Abba Desierto 2

 



"Apotegmas contemplativos" (2021)


Otro iniciado se acercó:

-Abba Desierto, indícame dónde está mi celda por favor.

-Hijo mío, desnúdate de todo y yo seré tu celda, tu santa intemperie.

 

“Tu celda, tu cielo”. Así me lo enseñaron. “Retírate a tu celda y haz de ella tu cielo”. Siempre lo entendí conforme aquella sentencia evangélica de que cuando ores retírate a tu habitación donde el Padre ve en lo secreto… Debo confesar que no pocas veces ha sido un infierno, lugar de los demonios….

La intemperie de uno mismo… ¿Quién pudiese estar frente a sí mismo desnudo y transparente? ¿Quién pudiese estar consigo mismo en paz, en serena aceptación gozosa del propio ser?

“Donde esté tu celda, esté tu cielo” o “sé tú la celda donde se abra el cielo”. Para ello es necesario que se vaya desmontando todo. Habitar la celda interior, paradójicamente, consiste en derribar todas sus paredes y su techo e ir quitando todo amueblamiento. Pues la celda interior no será cielo mientras tantas apropiaciones nos esclavicen, un sinfín de pegotes que nos mantienen adheridos a la terraquiedad mundana y lejos del abrazo del Padre.

La contemplación es práctica pues de una humilde intemperie y una santa desnudez. Un descubrimiento en fe de la radical fragilidad que somos. Un reconocimiento en gracia de nuestra dependencia del Padre que nos ama. Una claudicación, una capitulación del yo autónomo que pretendía auto-afirmarse solo fundado en sí mismo. En cambio libremente surgirá la plegaria filial: “Necesito, Señor, ser rescatado. Acepto ser fundado en Ti. Eso soy y seré con alegría, un ser rescatado por Ti. Sólo Tú serás mi cimiento.”

Solo así, desnudo en su intemperie existencial, como haciéndose nada para poseerlo todo, como perdiéndose para ganarse, podrá el contemplador sentirse seguro en el refugio del Padre que lo ama con libre gratuidad. Y sólo entonces la intemperie se volverá cobijo.


 

Abba Desierto 1

 



"Apotegmas contemplativos." (2021)


Se acercó un discípulo recién llegado y le preguntó:

-Abba Desierto, ¿cómo haré para sobrevivir aquí en ti?

Y se le respondió simplemente:

-Aquí no has venido a vivir sino a morir.

 

El Desierto es un símbolo bíblico entrañable. Es el lugar de la Alianza. Pero también el lugar de la tentación y la prueba.

Cuando se sale de Egipto se encuentra el Desierto. Es el mismo Dios quien nos conduce allí. Arrancados del alboroto de Egipto somos llevados al silencio del Desierto que nos permitirá oír la Palabra. El Desierto árido y desprovisto será experiencia de profunda austeridad: todo sabrá a provisorio y la itinerancia se hará regla. Ciertamente la vida parece haberse reducido a su más desnuda pequeñez para quien habita en el Desierto. Y ahora se debe tomar una decisión. Sólo una decisión permitirá dejar atrás el Desierto y pasar a la Tierra Prometida.

Quien es acercado a la vida contemplativa aprende pronto que debe dejar atrás todo cuanto antes le parecía vida. Las cadenas de la esclavitud del pecado han sido rotas pero el alma aún necesita ser sanada y purificada de sus desviadas apetencias. En el silencio aún emergen tantos ruidos y voces confusas. La vida que se ha llevado aún está vigente. No ha quedado atrás sino que late en nosotros. La vida vieja ha venido con nosotros al Desierto. El contemplativo comprende que no se trata de sobrevivir como quien se aferra desesperadamente a lo poco que le queda y no desea soltar. Todo lo contrario, la cuestión es dejar que muera para que definitivamente quede atrás. No podrá salir del Desierto Purificador hacia la Alianza Nueva mientras siga cargando en sí mismo lo que no tiene lugar delante. Al Desierto Dios nos ha traído a terminar de morir.


 

23. Entre la noche y el alba. ITINERARIO CONTEMPLATIVO.

 


"IMÁGENES. Un acercamiento al itinerario contemplativo." (2020)


23. Entre la noche y el alba

 

            La oscuridad se va tornando menos densa y viscosa. Hay cierta agilidad en la noche. La negritud va decayendo en su intensidad. Sin embargo la coloración es insulsa e indefinida. Aún no hay variaciones temáticas en el firmamento que anuncian el arribo del sol. Aún las estrellas fulguran, mas ahora en un contraste alicaído. Hay como cierto anuncio leve, cierta insinuación debilitada del alba. Pero todavía hay noche, aunque no tan anochecida como en horas pasadas. Es un tiempo raro, de transición. Un tiempo que se prevé corto y que sabe largo. Un tiempo extraño...

 

            Este es el tiempo más agudo y más intenso en cuanto tiempo. Porque parece como un instante largo y pausado, un abismo entre noche y alba. Ya parece haber quedado atrás aquel duro trabajo de purificación del capullo que, reseco, está  a punto de quebrarse y de abrirse pero todavía no. Ya el contemplador ha experimentado de Dios lo que jamás hubiera esperado y ni siquiera podido anhelar pero aún hay más. El día de la unión esponsal todavía no llega. Y de a poco va descubriendo que este tiempo entre la noche y el alba es en purificación más hondo, más suave y más denso. Es el tiempo del paso definitivo y por eso el tiempo de vérselas cara a cara con los demonios más escondidos y más sutiles. Un tiempo donde el corazón desea ser todo de Él y ser introducido totalmente, en cuanto en esta vida nos es dado, en la Vida Trinitaria. Un tiempo doloroso, porque el corazón experimenta cuánto se retrasa aún este suceso del que ya algo ha gustado, fugaz y vigorosamente. Otra vez está como la amada en el umbral. Todavía su fe es débil, su esperanza errática y su amor dividido; no como al comienzo pero sí en cuanto al detalle. Hay tanta luz oscura que hasta lo más imperceptible del alma se ha vuelto impactantemente visible. Partículas y partículas de pecado subsisten por aquí y por allá como flotando en ese rayo de luz oscura que ingresa a la habitación secreta por las rajaduras del capullo. ¡Oh, apaga ya Amado, todo destello de fascinación que aún me roba la mirada! ¡Aniquila ya todo vestigio de yo autosustentado! ¡Extirpa las raíces del pecado! ¡Cuánto más amor de Ti será necesario recibir para que de mí brote una gota pequeña de amor puro y total! ¡Oh, rompe ya todas las cadenas que aún me atan y detienen! ¡Unifica ya todo mi ser en Ti! ¡Recoge ya todo lo mío en Ti!

Pero es pedagógico de parte de Dios sostenernos en este suspenso mortal, en esta dulce y dolorosa agonía del alma. Porque aquí, entre la noche y el alba, todo el ser queda atravesado por este ya pero todavía no en el amor, y esta tensión que lo atraviesa también lo acrisola y lo unifica y lo sana y lo recrea hasta la raíz más última. Si en medio de la noche, sin ver nada, la primicia del amor le movía hacia delante y sustentaba en la purificación gruesa; cuánto más ahora, ya cercana el alba, ya viendo algo en la noche que cede, el amor le excitará hacia el horizonte y le dará firmeza frente a la purificación fina de lo recóndito de su alma. Si antes la purgación parecía una excavación hecha con garra, ahora solo hay un débil gemido agonizante que entrecortado se sostiene. Porque es ahora cuando el Señor toca lo más hondo de nosotros, limpiando nuestras raíces de todo gusanillo que enferma y debilita la planta. Ahora es el tiempo de una limpieza total y minuciosa, a fondo y en detalle.

Ahora es la delicadeza del amor que no deja ningún espacio sin su luz y ningún hueco con resquicio de polvo o grasitud. Ahora es la radicalidad de la conversión que prepara la radicalidad de la unión. Ahora, entre la noche y el alba, viene el tres veces Santo a hacernos capaces de Él en su santidad. Ahora la voluntad es llevada a juicio de amor donde se le sentencia a someterse del todo, a morir ya del todo, a abandonarse sin dejar nada de sí para sí. Ahora está a punto de quebrarse el capullo haciendo que el contemplador se sumerja del todo en Cristo Hijo y en su filiación absoluta experimente la muerte a sí absoluta y el abandono al Padre sin resquicio de especulación o seguro. Ahora es el tiempo del todo o nada. Ahora es el amor un amor exigente hasta la raíz. Ahora es el salto en el abismo de la muerte para ganar Nueva Vida. Ahora es la agonía de la Cruz con el horizonte claro del sepulcro. Ahora es el tiempo de la fe. Ahora es el sí y es el no. Ahora, en un instante, es la eternidad. Ahora es el drama de la libertad. Ahora es el abandono a la libertad. Ahora es el clamor y el gemido: No me abandones Dios mío, ni te quedes lejos. Ahora es el doloroso parto del amor que permite nacer de nuevo desde y hacia lo alto.

Ahora es la crisis total para ser aunados totalmente en Él y siendo absolutamente de Él ya no ser de nada ni de nadie más sin Él. Porque ¿qué es la paz y el bienestar y la felicidad sino ser un ser simple y unificado sin atisbo de división? Si hemos sido creados para habitar en Él, simple y uno en el amor, ¡tendrá que acallarse la división que nos enferma y nos mata y que pone distancia con Él! ¡Amor, amor, amor! ¡Oh Tú que eres tres veces Amor y uno solo ven, no me dejes, hazme tuyo! Así saliendo del capullo seré como pozo de agua serena y traslúcida. Tú entonces Amado arrojarás la piedrecita del Amor y las ondas acuosas suavemente tocarán todas mis riberas. Sé que llegarán los días del Esposo. Amén.

           

 

 

22. El beso. ITINERARIO CONTEMPLATIVO.

 



"IMÁGENES. Un acercamiento al itinerario contemplativo." (2020)


22. El beso

 

            Ellos están enamorados y se miran. Con los ojos cargados de amor se acarician. El silencio lleva y trae consigo el canto secreto de mil ruiseñores y de doscientas noches serenas y estrelladas. Y hay perfume... perfume a embrujo de amor en el aire; perfume que se expande y hechiza al entorno entero también. La mano de él acaricia la mejilla levemente ruborizada de ella que deja caer sus párpados vencidos por el peso de una mirada más luminosa que el amanecer. Pero ningún gesto todavía alcanza a expresar la intimidad que los une en el amor. Cuando ella vuelve a abrirle sus ojos y a sostener la mirada encontrada, él se le aproxima más. Entonces, con la timidez despaciosa que conllevan los pasos verdaderamente importantes, se besan. El universo entero se resquebraja... El beso ha llegado a expresar la unión de dos que permaneciendo dos en el amor, de algún modo, llegan a ser uno solo. El beso ha roto el velo etéreo del enamoramiento y ha puesto los cimientos del amor. Ha sellado el compromiso de ofrecerse y recibirse mutuamente. El beso es la fruta madura de las pasadas búsquedas, de los suspiros escondidos y de los anhelos de fuego. El beso ha cambiado todo entre ellos... lo ha cambiado todo.

 

            Esta es sin duda una imagen peligrosa. Peligrosa porque uno puede quedarse con la cáscara de un romanticismo banal. Peligrosa porque es atrevidísimo proponer que el contemplador y Dios se dan un beso. Mas no soy el primer atrevido ni de lejos. ¡Que me bese con los besos de su boca! exclama la amada en el comienzo del Cantar de los cantares y no pocos autores espirituales se han valido de ello. Sin embargo estoy de acuerdo: urge dar el sentido por el que proponemos esta imagen incómoda e inusual.

En todo este itinerario hemos hablado del encuentro del Amado con el contemplador, pero también hemos dicho que hay encuentros y encuentros... No es la misma circunstancia la del Amado llamando de lejos o golpeando a la puerta de la casa y arrastrando a su amada hacia fuera, que la del Amado presente y oculto en la noche que la amada atraviesa enceguecida y confiada. No es lo mismo el encuentro que se da en la persecución o el que se ofrece en la purificación transformante. Dios es siempre el mismo mas nosotros nos movemos por su operación cada vez más hacia Él en cuanto verdaderamente Él, todo Él.

Como sucede en la imagen de los enamorados no es el rapto en cuanto estar todo hacia Él, ni el efluvio en cuanto experimentarse todo lleno de su amor que viene sorpresivo, ni la liberación  y sanación que nos produce el quedarnos desnudos ante su mirada, ni todo lo demás ya descripto lo más encumbrado de la relación. En el beso (símbolo de que se han traspasado las fronteras que distancian) los enamorados se tocan de tal modo que aunque dos también uno solo. Y cuando el contemplador es invitado a entrar en la bodega más secreta de su alma es cuando se le da experimentar ese toque verdaderamente directo y sin mediaciones de Dios en él. Es la evidencia de la Trinidad viviendo en uno y de uno que ya va teniendo alguna primicia de cómo vivirá en ella eternamente. El beso va anunciando entonces que ya algunos trabajos de purificación van concluyendo y que el alma está más dispuesta a recibir el don de una unión duradera. Sin embargo el beso es una unión aún provisoria pues todavía no está el contemplador del todo desnudo, desasido de sí, aniquilado por el amor a su pecado. La noche del capullo más sutilmente, más suavemente pero con mayor fecundidad y fuerza aún debe escalar y ascender...

Como sucede con los enamorados un besarse aislado e infrecuente no dice más que una relación todavía impredecible en su derrotero. Solo cuando este besarse, signo de su búsqueda amorosa de ser dos pero en uno, se va tornando más frecuente y pueden vivir en esa misma unidad aún en la distancia se puede afirmar que se encaminan hacia el desposorio.

En el beso ya algo se nos anuncia de este matrimonio espiritual que no puede ser sino participación de la Vida intra-Trinitaria: Dios y el contemplador donándose totalmente, estableciendo una comunicación de amor que no empobrece a ninguno al despojarse de sí y ponerse entero en el otro sino que gesta una unidad viviente y sobreabundante, forma participada de aquella incesante circulación de Amor entre las Personas divinas.

Y ese instante del beso entre Dios y el hombre me parece entonces capaz de atravesar toda la historia y hacerla mejor: el hombre acepta y se restituye a la filiación que le fue regalada desde siempre por el Padre en Cristo Señor y en el Espíritu.

 

 


21. La bodega secreta. ITINERARIO CONTEMPLATIVO.









"IMÁGENES. Un acercamiento al itinerario contemplativo." (2020) 


21. La bodega secreta

           

Terminada la cena, el dueño de casa quiso ofrecer a su huésped un don de lo más especial y único. Lo condujo entonces, tras abandonar el comedor, hacia las escaleras y descendieron al sótano. El anfitrión abrió la puerta y encendió la luz. Una veintena de toneles los recibieron en formación rigurosa. Mas no se detuvieron en ninguno de ellos. Atravesando toda la sala el señor abrió otra puerta y, sin prender la luz, sino sirviéndose de la que venía de la sala de los toneles, le mostró su tesoro. Aquella bodega albergaba los mejores vinos del mundo. Serían tal vez unas doscientas o trescientas botellas. El dueño fue explicando a su invitado cómo había ordenado el recinto de acuerdo a la procedencia y año de cosecha de aquellos delicados elixires. Mas sabía el anfitrión del paladar educado y exquisito de su huésped quien seguramente habría degustado ya algunos de aquellos vinos estacionados y vigorosos, ya en la cumbre de la madurez. Con ademán elegante, entonces, lo invitó a descender tres escalones que, al final de la sala, conducían hacia una puerta pequeña y baja. El señor de la casa sacó de su bolsillo una dorada llave y doblegó con ella el candado rústico y pesado que custodiaba la puerta como fiel centinela. Tuvieron que encorvarse un poco pues la habitación también era pequeña y baja. El dueño casi cerró la puerta, cuidando de dejar un espacio de unos quince centímetros entre ella y el marco para que ingresara algo de luz desde la primera habitación. En esta sala había una mesa, un par de copas y un trapo limpio. Sobre una de las paredes un pequeño anaquel con unas seis o siete botellas. El anfitrión extrajo una. Con el trapo repasó las copas de finísimo cristal removiendo de ellas el polvo acumulado. Explicó luego a su huésped la procedencia de aquel vino dejándolo del todo maravillado y deseoso de degustarlo. Con delicadeza y maestría le descorchó, sirviéndolo con reverencia solemne como si se tratase de un objeto sagrado. En la oscuridad casi total, sin que el elixir hubiera sufrido ningún cambio de temperatura, su incomparable bouquet impregnó suavemente el ambiente. Ambos hombres juguetearon con la copa en su mano observando el cuerpo del vino. Con un destello indescriptible en sus ojos finalmente dejaron que sus labios y su paladar tomaran contacto con aquel tesoro. Ambos supieron al saborearlo que ese instante jamás volvería a repetirse. Era un vino único e inigualable. Un vino secreto y extremadamente delicioso. Un vino que en verdad no podría haber sido apreciado sino por pocos paladares en el mundo. Un vino que era, simplemente, el vino por excelencia, el culmen de todo lo que llamamos vino.

 

            No es lo mismo hablar de la experiencia de Dios en uno que de uno en Dios. Cuando la noche se va acercando a las primeras horas del alba se da un viraje. En verdad, aunque hay un solo movimiento por el que Dios hacia sí nos atrae y nos hace capaces de la unión con Él, percibimos dos tiempos. El primero es el del descubrimiento de la llamada enlazante de amor que nos va poniendo como en fuga desde lo más exterior hacia lo más interior de nuestro interior. Vamos entonces comprendiendo en el amor la inmensidad del alma y al mismo tiempo el Rostro de ese Dios en cuanto Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo o simplemente en cuanto Él, la Presencia, sólo Él. Y así podemos hablar de nuestra experiencia de Dios que vive en lo más profundo de nosotros, que hacia allí nos lleva y allí nos ama. Dios en uno, en lo más central del alma, Dios presente, Dios en uno... En el lenguaje de nuestra imagen hemos pasado de la cena y de la habitación de toneles abundantes pero con vinos aún no asentados a la sala de exquisitos elixires, fruto del trabajo y el tiempo, fruto de la noche purificante en el Espíritu. Pero el Dueño de la casa del alma aún conoce una secreta bodega que nos desea abrir. Se trata del segundo tiempo o de uno en Dios. El contemplador, ya educado por Dios en el degustarle, con un paladar fino en el amor oscuro que tras lo oscuro ilumina y que se le regala, puede comenzar ahora a saborear el culmen de la unión. El vino que ahora se le ofrece es la Vida Trinitaria. Con el entendimiento más aniquilado que nunca pero con el rayo más fulgurante hiriéndolo, con la voluntad atadísima y como sin atisbo de poder tenerse siquiera a ella misma pero toda hacia Él, con la imaginación inexistente y la memoria sin tiempo pero atravesada como de un eterno instante, contempla, sin entender entendiendo, participando anochecidamente, a la Trinidad amándose y saliendo hacia él. No hay cómo decir lo que en el amor se ofrece pues no hay palabras para decir ese instante. ¡Ay, cómo decir esa circulación de amor entre los Tres que son Uno! ¿Cómo explicar la generosidad del amor de cada Uno que entero se pone amorosamente en el Otro sin quedar el amor nunca disminuido sino siempre vivo y sobreabundante por el eterno donarse! ¡Y cómo explicitar esta misteriosa participación que sabe a primicia del futuro definitivo! ¡Ay, aquí está lo nuevo, lo único eternamente nuevo! Uno en Dios, atisbos de visión en primicias de luz de gloria, uno en Dios... ¡Habría que callar y cortarse la lengua y nada intentar decir de lo indecible! Mas si algo intenta erróneamente expresarse de lo inasible es por aquellos que le buscan por Él atraídos y por aquellos que están lejos contentándose con insignificantes baratijas. ¡Oh, hombre, si comprendieras siquiera lejanamente en el amor, cual es el término de tu vocación! ¡Si prestaras atención a quien te voca para llevarte más allá de la plenitud de tus posibilidades, haciéndote semejante a Él! ¿Para qué te endiosas falsamente si el mismo Dios está empeñado en divinizarte? Y tú que le buscas y que te admiras y gozas al ver como Él está tan íntimamente presente y escondido dentro de tí: ¡¿qué alegría inefable te atravesará cuando te veas a ti habitando escondido en lo profundo de Él?! Cuando el alma comienza a experimentar fugazmente la Vida Trinitaria empieza a encaminarse hacia la unión esponsal. Ya va pasando de Dios en ella a ella en Dios y esto es valioso hasta lo inmedible, locura de amor y regocijo llamado a exultar y cantar sin fin.

 

 


20. En la interior morada. ITINERARIO CONTEMPLATIVO.

 




"IMÁGENES. Un acercamiento al itinerario contemplativo." (2020)


20. En la interior morada

 

            De tanto en tanto él se siente fuertemente atraído por las alturas inexploradas de la montaña. Entonces, sin equipaje alguno, sale de la celda citadina del convento y se encamina hacia el macizo. Cuanto más asciende más se apagan los ruidos, la preocupación, el mundo. No está huyendo de nada ni de nadie pero aquello que lo atrae ocupa ampliamente el espacio interior, reclama el sitio de un todo. Al llegar cerca de la cumbre se instala en una pequeña cueva, enciende el fuego y disfruta de su calor y su luz. A veces sale y contempla el paisaje extenso (pues más puede verse desde aquella altura que desde la celda del convento o desde las calles citadinas). Mas lo mira y no se fascina pues le mira desde la fascinación que le causa el fuego que aún danza frente a los ojos de su corazón. Y retorna a la cueva donde están él y el fuego, el fuego y él. No hay nada más y nada más parece necesario. El fuego y él, él y el fuego.

 

            Ya lo hemos dicho, toda contemplación se torna aquí más sutil y escondida. La doncella del alma ya no sale de su casa enfebrecida y corre alocada tras un toque hiriente y violento en el amor porque el amor ya la acaricia distinto y ella ha aprendido su lenguaje. El Amado no necesita más que una unción profundísima, una caricia cual roce etéreo y casi imperceptible para llamarla. Y ella lo escucha y con tal suavidad se deja enlazar y atraer que parece no haber movimiento alguno cuando en realidad en un abrir y cerrar de ojos ya no está donde estaba sino en la otra orilla, perdida en el centro de la noche y del capullo. Allí danza el fuego. Pero no el fuego primero, desbordante y apasionado, que incitaba y repercutía inevitablemente en las emociones y en los sentimientos. Este fuego las asume pero ya las purifica y las supera, las adormece y aniquila y hace nuevas. Este fuego segundo es aquella pequeña llama, discreta y escondida, que danza debajo del capullo y asciende sorpresiva. Llama que con paciencia larga le transmite al gusano que muta su calor y su luz, debilitando ya las paredes que lo cercan. Llama viva de amor que lo prepara para que algún día se rompa la tela y cayendo el contemplador en su centro arda en ella y con ella, siendo dos y uno solo; amando dos en un amor único, el de la Llama. Pues no tiene el contemplador otra vocación que la de ser en la Llama y con ella llamear. Pues no tiene el hombre otra vocación que la divina, otra patria que la Trinidad, otra morada que ese amor que circula y sobreabunda por el salir de sí y el ofrecerse.

Mas de lo que aquí directamente queríamos decir algo es de aquellos tiempos en los que el contemplador se encuentra especialmente ensimismado en Él y cobijado.

El yo ensimismado, todo vuelto hacia el núcleo de sí, todo él recogido en lo esencial de sí, está ensimismado en Él, es decir, el movimiento de recogerse en sí se continúa con un total volcarse en Él y esto por su libre adhesión a la gracia que lo atrae y verdaderamente mueve.

El contemplador se experimenta como retirado a las profundidades últimas, como lazado por Llama de amor que enlazado le sostiene aún durante la actividad más exigente y agobiante. La gracia consiste, justamente, en estar el alma en su morada, sin querer salir de ella y sin abandonarla, aún saliendo a la distancia. Esta gracia es experiencia de unión, aún provisoria y no esencial, pero propedéuticamente significativa. Porque lo que al contemplador se le da saborear es el estar en Dios de un modo continuo que supera los espacios de oración. Aquella experiencia del rayo, que más bien hería al entendimiento y por él a la voluntad, mostrando como nada de lo que existe queda fuera de la relación con Él; ahora, de modo similar pero acotado, se le da a gustar a la voluntad. Ella, por el amor de la Llama que danza en el interior más hondo, en el centro del alma, experimenta que todo su querer ha quedado absorto y recogido en quererlo a Él que la quiere y enlaza y de quien no desea en modo alguno retirarse, y de quien no puede retirarse pues Él la sostiene en su estar toda hacia Él.

El contemplador vive en estos tiempos (horas, días o semanas, según Dios quiera) como retirado. Y aunque hace todo lo que habitualmente hace, lo hace como sin estar en ello pues está en Él. Y él sólo lo sabe y lo advierte: tan escondido y delicado es el don. Don que prepara la unión definitiva en la cual la voluntad del contemplador quedará enlazada sin retorno a la voluntad del Amado; unión estable que gustará como primicia de la unión eterna en esta mística unión esponsal.

Generalmente percibe el alma este retiro enlazante frente a los gustos y disgustos: los primeros no le aportan casi ningún sabor, los segundos casi ninguna incomodidad. Mas bien se siente guarecida y cobijada de las tormentas de falsa gloria y de peligrosa fascinación, de las ráfagas de las afrentas y de su hija la queja. Parece que nada de extraordinario pasara fuera de Él que se le da y de ella que lo recibe. Paz y seguridad: toda circunstancia pasará pero esta unión está preñada de eternidad.

Este es el amor que vence al yo, a la tentación y al mundo: tener la mirada fija en el Amado y no poder mirar sino por Él.

 

 

19. La noche y el rayo. ITINERARIO CONTEMPLATIVO.

 



"IMÁGENES. Un acercamiento al itinerario contemplativo." (2020)


19. La noche y el rayo

 

            La noche cerrada, sin luna ni estrellas, todo lo tiñe de una oscuridad densa e impenetrable. De pronto atraviesa el cielo, fugaz y contundente, un silencioso rayo. Por un breve instante los alrededores quedan sutilmente iluminados. Entonces se dejan ver las siluetas de los árboles a lo lejos, el camino angosto, la soledad del campo y una casa casi fundida con el horizonte. Sólo es posible avanzar rayo tras rayo... Sólo, rayo tras rayo...

 

            Cuando la contemplación se torna más honda y oscura, también llega a ser más sutil y esclarecida. Porque en aquellos primeros toques, persecuciones, raptos y efluvios, todo era aún más a nuestra medida: grandilocuente y visible. Mas con la profundización de la noche todo se pone más a la medida de Dios: humilde y escondido. Es ahora, cuanto menos se ve cuanto más se vislumbra. Porque esta oscuridad impenetrable no es más que la ceguera que produce la cercanía a una luz poderosa. Y de tanto andar en esta oscuridad los ojos del alma se acostumbran y a veces son hechos capaces, fugazmente, de aquella. Esto es el rayo, poder ver lo que en realidad hay: no oscuridad sino luz.

Es propio de este rayo oscuro de contemplación amorosa el dejar a la inteligencia recogida y absorta en su inefable luz. No es sólo la voluntad la enlazada sino que repentinamente cierta luz oscura, como refocilo de rayo, parece ganar el espacio del intelecto y dejarlo comprendiendo en el amor el misterio de Dios y de su acercamiento. La memoria y la imaginación quedan aniquiladas, ausentes, y en un presente denso la inteligencia comprende hondamente aunque no sabe decir diferenciadamente aquello que comprende. Se trata de una comprensión general y oscura que resuena más o menos así: Todo está en Él; Todo depende de Él; Todo está llamado a ir hacia Él; Todo, secretamente, se dirige hacia Él; Todo habla de Él.

Si accediéramos a estas afirmaciones por un análisis lógico-metafísico-teológico serían, en comparación a ésta comprensión oscura, afirmaciones del todo desabridas, vacías y fútiles.           Lo que aquí hay no es raciocinio argumentativo sino una experiencia de fe que brotando del amor que se le regala ilumina todo el espacio de la inteligencia y mueve la esperanza hacia la unión del alma con Dios.

Es como si el gran secreto del universo fuese susurrado en parte de pronto; como si se desvelara el borde luminoso del más grande tesoro escondido en las sombras; como si se entreabriera sorpresivamente la única puerta que conduce a lo absolutamente novedoso que palpita afuera de todo este ámbito de límites reconocidos; como si lo que sostiene escondiéndose dejase ver su sostener.

Esta experiencia del rayo está marcando una fuerte preparación para la unión esponsal. Pues en aquella, sin confusión ni absorción, se da tal compenetración entre Amado y contemplador, que lo que aquí se comprende fugazmente allá será bien frecuente. Tanto, que verdaderamente pueda decir el amador, que de continuo vive hundido en el vientre del misterio de su Amado.

Por ahora, en una súbita luz oscura, parece entender en el amor algo del todo esencial: que en Él vivimos, nos movemos y existimos; que Él es fuente y sostén, meta y morada; que Él es, que simplemente Él es. En la fe, oscuramente iluminada, el contemplador ve vestigios, huellas de su Presencia en todo lo creado; le parece estar rodeado y envuelto por todos lados por Él; no puede concebir nada más real que la realidad de su Presencia. Él es y eso no sólo basta sino que sobreabunda y extasía.

 

 

18. El capullo. ITINERARIO CONTEMPLATIVO.



"IMÁGENES. Un acercamiento al itinerario contemplativo." (2020)


 18. El capullo

 

            El sol está alto y derrama su luz sobre la tierra y los seres que la habitan. Mas el gusano que ayer deambulaba lentamente entre las ramas de un joven árbol hoy no la recibe. Durante la noche se ha tejido un capullo y en su interior se ha introducido. Allí todo es oscuridad densa y frío. Sin embargo, con el correr de los días, algo de sol parece colarse entre las paredes del capullo. Su luz potente ha sido capaz de atravesar las rústicas murallas.  Y dentro del capullo el gusano se retuerce y cambia. Es un proceso doloroso y lento. Un proceso maravilloso e increíble de transformación. El gusano experimenta que si la luz tímidamente no lo visitara, sucumbiría. Es esa luz misteriosa, pues al traspasar las paredes del capullo se vuelve oscura, la que le trae la noticia de un mañana esplendoroso. Es esa luz anochecida la que le trae promesa de llegar a mariposa. Es esa luz en este oscuro capullo la que lo mueve a aceptar la sorprendente mutación que lo mata y lo revive...

 

            Esta imagen (que claramente está en la simbología de Santa Teresa de Jesús) es la comparación más cercana y más lejana con la cual me parece puede ser dicha la escalada de la noche. Porque aquella noche que permitía experimentar a Dios por detrás de los sentidos en lo profundo del alma se ha tornado más densa. Ya había sido comunicado su incremento por aquella pequeña llama que tras persecuciones y efluvios de fuego y de agua había tornado la contemplación más escondida y delicada. Este momento del itinerario es comparable también a lo que vive la doncella al traspasar las murallas de la ciudad y bien internada campo adentro no ve ni caminos ni huellas ni movimientos de su Amado porque es noche sin estrellas, noche cerrada. ¿Desesperación? Si en algún momento la siente rápidamente se diluye en la fe crecida en el Amado que no abandona. ¿Desconcierto? Ciertamente lo experimenta pero sin atisbo de miedo. No es el desconcierto que produce un suceso que se presagia peligroso y dañino. Es el desconcierto de un episodio que resulta maravilloso e incomprensible. Es un desconcierto con paz: el Amado ha previsto semejante circunstancia, es parte de su pedagogía y de su obrar.

Ahora bien, contrariamente al gusano que desarrolla con naturalidad su ciclo biológico, el contemplador no ha hecho nada por sí.  Un buen día, sin saber con certeza si el cambio fue progresivo o abrupto, se encontró distinto. Aquella sequedad de la oración de meditación o de devociones que lo llevó a lanzarse a la noticia general de un amor enlazante, aquella noche del sentido en la que Dios se daba por detrás de lo habitual desde una profundidad novedosa, aquella necesidad de soledad para estarse más en intimidad con Dios, aquella oscuridad iluminada ha crecido: ya toda la existencia parece sumergida en una noche cerrada. Una honda apatía casi por todo lo que antes se disfrutaba gana terreno. Parece que de pronto el contemplador se ha quedado sin mundo (en sentido fenoménico). Mi mundo, en el que yo me sentía yo y en el que me manejaba con gusto y soltura, ya no me resulta mío. Cuando comencé yo mismo a tener esta experiencia le ponía por rótulo: crisis de identidad. No aludía con ello a una desestructuración psíquica sino a una auténtica crisis en cuanto cambio radical. Toda crisis supone angustia y miedo en medio de la confusión. Pero la confusión era apenas descubrir que Dios estaba haciendo en mí algo del todo nuevo y decisivo. Por eso en la memoria aquellos primeros instantes de esta noche han quedado grabados como preñados de paz y de alegría. Yo hubiera salido a proclamar a los vientos que me hallaba en una tal crisis sino fuera porque mis semejantes me hubieran creído loco o se hubieran preocupado erróneamente por mí.

Y esta crisis del capullo es honda y dura. No hay transformación que no implique un proceso: desembarazarse de lo viejo y acoger lo nuevo. Si bien todo este momento del itinerario está sostenido por una certeza inamovible e inconfundible de que es Dios quien obra, si no hay miedo o desesperación pues no se prevén males sino bienes, permítanme decirlo, esta noche es terrible. Terrible porque aquí el amor y el dolor parecen trocarse y a veces ser uno solo. Terrible porque mientras la noche va creciendo la voluntad debe ascender con ella hacia una meta no deseada: la muerte. Porque en este capullo bien se comprende que lo nuevo surge tras la aniquilación de lo viejo, sucumbir primero para resurgir luego... Y el contemplador, llevado por amor creciente a las cumbres donde la entrega de sí coincide con el dolor de una negación total, se siente participar del grito de Cristo: ¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?

Este estado de capullo, esta noche de la existencia hunde sus raíces en el drama decisivo de Cristo Amado: el proceso pascual. Aquí la existencia del contemplador se hunde por misteriosa participación en aquel Getsemaní que se actualiza en su persona y en su historia; en aquel doloroso juicio vivido desde el silencio más radical de búsqueda y aceptación de la voluntad del Padre; en aquella vía hacia la Cruz cargada de dolores, injusticias, debilidades y soledad; en la agonía de la muerte atroz y en el estar escondido en el sepulcro. En esta noche del capullo vive el contemplador su propia pascua y experimenta en toda su plenitud la gracia del bautismo: ser sumergido en la muerte de Cristo para renacer con Él a una Vida Nueva.

Si algo no falta en esta noche es el amor, mas un amor también anochecido. Un amor más allá de emociones y de sentimientos, especulaciones y deberes, frutos y éxitos. Es el amor de Cristo el que, comunicado, debe ser recibido y engendrado: un amor puro por pequeño, escondido, abajado y abandonado filialmente al Padre. ¡Oh, hasta qué alturas de amor y de dolor debe ascender el contemplador para alcanzar una tal identificación! Porque esta noche del capullo es, metafóricamente hablando, un ser introducido en el vientre de Dios para ser parido de nuevo; un adentrarse en la tumba de Cristo en espera del resurgimiento.

Y en este capullo Dios trabaja para que el contemplador quede cristiformado. Ese trabajo es experimentado como excavación, cauterio, flechazo, fuego purificador. Y aunque el trabajo sea amoroso y delicado a veces parece violento y doloroso. Lo que hace sufrir en este amor que se recibe es la propia resistencia, el propio pecado arraigado hondamente y difícil de extirpar. No es cosa fácil ni rápida la identificación entre la voluntad de Dios y la del hombre. En general nos lleva toda la vida y aún así nunca parece obra acabada. Y así es, pues de no ser alcanzado por la unión esponsal (cumbre del caminar contemplativo y primicia excelente de la Bienaventurada Vida en Él tras el umbral de la muerte) necesita aún el hombre de una mayor purificación. Ser todo de Él y para Él en Él y por Él. Esa es la meta de esta noche.

Este estado de capullo, como la noche previa del sentido, dura lo que dura la obra que Dios esculpe. Sabe Dios y sólo Él qué vasija hará de nosotros. ¿Acaso puede penetrar nuestra inteligencia el abismo insondable de su Sabiduría? ¿Acaso puede el hombre prever de lejos el alcance del plan que en su Misericordia entrañable ha dispuesto en Cristo desde toda la eternidad para cada uno de nosotros?

Y como el gusano se retuerce al interior del capullo también el contemplador se retuerce. Este retorcerse a veces es fruto de ese trabajo de Dios que pasivamente (activo en el amor) recibe, y otras veces es consecuencia de su propio pecado en el cual se sigue empeñando y que a estas alturas del amor resulta más doloroso, esclavizante, opresivo y frustrante. Ciertamente si el contemplador pusiera la mirada en sí mismo la decepción sería terrible: los vicios y pecados aún no extirpados parecen tan inconmensurablemente grandes a la luz del inmenso amor que ha saboreado que no puede menos que esperar y darse a sí mismo una sentencia condenatoria. Por eso en el capullo Dios le gana por su Misericordia y levantando el contemplador la mirada hacia aquel Padre que lo trata como hijo se decide a no bajar los brazos y a tenerse paciencia y a trabajar duramente para dejar que el único trabajo fecundo (el de Dios por su Espíritu) llegue a buen término.

¡Ay, pobre de aquel que quiera venir a contemplación y que no esté dispuesto a luchar contra sus propios demonios en un desierto agobiante durante una noche cerrada! Porque no es la contemplación una linda y extraordinaria experiencia angélica y romanticona para ser puesta poéticamente en libros. Es la contemplación el más radical camino de conversión y todos sabemos sus hitos: abajamiento, desnudez, abandono, puerta estrecha, cruz, muerte y sepulcro.

Dicho así resulta pavoroso. Pero no menos pavoroso que el final histórico de la existencia de Jesús. Él mató la muerte y el pecado muriendo por amor, un amor fiel que no volvió ni un paso atrás en su sí filial al Padre y en su sí fraternal a sus hermanos. El hombre, tras de sus huellas, sólo totalmente entregado por amor puede renacer a la Vida Nueva que su amor nos trajo.

¡Oh bendita agonía con promesa de una Vida que ya no sucumbe! ¡Oh bendito capullo en el que se opera la transformación más radical y decisiva! ¡Oh bendita noche en la que muere el yo que pretende falazmente autosustentarse sin Dios y que permite que nazca Cristo Hijo en el corazón! ¡Oh bendita oscuridad en la que disminuye y desaparece aquel yo para que crezca y despunte en mí el yo que se une al Lucero del Alba, Amado y Esposo que en amor atrae y enlaza!

 

 


17. Con delicadeza. ITINERARIO CONTEMPLATIVO.

 


"IMÁGENES. Un acercamiento al itinerario contemplativo." (2020)


17. Con delicadeza

 

            Quisiera utilizar dos imágenes bíblicas, muchísimo más claras y contundentes, que cualquiera de mis intentos.

“El Señor le dijo: <Sal y quédate de pie delante del Señor>. Y en ese momento el Señor pasaba. Sopló un viento huracanado que partía las montañas y resquebrajaba las rocas delante del Señor. Pero el Señor no estaba en el viento. Después del viento, hubo un terremoto. Pero el Señor no estaba en el terremoto. Después del terremoto, se encendió un fuego. Pero el Señor no estaba en el fuego. Después del fuego, se oyó el rumor de una brisa suave. Al oírla, Elías se cubrió el rostro con su manto, salió y se quedó de pie a la entrada de la gruta.” 1 Re 19,11-13ª

“Seis días antes de la Pascua, Jesús volvió a Betania, donde estaba Lázaro, al que había resucitado. Allí le prepararon una cena: Marta servía y Lázaro era uno de los comensales. María, tomando una libra de perfume de nardo puro, de mucho precio, ungió con él los pies de Jesús y los secó con sus cabellos. La casa se impregnó con la fragancia del perfume.” Jn 12,1-3

 

            Como ya habíamos afirmado anteriormente, el caminar contemplativo (quizás no sea la forma más empática para decirlo en nuestra época) va de más corpóreo-sentiente a menos y de menos espiritual-interior a más. Y si bien hay que recordar que los momentos del itinerario y las experiencias propias del mismo no son una regla fija, también es verdad que hay una primacía de cierto tipo de experiencias sobre otras en cada etapa. Ahora, que estamos a punto de dar otro salto, la manifestación del Amado se torna más y más delicada y, paradójicamente, más y más potente.

Dejando de ser el modo más constante las grandes inflamaciones y momentos de persecución amorosa, con todos los lugares de sentido aquietados (cuerpo-corazón-memoria-entendimiento-voluntad), el Señor llega como una suave brisa casi imperceptible que algo estimula a la pequeña llama que arde en lo profundo. Llega cual derramarse tranquilo de perfume en la hondura que deja toda la casa del alma en Él aromatizada. Todos los movimientos son sutiles. Lo que sucede en verdad es que el Buen Dios va haciendo capaz al contemplador de descubrir ese trabajo constante y silencioso que opera en todo hombre.

Un engaño frecuente en la vida espiritual es pensar que lo más potente y eficaz de Dios pasa por lo manifiesto, acalorado, apasionante. En otras palabras: Dios pasa si el predicador se enfervoriza, su cara se llena de rubor y su voz se hace casi grito; si los que oran sienten en sus afectos grandes movimientos, una afectividad que parece lanzada al vértigo; si tras el encuentro con Dios he vertido abundantes lágrimas, me ha parecido tener reveladoras visiones o he hablado en lenguas; si en la liturgia de la Misa el canto es apoyado por un coro dotado que canta a cuatro voces mientras la batería marca enfebrecida el pulso de los corazones y los instrumentos eléctricos hacen vibrar los sentimientos de la asamblea. Mas, lo lamento: querido hermano, solo estás en los inicios. Que es necesario que nuestra predicación, oración y liturgia sean fervorosas y contagien la vitalidad de un Dios Vivo; que es necesario vencer ese apagamiento y chatura de nuestra religiosidad; lo acepto. Pero no absolutices lo que es relativo. Todo lo que buscas no es más que un primer empujoncito y pasará fugaz y efímero. La verdad es que Dios se hace más cercano cuanto más escondido, más íntimo cuanto más imperceptible, más potente cuanto más delicado y más cautivador cuanto más desnudo. Es la ley de la Encarnación: el Dios que se abaja y se humilla por amor en Jesucristo no puede traicionarse tras su Resurrección para hacerse partidario de un exitismo barato. Su caminar anda siempre por lo escondido, lo pequeño y lo pobre. Los efluvios e inflamaciones aún daban lugar a engaños y tentaciones de grandeza en el contemplador. Pero en esta suave brisa, en esta delicada unción se encuentra más seguro. Dios pasa sin grandilocuencia y la maravilla, quedando oculta, se torna desmedidamente fecunda.


16. Su mirada. ITINERARIO CONTEMPLATIVO.

 




"IMÁGENES. Un acercamiento al itinerario contemplativo." (2020)


16. Su mirada

 

            Nuestra vida es una galería de miradas. Las hay de todo tipo y en toda circunstancia. Porque algunas son maravillosas, miremos la mirada...

La mirada de ella, a escondidas y enamorada, sobre él. La mirada de él, a escondidas y enamorada, sobre ella. La mirada de ambos al encontrarse y desocultar su amor. Una mirada larga, suspendida, elevante. Cuando dos enamorados se miran el mundo queda entre paréntesis. Luego, cuando vuelven su mirada al mundo, lo recrean...

La mirada del amigo que penetra nuestra intimidad y la acaricia. Porque al amigo no hay que explicarle nada, ya lo sabe de antes y nos lo dice en su mirada. Porque una mirada suya nos trae la gratuidad, la experiencia de ser queridos tal como somos. La mirada del amigo despierta confianza y confidencia, abre caminos y desbarata las adversidades. La mirada del amigo nos levanta de la caída, nos pone nuevamente en nuestro centro y nos envía a caminar con esperanza.

La mirada de papá y de mamá que dejaron su amor cuidadoso grabado tiernamente en nuestro inconsciente de bebés. Esa mirada que nos atrajo para dar los primeros pasos, que nos sanó tras el tropezón y el golpe, que nos fue enseñando a mirar el mundo. La mirada de papá y de mamá sobre nosotros raramente se equivoca, nos conoce como nadie más y nos corrige a la vez que nos contempla como a hijos, hechura de su carne y milagro de su amor.

La mirada... ¿No serán estas miradas maravillosas reflejos y presencias de una mirada salvadora?

 

            El contemplador no es tanto aquel que mira sino aquel que se deja mirar. El adagio tan repetido –Dios lo ve todo- ya va dejando de ser para él fuente de temor y de espanto, de vergüenza y angustia. Porque no hay que ser tan ingenuos y pensar que aquellos sentimientos surgieron solamente por la influencia de una Iglesia que predicaba una imagen de Dios controlador, censurador, pronto para castigar, etc. Sin negar las falsas imágenes de Dios que todos nos fabricamos y distribuimos constantemente yo te pregunto: ¿no causa en ti al menos un poco de sana vergüenza la convicción de que Dios te conozca a fondo, que ninguna de tus intenciones pase inadvertida para él, que nada de ti le quede oculto y escondido, que tus más íntimos secretos sean transparentes para Él? En cuanto somos pecadores, y en cuanto la desmedida y la desproporción son experiencia inevitable en nuestra relación con Dios, resulta natural que su mirada nos produzca incomodidad. No basta una buena catequesis y una correctísima formación teológica para que repetidas veces el Adán que llevamos dentro no corra con prontitud a esconderse ante el paso de Dios pues se siente avergonzado de estar desnudo.

Pero por la experiencia del amor que se da en la contemplación el amador va trocando su mirada. Cada vez se disipan más las imágenes falsas de Dios que le acompañaban. El Adán interior recupera la confianza plena en un Dios que le quiere bien. Se da cuenta que toda su mirada estaba puesta sobre sí mismo, su indignidad y su pecado. Su mirada soberbia, deseosa de perfección, endiosada, resultaba en un juicio severo y auto-destructivo que, simplemente, no era de Dios. La mirada de Dios en el enlazamiento amoroso es inefable: no la agotan ni tocan de lejos la mirada de mi enamorada, de mi amigo y de mis padres. A todas ellas las supera ampliamente en el amor. Ante su mirada, en la experiencia de la intimidad y de la unión, el contemplador no puede querer más que dejarse desnudar. Estar desnudo ante Dios se transforma en un inexplicable gozo.

¡Oh mirada que sanas, purificas, acaricias, levantas! ¡Oh mirada potente en la ternura, arrasadora en el amor, conocedora de todo y más llena de esperanza en nosotros que nosotros mismos! ¡Oh mirada del Padre que nos sostiene y no deja de contemplarnos como hechura de su amor! ¡Oh mirada del Hijo que conoce experiencialmente nuestra humanidad, que la ha asumido plenamente en la Encarnación (excepto en el pecado) y que en la Cruz nos dice un sí irrevocable y nos arrastra en amor reconciliante! ¡Oh mirada del Espíritu que nos ves como leño seco y bien dispuesto desesperándote como chiquillo deseoso por encendernos y herirnos más y más! ¡Oh mirada Trinitaria que envuelves y penetras y lo haces todo nuevo por la participación del amor que en ti circula sin límite y sin obstáculo!

El contemplador ante una mirada así no puede menos que levantar su mirada. Cuando la mirada del Amado lo invita a mirarlo de frente la contemplación ha comenzado. Cuando esa mirada se torna mutua pero pasajera, un diálogo con idas y venidas, se camina hacia la unión. Cuando la mirada recíproca se sostiene y ya no se pierde se ha sido desposado en el amor y se tienen primicias de aquella visión cara a cara que será eterno gozo y alabanza...

¡Mírame, Señor, hasta que mi mirada te devuelva en amor el amor tuyo recibido y se termine perdiendo en tu mirada para mirar por ella y mirando la eficacia escondida de tu amor prorrumpa en júbilo verdaderamente inextinguible!

 

 


15. La llama viva. ITINERARIO CONTEMPLATIVO.

 



"IMÁGENES. Un acercamiento al itinerario contemplativo." (2020)


15. La llama viva

 

            En la noche densa y sin estrellas la oscuridad es reina. Y en la oscuridad una pila de paja, pasto y caña espera. El aire se torna poco a poco más reseco. De pronto, inentendiblemente, un rayo cae a la tierra impactando sobre la pila que, rápidamente, se enciende. El fuego es una danza de grandes llamaradas que iluminan la noche. Pero todo esto es fugaz: vorazmente es consumida y queda reducida a cenizas la pila inmensa de pasto, paja y caña. Sólo un pequeño leño, oculto tras aquel verdor amarillento, queda intacto y tímidamente tocado por el fuego sufre una llama pequeña que lo orada. Y esta llama danza, y lentamente, va profundizando en el leño. Este fuego más humilde es más quedo y menos disipador de las tinieblas pero también es más prolongado y caluroso. De aquel incendio súbito y arrollador ha quedado esta pobre llama viviente que con paciencia larga y esperanzada va encendiendo y transformando en sí al duro leño.

 

            Claro, esta imagen no puede menos que remitirnos a San Juan de la Cruz. Es difícil proponer otra más decidora. Apenas el contemplativo experimenta esta herida tiende a llamarla así: llama y llama viva. Estamos me parece ante una de las experiencias más comunes a todos los derroteros contemplativos...

El amador, ya introducido en aquella noche de los sentidos donde la luz se da por detrás de aquellos y a veces de modo tan potente que semeja un efluvio desbordante del amor, se queda como pila reseca de pasto, paja y caña. Quieto espera la Presencia de Aquel que dejando su Ausencia le inflama más el alma en el deseo de estar con Él y ser de Él. Estando así recogido, existencialmente agujereado, lanzado a la soledad y con gran amargura tras todo apetito de mundo, el Señor vuelve a visitarlo. Ya habíamos dicho que con estas idas y venidas le va dilatando y que algún sector de la tela del alma le parece al contemplador se está rasgando. Pues bien, tras alguna venturosa visita, el clima interior ha cambiado. Comprende y saborea el amador en el amor, ya bien por detrás de toda emoción o sentimiento, sin palabras que sean correctamente aplicables a la experiencia, que tras la inflamación fugaz ha quedado una herida. Ciertamente algún sector de la tela se ha rasgado: es una herida de amor mucho más potente y persistente que la de aquel toque sorpresivo que lo puso en fuga como amada tras el Amado. Es una herida de amor que algo puede ser dicha en la imagen de la llama que orada al leño duro. Es herida de amor y por tanto gozosa y dolorosa también. Es herida con mezcla de Presencia y Ausencia de Aquel a quien se ama y que en amor la ha producido. Es herida cual flechazo, cauterio, excavación, es decir: trabajo activo de Dios en la transformación, pasividad atenta y libre del contemplador. Dios le está quemando, le está vaciando, le va transformando...

Y no es poca cosa esta llama pues comienza a marcar un paso a otro nivel en el camino, lo está preparando. Si hasta aquí el toque y el efluvio eran grandemente inflamantes ahora todo acercamiento del Amado se pondrá más sutil y escondido. Pero si aquellos eran fugaces y a lo más incitaban el deseo y la búsqueda del yo del contemplador hacia el Tú del Amado, esta llama persiste (aunque no siempre se la advierta) y va derribando las fronteras y dando ya alguna sombra de participación oscura en la Vida del que ahora es más claramente Prometido pudiendo llegar a Esposo. Ahora se está más cerca de la unión de amor pues Dios, que tiene morada en el alma, va haciendo que ella tenga morada en Él. El misterio grandísimo de la inhabitación se lo comprende ahora no tanto desde el ángulo de Aquel que estando en mí viene a mí, sino desde Aquel que estando en mí me lleva hacia Él.

La llama arde y transforma secretamente al contemplador. Mas no hay que engañarse: esto es sólo la preparación y el anuncio de una noche densísima pues la Luz recibida se va tornando cada vez más enceguecedora. Es una llama gozosa pero dolorosa pues ya va matando por purificación pasiva al yo auto-sustentado y lo va liberando para que efectivamente pueda ser en el futuro un yo totalmente vacío y lleno del Amado.

Esta llama un gran bien nos hace: nos limpia y purifica, nos ahonda y excava, nos desnuda y vacía, nos hace más débiles y así más fuertes para el amor. No nos abandona. Nos hiere con agudeza y nos enlaza con potencia. Nos va haciendo entrar en Dios...

 

 

14. Espejo que despeja. ITINERARIO CONTEMPLATIVO.





"IMÁGENES. Un acercamiento al itinerario contemplativo." (2020)


14. Espejo que despeja

 

            Hay espejos especiales, trucados, que nos devuelven nuestra imagen deformada: altísimos y estirados, petisos y ensanchados, redondeados, torcidos, zigzagueantes. El común de los espejos nos devuelve nuestra imagen tal cual somos y aparecemos ayudándonos a retocarla sin modificarla esencialmente. Sin embargo conozco un pueblo que posee un espejo muy especial: no devuelve pasivamente lo que tiene enfrente sino que despeja su propia imagen y al hacerlo devuelve la imagen nuestra hacia el futuro definitivo, la imagen que estamos llamados a ser. Más aún, la imagen despejada parece venir hacia quien se mira en el espejo e irrumpiendo en él plasmarse en él escondida y misteriosamente. Un espejo tal es un grandísimo tesoro...

 

            No quiero referirme aquí a los espejos trucados o comunes: tú podrás sacar tus propias conclusiones reflexionando sobre la metáfora. Lo que quiero es referirme a ese Espejo especial, a ese Espejo que despeja, es decir, Cristo Señor. No es original lo que diré: la tradición cristiana ha abundado en esta imagen y ha sido propuesta por diversos contemplativos. La Iglesia, Pueblo Nuevo, sabe que sólo mirándose en Cristo Espejo el hombre puede llegar a la plenitud sembrada en él. Sólo en el misterio del Verbo Encarnado se halla la respuesta total al misterio del hombre. Y los cristianos nos miramos en ese Espejo a través de diversas mediaciones: las Sagradas Escrituras, la Liturgia y los Sacramentos, la vida de la Comunidad animada por el Espíritu, la teología, etc. Lo hacemos para llegar a nuestra meta: ser cristiformados, ser en Cristo. Ya los Santos Padres hablaban de esta obra gratuita de de actualizar plenamente en nosotros la Semejanza, desfigurada por el pecado, imborrablemente presente en cuanto Imagen sembrada. Pero quisiera yo referirme a cómo específicamente le es dado mirarse a los contemplativos en este bendito e inmaculado Espejo.

El amador, en amor atraído y enlazado por el Espíritu hacia Cristo y en él hacia el Padre, saborea el misterio que contempla. Este saborear el misterio de Cristo en la luz oscura del amor es gracia transformante en cuanto unión a Él. Sin embargo este Espejo despeja para ellos ciertos acentos del Misterio: los que más convienen a la vocación recibida y al designio gratuito de Dios. Más siempre Cristo está presente y despejado en cuanto Amado y Esposo. A mí, hijo y hermano de San Francisco y de Santa Clara de Asís, este Espejo particularmente me despeja su Imagen gloriosa por el camino de su abajamiento en el Pesebre, la Eucaristía y la Cruz. Mirando porque primero he sido mirado, voy siendo atraído a la unión con el Dios que se hizo pobre por amor, voy siendo transformado en Él por el camino del abajamiento; camino éste escondido, pequeño, oscuro y desnudo.

Por detrás de las formulaciones dogmáticas, mas no sin ellas sino más plenamente adherido a ellas, el contemplador saborea en amor escondido el Misterio, se mira en el Espejo y comprende en el amor y en el amor es transformado hacia la Imagen que contempla. Pero decir no puede la experiencia que le es dada. La formulación dogmática dice lo que no es y dice lo que es permaneciendo en la oscuridad iluminada del Misterio que toca. La contemplación es tocada por el Misterio e ingresando de algún modo dentro de esa oscuridad iluminada ya no dice nada. Por la una somos enseñados y encaminados hacia una fe sólida; por la otra somos transformados en el amor; y por ambas caminamos en la esperanza de ver cara a cara al Dios Trinidad que nos salva.

Mirarse en el Espejo es para el contemplador dejarse transformar a Imagen de Aquel a quien contempla y ama.

 

13. Un ave entre las grietas de la montaña altísima. ITINERARIO CONTEMPLATIVO.




"IMÁGENES. Un acercamiento al itinerario contemplativo." (2020)


13. Un ave entre las grietas de la montaña altísima

 

            Arriba, en la soledad de la montaña, un avecilla se cobija entre las grietas filosas y rudas de las grandes rocas. Desde allí mira todo el panorama de espléndida belleza. Allí el viento, la lluvia, el sol, la luna y las estrellas, el día y la noche tienen otra densidad, otra presencia. En esa soledad austerísima todo parece más colosal y conmovedor. Tan pobre como es y tan pequeña de tanto en tanto se lanza al vacío y llevada por la corriente de aire caliente planea, asciende y dibuja figuras en el aire. Con las alas extendidas, tan frágil ante el poder de aquella inmensidad, experimenta la libertad nacida de la desnudez y del ser sostenida.

 

            El contemplador experimenta ya un cambio de nivel bastante difícil de retrotraer. Tocado por la cercanía de un amor que tiene como eje la gratuidad ha comenzado a cambiarse fuertemente su centro. Mira la existencia ya desde un ángulo insospechado y cautivador.

Como avecilla entre escarpadas rocas el amador vive en una soledad austerísima que en principio no ha buscado: una necesidad quemante de retirarse para estar exclusivamente dedicado a su Amado lo mueve; no una fuga del mundo sino una fuga hacia el Amado vaciándose, mejor, siendo desasido de yo y de mundo para recuperarlos en Él según su identidad original y verdadera. Para ganarse ha tenido que empezar a perderse, es decir, rechazar todo intento de auto-sustentamiento (engañoso y mortal) y restituirse entero a Aquel que enteramente le da ser. Retirarse, no sólo físicamente a la celda o al desierto como búsqueda concreta del espacio de la intimidad y el encuentro, sino más, pues en ello se retira del auto-sostenimiento idolátrico del yo a la dependencia amorosa del Amado. Sólo entonces el panorama de la existencia lo ve poblado de signos y de presencias de un Señor que todo lo cuida paternalmente, ocupándose gozosamente de lo más insignificante a nuestros ojos.

Y en la contemplación esto es excluyente: sólo es un don dado al pobre y al desnudo, al indefenso y al frágil. Hablo aquí de una situación real de existencia. Sólo quien ha sido atravesado por la pobreza, la desnudez, la indefensión y la fragilidad (entendidos no sociológicamente sino vitalmente, antropológicamente) puede ser capaz de clamar a Dios: Ahora descubro que nada soy sin Ti; sálvame, que estoy condenado a la disolución. Y quien así llama, con corazón puro, no puede menos que obtener una respuesta sin tardanza. A veces esta respuesta es una irrupción tal del amor que genera un itinerario hacia el Amado, tan escondido y oscuro, que llamamos contemplación.

Este itinerario, cuanto más se ahonda y profundiza, radicaliza la pequeñez y la dependencia del amador por el simple acercamiento progresivo del Dios grande y majestuoso que ni cielos ni tierra pueden contener. Pero una tal desmedida no causa pavor ni paralizante miedo. Atravesado está el caminar por el efluvio del amor que genera confianza cada vez más ilimitada en el contemplador. Si se lanza desde la roca donde se guarece sabe que no caerá al vacío, sino que sostenido por las corrientes cálidas del amor del Padre podrá planear y dibujar figuras cual reflejos amorosos del amor que le es dado para abrazar. Así la soledad desnuda y la frágil pobreza han dado a luz la libertad gozosa que no es más que dependencia de quien nos sostiene y salva por gratuito amor.

Ser libre: dejarse depender en todo de Dios; dejarse amar.

 

 

POESÍA DEL ALMA UNIDA 35

  Oh Llama imparable del Espíritu Que lo deja todo en quemazón de Gloria   Oh incendios de Amor Divino Que ascienden poderosos   ...