5. Configurando la vida sacerdotal
a la espiritualidad del desierto
y a la tradición eremítica.
He
aquí el tono más original de mi camino. Al menos en la Iglesia Latina –no así
en Oriente-, la vida sacerdotal tiende a concebirse como irreconciliable con la
vida eremítica. Y evidentemente esto es real si se considera al eremita como
alguien que se aparta del mundo a la soledad y al silencio morando en lugares
despoblados.
Pero residiendo brevemente en un
eremitorio, encontré que los hermanos habían colocado como máxima espiritual la
siguiente expresión: “El corazón del eremitorio es el eremitorio del corazón”.
Esta sentencia no dejó de acompañarme desde entonces en mi discernimiento
personal. Con los años y la maduración de la experiencia contemplativa,
comprendí que yo -quien siempre me sentía en fuga hacia adelante, aspirando al
desierto y a la montaña-, me encontraba en un grave error.
Sin duda el eremitorio soy yo mismo.
Soy yo el desierto y la montaña también. No tengo necesidad de irme lejos para recogerme en mí mismo hacia Dios.
Sin duda la opción de retirarse a lugares apartados es valiosa como disposición que favorece el desarrollo de la
vida contemplativa. Y de hecho sigue siendo mi gusto e inclinación. Pero el
trabajo purificador de Dios en mí me ha llevado a aquietarme en Gracia.
Por eso vivo con naturalidad la
convivencia entre el recogimiento contemplativo y la misión apostólica. Y he
experimentado que puedo dedicarme a ambas dimensiones sin menoscabo de ninguna.
Porque es del todo posible –como querido por Dios y por la Iglesia- ordenar el
ejercicio ministerial a una vida de oración profunda. Creo que se trata
simplemente de nunca dejar que se arraigue en lo cotidiano la tendencia a la superficialidad y al ajetreo que impera
en el mundo, perdiéndonos a nosotros mismos en una exterioridad disipadora. Se
debe guardar el corazón y cultivar la interioridad. Quien verdaderamente tiene
amor por Dios y aspira a que crezca, preparará el lugar y sin duda encontrará también
el tiempo. La vida apostólica quedará así mejor enraizada en el Corazón de
Cristo.
En este camino siempre me ha resultado
crucial adquirir la virtud de la pobreza espiritual, en cuanto desapego,
desapropiación y desasimiento. Éste sano hábito supone la sabiduría silente de
la Encarnación y de la Cruz, celebrada en Eucaristía. El abajamiento humilde y condescendiente, la
pequeñez escondida y la santa desnudez, la entrega de la propia vida sin
reserva por amor contemplo en Cristo, Único y Eterno Sacerdote. Y aprendo de Él
a no quedarme enfermiza y empecatadamente en nada o en nadie. Para vivir en la
libertad del Amor Divino toda mi realidad debe ser integrada armónicamente en
el Señor que es Fuente de origen y Patria vocacional. También el ejercicio
ministerial debe ser conducido a una profunda purificación para ser unido a
Jesucristo.
Y desde el inicio de este estilo de
vida me han acompañado las palabras de San Juan de la Cruz:
MODO PARA VENIR AL TODO
Para venir a lo que no sabes,
Has de ir por donde no sabes.
Para venir a lo que no gustas,
Has de ir por donde no gusta.
Para venir a lo que no posees,
Has de ir por donde no posees.
Para venir a lo que no eres,
Has de ir por donde no eres.
MODO DE TENER AL TODO
Para venir a saberlo todo,
No quieras saber algo en nada.
Para venir a gustarlo todo,
No quieras gustar algo en
nada.
Para venir a poseerlo todo,
No quieras poseer algo en
nada.
Para venir a serlo todo,
No quieras ser algo en nada.
MODO DE NO IMPEDIR AL TODO
Cuando reparas en algo,
Dejas de arrojarte al todo.
Porque para venir de todo al
todo,
Has de dejar de todo al todo.
Y cuando lo vengas todo a
tener,
Has de tenerlo sin nada querer.
Porque si quieres tener algo
en todo,
No tienes puro en Dios tu
tesoro.
INDICIO DE QUE SE TIENE TODO
En esta desnudez halla
El espíritu quietud y
descanso,
Porque como nada codicia,
Nada le impela hacia arriba
Y nada le oprime hacia abajo,
Que está en el centro de su
humildad.
Que cuando algo codicia,
En eso mismo se fatiga.
Valoro pues el ideal del Desierto que se denomina
“hesyquia”. Alcanzar la tranquilidad y la quietud de un alma pacificada y unida
a Dios. Así llegar a ofrecer en el ministerio presbiteral una fuente de agua
serena y límpida donde todo peregrino pueda, tanto reflejarse y conocer su
personal misterio como beber del Espíritu que da la Vida. En este santo empeño
el presbítero se aproxima más íntimamente a la Caridad Pastoral de Cristo, que
permaneciendo unido al Padre, pasó haciendo el bien.
Abba Antonio dijo:
«El que permanece en la soledad y la hesyquia se libera de tres géneros de
lucha: la del oído, la de la palabra y la de la vista. No le queda más que un
solo combate: el del corazón».
Y dijo Abba Evagrio:
«Arranca de ti las múltiples afecciones, para que no se turbe tu corazón y
desaparezca la hesyquia».
Abba Nilo dijo: «El que ama la
hesyquia permanece invulnerable a las flechas del enemigo; el que se mezcla con
la muchedumbre, recibirá frecuentes heridas».
Como dijo Abba Pastor: «El origen
de los males es la disipación».
En Scitia, un hermano
vino al encuentro de Abba Moisés, para pedirle una palabra. Y el anciano le
dijo: «Vete y siéntate en tu celda; y tu celda te lo enseñará todo».
Dijo Abba Isaac: «Todo
el fin del monje y la perfección del corazón viene de perseverar en una oración
continua e ininterrumpida y, en cuanto lo permite la humana flaqueza, se
esfuerce por llegar a una inmutable tranquilidad de espíritu y a una perpetua
pureza».
Y también dijo Abba Moisés: «Éste
debe ser nuestro principal conato, ésta la orientación perpetua de nuestro
corazón: que nuestra mente permanezca siempre adherida a Dios y a las cosas
divinas.»
Obviamente no pretendo vivir el hesicasmo primitivo de los
Padres del Desierto, ni el medieval bizantino, sino configurar la vida
sacerdotal hacia un estilo que favorezca cuanto se pueda la unión con Dios.
¿Por qué el clero secular debe renunciar a la soledad, el
silencio y la penitencia si puede compatibilizarlas con el ejercicio
ministerial? ¿Por qué mal entender la caridad pastoral como un vuelco
indiscriminado y sin discernimiento a la actividad? ¿Cómo alguien que no se
tiene y no se conoce en la soledad, el silencio y la penitencia, de cara a
Dios, logrará permanecer en su voluntad en medio de los desafíos del servicio
pastoral? ¿Cómo no valorar lo enriquecedor y fecundo que puede resultar un
ejercicio presbiteral que se perciba como emergiendo del encuentro con el
Misterio de Dios y reconduciendo toda la realidad hacia Él?
Creo firmemente que lo primero y urgente es la unión con
Dios. ¿Acaso no es esa nuestra vocación eterna? Todo el oficio sacerdotal como “amoris
officium” tiene como fin último -haciendo de puente por la propia entrega de la
vida-, posibilitar la comunión con el
Señor. ¿De qué serviría un empeño pastoral que resolviendo las problemáticas
cotidianas del hombre sin embargo no lo condujera al encuentro con Jesucristo? ¿Cómo
puede haber caridad pastoral dejando al hombre a manos del hombre y no en los
brazos de su Salvador?
Y para que el ministerio del presbítero sea creíble debe
comenzar por ser testimonial. El sacerdote debe poder mostrar con su propia
vida que se encuentra enteramente en manos de Dios, que parte de Él, que
permanece en Él y que vuelve a Él. El sacerdote debe ser el primero en cultivar
y ser experto por el amor en la unión con Dios.
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