducida a los brazos del Amado.

            Y al igual que la mirada el respirar ha quedado entrecortado en el encuentro. Ya no es posible respirar sino aliento del Amado. Y el Señor sopla su Espíritu indecible, suave como una brisa, potente como un temporal. Y ese Espíritu Santo inunda el alma con toda la presencia del Señor. Obra por su Espíritu el Buen Dios lo indescriptible, lo inenarrable, lo impresagiable. Tan rica su obra que con el correr del tiempo se sigue desenvolviendo y sigue causando sorpresa y resulta siempre novedosa. Sopla el Señor su Espíritu, toca al contemplador y abre en su tierra surcos, canales y grietas; y en ellos derrama su fuego y su agua. Por ellos corre el cantar del Señor, cantar de los cielos. Desde ellos el alma vibra al unísono con el latir del Señor, ya amanecida para la eternidad.

            Contemplar es pues llevar el contemplador en sí las huellas vivas del trato con su Amado.


Tocata y fuga, capullo y transformación. Relato

 

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"De amor, de noche y de luz. Ficción contemplativa." (2016)


Sexto relato en el cual Fray Juan abre entero su corazón y su experiencia al novicio que ya ha crecido en el amor.

 



            Las ramas de los árboles se mecían en el viento con tanta liviandad y cadencia que hacían brotar ante los ojos delicados de Fray Juan un espectáculo exquisito de ballet. Así las avecillas con corto vuelo, casi como saltando, itineraban de verde en verde, sorpresivamente, con sus trajes amarillos, pardos y grises. Y en el firmamento una formación despareja de nubes blancas pintaban sobre un celeste límpido y abierto una coreografía sugerente para la imaginación de este hombre que aún conservaba en sí algo del niño que fue. No estaban ausentes las flores con sus tonalidades pasteles y su ternura desnuda como un canto cromático de esperanza y de fe. Tampoco faltaban los insectos, diminutos y casi imperceptibles, deambulando con una extraña geometría entre las hierbas. ¡Oh, vibrante armonía viviente de lo diverso dado a la unidad en las horas tranquilas, henchidas de luz y de color, vestigio y huella llameante del Dios Creador que desde siempre nos invita a la unión!; alcanzarte definitivamente desea Fray Juan detrás de la noche y de la muerte.

            Y, mientras admirado contemplaba y deseaba, se le acercó el novicio con paso ya sigiloso. Habían acordado encontrarse y salir a caminar. En realidad Fray Juan veía que ya era tiempo, dado el proceso encendido y avanzado de su andar, de declararle algunas etapas de su itinerario hacia la amorosa unión con el Amado y Señor. Y se lanzaron por el sendero, en sentido opuesto al cerro, el maestro con el mate entre las manos y el novicio con el termo bajo el brazo. (Por estas regiones del sur del globo el mate es un rito ineludible a la hora de compartir, de ir poniendo la vida en común. Hasta se podría decir que se espera que el Tata Dios nos reciba en el cielo con el más delicioso amargo extendido junto con una sonrisa bonachona y transparente como la del paisano).

            Y el maestro sin demora comenzó la confesión. La tarde con todos sus habitantes pareció volcarse curiosa hacia ellos.

            -¿Te acuerdas de la amada del Cantar?

            -¡Cómo no!

            -¡Qué bueno! Yo pasé todo mi noviciado repasando en mi interior algunas escenas, imaginándolas de nuevo, recreando este encuentro en su juego de idas y venidas...

 

Si me parece poder visualizar ahora a la doncella que entretenida en sus labores hogareñas sólo sabe del Amado por comentarios lejanos, acaso por el murmullo alborotado en que se estremece la ciudad a su paso. ¡Cuánta habrá sido su sorpresa cuando aquel golpeó en su puerta la vez primera y se dio a la fuga sin que pudiera verlo! “Por aquí ha pasado pero con él no he estado, algo de él permanece sin embargo en su ausencia”, se habrá dicho. Y desde entonces, desde esa ausencia tan presente, se le fue inflamando el deseo en una suerte de delicada añoranza. Así fue brotando en ella, por gracia de sutiles e insospechados toques del Amado a su puerta que dejaban el umbral de la casa vibrando en su presencia ya ida, la capacidad de la vigilia, por la cual su corazón permanecía cada vez más atento  en la añoranza a su regreso. Detrás de la puerta de la casa la doncella se quedaba  ahora aguardando.

           

            Quiero decir con estos quehaceres domésticos no las actividades y espectáculos en las que nos volcamos fuera de nosotros desatendiéndonos a nosotros y también al Señor, esos son quehaceres farandulescos; sino el fatigoso trabajo de la oración que reclama esfuerzos, cuidados y una esmerada voluntad de darse a ella a diario. Y la oración en su etapa inicial tiene sus fórmulas, sus técnicas, sus modos que apuntan a la disposición, a la exclamación, a la escucha, al diálogo. Mas toda ella está marcada por nuestra iniciativa por hacer un espacio, por darle un lugar al Señor. Le presentamos nuestras necesidades e inquietudes para que las tome y libres de ellas podamos dedicarnos  enteros a Él. Le pedimos el Espíritu para que nos enseñe a orar y nos haga gustar de su amor. Reconocemos y agradecemos inflamados por su Don las maravillas que hace en nuestra vida. También buscamos escuchar su Palabra, meditarla en el corazón para ver claro el camino. Y otra vez pedimos el Espíritu que nos impulse con fuerza a la conversión. Arrepentidos, en otras ocasiones, nos acercamos a Él para implorar su perdón, nos deshacemos en lágrimas y nos retiramos sanados y limpios. En fin, la oración es un trabajo constante que dura toda la vida, que atraviesa desolaciones y consuelos, un trabajo que da sus frutos experimentando como el Señor está vivo en nosotros y nos regala su amor, su paz, su fuerza, su alegría, su sabiduría y todo lo que Él es capaz de dar. Así sabemos de Él y le gustamos por este murmullo alborotado de su gracia que hace temblar nuestra persona entera y sus alrededores. Diría que le conocemos por su acción, por lo que obra. Sin embargo este orante fatigoso, que no podría trabajar empero sin la invisible asistencia del Espíritu, aún podría gritar: “Señor, déjame ver tu Rostro”. Este orante se cansa en el amor haciendo en sí más espacios para el Buen Dios y su Reino para algún día poder estarse con Él cara a cara.  Y así lo va el Señor santificando, hermoseándole la casa para poder entrar y cenar allí con él.

            Pero algunos días, en algún insospechado momento, después de tanto trabajo, se experimenta su Presencia suave, profunda, serena, que simplemente parece llenarlo todo. Es el toque del Amado a la puerta de la casa de la oración. Es la iniciativa de Dios que irrumpe sin dejar lugar a dudas y que deja al orante enmudecido, maravillado, perplejo y amorosamente centrado en Él. Se han cambiado los papeles y Él sale en busca de la doncella de forma desvelada, o mejor, le da nuevos ojos para ver lo que siempre ha hecho. Es la experiencia de la adoración que lleva la oración a su cumbre: el Señor esta allí, no se sabe cómo pero se sabe, y ya no hay que hacer más nada sino quedarse a su lado aún detrás de la puerta de la casa. Ya no son sus regalos sino Él mismo.

            Y a algunos orantes esta experiencia, por pura gracia, se les hace más constante de modo tal que ya comienza a haber poco trabajo. Más exactamente, el trabajo ahora es aquietarse, silenciarse y aguardar al que viene. Detrás del umbral se añora aquella Presencia y se comienza a no querer otra cosa fuera de ella. Detrás de la puerta se le van muriendo a la doncella las viejas sensaciones capaces de percibir el murmullo de los regalos y le va naciendo un nuevo sentido capaz de intuir la cercanía de su Presencia. ¡Menudo regalo éste tan inexplicable y desconcertante! El Señor la está moldeando para que pueda salir de la casa al campo abierto.

            -Entiendo lo que dices, yo también lo he experimentado. ¡Qué difícil explicar este cambio, este salto de nivel, este nuevo verle sin verle, oírle sin oírle, olfatearle sin olfatearle, tantearle sin tantearle, gustarle sin gustarle! En la casa se ha hecho de noche, y en la noche nuestra su Luz es más clara.

            Fray Juan asintió con un cabeceo y una delicada y sabrosa sonrisa. La tarde los rodeaba sosegada y lenta. Su andar se impregnó del canto espumoso de un arroyo pequeño que corría a escasos metros jubiloso. Lo atravesaron haciendo equilibrio sobre un tronco. El sol iluminaba su secreteo amoroso.

            -Pero éste sólo es el comienzo del viaje de aquella enamorada.

 

Mas una noche sintió la doncella sus pasos dirigiéndose a la casa. Como siempre se quedó tensa en la espera amante. Y el Amado tanteó el picaporte de la puerta y empujó suavemente: estaba con llave. Ella se apresuró a abrirle. Él introdujo su mano y ella la tomó entre las suyas. Pero Él se libró dulcemente y se dio a la fuga. Ella le vio alejarse mientras sentía sus manos ungidas de néctar y ternura. La noche reinaba afuera; la doncella no la conocía. Pero fue tan fuerte y apremiante el palpitar de su corazón que, en un impulso de amor, se lanzó atrevidamente fuera de la casa y corrió a su encuentro. El Amado se volteó y entonces ella pudo verle como se ve en lo oscuro. Su belleza le cautivó aún más y la dejó más enamorada. Pero Él huyó raudamente y con su movimiento atrayente la puso en fuga encendida e incendiada. Y corriendo detrás de Él, sorprendida de su habilidad para deambular en la noche, atravesó las murallas de la ciudad persiguiéndolo hasta el campo abierto e ilimitado. Inflamada de amor ardiente, de un fuego interior que le abrasaba, no deseaba más que unirse a su Amado.

           

            Sucede, querido hermano, que a algunos de estos adoradores que les ha sido dado este permanecer detrás de la puerta de la casa de la oración, por pura gratuidad, el Señor los arranca hacia afuera. Es la experiencia de la noche que en su primer momento se caracteriza por este aflorar novedoso del sentido interior y por este jugueteo de llegada y retirada que termina en fuga hacia la hondura.

            La casa de nuestro interior es más amplia y más profunda de lo que solemos experimentar. Tras la puerta de la adoración, aún cuando nos parece estar en lo más nuclear de nuestro yo, es posible llegar al campo abierto que preludia el centro más íntimo de nuestro ser donde Dios mora secretamente. Decirlo no se puede y todo lenguaje caduca: hablaría yo del centro del alma pero quien no lo vive difícilmente entiende.

            Pero volviendo a lo que le acontece al adorador, éste, aquietado, permaneciendo en esa suave añoranza como noticia confusa y lejana pero vibrante y fuerte de su Presencia ausente, ha sentido un toque que le viene no sabe de dónde ni cómo: es el Señor sin duda, es Él, con total certeza. Y se ha dejado libremente arrastrar en ese toque. Y ha salido de sí hacia Él y ha descubierto que hay más de sí aún. Tierras nuevas e inexploradas que recorre sorprendido con la mirada fija en Aquel que se retira y lo lleva suavemente tras de él.

            Mientras corre apresurado en amor descubre sorprendido la habilidad que el nuevo sentido le da para andar en lo oscuro, es decir, saboreando sin hacerlo, o mejor aún, percibiendo al Amado de un modo espiritual difícil de explicar pues dista ya bastante de la sensación, de la emoción y del sentimiento. También advierte como aquel toque fugaz ha abierto en sí, de forma que le parece desproporcionada, una herida quemante, una llaga dulcísima que le incita a buscar enloquecido de amor a su causante. Y corre ciertamente en un deseo sobredimensionado por la gracia, pero no corre sino que es atraído, es decir, es del Señor la iniciativa y el trabajo y suyo la recepción pasivamente activa del don del encuentro.

            Aquel orante esforzado ha nacido de nuevo traspasando el umbral de la adoración hacia el escondido sendero de la contemplación amorosa.

            -He experimentado lo que describes durante algún tiempo. Es ciertamente como tú lo dices, como si de un momento a otro, sorpresivamente, inesperadamente, Él irrumpiera totalmente novedoso y cercanísimo. Y justo cuando uno quiere asirle y retenerle, recuperado de lo que le parece insólito, advierte que ya se ha ido. Pero no se ha alejado tanto, parece esperar y atraernos y desatar en nosotros un deseo loco y enfebrecido (que no producimos por nosotros mismos pues no podríamos) de ir tras de Él. Nos parece que ese toque nos ha dilatado el ser, que lo ha ensanchado inexplicablemente, especialmente el deseo de estar con Él y ser de Él. Ardores incomparables nos recorren enteros y nos dejan totalmente sedientos de Él. Vamos tras de sus huellas y cuanto más se oculta y huye más nos enciende en la búsqueda con sabia pedagogía amorosa. Se asemeja a esos jugueteos de enamorados corriendo entre los árboles, sólo que aquí es de noche y todo se percibe como se percibe en lo oscuro.

            -Es increíble que haya tanto movimiento en tanta quietud, tantos destellos de luz en la noche de unos ojos ciegos.

            -Supongo que seguirás tu relato... así lo espero porque después de esto estoy experimentando como otro estado, no sé decirlo, es como una crisis de identidad con sobreabundante paz, como si lo que constituyó mi mundo ya poco importara o fuera prescindible, como un reubicamiento que escapa de mí, como estar todo envuelto en una apatía dulce y una necesidad de soledad para estar con Él difícil de saciar. Y todo esto sin ningún escándalo o duda o temor sino con certeza interior de que se trata del Buen Dios que trabaja en mí sin saber lo que hace ni cómo lo hace. Y porque está la certeza encendida de que son cosas del Amado que me quiere hacer suyo hay tranquilidad y no hay desesperación, hay paciencia y un sereno deseo de comprender a su tiempo.

            -Pues me alegro entonces de que el Señor te siga haciendo crecer. En verdad es un regalo para ti y para mí que podamos hablar de estas cosas. Yo tuve que caminar solo sin nadie que me acompañara fuera del Amado. Pero Dios da a cada uno según su sabiduría que supera todas nuestras conjeturas.

            Y mientras caminaban Fray Juan se detuvo frente a un árbol pequeño y pobrecito de un verdor tenue pero acariciante. Se quedó en silencio mirando itinerar por una rama a un gusano de seda.

            -Amigo mío y hermano mío, mira ese gusanillo tan feo y desagradable... ¿qué podríamos esperar de él? Sin embargo dentro de poco estará dentro de un capullo oscuro y solitario cambiando, transformándose, y cuando esté preparado emergerá de él como brillante mariposa de belleza sin fin. Míralo tú y comprenderás. Mas para decírtelo de otro modo volveremos a la doncella enamorada.

 

Como enloquecida de amor, que le asaltaba con ardores desmesurados, corrió tanto que dejó la casa muy lejos con apasionada imprudencia. De pronto perdió de vista al Amado como si se hubiera escondido abruptamente entre las sombras sin dejar rastro alguno. No conocía el terreno y todo estaba tan quieto y tan oscuro... Y aunque no podía ver siquiera a unos pocos pasos no desesperó pues no se sentía abandonada, el Amado estaba aún con ella aunque no lo percibiera. Algo en su pecho le decía con fuerza que estaba más cerca que antes. No entendía pero en el amor encendido, ahora en una pujante añoranza elevada silenciosamente como súplica y llamado, no desesperaba. Tranquilamente aguardaba que volviera a ella, que le devolviera con un certero toque la luz de la mañana. Sin deseo alguno de volver atrás se quedó parada dando secretas voces, suaves invocaciones, tiernos reclamos de la Presencia deseada. Y de pronto un rayo cruzó la noche, un rayo oscuro de luz delicada. Era Él, su toque rápido y fugaz. Se sintió enteramente atravesada. Una oleada de amor le incendió el rostro y la dejó suspendida, como raptada. Tras el toque brotó en su pecho una herida dulce y quemante como paso vibrante de un hierro al rojo vivo o de una flecha aguda y punzante. Y en medio de la herida una pequeña llama de amor le animaba y le ponía más en Él todo el anhelo. Una dulce inteligencia nacida del amor le declaraba su Presencia. Y se anduvo como absorta en ese toque incontables instantes, aún embriagada en sus efectos. Y se reconoció ya diferente, más de Él y a su medida por su obrar escondido y afanoso. Después se puso a caminar en la dirección que la llama de amor que habitaba su herida le indicaba, llama que era prenda y presencia del Amado de su alma. Y libremente arrastrada siguió camino aquietada. En su reposo cargado de añoranza y de invocaciones el rayo oscuro de tanto en tanto le llegaba ensanchando la herida, haciendo más viva la llama. El rayo iluminaba cada vez más el paisaje y cuando él se retiraba la llama de su pecho también le iluminaba. Y fue divisando en la lejanía la casa del Amado donde ya estaba preparada la fiesta de esponsales justo a la madrugada.

 

            Quiero decir que el contemplador ha pasado del noviazgo de la fuga venturosa al tiempo del compromiso que prepara el matrimonio y que conlleva una transformación a menudo dolorosa que tiene por objetivo hacerle fiel para la unión. Ahora está más quieto y más en soledad, esperando al que parece haberse retirado. Pero no se ha ido sin embargo sino que está mas cerca y lo tiene más sujeto en el amor. Es tiempo de trabajo del Buen Dios en él que con fugaces y densísimas visitas, a veces fuertes y desgarradoras, a veces suaves y sutiles, lo excava, vaciándolo de todo lo que no le ayuda a la unión, esculpiéndolo a imagen de Cristo Señor. Tiempo de ser sumergido en el sepulcro y de morir a su pecado en la muerte del Amado para ser un hombre nuevo en Él. Y todo esto por obra de Aquel que con sabiduría infinita sabe moldearnos para ver su Rostro.

            Y comenzaba ya el sol a descender para ocultarse en el horizonte. Ya las sombras tímidamente emergían poblando el paisaje de un delicado contraste entre luz y oscuridad. Un contraste semejante al de aquellas metáforas propuestas por el maestro, semejante al tiempo interior que vivía el novicio.

            Fray Juan se detuvo de nuevo en el árbol y observó largamente al gusanillo. Ya sobraban las palabras. Ya el silencio lo inundaba todo con su mensaje escondido. Ya la noche se avecindaba y en ella la nueva luz. Tranquilamente sedientos de amor volvieron a la casa aguardando el tiempo venturoso de la gran transformación en el Amado.

            Sucede que contemplar no es sino pasar por la noche para alcanzar gratuitamente las primicias de un alba definitiva y nueva.

 

 

 

 

POESÍA DEL ALMA UNIDA 35

  Oh Llama imparable del Espíritu Que lo deja todo en quemazón de Gloria   Oh incendios de Amor Divino Que ascienden poderosos   ...