ENSAYO 2
PERMANECER EN LA VID:
UNA EXPERIENCIA COMUNIONAL Y EUCARÍSTICA
EL ANCLAJE EXEGÉTICO
R. Brown, se dedica en primer término a establecer la subdivisión de la
perícopa y, tras dialogar con diversas propuestas, fundamenta la separación de
vv.1-6 y vv.7-17 en cuanto “figura” y “explicación de la figura”.
Es
interesante notar algunos aportes:
1.
la acertada indicación de que en 1-6
no aparecen elementos futuristas en la descripción de la unión de la vid con
los sarmientos cuando en muchos pasajes del último discurso o “discurso del
adiós” esta unión es presentada como perteneciente al futuro;
2.
así como tampoco se hacen
presentes temas característicos del último discurso;
3.
la apropiada señalización de que
en 7-17 surgen temas contextuales de la última cena;
4.
el hecho de que en 1-6 se use
alternadamente 2º y 3º persona, mientras que en 7-17 se usa constantemente la
3º;
5.
las diversas “inclusiones” que
resalta en el texto.
El
autor concluye que 1-6 originalmente pertenece a otro contexto –mas no intenta
especificarlo- y que al ser introducido en el nuevo contexto de la última cena
se le añadió un desarrollo y aplicación parenética (7-17) que “…se formó combinando imágenes tomadas de la
figura de la vid y los sarmientos con sentencias y temas joánicos
pertenecientes al discurso final”.[1]
Según
Brown los v.7-17 presentan una interesante estructura interna a modo de quiasmo: [2]
Si mis palabras siguen con
vosotros 7 17 Esto
es lo que os mando
Pedid lo que queráis 7 16 El
Padre os dará lo que le pidáis
Dar fruto 8 16 Dar
fruto
Ser mis discípulos 8 16 Yo
os elegí
Mi Padre me amó 9 15 Os
he comunicado cuanto he oído al Padre
Os he amado 9 15 Os
llamo amigos
Os mantendréis en mí amor 10 14 Seréis
amigos míos si hacéis lo que os mando
si cumplís mis mandamientos 10 12 Mi
mandamiento es: amaos unos a otros
11 Os he dicho esto para que compartáis mi alegría
Según
entonces esta lógica los temas dominantes serían: las palabras-mandatos que se
deben guardar, la oración de petición que será escuchada, dar fruto, la
vocación a ser discípulos, el Padre fuente de amor, la amistad, el mandato del
amor mutuo y la alegría.
A
continuación el autor, al tratar sobre los vv.1-6, apunta a señalar que el
género literario que los configura es el “mashal” con énfasis en la
alegorización. Queda pues claro que no pueden ser interpretados bajo las
categorías de la retórica griega (parábola-alegoría) sino sobre aquel semítico
modo para los esquemas de comparación, más rico y más flexible.
Nos
recuerda que cuando se plantea algún problema acerca del trasfondo del
pensamiento joánico un grupo de autores recurre a las fuentes gnósticas y mandeas,
mientras otros subrayan el influjo del AT y los escritos judíos. Tras señalar
las objeciones al primer grupo, delinea las posibilidades y limitaciones de la
segunda opción mediante un extenso análisis de textos, llegando a concluir:
“Está claro que el mashal
joánico de la vid y los sarmientos tiene una intencionalidad única, consonante
con la cristología de Juan. Esta intencionalidad no aparece ni en el AT ni en
el pensamiento judío, pero muchas de las imágenes e ideas que aquí se han
combinado aparecían ya allí. Admitida en este punto la originalidad del
pensamiento joánico, sugerimos que el AT y el judaísmo aportaron los materiales
utilizados para componer este mashal, del mismo modo que aportaron los
materiales para la composición del mashal de la puerta del aprisco y del
pastor.”[3]
Finalmente
Brown se introduce en la comprobación de la vid como posible símbolo
eucarístico.
“El significado básico de la
vid está bien claro. Del mismo modo que Jesús es la fuente de agua viva y el
pan del cielo que da vida, también es la vid que comunica la vida. Hasta ahora,
las metáforas en que se expresaba la idea de recibir de Jesús el don de la vida
implicaban unas acciones externas: había que beber el agua o comer el pan de
vida. Las imágenes que hallamos en el mashal de la vid son más íntimas, como
corresponde al tema general de la interiorización que domina el discurso final:
para tener vida hay que permanecer en unión con Jesús, del mismo modo que los
sarmientos están unidos a la vid. Beber el agua y comer el pan eran símbolos de
la fe en Jesús; la explicación de 15,1-17 deja en claro que permanecer en la
vid simboliza el amor. Ya hemos sugerido que, en un plano secundario, el pan y
el agua eran símbolos sacramentales de la eucaristía y del bautismo, respectivamente.
¿Es posible que la vid simbolice también la unión eucarística y el don de la
vida a través de la eucaristía, en la medida en que podría ser una figura
relacionada con la copa eucarística?”[4]
Nos
remite a Mc 14,25 y Mt 26,29 para identificar el contenido de aquella copa de
la Última Cena como “el fruto de la vid”. Cita
“La relación es primariamente
amorosa (y de fe) y sólo secundariamente eucarística. Es posible que al ser
integrado en el contexto de la Última Cena, el mashal de la vid se utilizara en
los círculos joánicos con la finalidad parenética de insistir en que la unión
eucarística debe permanecer y producir fruto, haciendo al mismo tiempo cada vez
más profunda la unión, ya existente en virtud del amor, entre Jesús y sus
discípulos.”[6]
Sigamos
ahora a R. Brown en su análisis
pormenorizado de los versículos.
En
los vv.1-6 Jesús se presenta como la “vid verdadera” (al igual que el pan),
fuente de la “verdadera” vida que sólo puede venir de lo alto, del Padre. En
tono secundario puede sugerir una polémica con la “vid falsa” representada por
los judíos y la sinagoga, frente a la “vid verdadera” encarnada por los
cristianos.
Aparece
una nota sombría en el tema de la “poda” que reconoce que en la vid hay quienes
no dan fruto y que incluso los que lo dan necesitan ser podados.
“Para Juan, el amor y el
guardar los mandamientos forman hasta tal punto parte de la vida que procede de
la fe que quien no lleva una vida virtuosa es que no posee absolutamente la fe.
La vida es aquí una vida comprometida. Por consiguiente, un sarmiento que no da
fruto no es simplemente un sarmiento vivo, pero improductivo, sino un sarmiento
muerto. Algunos encontrarán dura esta interpretación, puesto que no deja
esperanza alguna a los sarmientos muertos, pero en el dualismo joánico apenas
queda espacio para situaciones intermedias: no hay más que sarmientos vivos y
sarmientos muertos.”[7]
En
cuanto al significado del simbolismo de aquella poda para “dar más fruto”,
parece insinuar un crecimiento en el amor que une con Jesús al cristiano y
difunde la vida a los demás.
El
v.3 que explica y desarrolla el tema original interrumpe el mashal y si su
intención es tranquilizar a los discípulos aún temerosos, se trataría del único
versículo de la unidad vs.1-6 que tiene en cuenta el ambiente de la Última
Cena, introducido probablemente cuando el mashal fue insertado en su contexto
presente. La expresión dice continuidad con el “también ustedes están limpios”
del lavatorio de los pies. Hay que presumir que el autor no piensa que todos los
discípulos durante la Última Cena están perfectamente unidos a Jesús o que ya
producen fruto abundante. Eso sucederá cuando superada la “hora”, el Paráclito
se encargue de que la obra de Jesús produzca todos sus frutos. Los cristianos a
quienes está dirigido el mashal se han injertado en Jesús mediante el bautismo
y están en condiciones de ser fecundos, pero para dar más fruto es necesario
que el mandamiento del amor entregado por Jesús se exprese claramente en sus
vidas.
En
4-6 se explicita la teología tan propia del discurso final sobre la unión
permanente con Jesús como condición para tener vida y dar fruto. El mashal se
cierra con el destino de los sarmientos que han sido cortados.
Los
vv.7-17 presentan el desarrollo del mashal que se expresaba en términos
dualistas como “permanecer” o “no permanecer” en Jesús, dedicándose sólo al
aspecto positivo. Esa permanencia implica vivir de acuerdo a su revelación,
obedecer sus mandamientos.
Los
vv.7-8 están unidos por el tema de las peticiones, las cuales son referidas al
desarrollo de la vida cristiana: dar fruto y convertirse en auténticos
discípulos. “Mediante sus demandas los
cristianos toman parte activa en los planes de Dios.”[8]
Los
vv.9-17 con su tema del amor constituyen una interpretación del “dar fruto”.
Esta temática del amor se desarrolla aquí con mayor intensidad que en cualquier
otra parte del Evangelio y se acerca hondamente a 1Jn. Hay que notar que Jesús
está hablando en el contexto de la “hora”, cuando “amó a los suyos hasta el extremo” (13,1). “En la mente de Juan, el amor está relacionado con el estar o
permanecer con Jesús.”[9] Permanecer en el amor que Jesús les tiene a los discípulos, exige de
su parte una respuesta en el amor. Cuando el v.10 introduce el tema de los
mandamientos señala que amor y obediencia se encuentran en dependencia mutua.
En
el v.11 surge la “alegría” como brotando del amor y la obediencia de la que
Jesús les habla. “La alegría del mismo
Jesús brota de su unión con el Padre, que se expresa en obediencia y amor
(14,31: Amo al Padre y cumplo exactamente su encargo).”[10] Los discípulos unidos a Jesús experimentan la plenitud de la alegría
en proseguir su misión y dar mucho fruto.
El
v.12, repetido en 17 y relacionado con 13,34, concreta el tema del v.10 sobre
permanecer en el amor cumpliendo los mandamientos: el mandato básico es el
amor. “El amor sólo puede subsistir si
produce aún más amor.”[11]
El
v.13 pudo ser un logion independiente pero ahora se encuentra perfectamente
integrado en su contexto. La muerte de Jesús, su gran acto de amor, hace
posible el don del Espíritu para todos los que creen en él. Ese Espíritu los
engendra como hijos. Los “amigos” de Jesús son pues todos los creyentes unidos
a Él por el amor.
El
v.16 nos habla de un Jesús que elige a los discípulos. Si bien se refiere a
todos los cristianos, piensa Brown que no hay que descartar que primariamente
se refiera a los Doce, sus discípulos íntimos, modelos para todos los demás,
destinados a la misión de comunicar su Palabra. El uso del verbo griego
“destinar”, cuyo trasfondo son pasajes veterotestamentarios relacionados con
una vocación-misión, añade un nuevo matiz misionero al versículo.
Sobre
el cierre de la perícopa en el v. 17 no queda más que citar al autor: “El amaos unos a otros es un final adecuado
para una sección cuyo tema es el amor. Contrasta vivamente con las palabras
sobre el odio del mundo que vienen a continuación.”[12]
RESONANCIAS Y ECOS CONTEMPLATIVOS
1. La vocación al amor de comunión: presente y futuro
En
primer lugar me pregunto: ¿por qué ha quedado marcado en el mashal como
“presente” la unión entre Jesús y los discípulos mediante la poda que lleva
adelante el Padre, si consecutivamente en la instancia parenética esa unión se
muestra “hacia el futuro” bajo el condicionante de “si permanecen” y “si cumplen
mis mandatos” -es decir- en un proceso dinámico, creciente y tenso hacia la
plenitud?
Para
intentar una respuesta no puedo dejar de recostarme en ese denso clima de
encuentro entre Jesús y los suyos enmarcado por aquella indicación solemne y
definitiva del evangelista: “Antes de la
fiesta de
Esta
afirmación parece introducir de modo próximo el gesto del lavatorio de pies,
que como notaba nuestro autor, tiene un punto de conexión en la temática del
“estar limpios” con el mashal de la vid[13]. R. Brown asume que este gesto se da en el contexto de la “última
cena” con toda la problemática que el cuarto evangelio nos abre en este punto[14].
Pero
también la sentencia de 13,1 sobre la intencionalidad de Jesús de amar a los
suyos y manifestarles este amor hasta el extremo parece dar el contexto remoto
de unas palabras de despedida que apuntan a un insistente llamado a la
comunión; a una comunión de amor que da vida en abundancia.
Esta
vocación al “amor de comunión” en los “discursos del adiós” es presentada como
una realidad plenamente vivida por el Hijo hacia su Padre y hacia sus
discípulos; pero en cuanto a los discípulos se trata de un camino por recorrer.
Al
llegar su “hora” y con el marco de unas palabras de despedida en tono de
“testamento espiritual”, parece evidente que el Señor desea “quedarse con
ellos” y espera que ellos “se queden en Él”. Y aunque les anuncia su partida y
que donde Él va no podrán ir ahora sino que lo seguirán luego, también les dice
que se marcha a prepararles un lugar y espera volver para llevarlos consigo.[15] Todas sus expresiones en
las fórmulas de inmanencia mutua y en la plegaria elevada al Padre por aquellos
que le ha confiado en el capítulo 17, están impregnadas de este deseo de
comunión del Señor con los suyos, de este deseo de que participen de la
comunión entre el Padre y el Hijo.
¿Pero
de qué forma se queda entre ellos el que vuelve al Padre? Así parece arrancar
esta alocución final, dando cuenta de la hora de la glorificación del Hijo que
vuelve al Padre (13,31ss). ¿De qué manera misteriosa “el que ya no estará”
sigue estando entre ellos en un presente de unión (15,1-6) tenso hacia el futuro donde dicha unión será
plena en el “dar fruto” y en “la alegría colmada” (15,7-17)? ¿Cómo el que parte
no los deja solos? Evidentemente la promesa del Paráclito –también contenida en
estos “discursos del adiós”- contiene esta nueva realidad suya en medio de los
discípulos.
2. El trasfondo sacramental y eucarístico
Pero
este inmenso clima vocacional de comunión y esta tensión escatológica que
atraviesa la unión de los discípulos con el Señor también me parecen compatibles
con la estructura sacramental. Pues en el sacramento se da a un tiempo el memorial
que actualiza y la prenda de lo que adviene definitivo: la comunión entre Dios
y los hombres.
Luego,
que según R. Brown la perícopa en su aplicación parenética (vs. 7-17) tenga una
estructura quiástica, podría discutirse ya que el paralelismo de algunos
términos a veces parece algo forzado. Mas si fuera así el elemento central
sería: “Os he dicho esto para que
compartáis mi alegría”. Intuyo que la alegría de Jesús deriva de su
“permanencia en el Padre” y de “mostrar el Padre” a los suyos que le han sido
confiados para que ellos también “sean uno como nosotros somos uno”. Pues,
nuevamente nos hallamos en el ámbito de la comunión de vida y de amor.
Si
el discurso final en el cuarto evangelio da paso al plano de la
interiorización, ese vínculo más íntimo con Jesús expresado por la figura de la
vid y los sarmientos, no estaría tan lejos de la figura paulina del cuerpo con
la cabeza y los distintos miembros. Hay un desarrollo similar en los conceptos
de “permanecer” y “estar en Cristo”, una misma necesidad de participación en la
vida del Señor.[16] Juan
y Pablo, ambos derivan en la construcción simbólica de la comunión.
Incluso
el medio para permanecer en la unión que es “guardar los mandatos” -temática
recurrente del cuarto evangelio-, proporciona algún punto de contacto con la
clásica expresión lucana “guardar en el corazón” que caracteriza a María y con
aquel “ardor del corazón” que experimentan en el camino los discípulos a quienes
el Resucitado se les aparece y que finalmente reconocen por la fracción del pan
en Emaús. Tanto en Juan como en Lucas la “Palabra del Señor” es la clave, “la
llave de acceso” a la comunión. Y casi me animaría a afirmar que en ambas
ópticas teológicas, la escucha y la guarda de
Volviendo
a la perícopa sobre la vid verdadera, el “sub-tono eucaristico” que R. Brown
admite parece plausible en este clima vocacional de comunión y en esta tensión
presente-futuro que atraviesa una unión que ya es pero que está destinada a
más. Ya hemos dicho que tal dinámica es compatible con la estructura
sacramental.
Si hemos de admitir que en las bodas de Caná
-aquel primer signo que deriva en que sus discípulos creyeran en Él- la
transformación del agua en vino, tiene resonancias eucarísticas; si hemos de
suponer que el diálogo con su Madre acerca de la “hora que aún no ha llegado”
remite al desposorio pascual y en segundo plano a la eucaristía como signo y
realidad sacramental de
3. El Misterio
salvífico de la Comunión y la Eucaristía
Quisiera contemplar a Jesucristo, como ese
Misterio escondido y revelado,[18]
en el cual se manifiesta el plan divino de salvación como un proyecto de
comunión de Dios con el hombre. Me permito entonces una mirada personal sobre
En
el eje central se parte de la Santísima Trinidad como misterio de Comunión que
quiere llegar a la humanidad para hacerla partícipe y consorte de la naturaleza
divina. En el medio de ese eje Jesucristo, quien por la dinámica de la
Encarnación posibilita y da acceso pleno a la participación del hombre en el
misterio Trinitario. Aparece entonces la Iglesia, Cuerpo de Cristo y Sacramento
Universal de Salvación, y en ella los sacramentos, resaltándose la Eucaristía.
Así la humanidad es alcanzada, llamada e invitada a vivir su vocación de
comunión con Dios.
A los costados, los ya clásicos movimientos descendente y ascendente, tan propios de la patrología griega y que ya eran prefigurados por ejemplo en el himno paulino de Flp 2,6-11 en cuanto abajamiento y exaltación de Cristo.
Contemplemos
En
Es
decir,
Lo
expresaba bellamente San Juan Pablo II, quien al recordar las diversas
circunstancias y ambientes en los que como sacerdote había celebrado la
Eucaristía, podía escribirnos:
“Estos escenarios tan variados
de mis celebraciones eucarísticas me hacen experimentar intensamente su carácter
universal y, por así decir, cósmico. ¡Sí, cósmico! Porque también cuando se
celebra sobre el pequeño altar de una iglesia en el campo, la Eucaristía se
celebra, en cierto sentido, sobre el
altar del mundo. Ella une el cielo y la tierra. Abarca e impregna toda
la creación. El Hijo de Dios se ha hecho hombre, para reconducir todo lo
creado, en un supremo acto de alabanza, a Aquél que lo hizo de la nada. De este
modo, Él, el sumo y eterno Sacerdote, entrando en el santuario eterno mediante
la sangre de su Cruz, devuelve al Creador y Padre toda la creación redimida. Lo
hace a través del ministerio sacerdotal de la Iglesia y para gloria de la Santísima
Trinidad. Verdaderamente, éste es el
mysterium fidei que se realiza en la Eucaristía: el mundo nacido de las
manos de Dios creador retorna a Él redimido por Cristo.”[3]
Y
también sobre el vínculo análogo entre encarnación y Eucaristía, al referirse a
la Virgen Madre, expresa:
“En cierto sentido, María ha
practicado su fe eucarística antes
incluso de que ésta fuera instituida, por el hecho mismo de haber ofrecido su seno virginal para la
encarnación del Verbo de Dios. La Eucaristía, mientras remite a la pasión
y la resurrección, está al mismo tiempo en continuidad con la Encarnación.
María concibió en la anunciación al Hijo divino, incluso en la realidad física
de su cuerpo y su sangre, anticipando en sí lo que en cierta medida se realiza
sacramentalmente en todo creyente que recibe, en las especies del pan y del
vino, el cuerpo y la sangre del Señor.
Hay, pues, una analogía profunda entre el fiat pronunciado por María a las
palabras del Ángel y el amén
que cada fiel pronuncia cuando recibe el cuerpo del Señor. A María se le pidió
creer que quien concibió «por obra del Espíritu Santo» era el «Hijo de Dios»
(cf. Lc 1, 30.35). En
continuidad con la fe de la Virgen, en el Misterio eucarístico se nos pide
creer que el mismo Jesús, Hijo de Dios e Hijo de María, se hace presente con
todo su ser humano-divino en las especies del pan y del vino.”[4]
De
este modo la Eucaristía remite a ese plan de comunión que Dios ha trazado desde
la eternidad, plan de comunión que se expresa en la creación, plan de comunión
que se posibilita en la Encarnación (condescendencia) del Verbo. Este
movimiento descendente de Dios hacia los hombres (abajamiento-anonadamiento)
expresa-visibiliza en Jesucristo el Amor de Dios que nos busca para la comunión
eterna con Él. La Eucaristía es pues signo y realidad del llamado vocacional
que Dios nos ha dirigido como hijos en el Hijo, de modo que haciéndonos
discípulos entremos al ámbito de la comunión salvífica que nos ofrece.
En la Eucaristía, la Trinidad
Santa, nos abraza en Jesucristo por la Iglesia bajo el Espíritu Santo haciendo
la comunión.
Este
sacramento por excelencia del encuentro con el Padre, instituido por Jesucristo
y su Pascua es actuado en
La
epíclesis, oración litúrgica de
invocación al Espíritu Santo, junto al gesto de imposición de manos, se realiza
por vez primera en la Misa sobre las ofrendas de pan y vino. “Por eso, Padre, te suplicamos que
santifiques por el mismo Espíritu estos dones…”[5]
Sin embargo podemos reconocer una segunda epíclesis,
que sin gesto de imposición de manos, se realiza sobre el pueblo.
“Lex
orandi, lex credendi”. La Iglesia invoca al Espíritu Santo sobre ella misma en
una súplica de comunión. Escuchemos y meditemos esta oración:
“Te pedimos humildemente que
el Espíritu Santo congregue en la unidad a cuantos participamos del Cuerpo y la
Sangre de Cristo.”[6]
“…y llenos de tu Espíritu
Santo, formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu.”[7]
“…concede a cuantos
compartimos este pan y este cáliz, que congregados en un solo cuerpo por el
Espíritu Santo, seamos en Cristo víctima viva para alabanza de tu gloria.”[8]
“…y concédeles, por la fuerza
del Espíritu Santo, que, participando de un mismo pan y de un mismo cáliz,
formen en Cristo un solo cuerpo, en el que no haya ninguna división.”[9]
“…concédenos el mismo
Espíritu, que haga desaparecer toda enemistad entre nosotros. Que este Espíritu
haga de tu Iglesia signo de unidad e instrumento de tu paz entre los hombres, y
nos guarde en comunión…”[10]
“…concédenos por la fuerza del
Espíritu de tu amor, ser contados ahora y por siempre entre el número de los
miembros de tu Hijo, cuyo Cuerpo y Sangre comulgamos."[11]
“…y envíanos al Espíritu Santo
para recibir el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo, unidos como una sola familia.”[12]
“…y danos tu Espíritu de amor
a todos los que participamos en esta comida, para que vivamos cada día más
unidos en la Iglesia...”[13]
“…y por la presencia del
Espíritu Santo formemos un solo cuerpo en el amor.”[14]
Recopilemos
y ordenemos el sentido teologal de esta segunda epíclesis.
El
Espíritu Santo, corriente de vida divina, cual savia en el tronco de la
Vid-Hijo, congrega en la unidad, nos hace entrar en el número de los miembros
del Hijo unidos como una sola familia; y pues quiere que vivamos siempre más
unidos, forma un solo cuerpo y un solo espíritu –en el cual no haya ninguna
división-, pues hace desaparecer toda enemistad, guardándonos en la comunión y
haciéndonos signos de unidad e instrumentos de paz. Y todo esto lo hace en la
comunión del Cuerpo y la Sangre del Hijo, Sacramento de su Pascua, por tanto forma
un solo cuerpo en el amor asociándonos a esa dinámica de entrega de la vida, haciéndonos
víctima viva para alabanza de su gloria.
¡Fantástico,
verdad! ¡Quien pudiera tener conciencia de esta obra del Espíritu sobre la
Iglesia! ¡Quien pudiera vivir contemplando en cada Eucaristía y en lo cotidiano
este influjo constante del que es llamado Don y Unción sobre el cuerpo eclesial
creando, sosteniendo y acrecentando la comunión!
La Trinidad Santa por la
Eucaristía, sacramento memorial de la
Pascua, configura a la Iglesia como sacramento
de salvación.
No pretendo adentrarme sino solamente recordar aquel famoso axioma de
Henri De Lubac en su obra Meditación
sobre la Iglesia. “Es la Iglesia la que hace la Eucaristía, pero es también la Eucaristía
la que hace la Iglesia.” Al
respecto enseñaba San Juan Pablo II:
“El Concilio Vaticano II ha
recordado que la celebración eucarística es el centro del proceso de crecimiento
de la Iglesia. En efecto, después de haber dicho que «la Iglesia, o el reino de
Cristo presente ya en misterio, crece visiblemente en el mundo por el poder de
Dios» (LG 3), como queriendo responder a la pregunta: ¿Cómo crece?, añade: «Cuantas
veces se celebra en el altar el sacrificio de la cruz, en el que Cristo,
nuestra Pascua, fue inmolado (1 Co
5,7), se realiza la obra de nuestra redención. El sacramento del pan eucarístico
significa y al mismo tiempo realiza la unidad de los creyentes, que forman un
sólo cuerpo en Cristo (cf. 1 Co
10,17)» (LG 3).
Hay un influjo
causal de la Eucaristía en los orígenes mismos de la Iglesia.”[15]
Así
tras recordar la Última Cena y sus implicancias para los Apóstoles afirma:
“Los Apóstoles, aceptando la
invitación de Jesús en el Cenáculo: «Tomad, comed... Bebed de ella todos...» (Mt 26, 26.27), entraron por vez
primera en comunión sacramental con Él. Desde aquel momento, y hasta al final
de los siglos, la Iglesia se edifica a través de la comunión sacramental con el
Hijo de Dios inmolado por nosotros.”[16]
Y
continúa la temática aludiendo a nuestra perícopa de la vid:
“La incorporación a Cristo,
que tiene lugar por el Bautismo, se renueva y se consolida continuamente con la
participación en el Sacrificio eucarístico, sobre todo cuando ésta es plena
mediante la comunión sacramental. Podemos decir que no solamente cada uno de nosotros recibe a Cristo,
sino que también Cristo nos recibe a
cada uno de nosotros. Él estrecha su amistad con nosotros: «Vosotros
sois mis amigos» (Jn 15,14).
Más aún, nosotros vivimos gracias a Él: «el que me coma vivirá por mí» (Jn 6, 57). En la comunión eucarística
se realiza de manera sublime que Cristo y el discípulo «estén» el uno en el
otro: «Permaneced en mí, como yo en vosotros» (Jn 15,4).”[17]
Podríamos decir que el Sacramento de
la Fe “sacramentaliza” a la Iglesia:
“Al unirse a Cristo, en vez de
encerrarse en sí mismo, el Pueblo de la nueva Alianza se convierte en «sacramento»
para la humanidad, (LG1) signo e instrumento de la salvación, en obra de
Cristo, en luz del mundo y sal de la tierra (cf. Mt 5,13-16), para la redención de todos. (LG1) La misión de la
Iglesia continúa la de Cristo: «Como el Padre me envió, también yo os envío» (Jn 20, 21). Por tanto, la Iglesia
recibe la fuerza espiritual necesaria para cumplir su misión perpetuando en la
Eucaristía el sacrificio de la Cruz y comulgando el cuerpo y la sangre de
Cristo. Así, la Eucaristía es la fuente
y, al mismo tiempo, la cumbre
de toda la evangelización, puesto que su objetivo es la comunión de los
hombres con Cristo y, en Él, con el Padre y con el Espíritu Santo. (PO5)”[18]
Y que en la Eucaristía, por la obra
conjunta del Hijo y del Espíritu, la Iglesia se configura como Cuerpo de
Cristo:
“Con la comunión eucarística
la Iglesia consolida también su unidad como cuerpo de Cristo. (…) La acción
conjunta e inseparable del Hijo y del Espíritu Santo, que está en el origen de
la Iglesia, de su constitución y de su permanencia, continúa en la Eucaristía.
(…) La Iglesia es reforzada por el divino Paráclito a través la santificación
eucarística de los fieles.”[19]
La
Eucaristía pues colma el anhelo de fraternidad de la humanidad y lo eleva en
gracia:
“El don de Cristo y de su
Espíritu que recibimos en la comunión eucarística colma con sobrada plenitud
los anhelos de unidad fraterna que alberga el corazón humano y, al mismo
tiempo, eleva la experiencia de fraternidad, propia de la participación común
en la misma mesa eucarística, a niveles que están muy por encima de la simple
experiencia convival humana. Mediante la comunión del cuerpo de Cristo, la
Iglesia alcanza cada vez más profundamente su ser «en Cristo como sacramento o
signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el
género humano».(LG1) (…) La Eucaristía, construyendo la Iglesia, crea
precisamente por ello comunidad entre los hombres.”[20]
Por tanto en esta enseñanza
magisterial se explicita sobradamente como la Trinidad Santa, hace a la Iglesia
“sacramento de salvación” para el género humano, fundado causalmente en la
Pascua y en su memorial eucarístico.
La Eucaristía: fiesta de
nupcias, sacrificio de comunión y presencia divinizadora.
Ya sabemos que el
culto cristiano suele definirse dirigido “hacia
el Padre por el Hijo en el Espíritu Santo”. Menos receptada en general es
la noción del culto como “opus Dei” (obra de Dios) en el sentido más estricto
de la espiritualidad benedictina. Se trata de la obra más perfecta y acabada:
dar culto a Dios por sí mismo, lo cual en definitiva es la primaria vocación
eterna de los llamados a la Gloria. En efecto, la comunión de los santos
bienaventurados es consecuencia de estar aunados en la adoración y comunión
eterna con el Señor.
Pero
también la “obra de Dios” quiere significar que es Él mismo el agente principal
del culto, pues el hombre no podría por sí mismo adorarlo sino fuese convocado,
animado y sostenido en Gracia. Este aspecto se halla bastante desdibujado en la
praxis cotidiana de la liturgia cristiana, digo esta conciencia de la acción de
Dios en el culto. Un culto cristiano cuya experiencia más masiva es la
Eucaristía y en todo caso la celebración de los Sacramentos de Iniciación
Cristiana, quizás ritos exequiales y casi restringido a los consagrados la
Liturgia de las Horas. Considero en mi experiencia pastoral como presbítero que
generalmente se observa en la acción litúrgica la obra de los ministros, sea el
ministro ordenado que preside, o los ministerios laicales diversos como lector
y acólito, animación musical, guía y otros. Solemos hablar de lo que hicieron u
olvidaron, de las equivocaciones y aciertos, del gusto o disgusto que nos causó
su actuación. ¿Y Dios?
Ciertamente
parece haberse diluido el Misterio en el culto. Tal vez en la consagración
eucarística se tenga noticia de la epíclesis al Espíritu o de las palabras y
gestos del mismo Jesucristo que se repiten como memorial. ¿Pero no es verdad
que vivimos la liturgia más como el resultado de nuestra acción? ¿Qué tan a
menudo encontramos en los participantes una mirada que penetre más allá de lo
sensorio y contemple la obra invisible de Dios o exactamente la obra visible a
la fe que busca la unión?
Pues
en la Eucaristía la obra de Dios se constituye en esta triple dinámica: celebración
del banquete nupcial, sacrificio de comunión y presencia divinizadora.
Pues
la Eucaristía es celebración de la Alianza nueva y definitiva rubricada en la
Pascua de Jesucristo. Y conforme a la espiritualidad bíblica –prefigurada por
los profetas, manifestada en la Cruz e iluminada en Pentecostés- celebración de
las bodas del Cordero con su esposa la Iglesia. Es fiesta del amor entre Dios y
la Iglesia, entre Dios y cada fiel participante. A veces he dicho al pueblo
antes de acceder a la comunión: ¿qué
pasaría si ahora les tomase el consentimiento matrimonial? Ese AMÉN mal
traducido por “así sea” parece introducir lo dubitativo cuando tiene el sentido
de la profesión de fe: “Creo, Señor, en
tu presencia real en este sacramento. ¡Comulgo contigo, oh Dios!”. Entonces
juguemos didácticamente. Antes de comulgar con el Cuerpo del Señor le diremos
como en el rito matrimonial: “Yo te
recibo a ti, mi Señor Jesucristo, como ESPOSO y prometo serte fiel tanto en la
prosperidad como en la adversidad, en la salud como en la enfermedad, amándote
y respetándote durante toda la vida.” ¿Cómo cambia la perspectiva, verdad?
Aquí se comprende mejor, en resonancia eucarística, el “Permanezcan en mi
amor”.
Pues
la Eucaristía también es sacrificio de comunión, no sólo del Esposo que entrega
su vida en rescate y salvación, sino también de la esposa que solicita ser
convertida por amor en “víctima ofrecida y ofrenda permanente” según la oración
litúrgica. Es que el amor cristiano se define propiamente por el don de sí. Se
funda en este “éxtasis” que bien podría caracterizar la vida intratrinitaria,
la perijóresis por la cual cada una de las Personas divinas está totalmente en
la otra, en una circulación y rotación de amor, en una compenetración e
intercambio y estar una en la otra. De esta vida intratrinitaria y de estas
procesiones eternas se sigue el envío y las misiones económicas del Hijo y del
Espíritu.
Así,
en clave del don de sí, se ha elaborado esa relación entre amor “eros” y amor
“ágape”; tradicionalmente adjudicando al primero, el movimiento de retorno sobre
sí mismo por el disfrute y gozo del bien amado; y al segundo, el movimiento de
salida de sí hacia el gozo de la benevolencia para elevar al amado con la
propia donación condescendiente. El “don de sí” tiene como un antecesor mucho
más rico en sentido, el preclaro concepto teológico de “sacrificio”. Digo más
amplio ya que se trata de “rescate y redención”, tiene todo un matiz “expiatorio
de la culpa y de la deuda” por tanto un aspecto de “perdón y reconciliación”. Y
en cada Eucaristía celebramos agradecidos el Sacrificio amoroso que nos ha
salvado y esta donación de Dios debería movernos a devolvernos en amor a Él y
al prójimo, instarnos a transformar nuestra vida hacia un creciente impulso de
donación y ofrenda.
Sólo
si efectivamente la esposa consiente y concreta este intercambio sacrificial en
el amor; sólo si se configura a su Esposo y saliendo de sí misma y de su
bienestar, rompiendo la posición de estar como quien siempre recibe y pasando a
ser también quien se entrega y ofrece junto a su Amado; se podría hablar de una
Alianza y de unas nupcias. Una comunión que se establece por la mutua donación
sacrificial, siempre salvando en Dios la primacía que engendra, sostiene y
conduce todo el proceso. No se trata sólo de ser amado sino de convertirse al
Amor y de amar sin reserva de sí como respuesta. Creo que por supuesto aquí se
comprende mejor aquello de: “Permanezcan en mi amor porque sin mí nada pueden
hacer, solo en mí pueden dar fruto. Nadie tiene mayor amor que quien da su vida
por los amigos.”
Pues
finalmente la Eucaristía es presencia divinizadora. La “divinización del
hombre”, que a primeras oídas suena escandalosa y exagerada, es un tema
recurrente de los Santos Padres. El Dios que se acerca y asume nuestra
humanidad -como se dirá al pensar los efectos de la Gracia- sana y eleva la
naturaleza humana. Claramente no se puede dar una interpretación panteísta o
absorcionista sino en clave de “participación de la creatura en la naturaleza
divina”. La comunión sacramental es prenda y arras de la comunión eterna y
gloriosa. Al fin y al cabo comulgamos con el mismo Dios en la Eucaristía,
incrementándose –sin descontar las disposiciones- la caridad y el estado de
gracia santificante en el alma. Entre la inhabitación trinitaria y la comunión
eucarística se produce una comunicación fructuosa. Si quieren podríamos
introducir análogamente el término místico de “unión transformante”. ¿Qué conciencia
tenemos los cristianos de esta obra misericordiosa de Dios que dándose a
nosotros nos comunica su propia Vida y nos transfigura hacia Él? Aquí se
comprende bien aquello de: “Permanezcan en mi amor para que mi gozo esté en
ustedes y su gozo sea colmado.”
Banquete
nupcial, intercambio sacrificial, divinización: el Amor de Dios manifestado en
la Pascua de Jesucristo y hecho Eucaristía. Misterio de Comunión salvífica.
La Eucaristía significa y
contiene el obrar de Dios que desciende santificando y asciende glorificando.
Es
ampliamente conocido este movimiento o dinámica como esquema teológico para la
comprensión del plan de salvación. Sólo rescato la configuración al Misterio de
Cristo que se opera en la Iglesia por la celebración y comunión eucarística.
-Desde
-Desde
el cuerpo eclesial hacia
[1] Mi distinción entre “acontecimiento” y “proyecto” pascual tiene
la intención de dar cuenta de un plan de comunión fundado en la libre y eterna
voluntad de Dios al predestinarnos a la Salvación. Desde San Agustín la
“predestinación a la salvación” ha sido interpretada con diversos matices en la
historia de la teología. De trasfondo estoy aludiendo a la cuestión planteada
por el Beato Juan Duns Escoto y presente en otros autores medievales. Podría
expresarse así: ¿si el hombre no hubiese pecado el Verbo se habría encarnado?
Lo dado es tanto el pecado del hombre como la Pascua redentora de Cristo, esta
es la economía real. La hipótesis tiende a descentrar el pecado, a salirnos de
una mirada “amartiocéntrica” de la historia. Sin negar el dato revelado de que
el Hijo murió “por nuestros pecados” nos invita a pensar el “pecado de los
hombres” como coyuntura de la Encarnación. No es el hombre con su pecado quien
pide la Encarnación del Verbo, sino que la misma está contenida en un libérrimo
y eterno proyecto creador de comunión y salvación.
[2] La expresión es utilizada por el teólogo Juan Ruiz de la Peña al
titular su obra sobre Escatología.
[3] San Juan Pablo II, “Ecclesia de Eucharistía”, n. 8
[4] op. cit., n. 55
[5] MISAL ROMANO,
PE III y las diversas variaciones en la fórmula que ofrece cada plegaria.
[6] op. cit., PE II
[7] op. cit., PE III
[8] op. cit., PE IV
[9] op. cit., PE R I
[10] op. cit., PE R II
[11] op. cit., PE DC I-IV
[12] op. cit., PE MCN I
[13] op. cit., PE MCN II
[14] op. cit., PE MCN III
[15] San Juan Pablo II, “Ecclesia de Eucharistía”, n. 21
[16] op. cit., n. 21
[17] op. cit., n. 22
[18] op. cit., n. 22
[19] op. cit., n. 23
[20] op. cit., n. 24
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