Oseas: el profeta del Dios Esposo (6)

 

 

Llamada final a la conversión

 

Vamos concluyendo nuestro encuentro con el profeta Oseas meditando este oráculo que cierra su libro. Lo primero que resuena es una llamada final del Dios Amante y Esposo: ¡Vuelve pueblo mío a tu Dios!

 

“Vuelve, Israel, a Yahveh tu Dios, pues has tropezado por tus culpas. Tomen con ustedes palabras, y vuelvan a Yahveh. Díganle: «Quita toda culpa; toma lo que es bueno; y en vez de novillos te ofreceremos nuestros labios. Asiria no nos salvará, no montaremos ya a caballo, y no diremos más ‘Dios nuestro’ a la obra de nuestras manos, oh tú, en quien halla compasión el huérfano.»” (Os 14,2-5)

 

 Este llamado benevolente y paterno no está exento del sentido de responsabilidad del Pueblo, quien debe reconocer sus culpas y ofrecer una nueva fidelidad para la reconciliación. Este Pueblo al que el Señor desde pequeño educaba con ternura, le enseñaba a caminar y le atraía con lazos de amor acurrucándolo cerca de su corazón… ¡este pueblo se ha extraviado! Ha tropezado con sus culpas, se ha enredado con sus decisiones erróneas que le han alejado del Único Dueño y Señor. No ha sabido reconocer y atesorar el Amor que se le regalaba. Y yéndose como detrás de sí mismo se ha olvidado que es una ilusión -producto de la soberbia del viejo Adán- querer justamente fundarse sobre sí mismo; solo Dios es su cimiento.

Por eso deben volver no con palabras vacías sino verdaderas, deben volver a realizar una profesión de fe. Con sinceridad deben suplicar: “quita ya toda culpa”. Es decir: Señor sánanos de nuestra infidelidad, da punto final a nuestra inconsistencia, no podemos ya soportar nuestra inconstancia que nos duele. Arranca ya todo cuanto nos impida ser tuyos.

Este Pueblo debe expresar: “toma lo que es bueno”. Y eso significa que acepta ser purificado, que comprende que solo debe admitir en sí lo que es compatible con la Alianza nupcial con su Señor. Adhiere pues a la bondad del trabajo de la Gracia que se ha realizado en Asiria –renovado Egipto-, cuando su Esposo la ha dejado desnuda y se ha exhibido su pecado y su miseria. Sabe que esta dinámica virtuosa debe continuar, siempre ser presente. Tendrá constantemente que despojarse de sus falsas seguridades, de sus ídolos y de sus vanidades, de sus ilusiones de omnipotencia desechando toda arrogancia. A cada instante volver a ser humilde.

Debe reconocer el Pueblo que la Salvación le viene del Señor, su Dios y no de los poderes mundanos ni de la falsedad de los ídolos. Debe recordar que en los inicios el Pueblo era un huérfano que clamaba al cielo en su opresión y que su Dueño y Esposo –con Amor compasivo- lo eligió, lo llamó, lo tomó de la mano y le enseñó a caminar.

 

“Yo sanaré su infidelidad, los amaré graciosamente; pues mi cólera se ha apartado de él, seré como rocío para Israel: él florecerá como el lirio, y hundirá sus raíces como el Líbano. Sus ramas se desplegarán, como el del olivo será su esplendor, y su fragancia como la del Líbano. Volverán a sentarse a mi sombra; harán crecer el trigo, florecerán como la vid, su renombre será como el del vino del Líbano.”  (Os 14,5-8)

 

Cuando el Pueblo vuelva en sí y reconozca su pertenencia al Señor será un nuevo comienzo. El horizonte que se abrirá delante es presentado con abundante verdor y fecundidad. La Gracia del Esposo como rocío refrescante y renovador traerá la Vida. Porque no son los Baales y sus ritos engañosamente seductores los que dan crecimiento y porvenir; es la Alianza con el Dios que está en los inicios del camino del Pueblo, que no lo abandona en sus senderos y que puede reconducir sus pasos la que asegura esa prosperidad verdadera llamada Salvación.

En este vergel, en este paraíso que es el mismo Dios, el Pueblo tendrá otra vez raíces hondas y fuertes, ramas desplegadas y extensas cargadas de verde paz, de esplendorosa serenidad y florecerá con aromas de Alianza en Amor. El Señor su Dios será sombra, sosiego, refugio, saciedad y alegría. ¡Vuelve, Pueblo mío!; ¿por qué te tardas?

 

“Efraím... ¿qué tiene aún con los ídolos? Yo le atiendo y le miro. Yo soy como un ciprés siempre verde, y gracias a mí se te halla fruto. ¿Quién es sabio para entender estas cosas, inteligente para conocerlas?: Que rectos son los caminos de Yahveh, por ellos caminan los justos, mas los rebeldes en ellos tropiezan.” (Os 14,9-10)

 

La profecía tiene empero un final abierto. Una pregunta resuena: ¿Pueblo mío te decidirás en serio por mí o aún puedes volver atrás? Y claro una advertencia, la clásica apelación a los dos caminos, o mejor dicho en este caso a un solo camino, el de Dios, que es transitado tranquilamente por los sabios humildes y los justos santos, pero que se torna intrincado e inviable para los rebeldes orgullosos que no aceptan fundarse con sencillez de espíritu en el único Esposo, Dueño y Señor.

 

No cualquier pueblo sino el Pueblo de Dios

 

Casi desprolijamente en los últimos artículos he iniciado con minúscula o mayúscula el término “Pueblo”. En general creo que con cierta lógica pero no ha sido tan racional y planificado el asunto.

Me preocupa en los últimos tiempos el uso desmesurado y algo confuso del concepto “pueblo” en la teología y cierta infundada creencia que “todo lo popular es bueno”. Me temo que una interpretación preponderantemente anclada en la antropología cultural, la sociología y la política pueda desvirtuar el complejo concepto escriturístico-teológico y marcarlo ideológicamente.

De hecho el testimonio bíblico no convalidaría la presunción de una bondad del pueblo por el solo hecho de ser pueblo y es diverso el peso específico del término en las diversas tradiciones. Concepto central sin duda, sin dejar de ser concreto y enraizado históricamente en diversas características que comparte con todo pueblo organizado, ciertamente en la expresión “Pueblo de Dios” prepondera la dimensión religiosa-cultual y la primacía escatológica. El Pueblo del que hablamos es “de Dios” porque ha sido elegido y tiene vocación a la Alianza Salvífica. Entre el A.T. y el N.T. con su continuidad y maduración se esboza un Pueblo Nuevo y universal, resultado de muchos pueblos, que superando la división pecaminosa de Babel restaure la unidad de la humanidad según el proyecto comunional de Dios. Como decimos del Reino, este Pueblo ya incoado germinalmente en la historia es sin duda peregrino y espera su consumación en la realidad definitiva, gloriosa y celeste.

Una primera vista a la tradición profética nos dice que el concepto “pueblo” puede ser bastante ambivalente. A veces se configura como un pueblo rebelde e infiel, que se olvida de su vocación y rechaza su elección pero otras como el “Pueblo Santo, raza elegida y sacerdotal, mediador universal y portador de los dones salutíferos de la Alianza”. La diferencia estriba en un pueblo que es “de sí mismo” o en un “Pueblo que es de Dios”. La referencia al Señor santifica y plenifica la identidad, el olvido de Dios desorienta y malogra la identidad del pueblo.

La Iglesia, Nuevo y Escatológico Pueblo de Dios, Asamblea Santa y Jerusalén celeste, debería más a menudo recordarse estas verdades. A veces parece impostarse tan en línea con los procesos populares de la historia del mundo que se diluye la novedad de su identidad trascendente. Yo mismo a veces mirando el andar de esta Iglesia que camina en la historia me descorazono. Entonces me recuerdo que apenas está en camino y en sus miembros decidiendo su identidad. Levanto entonces la mirada a la Iglesia ya consumada en los cielos, la comunidad de los Santos en torno al Único Santo Santificador y recupero la esperanza. Cierta insuficiente “teología del pueblo” que se ha puesto de moda me consterna por su ingenuidad, que no puede advertir el combate contra el mal que quiere desvincular de Dios a todo corazón y comunidad humana.  La contemplación de los tesoros bíblicos me devuelve a una mirada más real pero también me anuncian un destino más alto, una vocación a la Alianza en Santidad que me hace desbordar de gozo entrañable y luminosa alabanza.

No somos un pueblo más entre los otros pueblos de la tierra a los cuales también pertenecemos culturalmente como miembros del género humano; somos mucho más. Los cristianos somos el Pueblo de Dios que camina en la historia hacia la Patria definitiva y espera consumar su vocación a vivir en Alianza Eterna con su Dios.

 


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