PERMANEZCAN EN MI AMOR (2) Ensayo contemplativo sobre la Iglesia de la Vid (Jn 15,1-17)

 


ENSAYO 2

PERMANECER EN LA VID:

UNA EXPERIENCIA COMUNIONAL Y EUCARÍSTICA

 

 

EL ANCLAJE EXEGÉTICO

 

R. Brown, se dedica en primer término a establecer la subdivisión de la perícopa y, tras dialogar con diversas propuestas, fundamenta la separación de vv.1-6 y vv.7-17 en cuanto “figura” y “explicación de la figura”.

Es interesante notar algunos aportes:

1.      la acertada indicación de que en 1-6 no aparecen elementos futuristas en la descripción de la unión de la vid con los sarmientos cuando en muchos pasajes del último discurso o “discurso del adiós” esta unión es presentada como perteneciente al futuro;

2.      así como tampoco se hacen presentes temas característicos del último discurso;

3.      la apropiada señalización de que en 7-17 surgen temas contextuales de la última cena;

4.      el hecho de que en 1-6 se use alternadamente 2º y 3º persona, mientras que en 7-17 se usa constantemente la 3º;

5.      las diversas “inclusiones” que resalta en el texto.

El autor concluye que 1-6 originalmente pertenece a otro contexto –mas no intenta especificarlo- y que al ser introducido en el nuevo contexto de la última cena se le añadió un desarrollo y aplicación parenética (7-17) que “…se formó combinando imágenes tomadas de la figura de la vid y los sarmientos con sentencias y temas joánicos pertenecientes al discurso final”.[1]

Según Brown los v.7-17 presentan una interesante estructura interna a modo de quiasmo: [2]

 

Si mis palabras siguen con vosotros             7             17           Esto es lo que os mando

Pedid lo que queráis                                         7             16           El Padre os dará lo que le pidáis

Dar fruto                                                             8             16           Dar fruto

Ser mis discípulos                                              8             16           Yo os elegí

Mi Padre me amó                                               9             15           Os he comunicado cuanto he oído al Padre

Os he amado                                                       9             15           Os llamo amigos

Os mantendréis en mí amor                             10           14           Seréis amigos míos si hacéis lo que os mando

si cumplís mis mandamientos                          10           12           Mi mandamiento es: amaos unos a otros

                                              

11 Os he dicho esto para que compartáis mi alegría

 

Según entonces esta lógica los temas dominantes serían: las palabras-mandatos que se deben guardar, la oración de petición que será escuchada, dar fruto, la vocación a ser discípulos, el Padre fuente de amor, la amistad, el mandato del amor  mutuo y la alegría.

A continuación el autor, al tratar sobre los vv.1-6, apunta a señalar que el género literario que los configura es el “mashal” con énfasis en la alegorización. Queda pues claro que no pueden ser interpretados bajo las categorías de la retórica griega (parábola-alegoría) sino sobre aquel semítico modo para los esquemas de comparación, más rico y más flexible.

Nos recuerda que cuando se plantea algún problema acerca del trasfondo del pensamiento joánico un grupo de autores recurre a las fuentes gnósticas y mandeas, mientras otros subrayan el influjo del AT y los escritos judíos. Tras señalar las objeciones al primer grupo, delinea las posibilidades y limitaciones de la segunda opción mediante un extenso análisis de textos, llegando a concluir:

 

“Está claro que el mashal joánico de la vid y los sarmientos tiene una intencionalidad única, consonante con la cristología de Juan. Esta intencionalidad no aparece ni en el AT ni en el pensamiento judío, pero muchas de las imágenes e ideas que aquí se han combinado aparecían ya allí. Admitida en este punto la originalidad del pensamiento joánico, sugerimos que el AT y el judaísmo aportaron los materiales utilizados para componer este mashal, del mismo modo que aportaron los materiales para la composición del mashal de la puerta del aprisco y del pastor.”[3]

 

Finalmente Brown se introduce en la comprobación de la vid como posible símbolo eucarístico.

 

“El significado básico de la vid está bien claro. Del mismo modo que Jesús es la fuente de agua viva y el pan del cielo que da vida, también es la vid que comunica la vida. Hasta ahora, las metáforas en que se expresaba la idea de recibir de Jesús el don de la vida implicaban unas acciones externas: había que beber el agua o comer el pan de vida. Las imágenes que hallamos en el mashal de la vid son más íntimas, como corresponde al tema general de la interiorización que domina el discurso final: para tener vida hay que permanecer en unión con Jesús, del mismo modo que los sarmientos están unidos a la vid. Beber el agua y comer el pan eran símbolos de la fe en Jesús; la explicación de 15,1-17 deja en claro que permanecer en la vid simboliza el amor. Ya hemos sugerido que, en un plano secundario, el pan y el agua eran símbolos sacramentales de la eucaristía y del bautismo, respectivamente. ¿Es posible que la vid simbolice también la unión eucarística y el don de la vida a través de la eucaristía, en la medida en que podría ser una figura relacionada con la copa eucarística?”[4]

 

Nos remite a Mc 14,25 y Mt 26,29 para identificar el contenido de aquella copa de la Última Cena como “el fruto de la vid”. Cita la Didaché: “Te damos gracias (eucharistein), Padre nuestro, por la santa vid de David tu siervo, que nos revelaste a través de Jesús tu siervo.”[5] Haciendo referencia a otros pasajes del Evangelio el autor llega a establecer la verosimilitud de la hipótesis.

 

“La relación es primariamente amorosa (y de fe) y sólo secundariamente eucarística. Es posible que al ser integrado en el contexto de la Última Cena, el mashal de la vid se utilizara en los círculos joánicos con la finalidad parenética de insistir en que la unión eucarística debe permanecer y producir fruto, haciendo al mismo tiempo cada vez más profunda la unión, ya existente en virtud del amor, entre Jesús y sus discípulos.”[6]

 

Sigamos ahora a R. Brown en su análisis pormenorizado de los versículos.

En los vv.1-6 Jesús se presenta como la “vid verdadera” (al igual que el pan), fuente de la “verdadera” vida que sólo puede venir de lo alto, del Padre. En tono secundario puede sugerir una polémica con la “vid falsa” representada por los judíos y la sinagoga, frente a la “vid verdadera” encarnada por los cristianos.

Aparece una nota sombría en el tema de la “poda” que reconoce que en la vid hay quienes no dan fruto y que incluso los que lo dan necesitan ser podados.

 

“Para Juan, el amor y el guardar los mandamientos forman hasta tal punto parte de la vida que procede de la fe que quien no lleva una vida virtuosa es que no posee absolutamente la fe. La vida es aquí una vida comprometida. Por consiguiente, un sarmiento que no da fruto no es simplemente un sarmiento vivo, pero improductivo, sino un sarmiento muerto. Algunos encontrarán dura esta interpretación, puesto que no deja esperanza alguna a los sarmientos muertos, pero en el dualismo joánico apenas queda espacio para situaciones intermedias: no hay más que sarmientos vivos y sarmientos muertos.”[7]

 

En cuanto al significado del simbolismo de aquella poda para “dar más fruto”, parece insinuar un crecimiento en el amor que une con Jesús al cristiano y difunde la vida a los demás.

El v.3 que explica y desarrolla el tema original interrumpe el mashal y si su intención es tranquilizar a los discípulos aún temerosos, se trataría del único versículo de la unidad vs.1-6 que tiene en cuenta el ambiente de la Última Cena, introducido probablemente cuando el mashal fue insertado en su contexto presente. La expresión dice continuidad con el “también ustedes están limpios” del lavatorio de los pies. Hay que presumir que el autor no piensa que todos los discípulos durante la Última Cena están perfectamente unidos a Jesús o que ya producen fruto abundante. Eso sucederá cuando superada la “hora”, el Paráclito se encargue de que la obra de Jesús produzca todos sus frutos. Los cristianos a quienes está dirigido el mashal se han injertado en Jesús mediante el bautismo y están en condiciones de ser fecundos, pero para dar más fruto es necesario que el mandamiento del amor entregado por Jesús se exprese claramente en sus vidas.

En 4-6 se explicita la teología tan propia del discurso final sobre la unión permanente con Jesús como condición para tener vida y dar fruto. El mashal se cierra con el destino de los sarmientos que han sido cortados.

Los vv.7-17 presentan el desarrollo del mashal que se expresaba en términos dualistas como “permanecer” o “no permanecer” en Jesús, dedicándose sólo al aspecto positivo. Esa permanencia implica vivir de acuerdo a su revelación, obedecer sus mandamientos.

Los vv.7-8 están unidos por el tema de las peticiones, las cuales son referidas al desarrollo de la vida cristiana: dar fruto y convertirse en auténticos discípulos. “Mediante sus demandas los cristianos toman parte activa en los planes de Dios.”[8]

Los vv.9-17 con su tema del amor constituyen una interpretación del “dar fruto”. Esta temática del amor se desarrolla aquí con mayor intensidad que en cualquier otra parte del Evangelio y se acerca hondamente a 1Jn. Hay que notar que Jesús está hablando en el contexto de la “hora”, cuando “amó a los suyos hasta el extremo” (13,1). “En la mente de Juan, el amor está relacionado con el estar o permanecer con Jesús.”[9] Permanecer en el amor que Jesús les tiene a los discípulos, exige de su parte una respuesta en el amor. Cuando el v.10 introduce el tema de los mandamientos señala que amor y obediencia se encuentran en dependencia mutua.

En el v.11 surge la “alegría” como brotando del amor y la obediencia de la que Jesús les habla. “La alegría del mismo Jesús brota de su unión con el Padre, que se expresa en obediencia y amor (14,31: Amo al Padre y cumplo exactamente su encargo).”[10] Los discípulos unidos a Jesús experimentan la plenitud de la alegría en proseguir su misión y dar mucho fruto.

El v.12, repetido en 17 y relacionado con 13,34, concreta el tema del v.10 sobre permanecer en el amor cumpliendo los mandamientos: el mandato básico es el amor. “El amor sólo puede subsistir si produce aún más amor.”[11]

El v.13 pudo ser un logion independiente pero ahora se encuentra perfectamente integrado en su contexto. La muerte de Jesús, su gran acto de amor, hace posible el don del Espíritu para todos los que creen en él. Ese Espíritu los engendra como hijos. Los “amigos” de Jesús son pues todos los creyentes unidos a Él por el amor.

El v.16 nos habla de un Jesús que elige a los discípulos. Si bien se refiere a todos los cristianos, piensa Brown que no hay que descartar que primariamente se refiera a los Doce, sus discípulos íntimos, modelos para todos los demás, destinados a la misión de comunicar su Palabra. El uso del verbo griego “destinar”, cuyo trasfondo son pasajes veterotestamentarios relacionados con una vocación-misión, añade un nuevo matiz misionero al versículo.

Sobre el cierre de la perícopa en el v. 17 no queda más que citar al autor: “El amaos unos a otros es un final adecuado para una sección cuyo tema es el amor. Contrasta vivamente con las palabras sobre el odio del mundo que vienen a continuación.”[12]

 

RESONANCIAS Y ECOS CONTEMPLATIVOS

 

1. La vocación al amor de comunión: presente y futuro

 

En primer lugar me pregunto: ¿por qué ha quedado marcado en el mashal como “presente” la unión entre Jesús y los discípulos mediante la poda que lleva adelante el Padre, si consecutivamente en la instancia parenética esa unión se muestra “hacia el futuro” bajo el condicionante de “si permanecen” y “si cumplen mis mandatos” -es decir- en un proceso dinámico, creciente y tenso hacia la plenitud?

Para intentar una respuesta no puedo dejar de recostarme en ese denso clima de encuentro entre Jesús y los suyos enmarcado por aquella indicación solemne y definitiva del evangelista: “Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo.” Jn 13,1

Esta afirmación parece introducir de modo próximo el gesto del lavatorio de pies, que como notaba nuestro autor, tiene un punto de conexión en la temática del “estar limpios” con el mashal de la vid[13]. R. Brown asume que este gesto se da en el contexto de la “última cena” con toda la problemática que el cuarto evangelio nos abre en este punto[14].

Pero también la sentencia de 13,1 sobre la intencionalidad de Jesús de amar a los suyos y manifestarles este amor hasta el extremo parece dar el contexto remoto de unas palabras de despedida que apuntan a un insistente llamado a la comunión; a una comunión de amor que da vida en abundancia.

Esta vocación al “amor de comunión” en los “discursos del adiós” es presentada como una realidad plenamente vivida por el Hijo hacia su Padre y hacia sus discípulos; pero en cuanto a los discípulos se trata de un camino por recorrer.

Al llegar su “hora” y con el marco de unas palabras de despedida en tono de “testamento espiritual”, parece evidente que el Señor desea “quedarse con ellos” y espera que ellos “se queden en Él”. Y aunque les anuncia su partida y que donde Él va no podrán ir ahora sino que lo seguirán luego, también les dice que se marcha a prepararles un lugar y espera volver para llevarlos consigo.[15] Todas sus expresiones en las fórmulas de inmanencia mutua y en la plegaria elevada al Padre por aquellos que le ha confiado en el capítulo 17, están impregnadas de este deseo de comunión del Señor con los suyos, de este deseo de que participen de la comunión entre el Padre y el Hijo.

¿Pero de qué forma se queda entre ellos el que vuelve al Padre? Así parece arrancar esta alocución final, dando cuenta de la hora de la glorificación del Hijo que vuelve al Padre (13,31ss). ¿De qué manera misteriosa “el que ya no estará” sigue estando entre ellos en un presente de unión (15,1-6)  tenso hacia el futuro donde dicha unión será plena en el “dar fruto” y en “la alegría colmada” (15,7-17)? ¿Cómo el que parte no los deja solos? Evidentemente la promesa del Paráclito –también contenida en estos “discursos del adiós”- contiene esta nueva realidad suya en medio de los discípulos.

 

2. El trasfondo sacramental y eucarístico

 

Pero este inmenso clima vocacional de comunión y esta tensión escatológica que atraviesa la unión de los discípulos con el Señor también me parecen compatibles con la estructura sacramental. Pues en el sacramento se da a un tiempo el memorial que actualiza y la prenda de lo que adviene definitivo: la comunión entre Dios y los hombres.

Luego, que según R. Brown la perícopa en su aplicación parenética (vs. 7-17) tenga una estructura quiástica, podría discutirse ya que el paralelismo de algunos términos a veces parece algo forzado. Mas si fuera así el elemento central sería: “Os he dicho esto para que compartáis mi alegría”. Intuyo que la alegría de Jesús deriva de su “permanencia en el Padre” y de “mostrar el Padre” a los suyos que le han sido confiados para que ellos también “sean uno como nosotros somos uno”. Pues, nuevamente nos hallamos en el ámbito de la comunión de vida y de amor.

Si el discurso final en el cuarto evangelio da paso al plano de la interiorización, ese vínculo más íntimo con Jesús expresado por la figura de la vid y los sarmientos, no estaría tan lejos de la figura paulina del cuerpo con la cabeza y los distintos miembros. Hay un desarrollo similar en los conceptos de “permanecer” y “estar en Cristo”, una misma necesidad de participación en la vida del Señor.[16] Juan y Pablo, ambos derivan en la construcción simbólica de la comunión.

Incluso el medio para permanecer en la unión que es “guardar los mandatos” -temática recurrente del cuarto evangelio-, proporciona algún punto de contacto con la clásica expresión lucana “guardar en el corazón” que caracteriza a María y con aquel “ardor del corazón” que experimentan en el camino los discípulos a quienes el Resucitado se les aparece y que finalmente reconocen por la fracción del pan en Emaús. Tanto en Juan como en Lucas la “Palabra del Señor” es la clave, “la llave de acceso” a la comunión. Y casi me animaría a afirmar que en ambas ópticas teológicas, la escucha y la guarda de la Palabra, tienen como en telón de fondo la acción del Espíritu que genera el ambiente propicio, sustenta la posibilidad.[17]

Volviendo a la perícopa sobre la vid verdadera, el “sub-tono eucaristico” que R. Brown admite parece plausible en este clima vocacional de comunión y en esta tensión presente-futuro que atraviesa una unión que ya es pero que está destinada a más. Ya hemos dicho que tal dinámica es compatible con la estructura sacramental.

Si hemos de admitir que en las bodas de Caná -aquel primer signo que deriva en que sus discípulos creyeran en Él- la transformación del agua en vino, tiene resonancias eucarísticas; si hemos de suponer que el diálogo con su Madre acerca de la “hora que aún no ha llegado” remite al desposorio pascual y en segundo plano a la eucaristía como signo y realidad sacramental de la Alianza Nueva; entonces no podemos dejar de preguntarnos: ¿cuándo llegue la “hora” cómo estará presente la temática eucarística en el plan del evangelio de Juan? Probablemente la eclesiología de la vid también deba ser leída –secundariamente- en clave eucarística. Así la Eucaristía se configura como el sacramento de esa comunión con Dios y entre los discípulos que da fruto, y esto por la comunicación del amor divino en la acción fecunda del Paráclito.


3. El Misterio salvífico de la Comunión y la Eucaristía

 

Quisiera contemplar a Jesucristo, como ese Misterio escondido y revelado,[18] en el cual se manifiesta el plan divino de salvación como un proyecto de comunión de Dios con el hombre. Me permito entonces una mirada personal sobre la Eucaristía en el contexto del Misterio salvífico de la comunión. El siguiente esquema insinúa apenas unas líneas teológicas globales que apuntan a comprender el sacramento en toda su rica dinámica.[19]

En el eje central se parte de la Santísima Trinidad como misterio de Comunión que quiere llegar a la humanidad para hacerla partícipe y consorte de la naturaleza divina. En el medio de ese eje Jesucristo, quien por la dinámica de la Encarnación posibilita y da acceso pleno a la participación del hombre en el misterio Trinitario. Aparece entonces la Iglesia, Cuerpo de Cristo y Sacramento Universal de Salvación, y en ella los sacramentos, resaltándose la Eucaristía. Así la humanidad es alcanzada, llamada e invitada a vivir su vocación de comunión con Dios.

A los costados, los ya clásicos movimientos descendente y ascendente, tan propios de la patrología griega y que ya eran prefigurados por ejemplo en el himno paulino de Flp 2,6-11 en cuanto abajamiento y exaltación de Cristo.

 




Contemplemos la Eucaristía.

 

En la Eucaristía, la Trinidad Santa, abraza en Jesucristo a la humanidad y a toda la creación.

Es decir, la Eucaristía no es solo memorial de la Pascua, sino antes memorial de la Encarnación. O para decirlo aún mejor, en sentido estricto, memorial del “acontecimiento pascual” en cuanto pasión, muerte y resurrección de nuestro Señor Jesucristo; mas en sentido amplio, memorial del “proyecto pascual”[1] del Padre sobre la historia, preparado ya desde el inicio de la creación, que se manifiesta (epifanía) en la Encarnación del Verbo y que se cierra (consumación) con la Parusía, su segunda venida en Gloria y “Pascua de toda la creación”[2]. Pues el proyecto del Padre, en Cristo nuestra Pascua, es la Alianza entre Dios y los hombres.

Lo expresaba bellamente San Juan Pablo II, quien al recordar las diversas circunstancias y ambientes en los que como sacerdote había celebrado la Eucaristía, podía escribirnos:

 

“Estos escenarios tan variados de mis celebraciones eucarísti­cas me hacen experimentar intensamente su ca­rácter universal y, por así decir, cósmico. ¡Sí, cósmico! Porque también cuando se celebra sobre el pequeño altar de una iglesia en el campo, la Eucaristía se celebra, en cierto sentido, sobre el altar del mundo. Ella une el cielo y la tierra. Abarca e impregna toda la creación. El Hijo de Dios se ha hecho hombre, para reconducir todo lo creado, en un supremo acto de alabanza, a Aquél que lo hizo de la nada. De este modo, Él, el sumo y eterno Sacerdote, entrando en el santuario eterno mediante la sangre de su Cruz, devuelve al Creador y Padre toda la creación redimida. Lo hace a través del ministerio sacerdotal de la Iglesia y para gloria de la Santí­sima Trinidad. Verdaderamente, éste es el mysterium fidei que se realiza en la Eucaristía: el mundo nacido de las manos de Dios crea­dor retorna a Él redimido por Cristo.”[3]

 

Y también sobre el vínculo análogo entre encarnación y Eucaristía, al referirse a la Virgen Madre, expresa:

 

“En cierto sentido, María ha practicado su fe eucarística antes incluso de que ésta fuera instituida, por el hecho mismo de haber ofrecido su seno virginal para la encarnación del Verbo de Dios. La Eucaristía, mientras remite a la pa­sión y la resurrección, está al mismo tiempo en continuidad con la Encarnación. María concibió en la anunciación al Hijo divino, incluso en la realidad física de su cuerpo y su sangre, anticipando en sí lo que en cierta medida se realiza sa­cramentalmente en todo creyente que recibe, en las especies del pan y del vino, el cuerpo y la sangre del Señor.

Hay, pues, una analogía profunda entre el fiat pronunciado por María a las palabras del Ángel y el amén que cada fiel pronuncia cuando recibe el cuerpo del Señor. A María se le pidió creer que quien concibió «por obra del Espíritu Santo» era el «Hijo de Dios» (cf. Lc 1, 30.35). En continuidad con la fe de la Virgen, en el Misterio eucarístico se nos pide creer que el mismo Jesús, Hijo de Dios e Hijo de María, se hace presente con todo su ser humano-divino en las espe­cies del pan y del vino.”[4]

 

De este modo la Eucaristía remite a ese plan de comunión que Dios ha trazado desde la eternidad, plan de comunión que se expresa en la creación, plan de comunión que se posibilita en la Encarnación (condescendencia) del Verbo. Este movimiento descendente de Dios hacia los hombres (abajamiento-anonadamiento) expresa-visibiliza en Jesucristo el Amor de Dios que nos busca para la comunión eterna con Él. La Eucaristía es pues signo y realidad del llamado vocacional que Dios nos ha dirigido como hijos en el Hijo, de modo que haciéndonos discípulos entremos al ámbito de la comunión salvífica que nos ofrece.

 

En la Eucaristía, la Trinidad Santa, nos abraza en Jesucristo por la Iglesia bajo el Espíritu Santo haciendo la comunión.

Este sacramento por excelencia del encuentro con el Padre, instituido por Jesucristo y su Pascua es actuado en la Iglesia bajo el influjo del Espíritu Santo.

La epíclesis, oración litúrgica de invocación al Espíritu Santo, junto al gesto de imposición de manos, se realiza por vez primera en la Misa sobre las ofrendas de pan y vino. “Por eso, Padre, te suplicamos que santifiques por el mismo Espíritu estos dones…”[5] Sin embargo podemos reconocer una segunda epíclesis, que sin gesto de imposición de manos, se realiza sobre el pueblo.

“Lex orandi, lex credendi”. La Iglesia invoca al Espíritu Santo sobre ella misma en una súplica de comunión. Escuchemos y meditemos esta oración:

 

“Te pedimos humildemente que el Espíritu Santo congregue en la unidad a cuantos participamos del Cuerpo y la Sangre de Cristo.”[6]

 

“…y llenos de tu Espíritu Santo, formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu.”[7]

 

“…concede a cuantos compartimos este pan y este cáliz, que congregados en un solo cuerpo por el Espíritu Santo, seamos en Cristo víctima viva para alabanza de tu gloria.”[8]

 

“…y concédeles, por la fuerza del Espíritu Santo, que, participando de un mismo pan y de un mismo cáliz, formen en Cristo un solo cuerpo, en el que no haya ninguna división.”[9]

 

“…concédenos el mismo Espíritu, que haga desaparecer toda enemistad entre nosotros. Que este Espíritu haga de tu Iglesia signo de unidad e instrumento de tu paz entre los hombres, y nos guarde en comunión…”[10]

 

“…concédenos por la fuerza del Espíritu de tu amor, ser contados ahora y por siempre entre el número de los miembros de tu Hijo, cuyo Cuerpo y Sangre comulgamos."[11]

 

“…y envíanos al Espíritu Santo para recibir el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo, unidos como una sola familia.”[12]

 

“…y danos tu Espíritu de amor a todos los que participamos en esta comida, para que vivamos cada día más unidos en la Iglesia...”[13]

 

“…y por la presencia del Espíritu Santo formemos un solo cuerpo en el amor.”[14]

 

Recopilemos y ordenemos el sentido teologal de esta segunda epíclesis.

El Espíritu Santo, corriente de vida divina, cual savia en el tronco de la Vid-Hijo, congrega en la unidad, nos hace entrar en el número de los miembros del Hijo unidos como una sola familia; y pues quiere que vivamos siempre más unidos, forma un solo cuerpo y un solo espíritu –en el cual no haya ninguna división-, pues hace desaparecer toda enemistad, guardándonos en la comunión y haciéndonos signos de unidad e instrumentos de paz. Y todo esto lo hace en la comunión del Cuerpo y la Sangre del Hijo, Sacramento de su Pascua, por tanto forma un solo cuerpo en el amor asociándonos a esa dinámica de entrega de la vida, haciéndonos víctima viva para alabanza de su gloria.

¡Fantástico, verdad! ¡Quien pudiera tener conciencia de esta obra del Espíritu sobre la Iglesia! ¡Quien pudiera vivir contemplando en cada Eucaristía y en lo cotidiano este influjo constante del que es llamado Don y Unción sobre el cuerpo eclesial creando, sosteniendo y acrecentando la comunión!

 

La Trinidad Santa por la Eucaristía, sacramento memorial de la Pascua, configura a la Iglesia como sacramento de salvación.

No pretendo adentrarme sino solamente recordar aquel famoso axioma de Henri De Lubac en su obra Meditación sobre la Iglesia. “Es la Iglesia la que hace la Eucaristía, pero es también la Eucaristía la que hace la Iglesia.” Al respecto enseñaba San Juan Pablo II:

 

“El Concilio Vaticano II ha recordado que la celebración eucarística es el centro del proceso de creci­miento de la Iglesia. En efecto, después de haber dicho que «la Iglesia, o el reino de Cristo presente ya en misterio, crece visible­mente en el mundo por el poder de Dios» (LG 3), como queriendo responder a la pre­gunta: ¿Cómo crece?, añade: «Cuan­tas veces se celebra en el altar el sacrificio de la cruz, en el que Cristo, nuestra Pascua, fue inmolado (1 Co 5,7), se rea­liza la obra de nuestra redención. El sacramento del pan eu­carístico significa y al mismo tiempo realiza la unidad de los creyentes, que forman un sólo cuerpo en Cristo (cf. 1 Co 10,17)» (LG 3).

Hay un influjo causal de la Eucaristía en los orígenes mismos de la Iglesia.”[15]

 

Así tras recordar la Última Cena y sus implicancias para los Apóstoles afirma:

 

“Los Apóstoles, aceptando la invitación de Jesús en el Cenáculo: «Tomad, comed... Bebed de ella todos...» (Mt 26, 26.27), entraron por vez primera en comunión sacramental con Él. Desde aquel momento, y hasta al final de los siglos, la Iglesia se edifica a través de la comunión sacramental con el Hijo de Dios inmolado por nosotros.”[16]

 

Y continúa la temática aludiendo a nuestra perícopa de la vid:

 

“La incorporación a Cristo, que tiene lugar por el Bautismo, se renueva y se consolida continuamente con la partici­pación en el Sacrificio eucarístico, sobre todo cuando ésta es plena mediante la comunión sacra­mental. Podemos decir que no solamente cada uno de nosotros recibe a Cristo, sino que también Cristo nos recibe a cada uno de nosotros. Él estrecha su amistad con nosotros: «Vosotros sois mis amigos» (Jn 15,14). Más aún, nosotros vivimos gracias a Él: «el que me coma vivirá por mí» (Jn 6, 57). En la comunión eucarística se realiza de manera sublime que Cristo y el dis­cí­pulo «estén» el uno en el otro: «Permaneced en mí, como yo en vosotros» (Jn 15,4).”[17]

 

            Podríamos decir que el Sacramento de la Fe “sacramentaliza” a la Iglesia:

 

“Al unirse a Cristo, en vez de encerrarse en sí mismo, el Pueblo de la nueva Alianza se convierte en «sacra­mento» para la humanidad, (LG1) signo e instrumento de la salvación, en obra de Cristo, en luz del mundo y sal de la tierra (cf. Mt 5,13-16), para la redención de todos. (LG1) La misión de la Iglesia continúa la de Cristo: «Como el Padre me envió, también yo os envío» (Jn 20, 21). Por tanto, la Iglesia recibe la fuerza espiritual necesaria para cumplir su misión perpetuando en la Eucaristía el sacrificio de la Cruz y comulgando el cuerpo y la sangre de Cristo. Así, la Eucaristía es la fuente y, al mismo tiempo, la cumbre de toda la evange­lización, puesto que su objetivo es la comunión de los hombres con Cristo y, en Él, con el Padre y con el Es­píritu Santo. (PO5)”[18]

 

            Y que en la Eucaristía, por la obra conjunta del Hijo y del Espíritu, la Iglesia se configura como Cuerpo de Cristo:

 

“Con la comunión eucarística la Iglesia consolida también su unidad como cuerpo de Cristo. (…) La acción conjunta e inseparable del Hijo y del Espíritu Santo, que está en el origen de la Iglesia, de su cons­titución y de su permanencia, continúa en la Eucaristía. (…) La Iglesia es reforzada por el divino Paráclito a través la santifica­ción eucarística de los fieles.”[19]

 

La Eucaristía pues colma el anhelo de fraternidad de la humanidad y lo eleva en gracia:

 

“El don de Cristo y de su Espíritu que recibimos en la comunión eucarística colma con sobrada plenitud los anhelos de unidad fraterna que alberga el corazón humano y, al mismo tiempo, eleva la experiencia de fraternidad, propia de la participación común en la misma mesa eucarística, a niveles que están muy por en­cima de la simple experiencia convi­val humana. Mediante la comunión del cuerpo de Cristo, la Iglesia al­canza cada vez más profundamente su ser «en Cristo como sacramento o signo e instrumento de la unión ín­tima con Dios y de la unidad de todo el género humano».(LG1) (…) La Euca­ristía, construyendo la Iglesia, crea precisamente por ello comunidad entre los hombres.”[20]

 

            Por tanto en esta enseñanza magisterial se explicita sobradamente como la Trinidad Santa, hace a la Iglesia “sacramento de salvación” para el género humano, fundado causalmente en la Pascua y en su memorial eucarístico.


La Eucaristía: fiesta de nupcias, sacrificio de comunión y presencia divinizadora.



Ya sabemos que el culto cristiano suele definirse dirigido “hacia el Padre por el Hijo en el Espíritu Santo”. Menos receptada en general es la noción del culto como “opus Dei” (obra de Dios) en el sentido más estricto de la espiritualidad benedictina. Se trata de la obra más perfecta y acabada: dar culto a Dios por sí mismo, lo cual en definitiva es la primaria vocación eterna de los llamados a la Gloria. En efecto, la comunión de los santos bienaventurados es consecuencia de estar aunados en la adoración y comunión eterna con el Señor.

Pero también la “obra de Dios” quiere significar que es Él mismo el agente principal del culto, pues el hombre no podría por sí mismo adorarlo sino fuese convocado, animado y sostenido en Gracia. Este aspecto se halla bastante desdibujado en la praxis cotidiana de la liturgia cristiana, digo esta conciencia de la acción de Dios en el culto. Un culto cristiano cuya experiencia más masiva es la Eucaristía y en todo caso la celebración de los Sacramentos de Iniciación Cristiana, quizás ritos exequiales y casi restringido a los consagrados la Liturgia de las Horas. Considero en mi experiencia pastoral como presbítero que generalmente se observa en la acción litúrgica la obra de los ministros, sea el ministro ordenado que preside, o los ministerios laicales diversos como lector y acólito, animación musical, guía y otros. Solemos hablar de lo que hicieron u olvidaron, de las equivocaciones y aciertos, del gusto o disgusto que nos causó su actuación. ¿Y Dios?

Ciertamente parece haberse diluido el Misterio en el culto. Tal vez en la consagración eucarística se tenga noticia de la epíclesis al Espíritu o de las palabras y gestos del mismo Jesucristo que se repiten como memorial. ¿Pero no es verdad que vivimos la liturgia más como el resultado de nuestra acción? ¿Qué tan a menudo encontramos en los participantes una mirada que penetre más allá de lo sensorio y contemple la obra invisible de Dios o exactamente la obra visible a la fe que busca la unión?

Pues en la Eucaristía la obra de Dios se constituye en esta triple dinámica: celebración del banquete nupcial, sacrificio de comunión y presencia divinizadora.

Pues la Eucaristía es celebración de la Alianza nueva y definitiva rubricada en la Pascua de Jesucristo. Y conforme a la espiritualidad bíblica –prefigurada por los profetas, manifestada en la Cruz e iluminada en Pentecostés- celebración de las bodas del Cordero con su esposa la Iglesia. Es fiesta del amor entre Dios y la Iglesia, entre Dios y cada fiel participante. A veces he dicho al pueblo antes de acceder a la comunión: ¿qué pasaría si ahora les tomase el consentimiento matrimonial? Ese AMÉN mal traducido por “así sea” parece introducir lo dubitativo cuando tiene el sentido de la profesión de fe: “Creo, Señor, en tu presencia real en este sacramento. ¡Comulgo contigo, oh Dios!”. Entonces juguemos didácticamente. Antes de comulgar con el Cuerpo del Señor le diremos como en el rito matrimonial: “Yo te recibo a ti, mi Señor Jesucristo, como ESPOSO y prometo serte fiel tanto en la prosperidad como en la adversidad, en la salud como en la enfermedad, amándote y respetándote durante toda la vida.” ¿Cómo cambia la perspectiva, verdad? Aquí se comprende mejor, en resonancia eucarística, el “Permanezcan en mi amor”.

Pues la Eucaristía también es sacrificio de comunión, no sólo del Esposo que entrega su vida en rescate y salvación, sino también de la esposa que solicita ser convertida por amor en “víctima ofrecida y ofrenda permanente” según la oración litúrgica. Es que el amor cristiano se define propiamente por el don de sí. Se funda en este “éxtasis” que bien podría caracterizar la vida intratrinitaria, la perijóresis por la cual cada una de las Personas divinas está totalmente en la otra, en una circulación y rotación de amor, en una compenetración e intercambio y estar una en la otra. De esta vida intratrinitaria y de estas procesiones eternas se sigue el envío y las misiones económicas del Hijo y del Espíritu.

Así, en clave del don de sí, se ha elaborado esa relación entre amor “eros” y amor “ágape”; tradicionalmente adjudicando al primero, el movimiento de retorno sobre sí mismo por el disfrute y gozo del bien amado; y al segundo, el movimiento de salida de sí hacia el gozo de la benevolencia para elevar al amado con la propia donación condescendiente. El “don de sí” tiene como un antecesor mucho más rico en sentido, el preclaro concepto teológico de “sacrificio”. Digo más amplio ya que se trata de “rescate y redención”, tiene todo un matiz “expiatorio de la culpa y de la deuda” por tanto un aspecto de “perdón y reconciliación”. Y en cada Eucaristía celebramos agradecidos el Sacrificio amoroso que nos ha salvado y esta donación de Dios debería movernos a devolvernos en amor a Él y al prójimo, instarnos a transformar nuestra vida hacia un creciente impulso de donación y ofrenda.

Sólo si efectivamente la esposa consiente y concreta este intercambio sacrificial en el amor; sólo si se configura a su Esposo y saliendo de sí misma y de su bienestar, rompiendo la posición de estar como quien siempre recibe y pasando a ser también quien se entrega y ofrece junto a su Amado; se podría hablar de una Alianza y de unas nupcias. Una comunión que se establece por la mutua donación sacrificial, siempre salvando en Dios la primacía que engendra, sostiene y conduce todo el proceso. No se trata sólo de ser amado sino de convertirse al Amor y de amar sin reserva de sí como respuesta. Creo que por supuesto aquí se comprende mejor aquello de: “Permanezcan en mi amor porque sin mí nada pueden hacer, solo en mí pueden dar fruto. Nadie tiene mayor amor que quien da su vida por los amigos.”

Pues finalmente la Eucaristía es presencia divinizadora. La “divinización del hombre”, que a primeras oídas suena escandalosa y exagerada, es un tema recurrente de los Santos Padres. El Dios que se acerca y asume nuestra humanidad -como se dirá al pensar los efectos de la Gracia- sana y eleva la naturaleza humana. Claramente no se puede dar una interpretación panteísta o absorcionista sino en clave de “participación de la creatura en la naturaleza divina”. La comunión sacramental es prenda y arras de la comunión eterna y gloriosa. Al fin y al cabo comulgamos con el mismo Dios en la Eucaristía, incrementándose –sin descontar las disposiciones- la caridad y el estado de gracia santificante en el alma. Entre la inhabitación trinitaria y la comunión eucarística se produce una comunicación fructuosa. Si quieren podríamos introducir análogamente el término místico de “unión transformante”. ¿Qué conciencia tenemos los cristianos de esta obra misericordiosa de Dios que dándose a nosotros nos comunica su propia Vida y nos transfigura hacia Él? Aquí se comprende bien aquello de: “Permanezcan en mi amor para que mi gozo esté en ustedes y su gozo sea colmado.”

Banquete nupcial, intercambio sacrificial, divinización: el Amor de Dios manifestado en la Pascua de Jesucristo y hecho Eucaristía. Misterio de Comunión salvífica.

 

La Eucaristía significa y contiene el obrar de Dios que desciende santificando y asciende glorificando.

 

Es ampliamente conocido este movimiento o dinámica como esquema teológico para la comprensión del plan de salvación. Sólo rescato la configuración al Misterio de Cristo que se opera en la Iglesia por la celebración y comunión eucarística.

            -Desde la Cabeza hacia el cuerpo eclesial, el Amor de Dios que se manifiesta y se derrama por la presencia del sacrificio de Cristo, por el memorial de su Pascua, genera la comunión en la Iglesia y la impulsa a la oblación misionera en el mundo; la configura como signo del Reino y sacramento universal de salvación. La Eucaristía es pues sacramento de las apariciones pascuales y de la efusión pentecostal, encuentro permanente con el Resucitado y con su Espíritu, que da inicio y sostiene la vida eclesial en el mundo y la historia.

-Desde el cuerpo eclesial hacia la Cabeza, la respuesta en amor al Amor receptado, pone a la Iglesia en un movimiento de retorno hacia el Padre, por la asociación nupcial al sacrificio de Cristo en el Espíritu. Así la configura como Esposa, como aquella esposa del Cantar de los Cantares que corre y se fuga tras el Amado que la atrae;  se trata de la Iglesia que peregrina hacia la Patria. Pero también la asocia en clave elevante como víctima ofrecida, es la Esposa del triunfante Cordero degollado que canta sin cesar la Gloria del Amor que recibe en arras y que anhela sea eterno. La Eucaristía es pues sacramento hacia la Parusía, que adelanta en cuanto primicia, la consumación del Reino en el banquete celeste.

 








[1] Mi distinción entre “acontecimiento” y “proyecto” pascual tiene la intención de dar cuenta de un plan de comunión fundado en la libre y eterna voluntad de Dios al predestinarnos a la Salvación. Desde San Agustín la “predestinación a la salvación” ha sido interpretada con diversos matices en la historia de la teología. De trasfondo estoy aludiendo a la cuestión planteada por el Beato Juan Duns Escoto y presente en otros autores medievales. Podría expresarse así: ¿si el hombre no hubiese pecado el Verbo se habría encarnado? Lo dado es tanto el pecado del hombre como la Pascua redentora de Cristo, esta es la economía real. La hipótesis tiende a descentrar el pecado, a salirnos de una mirada “amartiocéntrica” de la historia. Sin negar el dato revelado de que el Hijo murió “por nuestros pecados” nos invita a pensar el “pecado de los hombres” como coyuntura de la Encarnación. No es el hombre con su pecado quien pide la Encarnación del Verbo, sino que la misma está contenida en un libérrimo y eterno proyecto creador de comunión y salvación.

[2] La expresión es utilizada por el teólogo Juan Ruiz de la Peña al titular su obra sobre Escatología.

[3] San Juan Pablo II, “Ecclesia de Eucharistía”, n. 8

[4] op. cit., n. 55

[5] MISAL ROMANO, PE III y las diversas variaciones en la fórmula que ofrece cada plegaria.

[6] op. cit., PE II

[7] op. cit., PE III

[8] op. cit., PE IV

[9] op. cit., PE R I

[10] op. cit., PE R II

[11] op. cit., PE DC I-IV

[12] op. cit., PE MCN I

[13] op. cit., PE MCN II

[14] op. cit., PE MCN III

[15] San Juan Pablo II, “Ecclesia de Eucharistía”, n. 21

[16] op. cit., n. 21

[17] op. cit., n. 22

[18] op. cit., n. 22

[19] op. cit., n. 23

[20] op. cit., n. 24

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EVANGELIO DE FUEGO 26 de Noviembre de 2024