Abba Montaña 3

 




 "Apotegmas contemplativos" (2021)

A poco más de la mitad del ascenso,

Abba Montaña le dijo:

-Quédate aquí en esta cueva.

El discípulo contempló la caverna,

fría y oscura; un refugio inhóspito

lindante con el estrecho camino de subida.

Desde dentro de la oquedad

sólo se veía cielo y nada más que cielo.

Para mirar la comarca allá abajo

debía arrimarse peligrosamente al precipicio.

Suspirando con gemido preguntó:

-¿Hasta cuándo debo permanecer aquí?

-Hasta que se convierta en tu hogar.

Y Abba Montaña silencioso se marchó.

 


            La purificación interior acaece en una densa etapa de tensión y tironeo. El alma se encuentra a medio camino. Y Dios la deja justamente allí, a medio camino, como purgando entre el Cielo y el Infierno.

            Es verdad que ya ha atravesado los paisajes iniciales de la aventura del Espíritu. Pero para alcanzar la cumbre de la Unión debe terminar de morir y renacer. Gozará de uniones provisorias e imperfectas que agigantarán el deseo santo, como también sufrirá hondamente al seguir padeciendo añoranzas por lo que ya se ha dejado atrás. Es la tensión desgarradora del ya pero todavía no.

            El alma, la interior morada, aún no es plenamente casa, pues aún no está enteramente pacificada y transparente. Mas bien es caverna recóndita e inhóspita, una oquedad oscura y fría. Pero da refugio. Desde allí, escondido en ella, sólo se vislumbra Cielo y nada más.

            Este tiempo de purificación no está exento del gozo extático. Arrobamientos, raptos, incendios interiores,  elevaciones con suspensión y vuelos en espíritu son muy propios de esta etapa. Constituyen experiencias altas y subidas del Amor de Dios, que nos saca de nosotros mismos hacia Él, con fuerte arrebatamiento y transformación interior. Primicias de Cielo, que aún no tienen la perfección de los desposorios, con su delicada y permanente dicha en la inhabitación Trinitaria.

Pero estos movimientos elevantes son también purificadores. Porque dejan al alma más encendida pero no del todo. Y pues son dichas gracias al fin provisorias y aún no definitivas, termina quedando la persona tanto más crecida en amor como más consciente de lo que aún le  falta. Lo central es que de alguna forma se toca el Cielo. Primicias, pregustaciones, arras. Brevemente describo la experiencia.

El éxtasis es una inflamación de amor que obviamente supone la atracción y enlazamiento de las potencias del alma en Dios. Clásicamente se habla de que la memoria, el entendimiento y la voluntad quedan como suspendidas y atraídas hacia el Señor en gracia de unión. Se trata obviamente de una experiencia mística, ya avanzada la persona en su camino, habiendo dejado atrás la primera experiencia de oración de quietud o recogimiento, así como el descubrimiento de un nuevo sentido interior.

El éxtasis, básicamente pues, es como una atracción que irrumpe y enlaza y sujeta en amor. Pero no como en la serena y algo difusa primera quietud o recogimiento. De hecho el orante ya se halla generalmente en estado de quietud infusa cuando sobreviene el éxtasis, aunque a mayor grado de unión un éxtasis puede sobrevenir imprevistamente. El alma experimenta este cambio de nivel en su unión con el Señor y puede significarse bien su inicio por el gemido o suspiro que acaece en ella tras el tirón de amor que la jala hacia Si. Es por así decirlo como si se despegara del cuerpo y de la tierra permaneciendo en cuerpo y tierra aún. Y es como un movimiento elevante que la deja suspendida en una íntima cercanía con su Amado y Señor.

De esa experiencia general yo distingo algunos casos especiales.

Los arrobamientos son plenos de dulzura y unción, como una quietud y recogimiento en el seno del Amado, un impregnarse enteramente de su fragancia con suave pero intensa transformación. Tras los mismos se ve el mundo transfigurado y luminoso bajo la mirada de la Gracia; todo parece bello y una serena y profunda alegría gana el interior. Todo está bien y todo está en Dios. Su efecto permanece a veces largamente en el tiempo, quedando la persona como sustraída en este embelesamiento. Por eso también se muestra como retirada, degustando aún el gozo del amor tanto como intentando humildemente no ser descubierta en este absorto intercambio.

Los raptos son, si se me permite, violentos en amor. Aquí todo acaece más intensamente. Se experimenta algo así como una escalada del movimiento unitivo que parece latir, palpitar y acelerarse. De pronto como una inmensa ola que lo cubre todo, el alma se ve sumergida enteramente, arrancada y llevada de donde estaba hacia la altura misteriosa. Y como cabalgando en la espuma de esa ola se ve despegada de cuánto la retenía y tan libre en la unión. Los raptos empero por su intensidad suelen ser más breves y dejar al alma al final como depositada en las arenas de la playa, sin fuerza alguna ni vigor, enteramente arrasada por el amor que la ha vencido. Pero tras ellos queda la persona tan desarraigada de la escena de este mundo que pasa, que se sabe extranjera y peregrina. Nada del mundo parece poder atraerla ya, nada se percibe consistente. “Como si no pasara nada, lo cual es cierto”, se dice el alma a sí misma al contemplar el mundo. Lo único cierto, consistente y verdaderamente vivo se ha tocado en esa altura a la que ha sido levantada fugazmente. Ha gustado arras de Gloria y ya nada se compara. Se halla en amor exilada, clamando por la patria que espera con deseo increíblemente agigantado.

Los incendios interiores son el fruto de un toque rápido y furtivo del Amado. Diría que se tiene conciencia espiritual de ellos porque todo se incendia adentro. El amor de caridad produce tal arrebatamiento interior que la persona cree que por todo su rostro se está reflejando la Gloria de Dios. Vienen como desde dentro hacia fuera y dan tal vigor a cuerpo y alma, dejando a la persona tan vivamente encendida en Dios, que el orante piensa poder él solo unido al Señor que lo sostiene e impulsa, transformar el mundo entero. Y producen un gran incremento del talante apostólico queriendo anunciar el Amor del Amado por todos lados al mismo tiempo. Su efecto es como un desbordamiento del Amor de Dios que genera un incontenible impulso en la misión evangelizadora. Se lo quiere decir y hacer todo por amor de Dios y todo lo que se quiere decir y actuar parece tanto imparable como inagotable. El contemplativo se vuelve, entera pero provisoriamente, un incendio de Amor divino.

Las elevaciones con suspensión son propias de los arrobamientos y pueden ir acompañadas de luminosas revelaciones interiores de diversa índole, ya sea sobre la persona misma y el estado de su alma, como de ciencia de amor sobre otros corazones o sobre circunstancias de la historia y ante todo sobre la Santa Voluntad de Dios. Estas delicadas elevaciones, en la sutileza embelesada del arrobamiento, ya van preparando al alma para la degustación de la inhabitación Trinitaria. 

Los vuelos en espíritu son propios de los raptos de amor y no hay en ellos tanta claridad en revelaciones, pues el alma levantada a tanta altura, más bien es anticipada en la Gloria celeste. Lo que se sabe es que se ha estado como más allá de este mundo, participando en primicias de la visión beatífica. Su efecto es un gran incremento de la perspectiva escatológica. La fe en la Vida Eterna queda sellada en gracia tan firme que ya no se puede sino vivir para alcanzar el Cielo.

El contemplador permanecerá en este estado de purificación hasta el desposorio místico. Y es purificación pues se le adelanta cuanto aún no tiene seguro. Se ve tan regaladas sus manos pero aún teme que le arrebaten el tesoro. El precipicio está aún allí donde sigue latiendo apetencia de mundo.

    

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